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El Despertar de La Gringa - Parte 7 (fin)

1994. Sin quererlo, habían pasado ya quince años. Había cambiado yo, mi entorno, todo.

Ni bien terminé la secundaria me mudé a San Miguel y empecé a cursar en la universidad. Ingeniería Civil. Hice tres años ahí y a los veintiuno me mudé a Buenos Aires, para seguir la carrera ahí. Mi papá me había hecho entrar a su empresa, primero como una internatura para que yo fuera aprendiendo, y después cuando me recibí ya como ingeniera. El ya se había jubilado antes de tiempo, a fines de los ‘80, retirándose como Vicepresidente de una de las áreas. Contactos dentro de la empresa le sobraban, aún después de jubilarse, así que no le costó acomodarme.

Acomodarme hasta por ahí nomás, porque yo era muy capaz y tenía condiciones para el trabajo. Hablaba inglés perfecto, sabía computación y era buena ingeniera aparte. Casi nadie de mis compañeros ahí en las oficinas de Buenos Aires sabía quién había sido mi viejo. Sólo algunos viejos VP’s compañeros de él lo conocían y sabían que yo era la hija de Richard McKenzie. La empresa era bastante grande y tenía muchos empleados por varios países, por ese entonces. Yo ya estaba hecha una verdadera señorita. Una mujer joven, linda e inteligente. Una profesional. Curtida ya por todas mis experiencias que llevaba adentro.


El Despertar de La Gringa - Parte 7 (fin)


Mis compañeros de trabajo y mis jefes inmediatos, no tenían mucha idea de mi parentesco. No tuve ningún problema con ellos. Bueno, en realidad uno sólo, que lo tenía siempre. Lo tuve cuando entré a la empresa y también todo el tiempo cada vez que se incorporaba algún empleado o empleada nueva. Los porteños boluditos y agrandados no podían creer que yo era Tucumana. No les entraba en la cabeza que una chica como yo pudiera venir de ahí. Se pensaban que mi adorada Tucumán, no sé, era un aguero en el suelo que lo único que tenía eran empanadas, vino y cabecitas negras. Me hinchaba mucho los ovarios esa actitud y la veía todo el tiempo. En todos.

En todos menos en uno. Un porteño que no lo parecía. Marcos, un chico más o menos de mi edad que había entrado unos meses después que yo. Cuando a veces alguno de los otros me hacía un chiste, un comentario o alguna joda por ser Tucumana, todos se reían y lo festejaban. Menos Marcos. No decía nada. Yo me hacía la que no me jodía nada de eso, me reía con ellos, a veces le devolvía alguna para que nos siguieramos riendo todos y no hacer ningún problema. Haciéndome valer. Pero lo veía a Marcos que él no se prendía en esas jodas que me hacían. Y nada más me miraba.

Yo no le daba mucha bola a nadie, incluído a él. Quiero decir, trataba bien a todo el mundo por igual. Hasta que un día Marcos vino a mi escritorio y me dijo si por favor le aceptaba invitarme después del trabajo a tomarnos un café por ahí cerca. Le pregunté por qué y me dijo, sin dudarlo y serio, que se sentía mal por lo mucho que me jodían a veces los otros. Que quería tener esa atención conmigo. Me agarró de repente una ternura en el pecho que me quebró. Me mató.

Tomamos ese café. Otros días, otros más. Nos hicimos amigos, nos hicimos novios. Un año y medio después, marido y mujer.

Teníamos un matrimonio joven y la verdad que muy bueno. Los dos nos amabamos mucho y por suerte vivíamos bien. Pero teníamos una nube negra en nuestro horizonte. Los dos queríamos ya tener un bebé, los dos lo soñabamos, pero ya habíamos estado juntos tres años y yo no quedaba. Y no era por no intentarlo. Tampoco era por Marcos. Yo ya sabía, él me lo había dicho, que hacía años una de sus novias había quedado accidentalmente embarazada.

El problema era yo. Lo que explicaba por qué en todas mis andanzas de chica yo nunca había quedado. Algo me pasaba. Algo tenía. Consulté a un ginecólogo y él me derivó a una especialista en fertilidad. Con esa doctora me hice un montón de pruebas y análisis. Al final de todo me dijo que, por suerte, no era nada grave, que no me preocupara. Yo nada más tenía un tema hormonal que no me permitía ovular bien. Empecé a hacer un tratamiento con ella, de píldoras e inyecciones, acompañados de un régimen de… intentos, con Marcos, a ver si por fin quedaba.

Gracias a Dios, unos meses después por fin pasó. Estaba por fin embarazada, a mis veintiocho. A los dos nos dió una felicidad enorme, increíble. Al tiempo nació Mercedes, también gracias a Dios bien sanita y hermosa.

