Ana Victoria de las Mercedes dejó la peineta en el tocador con un gesto lento y controlado. Se miró al espejo desafiante, en un duelo consigo misma que nunca lograba ganar. Apretó los labios y tomó de nuevo la peineta, en un vano intento de ignorar la incomodidad que, implacable, crecía en su cuerpo a cada minuto.
En el fondo, sabía que esa batalla estaba perdida. A lo sumo, podía postergarla, robarle unos segundos, un respiro que le permitiera, aunque fuera por un instante, sentir que llevaba una vida normal. Soñaba con ser como las demás mujeres de El Remanso, el pueblo que la había visto crecer y que, en su mayoría, la aceptaba tal como era, con sus virtudes, sus defectos y sus condenas. Las otras eran mujeres libres, que podían hacer lo que quisieran con sus vidas, sin urgencias anómalas. Pero ella no.
Agarró el rizador de pestañas, le quitó la tapa, aspiró hondo y se lo llevó a los ojos. La picazón interna se hacía cada vez más fuerte. Ignorarla era casi imposible, pero Ana Victoria mantenía el gesto imperturbable. Terminó de arreglarse y, en un acto que siempre supo mentiroso e incluso hipócrita, se sentó a leer un libro.
Apenas apoyó el cuerpo, sintió cómo el picor se transformaba en ardor. Releyó por tercera vez la misma línea de un libro en el que no avanzaba nada, mientras apretaba las nalgas en un esfuerzo inutil de ganarle la pulsada a su propio cuerpo. Bastaron unos segundos para que eso no alcanzara, porque nunca alcanzaba. Así que empezó a mover el culo en círculos sobre un sillón que se sentía cada vez más vacío e insuficiente.
Tiró el libro con rabia y se puso en pie de golpe, disgustada consigo misma, con su cuerpo, con la vida. Salió de la casa hecha una furia, apurada por una comezón más intensa de lo habitual. Caminó rápido dos cuadras, incómoda, perturbada, con un único objetivo en mente: llegar cuanto antes al Bar de René, un antro oscuro, con olor a humedad y luces cansadas, pero que hace ya algún tiempo, se había transformado en una suerte de sanatorio para su malestar.
Entró rauda, y su sola presencia iluminó a los hombres del lugar. Algunos buscaban la solución a sus problemas en el fondo de una botella; mientras que otros esperaban, o más bien rogaban, que ocurriera lo que finalmente ocurrió. Que ella entrase.
Apenas cruzó la puerta, seis hombres de distintas edades, caminos de vida y niveles de atractivo se pusieron de pie con una sincronización inexplicable, como si hubieran ensayado la escena cientos de veces. Uno tras otro, soltaron frases que ya parecían parte del inventario del bar:
—Ana Victoria, gusto de verla.
—Señorita, qué placer, usted sabe que aquí estoy para servirle.
—Lo que necesite, dama, si puedo ayudarla…
Ella apenas les dedicó una mirada. Buscó con los ojos a René, el dueño del bar, quien, con orgullo, solvencia y satisfacción, le aseguró:
—Todos estos vagos están con los papeles al día, señorita —le aseguró con un gesto de la mano que los abarcaba a todos.
Ana Victoria no necesitó más. Señaló a uno con el dedo, al azar, y se dirigió sin esperar respuesta, al cuarto detrás de la barra que René le había acomodado solo para ella. El resto de los hombres tragó su decepción en silencio. Florentino, el elegido, sintió como si el mismísimo dedo de Dios lo hubiese bendecido.
Florentino pensaba actuar de inmediato, pero lo que vio al entrar en el cuarto superaba cualquier relato que le hubieran contado, o cualquier imagen que él mismo hubiera imaginado. Y, sin embargo, era exactamente lo que le habían dicho.
