Ni siquiera sé cómo había llegado a esta situación, bueno, sí lo sé pero lo importante era que ahora mismo tenía en frente a un hombre que no era mi marido dándome indicaciones de lo más indecentes, mientras me miraba autoritario.
Vestía un traje oscuro, camisa blanca corbata negra y usaba gemelos. Podríamos decir que era… Mi jefe.
—¿Me estás escuchando? Quítate las bragas, Cris.
Estaba en el baño, el de su despacho, en la empresa.
Yo era una de las muchas mujeres que trabajaba en ella, casada, algo aburrida, tras muchos años de matrimonio y con uno de esos jefes que levantaban la misma admiración que temor.
Santi llegó pisando fuerte. 36 años, moreno, ojos oscuros, de los que tienen pinta de correr todas las mañanas y les gusta el café solo.
Sustituía a nuestro antiguo jefe que se jubiló con todos los honores, habían hecho una selección tanto interna como externa y finalmente él llegó a nuestras oficinas procedente de Bilbao.
El primer día algunas suspiraron más de lo necesario al verlo aparecer, y no era para menos, tenía ese aura magnética que solo tienen los auténticos líderes, esos que te enorgulleces de seguir porque sabes que se romperán los cuernos por la empresa, pero al mismo tiempo temes porque no exigirán a sus empleados menos de lo que ellos ofrecen.
Olía a perfume caro y a hombre.
Llevaba un reloj antiguo en la muñeca y si tenías la fortuna de que te mirara lo hacía entrecerrando los ojos, buscando en ti aquello que no decías.
Yo llevaba en el mismo puesto diez años, me sentía algo estancada e ir a trabajar no era de lo más ilusionante en mi día a día, de hecho nada lo era. La rutina se había hecho con todo y los lunes se convertían un clon de los de la semana siguiente.
Sonaba el despertador, lo paraba, despertaba a los niños, que ya iban solos al instituto, tomaba un café con mi marido, que estaba más pendiente de las noticias que de mí, íbamos al gimnasio y tras la ducha me despedía de él en la puerta porque empezaba a trabajar a las diez.
Comía en la empresa, nos daban un par de horas, así que para las ocho solía haber terminado y regresaba a casa para hacer la cena, ver la serie de turno en el sofá, recoger un poco la casa y meterme en la cama agotada.
Leía un rato y rápidamente me entraba el sueño, mientras que Jose se ponía los cascos para escuchar su programa de radio favorito.
El fin de semana tampoco es que nos matáramos, zafarrancho en casa, comida con la familia, partido de los chicos, alguna parada al centro comercial, MC Donalds, etc… Todo de lo más monótono.
Cuando me paraba frente a los escaparates de lencería Jose no me hacía ni caso, mientras yo recreaba en mi mente aquellas cosas que me gustaban hacía unos años y que el tiempo, o el matrimonio, había arrancado de nuestras vidas.
Me masturbaba, iba a épocas, a veces más otras menos, veía vídeos porno, leía relatos, cualquier material era bueno para tocarme un rato y solía hacerlo en el trabajo, en mi rato de descanso, quizá por morbo, por darle algo de chispa a mi vida, total nadie me veía, o eso creía…
Mi departamento estaba al final de la planta, en mi puesto solo estaba yo, en un rincón y un ficus, había una mampara que me deparaba del otro único puesto que casi siempre estaba vacío porque Marta, siempre iba de acá para allá y comía fuera.
Era mi momento, ese en el que ponía mi ordenador en modo oculto, separaba los muslos y hundía mis dedos.
Me ponía la lencería que compraba por internet y que me llegaba al trabajo. Lo hacía para tocarme, para sentirme atractiva bajo mi eterna blusa y la falda lápiz.
Llegó un punto que eso me aburría, empecé a ser más osada, a grabarme, a tomarme fotos, a entrar en una web que te dejaba chatear con desconocidos y verte a través de una web cam para hacerte una paja.
A veces me sentía absurda haciéndolo, cerraba la página cuando la otra persona se conectaba. Otras una diosa poderosa al ver como aquellos extraños se tocaban.
Incluso eso se volvió rutina, hasta que, de un modo inesperado, mi nuevo jefe hizo sonar el teléfono de la mesa de mi despacho justo cuando me estaba tocando.
Casi muero del infarto. Primero porque el teléfono sonara, después porque fuera su voz la que me sorprendía al otro lado con mis dedos hundidos al fondo de mi coño.
—¿S-sí? —respondí.
—Señora Martínez, por favor, ¿puede venir a mi despacho?