Yo nunca me había olvidado de todas las cosas que hice con el viejo Carlos y con otros, en esa época de locura y de mi despertar sexual. Siempre recordaba cosas. Momentos. Sensaciones. Me las guardaba para mí, para reconfortarme en mis momentos íntimos. Yo ya estaba hecha una joven mujer. Hecha y derecha y no era que añoraba volver a hacer todo eso. Para nada. Yo estaba feliz con Marcos. Pero una chica no experimenta las cosas que hice yo sin que le queden marcas. Indelebles y dulces, en la cabeza y en el corazón. Yo ya no era la putita de nadie, pero en lo más profundo de mi ser, sabía que añoraba serlo.


Ese año, 1994, nuestras vacaciones con Marcos se desencontraron. Siempre nos las tomábamos juntos, para irnos a algún lado con Mercedes, pero ese año no se pudo. Él estaba tapado de trabajo con un proyecto y la empresa no lo dejó. Yo ya tenía las mías reservadas y me las tenía que tomar. Pensaba en quedarme en casa, pero Marcos me insistió que me fuera a algún lado para aprovecharlas. Que entre él y mi suegra la iban a cuidar a Mercedes, lo más bien, que no me preocupara. Así que pensé en volverme a Tucumán aunque sea una semanita, para visitar a mis padres y a mis viejos pagos. Yo no había vuelto desde que me había ido, siempre venían ellos a vernos a Buenos Aires.

La verdad que la pasé hermoso esos días. De vuelta en mi querida tierra, de vuelta en La Cocha en casa de mis papás, que seguían ahí disfrutando de sus años ya de jubilados los dos. Caminaba horas enteras por mi pueblo, se había puesto un poco más grande y lindo. La modernidad de la época le estaba llegando. De a poco, pero le estaba llegando. Un día hasta fuí de vuelta al Cardenal Manfredi, de visita. Así de la nada, una mañana, porque se me ocurrió. Que hermosos recuerdos! El predio estaba igual. Idéntico, pero idéntico a como lo dejé.

Me encontré enseguida con una de las monjas, la hermana Natalia, que era de mi época. Nos reconocimos enseguida y nos abrazamos. Pobrecita, estaba ya bastante viejita. Pero claro que reconoció a la Gringa. Me llevó a dar vueltas por el predio y charlar. Hasta me hizo pasar a una clase, para que le hablara a las nenas y les contara mis cosas, mi experiencia. Cómo había salido de ahí, del mismo lugar donde estaban ellas, y lo que había logrado con mi vida. Fue hermoso. Las nenas me miraban, tan lindas y dulces, prestando atención a todo lo que yo les contaba. De mi trabajo, de Buenos Aires, de mis años en el Manfredi. Me encantó poder ver y sentir cómo las inspiraba, lo bien que les hacía escucharme hablarles. Me emocioné de verdad.

La hermana Natalia me dijo que no quedaba nadie ya de esas épocas. Sólo ella y un par de hermanas más. Todo fue cambiando. Los directivos… ellas. Ahora había hasta personal de maestranza propiamente dicho para cuidar el lugar. El viejo Carlos se había jubilado hacía años, como a mitad de los ochenta. Se había vuelto a su Robles, me dijo.

Carlos… Sólo estar de vuelta ahí en el cole y respirar ese aire de nuevo. Ese aroma tan particular de los pasillos. Sentirme decir su nombre en mi cabeza. Que recuerdos hermosos. Hasta me animé a dar unas vueltas sola, bajando al sótano, nada más para joder. Para hacerlo. Estaba un poco más limpio, quizás, pero igual. Y todas las puertas estaban cerradas. Quise entrar a la que era la puerta de la oficinita de Carlos, pero estaba con llave. Caminando despacito por la penumbra llegué hasta uno de los baños, que seguían sin estar habilitados. Me quedé en la puerta mirando para adentro, en mi cabeza estaba viendo a la nena con el uniforme del colegio, de rodillas ante el viejo y disfrutándole tanto, pero tanto el tener su pija en la boca. Y el viejo la acariciaba y le sonreía desde arriba de ella. Le decía cosas lindas mientras la pendeja lo mamaba, amorosa.

Y él le decía “su putita”...


puta


Esa noche en casa de mis papás,antes de dormir y en la soledad de mi vieja habitación, me masturbé tan hermoso pensando en Carlos. A la mañana siguiente no lo dudé. El tiempo lo tenía. Le pedí a mi papá que me diera su auto, le dije que quería irme a San Miguel, que se lo traía de vuelta a la noche. Mintiéndole de nuevo, a mis treinta y tres años, como una nena.

Por ahí no me iba a encontrar con nada, por ahí me iba a encontrar con todo, yo no lo sabía, pero igualmente agarré el auto y después de tantos años, me fuí para Robles. Me fui bastante elegante. Si me lo encontraba a Carlos, que era lo que deseaba, quería que viera en la mujer que me había convertido.