En un espacio pequeño pero minimalista, con solo una cama angosta, un velador, un colgador y una silla —lo justo y necesario—, se encontró a Ana Victoria desnuda, con las piernas abiertas y el torso inclinado en un ángulo preciso. Su piel blanca y lisa, parecía brillar bajo la tenue luz del cuarto. Su cuerpo, dispuesto con naturalidad, revelaba una perfección que en El Remanso se comentaba en susurros temerosos, como si hablarlo en voz alta pudiera quebrar el hechizo. Y como si la escena necesitara un último golpe de realidad, ella misma, con determinación, se aplicaba lubricante en el ano.
Florentino sintió la sangre hervirle al instante. Su pija se le paró de inmediato, pero su mente seguía aturdida, atrapada en la visión más deslumbrante que había presenciado en su vida. Solo reaccionó cuando la voz de Ana Victoria, impaciente, incluso con un dejo de fastidio, lo sacó de su trance:
—Apúrate. Me pica mucho.
El afortunado desenvainó su verga y se acercó con calma y profesionalismo. En un ingenuo intento de hacer algo medianamente similar a una previa, posó ambas manos en esas nalgas gloriosas. Las acarició y luego las apretó, pero Ana Victoria de forma rauda le agarró su pene enhiesto y se lo colocó en el ano, luego le agarró las bolas con fuerza, y tiró de ellas para que fuera penetrada.
Federico soltó un gemido de placer, agradecimiento y estupefacción. No estaba seguro de qué acción bondadosa había hecho en su vida actual o pasada como para merecer algo tan majestuoso. Ana Victoria, por su parte, no lanzó un gemido de placer, sino que de alivio. Como quien puede, por fin, rascarse una comezón del brazo que lleva tiempo activa.
Afuera, René instruía con solemnidad pedagógica al resto de los hombres que, como una manada de lobos hambrientos, escuchaban el bombeo rítmico que Federico sostenía en el que sin asomo de duda, era el mejor polvo que se había pegado en la vida.
—A ver, es fundamental que tengamos reglas claras. Nada de decirle cosas obscenas. No le gusta que le digan puta, perra, putón, zorra ni nada parecido.
—Ajá, ajá —asintieron obedientes.
—Y escuchen bien —agregó con el índice levantado—: ni se les ocurra intentar ponerle la verga en la boca. Bajo ninguna circunstancia se la metan, ni por error, en la vagina. Culo, culo, solo culo, y nada más que culo.
Adentro, Ana Victoria se sentía un poco más calmada. Le estaban rascando y eso le hacía sentir un alivio enorme, pero lo sabía temporal, insuficiente, peligrosamente efímero. Giró su rostro angelical de facciones finas, clavó sus ojos verdes en el hombre que la estaba sodomizando, y le pidió que llegara más al fondo. Para ayudarle, abrió un poco más sus generosas nalgas y se empujó hacia atrás. La sintió un poco más profunda, pero a la vez sintió el espeso líquido que señalaba inequívocamente que el rasquero, había terminado.
— Sé que tiene las tetas grandes, firmes y redondas —seguía instruyendo René—. Entiendo que quieran tocar y chupar ese busto que parece el de una diosa griega, pero deben entender que no se puede, no le gusta. Para ella eso es erótico, muy íntimo, y lo que necesita de nosotros es que le rasquemos el culo. Ni más, ni menos.
La inducción de René fue interrumpida por el brusco abrir de la puerta, de la que se asomó la mitad del cuerpo de esa belleza sobrenatural. Su melena, negra como el carbón, le caía revuelta por sobre los pechos erguidos y voluptuosos. Se hizo el silencio y todos quienes estaban ahí, no habrían mirado para otro lado, ni aunque su vida dependiera de ello. De atrás salió Federico, con el semblante de quien vuelve del nirvana y la sonrisa del que tocó el cielo.
— Necesito otro rascador —dijo Ana Victoria con voz neutra, como quien pide otra cerveza.
— Clodomiro, es tu día de suerte —indicó magnánimo, René
El aludido no perdió ni un segundo, y se metió arduamente en la pieza. No más de algunos segundos después de cerrar la puerta, se empezó a escuchar el choque de carnes, y los gemidos de Clodomiro, más no los de Ana Victoria, que al menos desde el otro lado de la puerta, parecía impávida.
