
Cosas que ya hice
Coti estaba en el sillón, descalza, con las piernas cruzadas y una taza de té que apenas había tocado. El televisor encendido pasaba un capítulo repetido de alguna serie inglesa. Pero Mauro apenas miraba. Sentado al borde del sillón individual, con las manos unidas entre las rodillas, esperaba su momento.
—El otro día que ustedes no estaban vi algo raro enfrente —empezó, con tono casual.
Coti levantó una ceja, sin girar la cabeza del todo.
—¿Raro cómo?
Mauro dudó un instante, luego lo dijo todo de un tirón:
—A la vecina… la rubia nueva… y ¿Podes creer que estaba con Germán? En su departamento. Muy pegados. Medio que…
—¿Germán? —interrumpió Coti, como si hubiera oído un nombre que le diera fiaca.
—Sí. Me llamó la atención. Muchísima casualidad pero se ve que es su amigo… bah. Más que amigo, digamos que estaba con ella como si conociera todo. Y re loco, después… desde el ventiluz, vi que se estaban besando. Bastante fuerte.
Coti lo miró, ahora sí. Pero no con complicidad, ni picardía. Con algo más seco. Incrédulo, casi molesto.
—¿Desde el ventiluz?
—Fue de casualidad —dijo Mauro, subiendo un poco la voz, como justificándose—. Estaba en el baño, vi la luz encendida y… no sé, me distraje. Me sorprendió. No pensé que Germán… o que ella…
El silencio se hizo denso. Mauro esperaba algún tipo de reacción. Una pregunta, un “¿en serio?”, una risa. Algo. Pero Coti volvió a mirar el televisor. Tomó un sorbo de té, frunció los labios, y dijo con tono neutro:
—No sé por qué me contás eso.
—Porque me pareció raro. Sorprendente. Pensé que te podía… no sé, parecer curioso.
—¿Curioso? —repitió ella, con una sonrisa que no era de diversión—. Mauro, ¿te estás convirtiendo en un viejo pajero?
Él se quedó callado. El golpe lo descolocó.
—No es eso —dijo, bajando la voz—. Me pareció… no sé, ver a alguien que conocemos, haciendo algo así… me encendió un poco, ¿sabés?
Coti lo miró como si no lo reconociera. Después soltó una risa seca, sin calor.
—Ay Mauro… estás en plena crisis, ¿no?
—¿Qué decís?
—Lo mismo que ves ahora con esos ojos de espía de baño… —hizo una pausa—. Esas cosas yo ya las hice. Incluso con el mismo Germán.
Mauro parpadeó. Algo dentro suyo se contrajo.
—¿Qué?
—¿Qué qué? Lo sabés. Fuimos novios. Cogíamos. Hacíamos de todo. ¿De verdad pensás que hay algo de lo que viste que me pueda sorprender?
Él no respondió. Ella se acomodó el pelo, como si se hubiera sacado un peso de encima.
—Ni él ni vos parecen haber madurado, veo…
Esa frase lo atravesó. Quedó flotando en el aire, como una sentencia.
Coti se levantó y se fue al cuarto, dejando la taza sin terminar sobre la mesa. El televisor seguía encendido, pero Mauro ya no escuchaba nada.
Solo esa frase:
“Hacíamos de todo.”
Y algo más viejo, más turbio, empezó a asomar.
El archivo sin nombre
Era de noche. Coti había salido a cenar con unas amigas que Mauro no conocía demasiado, gente de la facultad o del trabajo, amigas con las que últimamente se reía más de lo que lo hacía con él. Mauro se quedó con el niño. Le dió de cenar y lo acostó. Luego, se metió en la computadora con una cerveza y los auriculares, como si estuviera por ver una película. Pero tenía otro plan.