Llegué al mediodía, justo para la hora de comer. El sol quemaba lindo la tierra y la piel a esa hora. Robles estaba igual. La poca modernidad que La Cocha había ligado en esos años, a Robles nunca le había llegado y yo dudaba ya si en algún momento le iba a llegar. Encontré la casita que era de Carlos y paré el auto adelante. La miré de afuera y también estaba igual. Humilde y linda. Cuidadita. Tragué saliva, nerviosa, y me bajé. No sabía con qué me iba a encontrar y tampoco sabía con qué quería encontrarme. Pero si sabía que tenía un par de cosas para terminar de cerrar, cosas mías, después de tantos años.

Había cambiado la puerta. Afuera tenía una de tipo mampara, de plástico duro transparente y atrás de eso nada más una cortina para que no se viera adentro. Tomando coraje golpeé varias veces rapidito. La Cocha tenía timbres, Robles nada más la envidiaba. Enseguida una chica más o menos de mi edad corrió la cortina y me habló desde atrás de la mampara. Era una cholita de ahí, medio gordita pero linda de cara. Tenía un repasador en la mano. Me miró sin entender mucho qué hacía una mujer como yo ahí.

“Hola… hola, buenas tardes”, le sonreí.
“Hola, buena’...”, me dijo estrujando el trapo que llevaba.
“Eh… ésta es la casa de Carlos?”, le pregunté.
La cholita me asintió, “Si.. es acá…”
Yo sonreí suave, “Él está?”
“Si, a ve’... ‘peremé…”, me dijo y se volvió para adentro llamándolo medio fuerte, “Señor Carlo’! Lo buscan!”

Yo me quedé ahí paradita, abajo del techito de zinc corrugado que tenía. Elegante como estaba. Sonriendo, pero un poco nerviosa. Un momento después lo vi venir de adentro. Mi viejito. Tenía el andar ya bastante cansino y había envejecido notoriamente. Estaba un poco más encorvado y ya no tenía tanta panza. Se le había arrugado bastante más la cara y ya estaba prácticamente pelado. Pero seguía manteniendo bastante de su morrudez, ese cuerpo siempre fue macizo y algo de macizo siempre le iba a quedar, pese a los embates de la vida.

Me miró en silencio detrás de la mampara. Un par de segundos nada más, y se le empezó a dibujar una sonrisa lenta. En la cara y en los ojos. “.. Gringuita?! Gringuita… so’ vo’?!”
Yo le sonreí dulce, “Hola Carlos.. Hola, cómo estás?”
“Gringuita! Pero la puta madre…”, se rió fuerte y abrió la mampara. Los dos nos fundimos en un abrazo enorme, ahí en la puerta. Y fué increíble sentirlo de nuevo. Ambos nos quedamos así en los brazos del otro. Sus manos me frotaban la espalda, me acariciaban con cariño. Y mis manos tampoco pudieron evitar sentirlo y reconfortarlo a él también, mientras le hundía la cara en el hombro.
“Hola Carlos, querido… hola…”, me empezaron a subir unas ganas de llorar que casi no pude evitar cuando sentí la catarata de besos amorosos que me estaba dejando en mi mejilla. Le hundí la cara en el hombro. Me hacía peor escuchar la alegría que llevaba el viejo en la voz, en mi oído, tan suavecito.
“Ay, Gringuita pero qué hacé’.... Que hacé’... no te puedo creer, che… qué hacés acá, mi amor!”, me dijo y me soltó un poco. Nos miramos a la cara los dos ahí abrazados, sonriéndonos, “Mirá lo que sos, che… cómo te aparecés así… que hacés acá?”
Yo le sonreí, “Y te vine a ver a vos, a ver si estabas…”. Lo miré con dulzura. Lo único que en realidad había cambiado era que los dos estábamos más grandes y yo ya era un poco más alta que él ahora. Nada más. El mismo brillo en los ojos, la misma sonrisa, la misma calidez de sus manos.
“Pero pasá, che! Jajaja!”, se rió alegremente y me tomó del brazo, haciéndome pasar adentro, “Pasá, hacete amiga.. Qué alegría, Gringa… qué alegría!”

Entré y estaba todo igual en la salita de estar. Casi todo. Tenía un par de muebles más, que yo no recordaba y por ahí estaba en general bastante más limpio, pero todo casi igual. El viejo bajó un poco el volumen del televisor y me hizo sentar con él en el sillón, “Vení, vení… Silvita!”, la llamó a la chica que estaba mirándonos desde la cocinita, “Silvita! Poné pa’ser uno’ mate’, dale!”
“Bueno, Don Carlo’...”, le dijo la chica, quien parecía seguir sin entender mucho.

Nos quedamos ahí en el sillón, charlando. Pegaditos y sin soltarnos las manos. Nunca. Me hizo contarle todo. Todo de esos años que no lo había visto, y yo también le preguntaba de él. La cholita vino con la pava y el mate y lo dejó ahí en la mesita ratona. Después se volvió para la cocina, sin darnos mucha bola, en lo suyo, pero mirando para nuestro lado de vez en cuando, todavía extrañada de qué hacía una mujer así ahí.