— ¿Qué es un rascador, René? —preguntó uno que poco sabía de las andanzas de Ana Victoria o de los arreglos de aquel bar.
—Federico acaba de ser un rascador. Clodomiro es en este momento un rascador, y cualquiera que tenga la suerte divina de ser apuntado por el dedo mágico de Ana, se convertirá en uno. Ella no quiere sexo propiamente tal, ella necesita que le rasquen el culo —explicó René.
—¡Uno más y creo que estaré bien! —gritó desde dentro de la pieza Ana Victoria
El joven Leandro, de unos 25 años, no esperó ninguna otra señal ni dedo mágico, y antes de que saliera Clodomiro, ya estaba adentro con los pantalones abajo. Cerró la puerta con tal ansiedad, que esta llegó a empujar al último rascador, que en todo caso apenas se percató de eso. No solo sonreía bobaliconamente, sino que se miraba las manos, las olía, y balbuceaba para sí mismo “fue hermoso, fue hermoso”.
Otro recién llegado, novel en aquel bar, desconocedor de la trama que ocurría detrás de esa puerta, pero observador atento y curioso de lo que había acontecido los últimos minutos, se atrevió a pedir su turno a René.
— Tranquilo, joven —le dijo René con calma al nuevo aspirante—, acá no es llegar y pasar. Sepa usted, que esa diosa que está detrás de la puerta, no gusta de que se use condón, primero porque dice que no le rasca bien y segundo, pero tal vez más importante, la leche le actúa de calmante. Como si fuera, no sé, una loción.
—¡Yo no tengo problema con eso, lo hago a pelo! —respondió el aludido con prestancia y seguridad, con la confianza de que con eso se solucionaba todo.
René le levantó su palma mientras cerraba los ojos con una sutil exasperación.
—No es tan fácil, muchacho, ¿usted cree que vamos a exponer a Ana Victoria de las Mercedes, a que se pegue quizás qué cosa que usted pueda tener? Todos los que quieran tener al menos una oportunidad de acceder a ese culo bendecido por el Señor, deben tener sus papeles al día, es decir, exámenes de al menos 3 meses, de todas las enfermedades venéreas habidas y por haber. Temas anticonceptivos no son necesarios, ya que no hay chances de que les deje tener sexo vaginal. ¿Vamos entendiendo?
— Esto es lo más extraño que he escuchado en mi vida.
—No hay que comprender, mijo —le dijo un veterano con los papeles al día y los ojos encendidos de esperanza—, solo hay que dar las gracias a la vida por esta oportunidad, y no hacer nada que la ponga en riesgo.
—Pero cuidado —advirtió René, mientras de fondo resonaban los bufidos agónicos de Leandro—, todavía no conozco a nadie que haya sido rascador, o que la haya mirado demasiado tiempo, sin enamorarse perdidamente. Sin siquiera proponérselo, sin desearlo siquiera, ella puede romper corazones… y hasta las ganas de vivir.
—Oiga, René —dijo Leandro, que asomaba el rostro enrojecido por el esfuerzo, con una risa de felicidad que casi le impedía hablar—, la dama dice que ya está lista y necesita el tapón.
Un murmullo de decepción recorrió a los hombres que anhelaban su turno para tocar la gloria. Pero sin prestar atención a la frustración, René, con ceremoniosa parsimonia, sacó de un cajón una pequeña y fina caja de madera. La abrió y, dentro, reposaba un tapón anal de plata, que entregó a Leandro con la solemnidad de quien pasa la antorcha olímpica.
Al entrar nuevamente al cuarto, Leandro contempló la más alta manifestación del deseo carnal. Ana Victoria de las Mercedes seguía en la misma posición en la que la había encontrado el primer rascador, pero ahora sonreía y estiraba su espalda con elegancia felina, desperezándose con indolente sensualidad. Le pidió, ahora relajada, que le pusiera el tapón para que, según sus propias palabras, la loción la liberara de la picazón durante más tiempo.
