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El Pecado del Padre Andrés

El Pecado del Padre Andrés

La misa de las seis siempre fue la menos concurrida. Algunos ancianos, dos o tres devotas de mirada inquisidora y, desde hace un par de semanas, ella.

Paola.

No iba a rezar. Iba a jugar.
A provocar. A ver si ese hombre envuelto en sotana se atrevería a mirarla como un hombre, no como un sacerdote.

Se sentaba en la tercera fila, piernas cruzadas con descaro, minifalda negra, blusa blanca sin corpiño. Cuando se inclinaba a “rezar”, los botones dejaban entrever el canal entre sus pechos redondos, morenos, firmes.
Y cada vez que el padre Andrés subía al altar, ella lo miraba con ojos brillantes. Como una loba hambrienta.
Él lo notaba.
Y cada día costaba más ignorarlo.

—Paz sea con ustedes —decía con su voz profunda.
—Y con tu espíritu, padre —respondía ella… con una sonrisa cargada de deseo.


Después de la misa, Paola se acercó al confesionario.
Tocó suavemente la puerta.

—¿Padre… está disponible?

Andrés tragó saliva.
—Claro, hija. Entra.


La penumbra del confesionario era íntima. Densa.
Paola se arrodilló, pero no bajó la cabeza.
Miró a través de la rejilla, sabiendo que sus labios estaban a solo unos centímetros de su voz.

—Padre… he pecado.
—¿Qué clase de pecado, hija?
—He deseado. He tocado mi cuerpo pensando… en alguien prohibido.

El silencio fue largo. Denso.
Andrés intentó mantenerse firme.

—Debes resistir a la carne…
—¿Y si la carne está frente a usted, padre?

Y entonces bajó la cremallera de su falda.
La dejó caer. Se quedó en tanga.
Se inclinó hacia adelante, dejando que sus pechos se apoyaran contra la rejilla.

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—¿Nunca ha sentido ganas de tocar, padre? ¿Nunca se despertó duro en la madrugada, sabiendo que es pecado?

Andrés cerró los ojos. Pero no podía evitar la imagen: la voz caliente, los labios húmedos, la piel bronceada a centímetros de él.

Paola se metió una mano entre las piernas. Empezó a tocarse lenta, húmeda, mojada de provocación.

—Me estoy tocando, padre… ¿eso es peor?
—Sí… es…
—¿Y si abro la puerta?

Andrés no respondió.
Ella lo hizo igual.

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Abrió la puerta del confesionario. Se arrodilló frente a él, le tomó la mano… y la llevó directo entre sus piernas mojadas.

—¿Eso también es pecado?

Andrés respiraba fuerte. La sotana empezaba a marcarle la erección.

—Dios nos está viendo… —dijo él, temblando.
—Entonces que mire cómo me hago suya.

Le bajó el pantalón. Sacó su pija dura, gruesa, palpitante.
Y sin más, se la metió en la boca, húmeda, profunda, lenta.

—Padre… dame tu castigo.
—¡Por Dios…!
—No, por mí.

Lo mamó como una devota en trance. Lo acariciaba con la lengua, lo rodeaba con los labios, lo miraba desde abajo, haciendo ruido, escupiéndolo.

Él no pudo más. La levantó de golpe, la apoyó contra la pared del confesionario, le bajó la tanga y se la metió entera.

Paola gritó, pero no de dolor: de gloria. Lo recibió con gusto, con hambre, con las piernas en el aire.
Él la cogía con furia contenida, con años de deseo ahogado, apretando sus tetas, mordiéndole el cuello.

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—¡Así, padre! ¡Más fuerte! ¡Cógeme como si Dios no mirara!

Cada embestida hacía temblar los cristales.
Cada gemido se confundía con rezos lejanos.

Acabaron juntos.
Él dentro de ella, empapado, con el alma rota.
Ella sonriente, satisfecha, con el cuerpo brillando de sudor y pecado.

—Te arrepentirás de esto —dijo él.
—¿Por cogerme o por haberlo disfrutado tanto?

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Paola se subió la tanga, lo besó en la boca y salió caminando tranquila por la sacristía.

—Nos vemos el viernes, padre.
—…

Y el padre Andrés supo que su fe… ya no tenía vuelta atrás.


El padre Andrés no durmió esa noche.

La imagen de Paola arrodillada entre sus piernas, mirándolo con esos ojos sucios, esa boca insaciable, ese aroma a pecado… se le había metido en la piel.
Rezaba. Se azotaba con palabras.
Pero el alma ya no respondía.
La carne lo había vencido.

La siguiente noche, se paró frente al espejo. Se quitó la sotana.
Y por primera vez en años, se vistió como un hombre común.

Caminó unas cuadras.
La casa de Paola estaba iluminada. Música suave. Ropa interior colgada en la ventana. Y ese aroma a deseo.

Golpeó la puerta. Una, dos veces.

Ella abrió en bata.
Lo miró. Y no dijo nada. Solo sonrió, con esa expresión de loba que ya conocía.