Me tomé un sorbo de mate y le hice un guiñito al viejo, apuntando discretamente con la cabeza para la cocina, “Tenés novia ahora? Es linda”, le sonreí.
Carlos se rió, “No… nooo… La Silvita me cuida… ayuda en la casa, viste… Yo ya medio que no puedo.”
Lo miré suave, “Estás bien?”
Él se encogió de hombros un poco, pero sonreía, “Y… mas o meno’, viste. Pero bien.”
“Que tenés? Que te pasa?”
“Nada, me sacaron un par de cosa’ de acá”, dijo y se palmeó el abdomen suavecito para indicarme, “Ando con cosa’ del hígado… del corazón… pero bien. Llevándola.”
“Bueno”, le asentí con una sonrisa, “Pero estás bien.”
“Si, chiquita, no te preocupe’ ”, me devolvió la sonrisa.
“Por lo menos tenés alguien que te ayude acá, no estás solo”, Carlos me asintió suavemente.

Yo bajé la voz un poquito y me acerqué, “Te estás portando bien, no?”
“Eh?”, me dijo.
“Digo, con la chica.”, me sonreí.
Carlos se cagó de la risa y me palmeó el brazo, “Jajaja…siii, yo me porto bien. Bah, a vece’ alguna mano se me va.. Pero bue…”, me guiñó el ojo. Yo me sonreí y sacudí la cabeza, “El hombre necesita una cholita en la casa, Gringa. Vo’ sabe’.”
“Si, ya sé. Como yo.”, le dije.
“Cholitas como vo’ no hay.”, me sonrió, “Habrá parecida’, pero como vo’ no…”.

Le conté que vivía en Buenos Aires, que estaba casada. Ya con una nena. Le conté de Marcos. Todo. El viejo me escuchaba sonriendo. Los dos nos mirabamos dulce, como siempre lo habíamos hecho. Una vez que se había roto el hielo del reencuentro, después de tantos años, los dos recuperamos la familiaridad que tuvimos con el otro enseguida. Como si hubiese pasado una semana y no quince años.

Charlamos ahí largo. Más de una hora estuvimos. Contándonos todo. En un momento la cholita vino y le dijo que se iba para su casa, que volvía después de la siesta. Se despidió de él, pero de mí mucho no. Todavía no entendía mi presencia. Después de un rato de más charla, Carlos se levantó trabajosamente para ir a hervir más agua para el mate. Le dije que se lo hacía yo pero no quiso saber nada. Yo me quedé sentada ahí, relajada, disfrutando del calorcito de la tarde en la salita de estar. Lo miraba al viejo en la cocina, sonriéndome a mí misma. Se me fueron los ojos a unos diarios y unas revistas que había ahí sobre uno de los otros silloncitos.

Agarré una y me la puse a hojear, sonriendo. Era una Playboy medio avejentada y ajada que el viejo tenía. Me la quedé hojeando, sentada ahí y el viejo volvió con la pava humeante. Ya estábamos solos, no tenía por qué cuidarme mas al hablar.
“Veo que seguís igual de viejo pajero, eh?”, dije con una sonrisa sin mirarlo. Mirando a las hembras desnudas que parecían saltar de las páginas.
Carlos se rió fuerte al verme y se sentó de nuevo a mi lado, cebándose un mate, “Jajaja! Igual de pajero, no, Gringuita. Má’ todavía…”
“Sos terrible”, me sonreí mirando la revista, “La cholita no te atiende de vez en cuando?”
“Eh? La Silvita?”, me preguntó, yo asentí, “No… no quiere sabe’ nada. Ella ‘ta pa’ otra cosa’. A vece’ un abracito de eso’ lindo’ o un besito le saco, pero la guacha me saca cagando”
“Mirá vos, cómo se resiste a tus encantos… bien por ella”, me sonreí y tiré suavemente la revista a un costado. Carlos se rió y yo lo miré un momento, “Me dejás pasar al baño? Se puede?”, le pregunté.
“Por supuesto, chiquita…dale”, me levanté y me fuí para el baño, sintiendo los ojos del viejo clavarse en mi culo al irme, “Sabé donde ‘ta…”
“Si, Carlos, sé muy bien donde está…”, me reí sola. Las cosas que había hecho en ese baño.

Hice mi necesidad ahí, que llevaba aguantando desde la mañana y me miré frente al espejo un rato. Viéndome. Examinándome detrás de mis ojos verdes. Tomé aire y decidí que era el momento de hacer lo que había ido a hacer.

Cuando salí volví a la salita de estar. Carlos estaba ahí con su mate. Me sonrió al verme venir. Algo me había empezado a decir, no recuerdo qué, pero yo lo ignoré. En lugar de volver a mi lugar al lado de él, sin decir nada me arrodillé enfrente de él, separándole las piernas y acomodándome ahí. Nos miramos a los ojos, él se tomó otro sorbo de mate.
“Uh… que hace’, Gringuita…”
Yo nada mas le empecé a acariciar las piernas en silencio, mirándolo, por arriba de su pantalón. Mis manos lo complacían lindo y suave en sus caricias, y pronto llevé una encima de su bulto. Para sentirlo. No estaba duro, pero si voluminoso como me lo acordaba.
El viejo largó una risita por lo bajo, “Que hace’, chiquita… ‘tas buscando algo?”