Mi antiguo jefe casi nunca me había llamado, yo era una de esas empleadas del último escalafón, que tiene jefa, su jefa jefe de departamento y ese jefe de departamento dependía de Santi, así que era de lo más extraño.
—Em, sí, por supuesto, ¿ocurre algo? —pregunté nerviosa—. E-estoy en mi descanso.
—Solo venga.
Tragué con fuerza.
—Por supuesto —carraspeé.
Ni siquiera sabía qué había podido hacer para que el Sr. Ipaguirre me llamara. Quizá iba a ser la nueva despedida, estaban rodando muchas cabezas desde su llegada.
No iba a hacerlo esperar, me limité a echarme un vistazo a través de la cámara del móvil.
Mi pelo rubio estaba bien peinado, mis ojos marrones habían perdido algo de brillo y mi piel ya no estaba igual que cuando tenía 25, pero no llevaba mal los 45.
Tiré de mi falda hacia abajo al ponerme en pie, ajusté bien mi blusa y caminé en dirección a su puerta, al otro extremo de la planta.
Llamé a la puerta insegura, su secretaria me miró sin entender qué hacía allí, yo tampoco es que lo hiciera.
Cuando respondió que entrara lo hice, estaba sentado, con los ojos puestos en la pantalla y no los desvió ni un ápice incluso cuando me pidió que cerrara la puerta y me sentara en la única silla que había en el centro del despacho, no pegada a su mesa, sino a tres metros de ella.
Me mordí el labio nerviosa, crucé la pierna y moví el pie. Él giró el rostro y me lanzo una de esas miradas de jefe absoluto que incidió directamente en mi miedo y mi entrepierna.
—¿Sabe por qué la he llamado? —negué—. ¿Seguro?
—¿Por qué están haciendo recortes?
—¿Puede? ¿Piensa que merece un despido, señora Martínez? —negué con fervor.
—Siempre llego antes, me voy de las últimas, entrego todo el trabajo a tiempo y ayudo a mis compañeros si lo necesitan.
—¿Con eso quiere decir que le sobra?
—Con eso quiero decir que conozco muy bien esta empresa y no soy de las que vaguean.
—Me consta.
Que dijera eso me relajó un poco.
—¿Sabe por qué me eligieron para este puesto?
—¿Por su currículum y su buen hacer? —Nos lo dijo en un comunicado el dueño de la empresa.
—En parte, también porque soy especialista en detectar fugas de tiempo y empleados que no siguen las directrices como deberían.
—Yo las sigo todas.
Era así, puede que algo resignada y aburrida, pero era una buena trabajadora.
—A mí me parece que no. —Lo miré sorprendida.
—¿No? —negó—. Venga aquí.
Caminé hasta su mesa y él giró el monitor, cuando vi lo que estaba mirando por poco me desmayo.
Era yo, con la blusa desabrochada, masturbándome y pellizcándome un pezón. Estaba claro que era en mi puesto de trabajo y que la grabación procedía de la cámara del ordenador.
Él no apartaba la mirada de mí, que no sabía dónde meterme. En mis vídeos nunca enfocaba mi cara, tenía mucho cuidado con eso, pero claro, lo hacía con el móvil, el ordenador del trabajo solo lo usaba en modo incógnito para ver porno, leer relatos o charlar en foros. Cuando era conexión en vivo me gustaba más desde mi terminal porque podía hacer zoom y enfocar con mayor facilidad.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Recogeré las cosas y me iré.
No podía mirarlo a la cara estaba demasiado avergonzada.
—¿Cómo puede tocarse así y no gemir? —preguntó. Me pilló de improvisto.
—¿Disculpe? —parpadeé un par de veces y lo miré.
—No gime nunca…
Aquella afirmación decía mucho más que lo que aparentemente reflejaba. «Nunca…»
—¿Desde cuándo me mira? —Su rostro parecía tallado en granito.
—Desde el primer día, forma parte de mi trabajo.
Había pasado más de dos meses, desde eso. No sé por qué me envalentoné, quizá porque sesenta días me pareció mucho tiempo.
—¿Mirar a sus empleadas durante su descanso forma parte de su trabajo?
Apoyé las manos en la mesa de cristal, sabiendo que dejarían huella y que mi escote podría mostrar más piel de la debida, total, ya me había visto las tetas.
—Bueno, teniendo en cuenta que se conecta muchas veces a través del servidor de la empresa para ver porno y que esas webs son potencialmente peligrosas para el sistema, sí.
No había caído en eso.
—Lo hago en modo incógnito.
—Eso no nos libra de los posibles troyanos o hackers, en este sector hay que ser muy cuidadoso.