Con la astucia que solo entrega la calentura, Leandro se tomó su tiempo, acarició esas nalgas perfectas, apretó con su mano el glúteo derecho y la palma le quedó rebosante de carne firme y musculosa que se filtraba entre los dedos. Así, apretada, la corrió un poco e introdujo el tapón. Una vez puesto, Ana Victoria se irguió con la elegancia de una reina. Esbozó una sonrisa acompañada de un gracias, y se puso el vestido negro con el que había llegado.
Salió del cuarto mientras se acomodaba el cabello, y se despidió de Leandro con un gesto indiferente al rozar su hombro con la mano. Al cruzar la puerta, René la esperaba con un vaso de agua con hielo, que tomó de un solo trago. Todos la observaban en silencio devoto. No volaba una mosca. Su vestido era sencillo, con un escote nada provocativo, pero su busto destacaba sin esfuerzo. Sus piernas, largas y fuertes, terminaban en unos pies pequeños y perfectos. Su imponente trasero, parcialmente oculto por la tela, provocaba que el vestido quedara casi horizontal.
—¿Cómo se siente, señorita Ana Victoria? —preguntó atento, René.
—Bien, René, gracias. Ya me siento mejor, últimamente mi problema se ha estado acrecentando, no sé qué haría sin ustedes.
Los muchachos se atropellaron balbuceando torpes: “Cuando necesite; para eso estamos; lo que usted quiera; no es molestia”. Ella, por simple cortesía, se tomó el tiempo de mirarlos uno por uno, ignorante del efecto de su propia mirada, y en ese breve instante, cada quien sintió que esos ojos verdes horadaban en lo más profundo de su ser, adueñándose de sus deseos, su voluntad y su corazón.
Se retiró con la gracia de un cisne, dejando tras de sí un halo de erotismo y sensualidad que emergía con naturalidad inevitable en cada paso. Su cuerpo, centro de gravedad de todas las miradas, mantenía cautivo a quien lo contemplara. Nadie se atrevía a apartar los ojos. Cada segundo se vivía como un rito de veneración. El silencio solemne solo era interrumpido por el sonido firme y melódico de sus tacos, que pronto se sincronizó con el pulso acelerado de aquellos hombres hechizados, hasta que, al alcanzar el umbral, cerró la puerta sin volver la vista.
En el fondo, sabía que esa batalla estaba perdida. A lo sumo, podía postergarla, robarle unos segundos, un respiro que le permitiera, aunque fuera por un instante, sentir que llevaba una vida normal. Soñaba con ser como las demás mujeres de El Remanso, el pueblo que la había visto crecer y que, en su mayoría, la aceptaba tal como era, con sus virtudes, sus defectos y sus condenas. Las otras eran mujeres libres, que podían hacer lo que quisieran con sus vidas, sin urgencias anómalas. Pero ella no.
Agarró el rizador de pestañas, le quitó la tapa, aspiró hondo y se lo llevó a los ojos. La picazón interna se hacía cada vez más fuerte. Ignorarla era casi imposible, pero Ana Victoria mantenía el gesto imperturbable. Terminó de arreglarse y, en un acto que siempre supo mentiroso e incluso hipócrita, se sentó a leer un libro.
Apenas apoyó el cuerpo, sintió cómo el picor se transformaba en ardor. Releyó por tercera vez la misma línea de un libro en el que no avanzaba nada, mientras apretaba las nalgas en un esfuerzo inutil de ganarle la pulsada a su propio cuerpo. Bastaron unos segundos para que eso no alcanzara, porque nunca alcanzaba. Así que empezó a mover el culo en círculos sobre un sillón que se sentía cada vez más vacío e insuficiente.
Tiró el libro con rabia y se puso en pie de golpe, disgustada consigo misma, con su cuerpo, con la vida. Salió de la casa hecha una furia, apurada por una comezón más intensa de lo habitual. Caminó rápido dos cuadras, incómoda, perturbada, con un único objetivo en mente: llegar cuanto antes al Bar de René, un antro oscuro, con olor a humedad y luces cansadas, pero que hace ya algún tiempo, se había transformado en una suerte de sanatorio para su malestar.