Sabía que Coti guardaba algunas cosas en una caja de zapatos forrada con papel de colores, abajo del todo, en el mueble de los libros que nunca tocaban. Había abierto esa caja una vez, años atrás, cuando aún eran novios, y había encontrado cartas, fotos de otra época, pasajes de avión, recuerdos. Nunca se lo había dicho a ella. Y ahora, solo, con una opresión en el pecho que no sabía si era deseo, bronca o melancolía, volvió a abrirla.
Revistió su gesto con una mentira que apenas sostenía: “solo quiero entender”. Pero no era verdad. Quería ver. Quería lastimarse.
Debajo de unos recortes y una postal arrugada encontró varios pen drive. Empezó a revisarlos uno por uno. Y en todos encontraba fotos viejas y archivos de la facultad. Pero uno gris le llamó la atención, sin marcas, sin etiquetas. Lo conectó a la computadora. No pesaba mucho, unos pocos archivos: algunas fotos viejas como en los otros , un par de documentos Word con nombres anodinos, y… un video.
Un archivo de video con un nombre que parecía una clave o una fecha mal escrita: GH_Co_22x.mp4.
Hizo doble clic. El reproductor tardó unos segundos en abrir.
Pantalla negra. Luego, imagen: un plano movido, una cama deshecha. Luz tenue, amarilla, como de velador. Silencio. Luego, la imagen se estabilizó.
Era Coti. Más joven. Más flaca, tal vez. Con el pelo recogido de forma desprolija, un top negro corto que dejaba ver el nacimiento de los pechos y un pantaloncito de algodón. Tenía una sonrisa distinta, una energía casi insolente. Se reía, tirada en la cama, como si no hubiera nada más que esa noche. Después apareció Germán. También más joven, con el torso desnudo, el cuerpo marcado, confiado. Se tiró encima de ella. Se besaron.
Mauro sintió una tensión inmediata en el pecho. El cuerpo no lo obedecía. No podía dejar de mirar. Bajó un poco el volumen, como si eso atenuara la transgresión. Pero siguió mirando.
Los besos se hicieron más intensos. Se escuchaban jadeos bajos, risas, susurros. Coti le decía cosas que Mauro no entendía del todo, pero eran palabras dulces, provocadoras, íntimas. Le mordía la oreja, le tomaba la cara con las dos manos. Él le bajaba el short, ella no se oponía. Se abría.
Mauro tragó saliva. Sentía algo entre las piernas, una incomodidad caliente. Pero no era solo excitación. Era algo más sucio. Más torcido. Celos, sí. Pero también deseo.
Ella se sacó el top. Germán le besó los pechos como si supiera exactamente cómo. Coti se arqueaba. Lo guiaba con las manos. Mauro no recordaba haberla visto así nunca. Tan activa. Tan libre. Tan ruidosa.
Cuando Germán se la metió por primera vez —y sí, eso también se veía, claramente, sin cortes ni filtros—, Mauro sintió un nudo en el estómago. No por la crudeza, sino por lo evidente: ella estaba abierta, húmeda, entregada. Y lo que más lo devastaba era que no había vergüenza en su rostro. Solo goce. Goce real, goce pleno. Coti decía su nombre. Lo decía muchas veces. “Germán… así… ahí, así…”
Mauro bajó la mano al pantalón sin pensarlo. No era una decisión. Era una compulsión. Como si lo que dolía también excitara. Como si esa herida tuviera que sangrar del todo.
Germán la tenía de espaldas, en cuatro sobre la cama. Le sostenía las caderas con las dos manos, los dedos hundidos en su piel blanca. Cada embestida hacía que las nalgas de Coti rebotaran con violencia, y ella no se contenía: gemía, gemía como si no hubiera nadie más en el mundo. Mauro tragó saliva. Los sonidos eran reales, húmedos, casi obscenos. Se escuchaban las respiraciones entrecortadas, el crujido del colchón, el golpe seco de los cuerpos.