—Lo pillo —murmuré—, siento haber puesto en riesgo a la empresa.
—Con eso no es suficiente, señora Martínez, comprenderá que su actitud no ha sido la esperada y que si estos vídeos llegaran arriba —hizo chasquear la lengua—, o cayeran en manos inadecuadas… No creo que a su familia le hiciera mucha gracia.
—Por favor… —supliqué—. Lo-lo lamento mucho, le prometo que recogeré mis cosas, me iré y no reclamaré nada, pe-pero borre esos archivos.
—No voy a hacerlo.
—¡¿Por qué?! —mi grito sonó muy agudo.
—Porque tengo otros planes para ti.
Se puso de pie, su altura era imponente, era demasiado atractivo, demasiado intimidante. Dio la vuelta a la mesa y me pidió que lo siguiera.
—Ven conmigo.
Anduvo hasta la puerta que daba a su baño privado, me sorprendió ver que tenía, además de un váter y un lavamanos, un plato de ducha.
—Ponte ahí y gírate hacia mí.
Con ahí se refería a colocarme delante del plato hecho con lamas de madera oscura.
Obedecí y cuando me di la vuelta sus ojos parecían mucho más oscuros que de costumbre.
—¿Qué quiere, señor Ipaguirre, qué hacemos aquí?
—Quítate las bragas.
Mi útero se contrajo. Si había algo que me ponía cachonda eran las órdenes, había fantaseado en innumerables ocasiones con que Jose se transformaba en un hombre autoritario que le encantaba pedirme cosas, que gozaba con el morbo y las situaciones límite, por eso todo el material que buscaba solía ser con esos patrones.
—¿Me estás escuchando? Quítate las bragas, Cris.
Podría haberme negado, haberme ido, decirle que lo que había hecho no le daba permiso a esto pero, no lo hice y me sorprendí metiendo las manos bajo la falda para tirar de ellas hacia abajo, despacio como si disfrutara de ello, de hecho, lo estaba haciendo.
Las dejé caer por su propio peso hasta los tobillos y con un movimiento grácil, de esos que tenemos las mujeres cuando llevamos tantos años como yo, quitándonoslas, las empujé en su dirección.
Él bajó la mirada hacia la parte central, que se veía visiblemente húmeda.
—La falda…
Mis manos volaron a la presilla trasera y el zip de la cremallera sonó en el baño, siguió el mismo camino que mi ropa interior.
—¿Los tacones? —sugerí.
—Todavía no. Quítese el sujetador sin quitarse la blusa, sé que puede hacerlo.
El muy cabrón lo sabía porque me había visto. Las mangas estaban abiertas por un corte largo en el interior del brazo que me permitía hacerlo.
Seguí cumpliendo sus peticiones y, a medida que avanzaba, mas excitada y mojada estaba.
Una vez obtuve la pieza de encaje la dejé sus pendida en mi dedo por el tirante y la dejé caer al suelo.
¿Debería estar pensando en mi marido?
Seguramente.
Pero ahora mismo lo único que sentía era ese hervidero de deseo que colapsaba mi cuerpo y mis pensamientos.
Lo dejé caer.
—Da el agua.
—¿Perdón?
—Ya me has oído.
Me di la vuelta, la blusa caía a mitad de mi culo, por lo que me lo estaba viendo mientras estiraba el brazo y encendía el agua caliente, era de esas que mezclaba de manera automática el agua y caía a una temperatura agradable, desde el techo.
—De rodillas y de cara a mí, entra.
En cuanto lo dijo mi vagina volvió a dar un tirón.
—No puedo hacer eso… Mi ropa… Mi pelo…
—Puedo oler tu coño desde aquí. Lo estás deseando, hazlo.
Lo peor de todo es que era cierto.
Anduve hacia atrás, dejando que el tejido se calara, que se pegara a mi cuerpo y se transparentara mientras me arrodillaba.
Mis pezones de aureolas grandes quedaban expuestos, su expresión seguía siendo la misma, sin mostrar un ápice de lo que le pasaba por la mente.
—Desabrocha un botón de arriba y dos de abajo.
Mientras mis dedos se ocupaban, el pelo se me empapaba y mi coño gritaba de anticipación.
—Ahora anuda la blusa bajo ti pecho, y deja que caiga el tejido por tus hombros, quiero verte el coño y las tetas.
Que fuera un poco soez me ponía a cien.
Dejé expuestos mis labios menores sobresalientes, el vello recortado de mi pubis y mis pechos abundantes, que ya no tenían la misma tersura que veinte años atrás, pero que a alguno de mis pajilleros parecían excitarles.