Entró rauda, y su sola presencia iluminó a los hombres del lugar. Algunos buscaban la solución a sus problemas en el fondo de una botella; mientras que otros esperaban, o más bien rogaban, que ocurriera lo que finalmente ocurrió. Que ella entrase.
Apenas cruzó la puerta, seis hombres de distintas edades, caminos de vida y niveles de atractivo se pusieron de pie con una sincronización inexplicable, como si hubieran ensayado la escena cientos de veces. Uno tras otro, soltaron frases que ya parecían parte del inventario del bar:
—Ana Victoria, gusto de verla.
—Señorita, qué placer, usted sabe que aquí estoy para servirle.
—Lo que necesite, dama, si puedo ayudarla…
Ella apenas les dedicó una mirada. Buscó con los ojos a René, el dueño del bar, quien, con orgullo, solvencia y satisfacción, le aseguró:
—Todos estos vagos están con los papeles al día, señorita —le aseguró con un gesto de la mano que los abarcaba a todos.
Ana Victoria no necesitó más. Señaló a uno con el dedo, al azar, y se dirigió sin esperar respuesta, al cuarto detrás de la barra que René le había acomodado solo para ella. El resto de los hombres tragó su decepción en silencio. Florentino, el elegido, sintió como si el mismísimo dedo de Dios lo hubiese bendecido.
Florentino pensaba actuar de inmediato, pero lo que vio al entrar en el cuarto superaba cualquier relato que le hubieran contado, o cualquier imagen que él mismo hubiera imaginado. Y, sin embargo, era exactamente lo que le habían dicho.
En un espacio pequeño pero minimalista, con solo una cama angosta, un velador, un colgador y una silla —lo justo y necesario—, se encontró a Ana Victoria desnuda, con las piernas abiertas y el torso inclinado en un ángulo preciso. Su piel blanca y lisa, parecía brillar bajo la tenue luz del cuarto. Su cuerpo, dispuesto con naturalidad, revelaba una perfección que en El Remanso se comentaba en susurros temerosos, como si hablarlo en voz alta pudiera quebrar el hechizo. Y como si la escena necesitara un último golpe de realidad, ella misma, con determinación, se aplicaba lubricante en el ano.
Florentino sintió la sangre hervirle al instante. Su pija se le paró de inmediato, pero su mente seguía aturdida, atrapada en la visión más deslumbrante que había presenciado en su vida. Solo reaccionó cuando la voz de Ana Victoria, impaciente, incluso con un dejo de fastidio, lo sacó de su trance:
—Apúrate. Me pica mucho.
El afortunado desenvainó su verga y se acercó con calma y profesionalismo. En un ingenuo intento de hacer algo medianamente similar a una previa, posó ambas manos en esas nalgas gloriosas. Las acarició y luego las apretó, pero Ana Victoria de forma rauda le agarró su pene enhiesto y se lo colocó en el ano, luego le agarró las bolas con fuerza, y tiró de ellas para que fuera penetrada.
Federico soltó un gemido de placer, agradecimiento y estupefacción. No estaba seguro de qué acción bondadosa había hecho en su vida actual o pasada como para merecer algo tan majestuoso. Ana Victoria, por su parte, no lanzó un gemido de placer, sino que de alivio. Como quien puede, por fin, rascarse una comezón del brazo que lleva tiempo activa.
Afuera, René instruía con solemnidad pedagógica al resto de los hombres que, como una manada de lobos hambrientos, escuchaban el bombeo rítmico que Federico sostenía en el que sin asomo de duda, era el mejor polvo que se había pegado en la vida.
—A ver, es fundamental que tengamos reglas claras. Nada de decirle cosas obscenas. No le gusta que le digan puta, perra, putón, zorra ni nada parecido.
—Ajá, ajá —asintieron obedientes.
—Y escuchen bien —agregó con el índice levantado—: ni se les ocurra intentar ponerle la verga en la boca. Bajo ninguna circunstancia se la metan, ni por error, en la vagina. Culo, culo, solo culo, y nada más que culo.