—No puedo más —dijo él.
—Yo sabía que ibas a venir.

La puerta se cerró. Y el silencio se hizo cómplice.

Paola se acercó despacio. Le desabrochó la camisa. Le bajó los pantalones.
Se puso de rodillas.

—Hoy no hay iglesia. No hay perdón. Solo vos… y yo.

Le chupó la pija como si fuera su única fe.
Lo escupía, lo lamía, se lo tragaba todo.
Mientras lo hacía, se tocaba la concha húmeda, gimiendo bajito, caliente como el infierno.

Andrés no hablaba. Solo gemía.
La agarró del pelo, la levantó de golpe, la tiró sobre la mesa del comedor y le abrió la bata.

—¡Estás desnuda debajo!
—Te estaba esperando, padre.

Le lamió los pezones, la barriga, y bajó entre sus piernas.
Le abrió los labios de la concha con la lengua, y se la comió entera, lenta y ruidosa, mientras Paola se retorcía, agarrada al mantel.

—¡Ahhh, sí! ¡Comeme el pecado, padre! ¡Sacame el alma por la concha!

Después la puso en cuatro.
La tomó de la cintura. Y le metió la pija en la concha toda de golpe.

—¡Más, más! ¡Dame tu castigo!
—¡Callate y recibilo!


La cogía como si quisiera sacarla de sí misma. Los cuerpos chocaban.
Los gemidos eran rezos rotos.
Y Paola se lo pedía todo:

—¡Metémela por culo, padre! ¡Todo! ¡Dámelo todo!

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Y lo hizo. La cogío por el culo, profundo, con una mano apretándole las nalgas y la otra en su cuello.
Ella acababa gritando. Él también.

Y al terminar, se desplomaron en el piso.

—¿Y ahora qué vas a hacer, padre?
—Pecar de nuevo…
—Entonces dormite. Mañana te espero con lencería negra… y sin límites.


La noche caía sobre la parroquia.
Todo estaba en silencio. Los vitrales dormían, los bancos vacíos, el incienso apagado.
Y en la parte trasera, donde vivía el padre Andrés, una luz tenue se colaba bajo la puerta de su habitación.

Estaba sentado en la cama, leyendo pasajes sagrados que ya no le decían nada. Solo pensaba en ella. En sus labios. En su lengua. En cómo temblaba cuando la tenía desnuda.

De pronto, alguien tocó la puerta. Su corazón se detuvo un instante.

—¿Padre… puedo pasar?

Era su voz.
Su maldita, bendita voz.

Abrió la puerta.
Paola entró vestida con un abrigo largo, el cabello suelto y los ojos llenos de deseo.

—¿Qué hacés acá? —susurró él, temblando.
—¿Creías que solo vos podías romper las reglas?

Ella entró y cerró con llave.

Sin decir más, se desnudó delante de él, dejando caer el abrigo.
Estaba completamente desnuda.
Piel morena. Caderas amplias. Pechos firmes. Muslos apretados. Una diosa de barrio… en casa de Dios.

—Paola… esto no está bien.
—Te equivocas.

Se acercó, se sentó en sus piernas y le susurró al oído:

—Si tu cuerpo es el infierno, con gusto acepto mi castigo.

Y lo besó. Lo besó como si el perdón no existiera. Y él no resistió.

La empujó contra la pared. Le mordió el cuello. Le lamió los pezones.
Ella gemía con suavidad, con las uñas marcándole la espalda.

—Cogeme, padre. Como si esta fuera tu última noche de fe.
—No me llames padre ahora…
—Entonces llamame puta.

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Él la cargó, la apoyó contra el escritorio, le abrió las piernas con las manos y le metió la lengua de lleno.
La comía como si fuera su única salvación.
Ella mojada, temblando, gimiendo fuerte entre rezos de placer.

—¡Metémela ya! ¡Toda! ¡Así!

Se la metió en la concha con fuerza, de pie, tomándola de los muslos.
Ella lo abrazaba con las piernas, lo besaba con desesperación, lo apretaba con todo su cuerpo.

Lo montó después sobre la cama.
Cabalgaba sobre su pija, como una diosa del pecado, con los tetas rebotando, las manos en su pecho, jadeando:

—¡Este es mi altar ahora!
—¡Sí, Paola… seguí! ¡No pares!


Después, se puso en cuatro, y él se la metió por el culo.
La cogía con furia. La nalgueaba. La tomaba del cabello. La llenaba.

Y cuando él acabó, chorreando sobre sus nalgas, ella se giró, se limpió con los dedos… y se los metió en la boca.

—¿Todavía creés que esto es pecado?
—No sé qué es esto…
—Es deseo. Es cuerpo. Es real.
—Y me vas a matar.

—Entonces morite adentro mío. Mañana vengo con medias de red y sin límites.

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Y salió caminando desnuda, sin prisa, mientras el padre Andrés se desplomaba en la cama, entre la culpa y el éxtasis.



La misa del domingo estaba más concurrida que de costumbre.
Había familias, jóvenes, y hasta algunos turistas.

Y ella. En la primera fila.