Le acaricié el bulto unos segundos en silencio. Seria. Sin dejar de mirarlo. Al fin le dije, mientras lo seguía tocando ahí, “Te quiero hacer una pregunta, Carlos…”
“A ve’... qué....”, me dijo y estiró una mano para acariciarme la mejilla, como siempre había hecho. Yo lo dejé hacer.
Le estrujé más fuerte el bulto, para que lo sintiera, y con el tono más serio que pude poner le dije, “Pensá muy, pero muy bien lo que me vas a contestar, eh?”
“Mmm… a ve’...”
“Me lo prometés?”, le pregunté.
“Si, Gringuita, dale…”, me sonrió, deslizándome el pulgar áspero por un labio. Yo lo ignoré.

Le apreté bien el bulto. Pero bien. Fuerte. Sacándole un suspirito de sorpresa y de placer. Lo miré fijo, “Te acordás del cura ese? En La Cocha, aquella vez?”
“Qué cura?”, me preguntó.
“El de aquella vez en el sótano”.
“Si… qué?”
“Y de esos dos de la zafra, que vinimos acá? Y del otro, tu amigo, que vino acá también?”
“Aha… que pasa?”, me miró con una sonrisita.
Sintiendo una sensación rara, mitad de fuego adentro y mitad con bronca, saqué mi lengua de la boca y le dí una larga y lenta lamida al bulto del viejo, por encima del pantalón. Si se mojaba la tela no me importaba. Ahí cuando él me sonreía picarón mirándome, se lo pregunté directamente, rompiéndole los ojos con mi mirada.
“Vos a ellos les cobrabas, no?”

Carlos se quedó duro. Se puso serio de repente, mientras me miraba seguir estrujándole el bulto, y refregar mi cara sobre el, despacito, mirándolo atenta, “Gringa…”, me empezó a decir pero yo lo interrumpí.
“Pensá muy, pero muy bien lo que me vas a contestar, pedazo de hijo de puta…”, le dije suave pero firmemente, sin dejar de clavarle los ojos, frotándole mis mejillas y mi mentón en su bulto, que yo ya sentía endurecerse un poco bajo la tela, “Y mejor que me digas la verdad, porque de eso depende cómo me vaya yo de acá.”

Carlos no decía nada. Estaba serio, mirándome hacer lo mío. Pese a lo sexual de lo que le estaba haciendo, los dos estábamos callados y en un silencio tenso.
“Y? Me vas a contestar? Les cobrabas o no?”, le dije.
Carlos me miró un largo, muy largo momento y me acarició la mejilla, “... si.”, me dijo bajito.

En ese momento sentí un fuego adentro. Pero no sabía fuego de qué. Si de bronca, de rabia, queriendo ahí mismo arrancarle los huevos de a tirones… o si era fuego de sexo. De pasión. De amor. De ganas de tener esa verga de nuevo en la boca. Calmándome un poco internamente, sin decir nada encontré el cierre de su bragueta y se lo bajé despacito. Carlos protestó cuando sintió mis dedos pescar a ciegas bajo su pantalón y sacarle la verga al aire. Estaba blanda. Igual de marrón, gruesa y hermosa como yo la recordaba, pero blandita en mi mano.
“Viejo puto”, le dije suave, con bronca, mientras mis dedos lo empezaron a masturbar muy, pero muy despacito.
“Gringa… que deci’...”, balbuceó.
Le dí una lamida a su verga, blanda en mi mano. Enseguida me asaltó la cabeza el gusto y el aroma que siempre me volvía loca de placer, “Que te pasa, eh?”
“Que te pasa a vo’...”, me dijo.

Me mandé la punta de esa pija blanda en la boca y le dí un par de mamaditas fuertes. El gusto me invadió, pero me la saqué enseguida, siguiendo con mi atención manual, tierna y lenta, “La concha de tu madre. Viejo puto hijo de mil putas…”, le dije.
“No digas eso, Gringuita…”
“Que te pasa? Con las nenas te hacés bien el machito, no?”, le gruñí, “Con las nenas si sos bien poronga, no? Pero se te pone una mujer de verdad adelante y te cagás todo…”
“Nena, pará… no te pases…”, me dijo mirándome.
Se la lamí y la chupé un poquito más, apenas dos segundos, sin dejar de clavarle los ojos en los suyos. Ya su verga estaba dando señales de alerta, “Cómo me usaste, pedazo de hijo de puta. Viejo de mierda. Cómo me usaste…”
“Gringa o te calma’ o te saco a patada’ en el culo…”, me gruñó.
Yo me sonreí, haciéndole una mueca, “Pero que vas a sacar vos.. Forro. Hijo de puta. Pedazo de maricón. Te tendría que arrancar la verga con los dientes…”
“Ni se te ocurra, pendeja… que mierda te pasa?”, me dijo, “Aparte que te veni’ a retoba’ ahora… despue’ de quince año’...”
“La puta que te parió!”, le escupí con bronca.