Adentro, Ana Victoria se sentía un poco más calmada. Le estaban rascando y eso le hacía sentir un alivio enorme, pero lo sabía temporal, insuficiente, peligrosamente efímero. Giró su rostro angelical de facciones finas, clavó sus ojos verdes en el hombre que la estaba sodomizando, y le pidió que llegara más al fondo. Para ayudarle, abrió un poco más sus generosas nalgas y se empujó hacia atrás. La sintió un poco más profunda, pero a la vez sintió el espeso líquido que señalaba inequívocamente que el rasquero, había terminado.
— Sé que tiene las tetas grandes, firmes y redondas —seguía instruyendo René—. Entiendo que quieran tocar y chupar ese busto que parece el de una diosa griega, pero deben entender que no se puede, no le gusta. Para ella eso es erótico, muy íntimo, y lo que necesita de nosotros es que le rasquemos el culo. Ni más, ni menos.
La inducción de René fue interrumpida por el brusco abrir de la puerta, de la que se asomó la mitad del cuerpo de esa belleza sobrenatural. Su melena, negra como el carbón, le caía revuelta por sobre los pechos erguidos y voluptuosos. Se hizo el silencio y todos quienes estaban ahí, no habrían mirado para otro lado, ni aunque su vida dependiera de ello. De atrás salió Federico, con el semblante de quien vuelve del nirvana y la sonrisa del que tocó el cielo.
— Necesito otro rascador —dijo Ana Victoria con voz neutra, como quien pide otra cerveza.
— Clodomiro, es tu día de suerte —indicó magnánimo, René
El aludido no perdió ni un segundo, y se metió arduamente en la pieza. No más de algunos segundos después de cerrar la puerta, se empezó a escuchar el choque de carnes, y los gemidos de Clodomiro, más no los de Ana Victoria, que al menos desde el otro lado de la puerta, parecía impávida.
— ¿Qué es un rascador, René? —preguntó uno que poco sabía de las andanzas de Ana Victoria o de los arreglos de aquel bar.
—Federico acaba de ser un rascador. Clodomiro es en este momento un rascador, y cualquiera que tenga la suerte divina de ser apuntado por el dedo mágico de Ana, se convertirá en uno. Ella no quiere sexo propiamente tal, ella necesita que le rasquen el culo —explicó René.
—¡Uno más y creo que estaré bien! —gritó desde dentro de la pieza Ana Victoria
El joven Leandro, de unos 25 años, no esperó ninguna otra señal ni dedo mágico, y antes de que saliera Clodomiro, ya estaba adentro con los pantalones abajo. Cerró la puerta con tal ansiedad, que esta llegó a empujar al último rascador, que en todo caso apenas se percató de eso. No solo sonreía bobaliconamente, sino que se miraba las manos, las olía, y balbuceaba para sí mismo “fue hermoso, fue hermoso”.
Otro recién llegado, novel en aquel bar, desconocedor de la trama que ocurría detrás de esa puerta, pero observador atento y curioso de lo que había acontecido los últimos minutos, se atrevió a pedir su turno a René.
— Tranquilo, joven —le dijo René con calma al nuevo aspirante—, acá no es llegar y pasar. Sepa usted, que esa diosa que está detrás de la puerta, no gusta de que se use condón, primero porque dice que no le rasca bien y segundo, pero tal vez más importante, la leche le actúa de calmante. Como si fuera, no sé, una loción.
—¡Yo no tengo problema con eso, lo hago a pelo! —respondió el aludido con prestancia y seguridad, con la confianza de que con eso se solucionaba todo.
René le levantó su palma mientras cerraba los ojos con una sutil exasperación.
—No es tan fácil, muchacho, ¿usted cree que vamos a exponer a Ana Victoria de las Mercedes, a que se pegue quizás qué cosa que usted pueda tener? Todos los que quieran tener al menos una oportunidad de acceder a ese culo bendecido por el Señor, deben tener sus papeles al día, es decir, exámenes de al menos 3 meses, de todas las enfermedades venéreas habidas y por haber. Temas anticonceptivos no son necesarios, ya que no hay chances de que les deje tener sexo vaginal. ¿Vamos entendiendo?