—Ahora el gel. Échatelo por encima de las tetas, como si se hubieran corrido en ellas.
Levanté la botella y dejé caer el jabón, olía a su perfume, cerré los ojos y separé los labios al notar el suave roce.
—Más, más, eso es…
Era de un tono blanquecino transparente que le daba aspecto de corrida.
—Estás jodidamente cachonda, Cris.
No era una pregunta, era una realidad.
—Mete la mano entre tus piernas y dime cómo estás.
No me hacía falta hacerlo para saberlo.
—Chorreando.
—Hazlo.
Metí los dedos y ante el primer roce sentí que podría correrme sin más. Se me escapó un jadeo y sus labios se tensaron en algo muy parecido a una sonrisa.
—¿Ahora suenas?
—No puedo hacerlo si estoy en la oficina.
—Mastúrbate.
—Si lo hago no aguantaré mucho.
—¿Tan caliente te pongo?
—¿Hace falta que conteste? Ya sabe el efecto que causa en las mujeres…
—¿Y en ti?
Hundí los dedos y jadeé con fuerza mirándolo, no paré de meterme los dedos mientras el agua me empapaba, mi clítoris se hinchaba y hundía mis dedos con violentas acometidas.
—Sé que te caben más, siéntate, abre las piernas, los quiero todos dentro…
Arqueé la espalda en cuanto mi culo tocó la madera y hube metido el cuarto dedo.
—No puedo aguantar…
—Puedes.
—Sigue, Cris, dentro, fuera, dentro fuera, escucha como suenas, como te abres, lo lista que estás…
La piel me ardía y los sonidos de mi garganta se mezclaban con los de mi coño y el agua que fluía.
—El meñique.
Lo encajé.
Que estuviera mirando completamente vestido agregaba un punto extra.
Gemí a lo bestia.
—Más hondo, más hondo, con fuerza.
Nunca me había dilatado tanto.
El agua impactaba como finas agujas contra mis pezones y la piel expuesta, lo que provocaba que me hormigueara en un placer sublime.
—Más, Cris, más…
—No puedo, no pu… —las palabras se me entrecortaban.
—Obedece.
Empujé, cada vez más, como él quería, forzando mis músculos vaginales, me había entrado media mano.
—Un poco más empuja, levanta el culo, ayúdate.
El aliento se me entrecortaba y entonces lo sentí, mi musculatura cedía y acababa de llegar a mi muñeca.
—¡Dios! —lo escuché.
Se acercó, se puso de cuclillas para mirarme más de cerca. Agarró el gel y se puso a volcarlo en mí, en mis pezones, en mi mano.
—Sigue, sigue… Cris.
Apenas entraba aire en mis pulmones.
—Ya no aguanto, ya no puedo… yo…
—Quita la mano y golpea, palmadas rápidas, deprisa, vamos, sobre el clítoris.
Comencé a hacerlo, en un palmoteo rápido sobre todas aquellas terminaciones nerviosas, fui a gritar a lo bestia cuando el orgasmo me partió en dos. Pero metió su mano de lado, entre mis dientes, por la zona del meñique y yo la mordí con fuerza mientras me corría de un modo demencial, lanzando líquido contra sus zapatos, sin que él se quejara o dijera una sola palabra.
Cuando terminé quedé desmadejada en el plato de su ducha, abrí la boca y vi la marca de mis dientes en su carne.
Se puso en pie. Yo lo observaba. Alargó el brazo y cerró el agua.
—Limpia con la lengua lo que has ensuciado.
Me puse a cuatro patas y lamí la parte alta de la piel de sus zapatos, que escasos minutos antes estaban lustrosos.
Me saboreé en la carísima piel italiana.
Él me detuvo cuando tuvo suficiente.
—Bien. Pon ahí tu blusa y tus zapatos. Es un calefactor de ropa. Cuando acabe tu descanso ya estarán secos.
—Y qué hago en esta hora, ¿me visto?
—No, vas a sentarte desnuda en esa silla mientras yo trabajo.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Estoy despedida?
—¿Quieres estarlo? —negué.
—Bien, porque a partir de mañana trabajarás en el interior de este despacho.
Lo miré sorprendida.
—¿Cómo?
—Necesitas supervisión y que alguien controle todo ese exceso de energía en tus periodos de descanso. —Lo miré extrañada.
—Se refiere a que…
—Me refiero a que a partir de ahora yo velaré por tus necesidades, ya que el tío que te puso el anillo en ese dedo está claro que no lo hace.
—¿Quiere que sea su amante? No lo entiendo, ¿por qué? Soy más mayor y podría tener a la que quisiera.