Carlos me frunció las cejas y se incorporó un poco. Me agarró fuerte de mi pelo largo y me zamarreó un poquito, “Calláte de una ve’, insolente. Maleducada de mierda! ‘Tas en mi casa, che!”, yo lo miré con bronca. Con bronca y con más fuego en mis ojos verdes al sentirlo aferrarme así del pelo, “Si lo hiciste fue porque te gustó! Y si te gustó e’ porque sos una puta ‘e mierda! So’ puta bien puta!”
“Y vos sos un hijo de puta!”, le levanté la voz.
El viejo me sacó la mano de su pija y se la agarró él. Protestando, me tironeó del pelo más fuerte y me mandó la pija a la boca. Al principio le cerré los labios para que no entrara, pero la verdad es que no me aguanté más. Enseguida los abrí y sentí de nuevo su verga llenarme la boca. Toda. Entera, así de blanda como la tenía. Me apretó tanto que me machucó la nariz contra su panza.
“Aaah… ahí va… calláte de una ve’ y chupame bien la verga… putita de mierda…que te veni’ a hace’ la distinguida aca’...”

Yo sola lo empecé a mamar, entre gemidos. El viejo no me soltaba el pelo y yo solita lo empecé a mamar fuerte, profundo, sintiendo como se le iba poniendo más y más tiesa en mi boca. Pronto entre los gemidos ya de los dos se le había puesto bien al palo. Bien dura en mi boca húmeda y caliente, que tanto lo deseaba.
“Ufff… siiii… ahhh… ahí ‘ta la boquita de la puta…”
“Mmmhh!!!”, sólo pude gemir. Lo aferré de las caderas fuerte y lo seguí mamando.
Carlos disfrutaba y gozaba, como en los viejos tiempos. Sin soltarme me seguía hablando, “Vini’te acá a hace’ cornudo a tu marido… te creé’ que no sé? Putita linda.. Aaahhh…”
“Mmmmh!!!”, yo ya sentía entre mis piernas lo mojada que estaba.
“Si…aahhh… siii… le cobré a todo’ lo’ macho que te cogían… y bien que te gustaba toda esa verga, putita… bien que te gustaba…”, se reía, disfrutándome la boca.

Yo me zafé para tomar aire, no aguantaba más. Me quedé con la boca abierta y enorme, jadeando, con un hilo de saliva espesa que se unía como un puente asqueroso de mi boca a la verga, gruesa y marrón que tenía delante. A Carlos se le encendieron los ojos al verme así. Me aferró más fuerte del pelo y se incorporó más, al borde del sillón. Me apuntó la verga a la cara y se masturbó rápido y fuerte. Yo me quede así, jadeando y abriéndole bien mi boca, mirándolo como azorada, mi concha dándome suaves y dulces señales de placer ella sola.

Carlos gimió profundo, ronco, un par de veces y cerró los ojos de placer. Su pija me empezó a escupir leche caliente en la cara. En mi boca, encima de un ojo, hasta en el pelo sentí un chorro caerme. Yo estaba en el cielo de la calentura. El toro viejo ya no acababa como antes, pero aún a esa edad podía ser perfectamente la envidia de muchos tipos más jóvenes. Cuando terminó de eyacular y pintarme la cara, se sonrió y sin soltarme el pelo me la empezó a refregar por la cara mientras yo lo miraba con mis ojitos verdes llenos de amor y pasión.

El viejo se reía bajito, mirándome, “Que linda putita… no cambiaste nada, Gringa… putita hermosa…”, yo le sonreí un poco. La bronca que había sentido, ese fuego, lo habían apagado los lechazos del viejo en mi cara, “Cómo te gusta mi verga…ja! Limpiamelá, dale…”
Yo le obedecí y me la llevé de nuevo a la boca. Chupando y lamiéndola una vez adentro, buscando con ansias cada rastro de semen que le había quedado, tragándomelos gustosos mientras el viejo suspiraba de placer.

Nos quedamos así un rato, un ratito nomás, yo todavía arrodillada frente a él, complaciéndolo suavemente con mis labios y mi lengua mientras hablábamos. Las cosas que nos dijimos… Yo volaba de calentura todavía. No podía pensar en mucho más que tener esa verga de nuevo, y lo hermoso que era que estaba ocurriendo de nuevo. Pensaba en tantas cosas. Tantas. Y tan bellas. Tan hermosas. Debo haber pensado tan fuerte que Carlos lo debe haber escuchado.