— Esto es lo más extraño que he escuchado en mi vida.
—No hay que comprender, mijo —le dijo un veterano con los papeles al día y los ojos encendidos de esperanza—, solo hay que dar las gracias a la vida por esta oportunidad, y no hacer nada que la ponga en riesgo.
—Pero cuidado —advirtió René, mientras de fondo resonaban los bufidos agónicos de Leandro—, todavía no conozco a nadie que haya sido rascador, o que la haya mirado demasiado tiempo, sin enamorarse perdidamente. Sin siquiera proponérselo, sin desearlo siquiera, ella puede romper corazones… y hasta las ganas de vivir.
—Oiga, René —dijo Leandro, que asomaba el rostro enrojecido por el esfuerzo, con una risa de felicidad que casi le impedía hablar—, la dama dice que ya está lista y necesita el tapón.
Un murmullo de decepción recorrió a los hombres que anhelaban su turno para tocar la gloria. Pero sin prestar atención a la frustración, René, con ceremoniosa parsimonia, sacó de un cajón una pequeña y fina caja de madera. La abrió y, dentro, reposaba un tapón anal de plata, que entregó a Leandro con la solemnidad de quien pasa la antorcha olímpica.
Al entrar nuevamente al cuarto, Leandro contempló la más alta manifestación del deseo carnal. Ana Victoria de las Mercedes seguía en la misma posición en la que la había encontrado el primer rascador, pero ahora sonreía y estiraba su espalda con elegancia felina, desperezándose con indolente sensualidad. Le pidió, ahora relajada, que le pusiera el tapón para que, según sus propias palabras, la loción la liberara de la picazón durante más tiempo.
Con la astucia que solo entrega la calentura, Leandro se tomó su tiempo, acarició esas nalgas perfectas, apretó con su mano el glúteo derecho y la palma le quedó rebosante de carne firme y musculosa que se filtraba entre los dedos. Así, apretada, la corrió un poco e introdujo el tapón. Una vez puesto, Ana Victoria se irguió con la elegancia de una reina. Esbozó una sonrisa acompañada de un gracias, y se puso el vestido negro con el que había llegado.
Salió del cuarto mientras se acomodaba el cabello, y se despidió de Leandro con un gesto indiferente al rozar su hombro con la mano. Al cruzar la puerta, René la esperaba con un vaso de agua con hielo, que tomó de un solo trago. Todos la observaban en silencio devoto. No volaba una mosca. Su vestido era sencillo, con un escote nada provocativo, pero su busto destacaba sin esfuerzo. Sus piernas, largas y fuertes, terminaban en unos pies pequeños y perfectos. Su imponente trasero, parcialmente oculto por la tela, provocaba que el vestido quedara casi horizontal.
—¿Cómo se siente, señorita Ana Victoria? —preguntó atento, René.
—Bien, René, gracias. Ya me siento mejor, últimamente mi problema se ha estado acrecentando, no sé qué haría sin ustedes.
Los muchachos se atropellaron balbuceando torpes: “Cuando necesite; para eso estamos; lo que usted quiera; no es molestia”. Ella, por simple cortesía, se tomó el tiempo de mirarlos uno por uno, ignorante del efecto de su propia mirada, y en ese breve instante, cada quien sintió que esos ojos verdes horadaban en lo más profundo de su ser, adueñándose de sus deseos, su voluntad y su corazón.
Se retiró con la gracia de un cisne, dejando tras de sí un halo de erotismo y sensualidad que emergía con naturalidad inevitable en cada paso. Su cuerpo, centro de gravedad de todas las miradas, mantenía cautivo a quien lo contemplara. Nadie se atrevía a apartar los ojos. Cada segundo se vivía como un rito de veneración. El silencio solemne solo era interrumpido por el sonido firme y melódico de sus tacos, que pronto se sincronizó con el pulso acelerado de aquellos hombres hechizados, hasta que, al alcanzar el umbral, cerró la puerta sin volver la vista.

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