—La que quiero es a ti, Cris, ahora siéntate y obedece.

Vestía un traje oscuro, camisa blanca corbata negra y usaba gemelos. Podríamos decir que era… Mi jefe.
—¿Me estás escuchando? Quítate las bragas, Cris.
Estaba en el baño, el de su despacho, en la empresa.
Yo era una de las muchas mujeres que trabajaba en ella, casada, algo aburrida, tras muchos años de matrimonio y con uno de esos jefes que levantaban la misma admiración que temor.
Santi llegó pisando fuerte. 36 años, moreno, ojos oscuros, de los que tienen pinta de correr todas las mañanas y les gusta el café solo.
Sustituía a nuestro antiguo jefe que se jubiló con todos los honores, habían hecho una selección tanto interna como externa y finalmente él llegó a nuestras oficinas procedente de Bilbao.
El primer día algunas suspiraron más de lo necesario al verlo aparecer, y no era para menos, tenía ese aura magnética que solo tienen los auténticos líderes, esos que te enorgulleces de seguir porque sabes que se romperán los cuernos por la empresa, pero al mismo tiempo temes porque no exigirán a sus empleados menos de lo que ellos ofrecen.
Olía a perfume caro y a hombre.
Llevaba un reloj antiguo en la muñeca y si tenías la fortuna de que te mirara lo hacía entrecerrando los ojos, buscando en ti aquello que no decías.
Yo llevaba en el mismo puesto diez años, me sentía algo estancada e ir a trabajar no era de lo más ilusionante en mi día a día, de hecho nada lo era. La rutina se había hecho con todo y los lunes se convertían un clon de los de la semana siguiente.
Sonaba el despertador, lo paraba, despertaba a los niños, que ya iban solos al instituto, tomaba un café con mi marido, que estaba más pendiente de las noticias que de mí, íbamos al gimnasio y tras la ducha me despedía de él en la puerta porque empezaba a trabajar a las diez.
Comía en la empresa, nos daban un par de horas, así que para las ocho solía haber terminado y regresaba a casa para hacer la cena, ver la serie de turno en el sofá, recoger un poco la casa y meterme en la cama agotada.
Leía un rato y rápidamente me entraba el sueño, mientras que Jose se ponía los cascos para escuchar su programa de radio favorito.
El fin de semana tampoco es que nos matáramos, zafarrancho en casa, comida con la familia, partido de los chicos, alguna parada al centro comercial, MC Donalds, etc… Todo de lo más monótono.
Cuando me paraba frente a los escaparates de lencería Jose no me hacía ni caso, mientras yo recreaba en mi mente aquellas cosas que me gustaban hacía unos años y que el tiempo, o el matrimonio, había arrancado de nuestras vidas.
Me masturbaba, iba a épocas, a veces más otras menos, veía vídeos porno, leía relatos, cualquier material era bueno para tocarme un rato y solía hacerlo en el trabajo, en mi rato de descanso, quizá por morbo, por darle algo de chispa a mi vida, total nadie me veía, o eso creía…
Mi departamento estaba al final de la planta, en mi puesto solo estaba yo, en un rincón y un ficus, había una mampara que me deparaba del otro único puesto que casi siempre estaba vacío porque Marta, siempre iba de acá para allá y comía fuera.
Era mi momento, ese en el que ponía mi ordenador en modo oculto, separaba los muslos y hundía mis dedos.
Me ponía la lencería que compraba por internet y que me llegaba al trabajo. Lo hacía para tocarme, para sentirme atractiva bajo mi eterna blusa y la falda lápiz.
Llegó un punto que eso me aburría, empecé a ser más osada, a grabarme, a tomarme fotos, a entrar en una web que te dejaba chatear con desconocidos y verte a través de una web cam para hacerte una paja.
A veces me sentía absurda haciéndolo, cerraba la página cuando la otra persona se conectaba. Otras una diosa poderosa al ver como aquellos extraños se tocaban.
Incluso eso se volvió rutina, hasta que, de un modo inesperado, mi nuevo jefe hizo sonar el teléfono de la mesa de mi despacho justo cuando me estaba tocando.
Casi muero del infarto. Primero porque el teléfono sonara, después porque fuera su voz la que me sorprendía al otro lado con mis dedos hundidos al fondo de mi coño.
—¿S-sí? —respondí.
—Señora Martínez, por favor, ¿puede venir a mi despacho?
Mi antiguo jefe casi nunca me había llamado, yo era una de esas empleadas del último escalafón, que tiene jefa, su jefa jefe de departamento y ese jefe de departamento dependía de Santi, así que era de lo más extraño.