Coti se daba vuelta un instante, con el pelo pegado a la cara por el sudor. “Más… más fuerte”, le decía. Germán le escupía, la lubricaba y volvía a metérsela. La cámara temblaba, pero captaba todo: la curvatura de su cuerpo, los pechos colgando, los muslos abiertos. Mauro se tocaba con la mano derecha, sin ritmo, sin cuidado, como si lo hiciera otro. Ya no pensaba en detenerse. Se sentía arrastrado por algo más grande que él.
En un momento, Germán la sacó de la cama de un tirón. Coti apenas atinó a reír, sorprendida, y él la apoyó contra la pared. De pie. De espaldas. Le corrió el short hasta los tobillos y se la metió otra vez, desde atrás. Ella se aferró al borde de la pared, arqueando la espalda como una bailarina rota. Cada movimiento hacía que los glúteos rebotaran y Germán la agarrara con más fuerza. “Me vas a romper, me vas a romper…” decía ella entre risas y quejidos.
Mauro sentía que algo se deshacía por dentro. No solo por lo que veía, sino por lo que comprendía. Coti lo disfrutaba. No actuaba. No fingía. Era deseo real, crudo, sin filtro. Y no lo había vivido con él.
Cambio de plano: ahora estaban sobre el piso. Ella arriba. Lo montaba con las piernas abiertas, el torso erguido, los pezones tiesos, las manos en su propio cuello. Se movía con ritmo, apretando los labios, controlando el vaivén. Gemía más bajo, más concentrada. Era otra forma de goce: lenta, intensa, como si saboreara cada fricción.
“Me encanta cómo me llenás”, le decía. “Me encanta tu verga.”
Y luego: “No pares. No pares. Voy a acabar otra vez.”
Mauro dejó de tocarse un segundo. Era demasiado. Le dolía el pecho. Le dolía el orgullo. La amaba. Y la odiaba. Quería entrar en la pantalla. Quería ser él. Germán. Sentir esa mujer salvaje encima. Quería esa versión de ella que se le había negado.
Coti se inclinó hacia adelante y lo besó. Lo besaba con hambre. Las lenguas se buscaban como si les faltara el aire. Ella se empezó a mover más rápido, más descontrolada. Se oía cómo se chocaban, cómo se mojaban. Un sonido líquido, espeso, que se mezclaba con sus gritos.
Y entonces se detuvo. Tembló. Cerró los ojos y se mordió el labio inferior. Se arqueó hacia atrás y se vino. Mauro lo supo. Se vio. La contracción del vientre. El gemido roto. El estremecimiento que le recorrió el cuerpo entero.
Ella cayó sobre Germán, y él, sin sacársela, la abrazó con una mano en la nuca. Le dijo algo al oído. Algo que el micrófono no captó, pero que ella recibió con una sonrisa. Después se la sacó, despacio. La tomó con la mano, mojada, firme, y empezó a pajearse encima de ella. Mauro sintió que el corazón le latía en el estómago.
Coti se acomodó entre sus piernas. Abrió la boca. No dijo nada. Solo abrió la boca. Y Germán le acabó ahí. En la lengua, en la boca, en la cara. Ella no cerró los ojos. Lo miraba. Tranquila. Dueña de todo.
Después rió. Se limpió la comisura con un dedo. Se lo chupó.
La imagen se volvió borrosa. Un movimiento brusco. Y corte.
Pantalla negra.
Mauro no parpadeaba. Sentía el pantalón húmedo, la respiración descompensada, las piernas acalambradas. Pero lo peor no era eso. Lo peor era la certeza de que esa mujer había existido. Que había estado viva, ardiente, hambrienta. Y que él nunca la tuvo así. Nunca.
No se trataba de sexo. Era otra cosa. Una verdad que él no había querido ver.
Y ahora estaba tatuada en su retina. Para siempre
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1 comentarios - Mis vecinos cogiendo (4)
Nunca mejor dicho lo de "el ignorante vive feliz ..."
+ 10
Lindo relato y Muy bien escrito