Cuando el silencio se instala en la casa y el sol traza geometrías perezosas en el suelo, mi soledad se viste de confidencia. Es en esta hora dueña, libre de miradas ajenas, que me rindo a un deseo que florece bajo la piel.
Busco el tacto de la seda más fina, de la tela que, más que cubrir, celebra la forma. Una tanguita, apenas un suspiro de encaje, se ciñe a la curva íntima de mis caderas, prometiendo y marcando el secreto de mi colita con una delicadeza que me excita. Me muevo despacio, sintiendo esa leve presión, y cierro los ojos.
La fantasía entonces me regala lo que la naturaleza me negó: imagino el peso exacto, la redondez sutil de unos pechos bajo la tela, un paisaje que anhelo ver reflejado en el asombro de otros ojos. Me acaricio, apenas, la zona imaginada, y un escalofrío me recorre.
Y entonces, el anhelo estalla, incontenible. Mi cuerpo, envuelto en esta feminidad secreta, clama por ser descubierto. Por el roce fuerte y decidido de un hombre. Lo deseo a mi lado, una presencia cálida y robusta que respire cerca de mi cuello. Lo sueño encima de mí, el peso dulce y la caricia lenta que no se detiene.
Que sus manos sean un mapa que recorra cada centímetro de este cuerpo recién descubierto, cada curva que el encaje apenas insinúa. Y que lo haga despacio, con esa urgencia contenida, despojándome, no solo de la ropa, sino de todo velo, hasta dejarme en la desnudez de mi más íntimo deseo. Solo yo, su tacto, y la promesa de un ardor que me consuma.
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