—Em, sí, por supuesto, ¿ocurre algo? —pregunté nerviosa—. E-estoy en mi descanso.
—Solo venga.
Tragué con fuerza.
—Por supuesto —carraspeé.
Ni siquiera sabía qué había podido hacer para que el Sr. Ipaguirre me llamara. Quizá iba a ser la nueva despedida, estaban rodando muchas cabezas desde su llegada.
No iba a hacerlo esperar, me limité a echarme un vistazo a través de la cámara del móvil.
Mi pelo rubio estaba bien peinado, mis ojos marrones habían perdido algo de brillo y mi piel ya no estaba igual que cuando tenía 25, pero no llevaba mal los 45.
Tiré de mi falda hacia abajo al ponerme en pie, ajusté bien mi blusa y caminé en dirección a su puerta, al otro extremo de la planta.
Llamé a la puerta insegura, su secretaria me miró sin entender qué hacía allí, yo tampoco es que lo hiciera.
Cuando respondió que entrara lo hice, estaba sentado, con los ojos puestos en la pantalla y no los desvió ni un ápice incluso cuando me pidió que cerrara la puerta y me sentara en la única silla que había en el centro del despacho, no pegada a su mesa, sino a tres metros de ella.
Me mordí el labio nerviosa, crucé la pierna y moví el pie. Él giró el rostro y me lanzo una de esas miradas de jefe absoluto que incidió directamente en mi miedo y mi entrepierna.
—¿Sabe por qué la he llamado? —negué—. ¿Seguro?
—¿Por qué están haciendo recortes?
—¿Puede? ¿Piensa que merece un despido, señora Martínez? —negué con fervor.
—Siempre llego antes, me voy de las últimas, entrego todo el trabajo a tiempo y ayudo a mis compañeros si lo necesitan.
—¿Con eso quiere decir que le sobra?
—Con eso quiero decir que conozco muy bien esta empresa y no soy de las que vaguean.
—Me consta.
Que dijera eso me relajó un poco.
—¿Sabe por qué me eligieron para este puesto?
—¿Por su currículum y su buen hacer? —Nos lo dijo en un comunicado el dueño de la empresa.
—En parte, también porque soy especialista en detectar fugas de tiempo y empleados que no siguen las directrices como deberían.
—Yo las sigo todas.
Era así, puede que algo resignada y aburrida, pero era una buena trabajadora.
—A mí me parece que no. —Lo miré sorprendida.
—¿No? —negó—. Venga aquí.
Caminé hasta su mesa y él giró el monitor, cuando vi lo que estaba mirando por poco me desmayo.
Era yo, con la blusa desabrochada, masturbándome y pellizcándome un pezón. Estaba claro que era en mi puesto de trabajo y que la grabación procedía de la cámara del ordenador.
Él no apartaba la mirada de mí, que no sabía dónde meterme. En mis vídeos nunca enfocaba mi cara, tenía mucho cuidado con eso, pero claro, lo hacía con el móvil, el ordenador del trabajo solo lo usaba en modo incógnito para ver porno, leer relatos o charlar en foros. Cuando era conexión en vivo me gustaba más desde mi terminal porque podía hacer zoom y enfocar con mayor facilidad.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Recogeré las cosas y me iré.
No podía mirarlo a la cara estaba demasiado avergonzada.
—¿Cómo puede tocarse así y no gemir? —preguntó. Me pilló de improvisto.
—¿Disculpe? —parpadeé un par de veces y lo miré.
—No gime nunca…
Aquella afirmación decía mucho más que lo que aparentemente reflejaba. «Nunca…»
—¿Desde cuándo me mira? —Su rostro parecía tallado en granito.
—Desde el primer día, forma parte de mi trabajo.
Había pasado más de dos meses, desde eso. No sé por qué me envalentoné, quizá porque sesenta días me pareció mucho tiempo.
—¿Mirar a sus empleadas durante su descanso forma parte de su trabajo?
Apoyé las manos en la mesa de cristal, sabiendo que dejarían huella y que mi escote podría mostrar más piel de la debida, total, ya me había visto las tetas.
—Bueno, teniendo en cuenta que se conecta muchas veces a través del servidor de la empresa para ver porno y que esas webs son potencialmente peligrosas para el sistema, sí.
No había caído en eso.
—Lo hago en modo incógnito.
—Eso no nos libra de los posibles troyanos o hackers, en este sector hay que ser muy cuidadoso.
—Lo pillo —murmuré—, siento haber puesto en riesgo a la empresa.