Paola, con un vestido blanco ajustado, sin sostén, piernas cruzadas, labios pintados de rojo fuego.
Y esa sonrisa… esa sonrisa que lo desarmaba.

El padre Andrés intentaba hablar. Intentaba orar. Pero sus ojos se desviaban.
El infierno estaba en la primera banca, con piernas morenas y mirada de loba.

—Hermanos… —comenzó, con la voz temblorosa—. El mal nos tienta cada día…
—El Diablo está entre nosotros.

Paola soltó una risa apenas audible.
La señora de al lado la miró mal.
Pero ella siguió sonriendo, mientras cruzaba más las piernas… y dejaba entrever la ausencia de ropa interior.

Andrés tragó saliva.

Terminó la misa apurado. No saludó. No bendijo. Se metió a la sacristía, con el corazón latiéndole como un tambor.

Paola lo siguió. Entró sin pedir permiso.

—¿No me vas a bendecir, padre?
—Salí de acá, Paola… esto ya no se puede sostener.

—Entonces sosteneme a mí.

Y se le lanzó encima.

Se besaron con desesperación.
Él la empujó contra la pared. Le subió el vestido. Le metió la mano entre las piernas.

—Estás mojada…
—Estoy condenada.

La sentó sobre la mesa de la sacristía, le abrió las piernas, y le metió la lengua en la concha sin piedad.
Ella gemía con la boca mordida, mirando al crucifijo en la pared.

—¡Comeme, padre! ¡Haceme tuya como anoche!

Y justo cuando él se la metía, fuerte, empujándola contra los libros sagrados…
la puerta se abrió.

—¡Padre Andrés!

El diácono Esteban se quedó congelado.
Paola, con las piernas abiertas y la pija del sacerdote dentro de su concha, lo miró fijo.

—Ups…

Andrés retrocedió, jadeando, con la sotana mal puesta.

—Esteban… esto…
—No hace falta que expliques.

El silencio se hizo eterno.

—Lo he visto con mis propios ojos —dijo el diácono—. Y no solo hoy. Sos otro desde hace semanas. Tu mirada cambió. Tu fe… también.

—No sé qué decir.
—Decí la verdad: ya no sos sacerdote. Sos hombre.

Esteban se acercó, con la mirada dura… pero sin odio.

—Andrés, renunciá a los hábitos. Es preferible eso… que seguir mintiendo en el nombre de Dios.

Paola se bajó de la mesa, acomodándose el vestido, sin culpa alguna.

—Yo no me arrepiento —dijo—. Pero si vas a elegir… que sea por vos. No por mí.

Andrés los miró a ambos.
Temblaba. Estaba empapado en deseo… y en un principio de libertad.

Y supo que el verdadero castigo… era tener que elegir.

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La renuncia fue breve. Sin confesiones públicas. Sin ceremonias.

El padre Andrés dejó la sotana doblada sobre el altar.
Una carta escrita a mano.
Un silencio que pesaba más que todos los rezos juntos.

El diácono Esteban lo miró sin rencor. Solo le dio una palmada en el hombro.
Y él salió por la puerta lateral, con la mochila al hombro.

Pero antes de irse del todo… hizo una última parada.


La casa de Paola olía a su perfume. A tentación. A humedad sexual acumulada.

Ella abrió la puerta en bata, como la primera vez.
Pero sus ojos no tenían picardía… tenían fuego controlado.

—¿Viniste a despedirte?
—Vine a perderme… una última vez.

Ella no dijo nada. Cerró la puerta.

Y sin palabras, se besaron.
Con furia, con ternura, con deseo y con melancolía.

Él la levantó y la llevó hasta la cama.
Le quitó la bata. No había nada debajo.
La besó como si no existiera el tiempo.
Le lamió los pezones. Le mordió el cuello. Le bajó hasta su concha… y la comió lento, saboreando cada gemido.

Paola arqueaba la espalda, le enterraba las uñas, le rogaba:

—¡No te vayas! ¡Quedate en mi cuerpo!
—Quiero que me recuerdes con cada orgasmo.

Él se acostó.
Ella lo cabalgó con fuerza, sin pausa, con las tetas rebotando, el sudor bajando por su abdomen.

—¡Así, así! ¡Llename una última vez, Andrés!

Después, él la puso en cuatro.
La tomó salvajemente, sujetándole la cintura, gimiendo contra su espalda.
La nalgueó. La mordió. La llenó.

Y cuando acabó sobre sus nalgas, jadeando, destruido, vivo, Paola se giró, lo miró… y lo besó suave.

Se vistieron en silencio.

En la puerta, ella le dijo:

—Fuiste el mejor pecado de mi vida.
—Y vos, mi única verdad.

Se besaron por última vez.
Y él se fue.


Horas después, ya sola, Paola se tumbó en la cama, aún desnuda.
Se acarició entre las piernas, suspirando… y sonrió con picardía.

—Tendré que esperar… al próximo padre… para confesarme otra vez.

Y cerró los ojos, tocándose lento… pecando en paz.

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