Protestando un poco se levantó del sillón y me levantó a mí también. Yo me estaba limpiando la leche de la cara con una servilleta de papel que había ahí, cuando me tomó de la cintura y me dió vuelta. Me metió una mano por debajo de la pollera y la sentí estrujándome el culo, también un dedo áspero y hermoso metido bien entre mis nalgas, estirandome para adentro mis medias de nylon. Me empujó así suavemente, haciéndome caminar.
“Vamo’ pa’ la pieza, linda…”, me dijo.
Yo me frené un poco, pero él me siguió llevando, “Carlos… pará…”
“Shh… uste’ callesé…”, se rió, “Ahora le vas a da’ una linda alegría al viejo y vamo a termina’ de hace’ bien cornudo a ese marido que tene’”.

Me subió un escalofrío de esos que yo me conocía tan bien. Tan placentero. Y me dejé llevar a la pieza, sin decir nada. Yo ya estaba extasiada de la situación. Al llegar, el viejo me puso en cuatro al borde de la cama y él se quedó parado atrás mío. Me levantó el vestido por encima del cuerpo y lo tiró a un costado.Se rió bajito cuando me vió. Sentí sus manos amasándome la espalda, luego la cola y la concha.
“Que linda que ‘tas, Gringa… cómo creciste… ‘ta ma’ linda que antes, che. Que buen culo sacaste…”
Yo me reí sola mirándolo por encima de mi hombro. El viejo se estaba masturbando de nuevo, con los ojos fijos en el paisaje de mis caderas ofrecidas y regaladas así para él. Ahora eran de mujer, no de nena. El culo me había terminado de crecer hacía mucho tiempo y estaba más amplio, pero igual de firme, “Gracias…”, le dije suavemente.


embarazo


Carlos me bajó las medias de nylon y la bombacha hasta las rodillas, atendiéndome y acariciándome el culo con una mano mientras con la otra trabajaba en su verga. Sentí que me empezó a refregar la punta todavía húmeda, arriba y abajo entre las nalgas, a veces frotándome entre mis labios vaginales. La sensación de estar ahí, así, con él de nuevo era avasallante. Sólo podía aceptarla y gemir mi placer, para que supiera lo mucho que estaba contentando a su putita.
“Te tendría’ que habe’ quedado y te casaba’ conmigo, chiquita…”, se rió.
Yo también me sonreí con los ojos cerrados, “Que decís, Carlos…”, le susurré.
“La verda’, che. Con lo que te gusta… con lo que me gusta darte…”
“Mmmh… no se puede. No se podía, mi amor…”, le dije. Incliné el torso sobre la cama y le puse mis caderas más al aire, doblando mi espalda.. Ofrecida y regalada así dulcemente a mi viejo toro.
“Sabe’ lo que me hubiese gustado…ufff…”
“A mi también, mi amor…”, le susurré, muerta ya de anticipación.
“Bueh… chiquita linda… mi putita hermosa…”, dijo y yo chillé bajito de placer. Sentí su verga buscarme más fuerte la concha y me entró. Me entró fácil, suave, yo estaba tan pero tan mojada ya. Mi órgano de mujer estaba hambriento, desesperado por sentir a su macho una última vez.

Me atenazó las caderas como solía hacer, como me encantaba, y me entró a dar. Suave, lindo, profundo y lento. En nuestras mejores épocas habrían sido los viandazos que le encantaba darme, pero ahora sus empujones si bien eran más lentos y delicados, no habían perdido nada del placer que me daban. Y la tensión, la dureza, que llevaba en la pija, aunque sea por ese momento bellísimo, era como la de ayer. Como la de siempre. Le gemí, largo y dulce, presionándome yo también con mi culo para encontrarme con él. Para empezar a sentir esos huevos de toro, colgando como un badajo que me hacía sonar las campanas de mi clítoris en esa posición.
“Aaaah… mmmh… ssssi, mi amor… cogéme…. Cogéme, cogéme…”, le gemía.
El viejo también gozaba lindo, aferrándome más fuerte y acelerando su ritmo, “Ay, Gringuita… como te extrañé… la concha de mi putita….Aaaah…”

Estuvimos unos buenos cinco minutos cogíendonos así. Cinco minutos de paraíso terrenal. Yo me sentía ya empezando a acabar. MI vagina se estaba estrujando sola alrededor de la pija marrón y dura de mi viejo macho, como queriendo exprimirla, “Damela… damela toda… mmmm… por favor….”
Carlos se rió entre sus gemidos y me palmeó fuerte una nalga, sin parar de cogerme, “Cómo te gusta… mmmh… el cornudo de tu marido te coge así, cholita? Eh?”
“N-no… noooo… aaaahh…”, yo sentí a mis dedos como con vida propia apretar la sábana de la cama.
“Aaah… tu macho… tu macho denserio te va a hace’ bien mujer ahora, mi amor…”, me gruñó, su verga entrándome tan increíble, tan ancha, “Bien llena te va a queda’ esa concha de puta que tene’!”
“Ssssi! Aaaah.. Si, mi amor!”, le grité. Me sentí temblar, la espalda se me arqueaba sola. Ya estaba orgasmeando hermoso alrededor de esa pija vieja y sublime.