—Con eso no es suficiente, señora Martínez, comprenderá que su actitud no ha sido la esperada y que si estos vídeos llegaran arriba —hizo chasquear la lengua—, o cayeran en manos inadecuadas… No creo que a su familia le hiciera mucha gracia.
—Por favor… —supliqué—. Lo-lo lamento mucho, le prometo que recogeré mis cosas, me iré y no reclamaré nada, pe-pero borre esos archivos.
—No voy a hacerlo.
—¡¿Por qué?! —mi grito sonó muy agudo.
—Porque tengo otros planes para ti.
Se puso de pie, su altura era imponente, era demasiado atractivo, demasiado intimidante. Dio la vuelta a la mesa y me pidió que lo siguiera.
—Ven conmigo.
Anduvo hasta la puerta que daba a su baño privado, me sorprendió ver que tenía, además de un váter y un lavamanos, un plato de ducha.
—Ponte ahí y gírate hacia mí.
Con ahí se refería a colocarme delante del plato hecho con lamas de madera oscura.
Obedecí y cuando me di la vuelta sus ojos parecían mucho más oscuros que de costumbre.
—¿Qué quiere, señor Ipaguirre, qué hacemos aquí?
—Quítate las bragas.
Mi útero se contrajo. Si había algo que me ponía cachonda eran las órdenes, había fantaseado en innumerables ocasiones con que Jose se transformaba en un hombre autoritario que le encantaba pedirme cosas, que gozaba con el morbo y las situaciones límite, por eso todo el material que buscaba solía ser con esos patrones.
—¿Me estás escuchando? Quítate las bragas, Cris.
Podría haberme negado, haberme ido, decirle que lo que había hecho no le daba permiso a esto pero, no lo hice y me sorprendí metiendo las manos bajo la falda para tirar de ellas hacia abajo, despacio como si disfrutara de ello, de hecho, lo estaba haciendo.
Las dejé caer por su propio peso hasta los tobillos y con un movimiento grácil, de esos que tenemos las mujeres cuando llevamos tantos años como yo, quitándonoslas, las empujé en su dirección.
Él bajó la mirada hacia la parte central, que se veía visiblemente húmeda.
—La falda…
Mis manos volaron a la presilla trasera y el zip de la cremallera sonó en el baño, siguió el mismo camino que mi ropa interior.
—¿Los tacones? —sugerí.
—Todavía no. Quítese el sujetador sin quitarse la blusa, sé que puede hacerlo.
El muy cabrón lo sabía porque me había visto. Las mangas estaban abiertas por un corte largo en el interior del brazo que me permitía hacerlo.
Seguí cumpliendo sus peticiones y, a medida que avanzaba, mas excitada y mojada estaba.
Una vez obtuve la pieza de encaje la dejé sus pendida en mi dedo por el tirante y la dejé caer al suelo.
¿Debería estar pensando en mi marido?
Seguramente.
Pero ahora mismo lo único que sentía era ese hervidero de deseo que colapsaba mi cuerpo y mis pensamientos.
Lo dejé caer.
—Da el agua.
—¿Perdón?
—Ya me has oído.
Me di la vuelta, la blusa caía a mitad de mi culo, por lo que me lo estaba viendo mientras estiraba el brazo y encendía el agua caliente, era de esas que mezclaba de manera automática el agua y caía a una temperatura agradable, desde el techo.
—De rodillas y de cara a mí, entra.
En cuanto lo dijo mi vagina volvió a dar un tirón.
—No puedo hacer eso… Mi ropa… Mi pelo…
—Puedo oler tu coño desde aquí. Lo estás deseando, hazlo.
Lo peor de todo es que era cierto.
Anduve hacia atrás, dejando que el tejido se calara, que se pegara a mi cuerpo y se transparentara mientras me arrodillaba.
Mis pezones de aureolas grandes quedaban expuestos, su expresión seguía siendo la misma, sin mostrar un ápice de lo que le pasaba por la mente.
—Desabrocha un botón de arriba y dos de abajo.
Mientras mis dedos se ocupaban, el pelo se me empapaba y mi coño gritaba de anticipación.
—Ahora anuda la blusa bajo ti pecho, y deja que caiga el tejido por tus hombros, quiero verte el coño y las tetas.
Que fuera un poco soez me ponía a cien.
Dejé expuestos mis labios menores sobresalientes, el vello recortado de mi pubis y mis pechos abundantes, que ya no tenían la misma tersura que veinte años atrás, pero que a alguno de mis pajilleros parecían excitarles.
—Ahora el gel. Échatelo por encima de las tetas, como si se hubieran corrido en ellas.