Cuando Carlos me sintió empezar a acabar se agitó él también. Sin decirme nada me agarró de mi pelo largo y colorado y haciendo un puño me tironeó fuerte para atrás, lo que me hizo gritar más aún de placer. Que lindo era sentirse así de hembra. Así de cogida. Por fin. Por fin de nuevo. Lo sentí a Carlos tensarse y empezar a darme fuerte y profundo, con largos empellones hasta los huevos, dejándome la verga ahí atorada mientras gemía fuerte. Me descargó su semen caliente, bien profundo, bien hermoso, llenándome de su amor y su leche. Juro que le sentí cada chorrito, cada tensión, cada escupida.
“Aaahhh.. Siiii … tomá, putita… tomátela todaaaaa!!! Ahhhh…”, protestó y me hundió los dedos en la carne de mi cadera y mis nalgas, haciendo suyo una vez más a mi cuerpo de mujer.

Mi viejo toro me sirvió una vez más, como tantas veces lo había hecho. Dejándome llena y plena. Recordándome dulcemente lo puta que yo era. Lo mucho que adoraba esa verga de morocho. Lo que me hacía vibrar el ser cogida así, por un macho así.

Y todo era cierto.

Cuando por fin me la sacó de adentro, lo sentí agitado y palméandome el culo. Yo me quedé en esa posición, en cuatro y abierta de piernas para él. También recuperando el aire. Parte del amor y el semen que el viejo me había dejado adentro, entre borbotones y ruiditos de aire, me salía despacito de la concha, goteando sobre la sábana. Era asqueroso. Era hermoso.

Por suerte pudimos terminar bien, antes que volviera la Silvita. Nos quedamos un rato más, charlando y nos despedimos dulcemente. Muy dulcemente. Abrazados los dos detrás de la cortina de su puerta. Besándonos, dándonos piquitos. Sus manos disfrutándome la cola debajo de mi pollera. Su sonrisa, cerca junto a la mía. No nos queríamos soltar.

Fue la última vez que lo ví. Me volví a Buenos Aires y retomé mi trabajo. A los dos meses, más o menos, descubrí con algo de asombro, con una mezcla de miedo y excitación, que había quedado nuevamente embarazada. Era muy, muy difícil que hubiera sido de Carlos. El, como siempre me decía, tenía los cartuchos vacíos. Pero eso era algo que él sabía de verdad? O todo el tiempo que yo no había quedado embarazada de él, de más chica, era porque el problema lo tenía yo? Con el tratamiento hormonal que, en teoría ya había terminado y todo, pero y si…? Y si me lo había arreglado todo?

En esa época no eran tan comunes los tests de ADN y de paternidad y todo eso. Si, había, pero eran caros y yo no sabía si realmente tenía ganas de hacerlos. Para qué arriesgarme a levantar la perdiz de lo que yo había hecho en mi última visita a mis pagos? Para qué correr ese riesgo? Las chances de que fuera de Carlos eran mínimas, casi inexistentes.

Siete meses después nació Marcelo. Un nene hermoso. Cuando lo sacaron de mí, lo limpiaron y por fin me lo trajeron para poder tenerlo en brazos me emocioné tanto. Que lindo bebé, por Dios. Era hermoso. Hermoso y, ya se le notaba, bien pardito. Con su pelito negro suave. Esos ojitos achinaditos que ahora los tenía cerrados, pero ya los iba a abrir y verme. Verme sonreírle. Verme amarlo. Con la forma de su nariz y su boquita, tan lindas y particulares, que había sacado del padre. Mi bebé hermoso té con leche.

Al año siguiente, nada más, me encontré leyendo las noticias de mis pagos. Me habían mandado como todos los meses la revista de la asociación de alumnas del Manfredi, que editaba una de mis amigas de allá. Hojeándola distraída, me encontré con la noticia. Que con mucho dolor, las ex alumnas del Cardenal Manfredi despedían a Carlos Gutierrez, quien había colaborado y trabajado por el mantenimiento y el progreso del colegio durante tantos años, y que hoy ya estaba en compañía del Señor, agradeciéndole por todos sus años de trabajo. Que sus restos fueron velados en…

Lo lloré. Lo lloré ahí sola en mi cocina. Sin hacer ruido. Lo lloré largo. Por suerte Marcos no estaba en casa. Cuando me pude componer, me fuí hasta la cuna donde estaba Marcelito. Me lo subí a upa y mientras lo tenía así, le conté todo sobre su papá. No me importaba si él todavía no entendía mis palabras. Quería que entendiera lo que su mamá sentía. De hecho, si yo nunca se lo explicaba con palabras, más adelante, para mí estaba bien. Estaba perfecto.

Lo único que el bebé tenía que saber, pensé, era realmente cuánto su mamá adoró a su papá.

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