Levanté la botella y dejé caer el jabón, olía a su perfume, cerré los ojos y separé los labios al notar el suave roce.
—Más, más, eso es…
Era de un tono blanquecino transparente que le daba aspecto de corrida.
—Estás jodidamente cachonda, Cris.
No era una pregunta, era una realidad.
—Mete la mano entre tus piernas y dime cómo estás.
No me hacía falta hacerlo para saberlo.
—Chorreando.
—Hazlo.
Metí los dedos y ante el primer roce sentí que podría correrme sin más. Se me escapó un jadeo y sus labios se tensaron en algo muy parecido a una sonrisa.
—¿Ahora suenas?
—No puedo hacerlo si estoy en la oficina.
—Mastúrbate.
—Si lo hago no aguantaré mucho.
—¿Tan caliente te pongo?
—¿Hace falta que conteste? Ya sabe el efecto que causa en las mujeres…
—¿Y en ti?
Hundí los dedos y jadeé con fuerza mirándolo, no paré de meterme los dedos mientras el agua me empapaba, mi clítoris se hinchaba y hundía mis dedos con violentas acometidas.
—Sé que te caben más, siéntate, abre las piernas, los quiero todos dentro…
Arqueé la espalda en cuanto mi culo tocó la madera y hube metido el cuarto dedo.
—No puedo aguantar…
—Puedes.
—Sigue, Cris, dentro, fuera, dentro fuera, escucha como suenas, como te abres, lo lista que estás…
La piel me ardía y los sonidos de mi garganta se mezclaban con los de mi coño y el agua que fluía.
—El meñique.
Lo encajé.
Que estuviera mirando completamente vestido agregaba un punto extra.
Gemí a lo bestia.
—Más hondo, más hondo, con fuerza.
Nunca me había dilatado tanto.
El agua impactaba como finas agujas contra mis pezones y la piel expuesta, lo que provocaba que me hormigueara en un placer sublime.
—Más, Cris, más…
—No puedo, no pu… —las palabras se me entrecortaban.
—Obedece.
Empujé, cada vez más, como él quería, forzando mis músculos vaginales, me había entrado media mano.
—Un poco más empuja, levanta el culo, ayúdate.
El aliento se me entrecortaba y entonces lo sentí, mi musculatura cedía y acababa de llegar a mi muñeca.
—¡Dios! —lo escuché.
Se acercó, se puso de cuclillas para mirarme más de cerca. Agarró el gel y se puso a volcarlo en mí, en mis pezones, en mi mano.
—Sigue, sigue… Cris.
Apenas entraba aire en mis pulmones.
—Ya no aguanto, ya no puedo… yo…
—Quita la mano y golpea, palmadas rápidas, deprisa, vamos, sobre el clítoris.
Comencé a hacerlo, en un palmoteo rápido sobre todas aquellas terminaciones nerviosas, fui a gritar a lo bestia cuando el orgasmo me partió en dos. Pero metió su mano de lado, entre mis dientes, por la zona del meñique y yo la mordí con fuerza mientras me corría de un modo demencial, lanzando líquido contra sus zapatos, sin que él se quejara o dijera una sola palabra.
Cuando terminé quedé desmadejada en el plato de su ducha, abrí la boca y vi la marca de mis dientes en su carne.
Se puso en pie. Yo lo observaba. Alargó el brazo y cerró el agua.
—Limpia con la lengua lo que has ensuciado.
Me puse a cuatro patas y lamí la parte alta de la piel de sus zapatos, que escasos minutos antes estaban lustrosos.
Me saboreé en la carísima piel italiana.
Él me detuvo cuando tuvo suficiente.
—Bien. Pon ahí tu blusa y tus zapatos. Es un calefactor de ropa. Cuando acabe tu descanso ya estarán secos.
—Y qué hago en esta hora, ¿me visto?
—No, vas a sentarte desnuda en esa silla mientras yo trabajo.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Estoy despedida?
—¿Quieres estarlo? —negué.
—Bien, porque a partir de mañana trabajarás en el interior de este despacho.
Lo miré sorprendida.
—¿Cómo?
—Necesitas supervisión y que alguien controle todo ese exceso de energía en tus periodos de descanso. —Lo miré extrañada.
—Se refiere a que…
—Me refiero a que a partir de ahora yo velaré por tus necesidades, ya que el tío que te puso el anillo en ese dedo está claro que no lo hace.
—¿Quiere que sea su amante? No lo entiendo, ¿por qué? Soy más mayor y podría tener a la que quisiera.
—La que quiero es a ti, Cris, ahora siéntate y obedece.


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