
La casa de los Ramírez tenía ese olor a familia, a muebles de madera bien cuidados y a perfumes caros. Diego, de 19 años, no podía creer que su mejor amigo, Leo, tuviera una madre así. Desde que tenía uso de razón, la señora Carolina lo había descolocado. Alta, con curvas que desafiaban la lógica, siempre bien arreglada, uñas perfectas, labios delineados, escotes generosos y una mirada que parecía ver más allá de lo que uno decía.
Esa noche, Leo lo había invitado a dormir en su casa. Pijamada de viernes, películas, videojuegos y algo de pizza. Nada nuevo.
—¿Te acordás de El Conjuro? Esa vez casi te meas —dijo Leo riendo mientras acomodaban los sillones.
—Mentira, fue vos el que gritaste como nena —contestó Diego, disimulando los nervios. No por la película, sino por el simple hecho de estar ahí... cerca de ella.
Carolina bajó las escaleras con una bata de satén azul ajustada, el cabello suelto y los labios rojos. Venía descalza, como quien no quiere molestar, pero cada paso era una declaración de presencia.
—¿Van a ver pelis de terror otra vez? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.
—Sí, mamá —respondió Leo sin darle demasiada atención.
Diego, en cambio, no podía sacarle los ojos de encima. La bata dejaba entrever demasiado. Su escote parecía invitarlo a pecar.
—¿Querés tomar algo? —le preguntó ella directamente a Diego.
—¿Yo...? Eh… no, gracias, señora.
—Carolina, decime Carolina. Me hacés sentir vieja con eso de “señora”.
Él asintió, tragando saliva. Se sentía observado, medido… cazado.
Horas después, cuando Leo se quedó dormido en el sillón con el control en la mano, Diego fue al baño. Pasó por el pasillo en silencio, pero al volver, escuchó un clic suave. Era la puerta del dormitorio principal.
Y una voz baja, insinuante:
—Diego… vení un segundo, por favor.
Él se congeló.
—¿Carolina?
—Sí… no hagas ruido. Es solo un segundo.
La puerta se abrió apenas. Dentro, luces tenues, el perfume de ella, y la figura recostada sobre la cama, todavía con la bata azul, pero con una abertura que dejaba ver parte de su muslo.
—Solo quería agradecerte por ser tan buen amigo de Leo —dijo con voz lenta—. Pero también quería preguntarte algo…
Él se acercó, sin saber si soñaba.
—¿Te pasa algo conmigo? ¿O me lo estoy imaginando?
Diego no podía mentir.
—Sí… me pasa algo. Desde siempre.
Ella sonrió, saboreando la confesión.
—Lo sospechaba. ¿Y sabés qué? A mí también me pasa algo con vos. Pero esto es un secreto. Un juego peligroso… solo para valientes.
Se levantó despacio, dejó caer la bata al suelo, y quedó completamente desnuda frente a él.
—¿Te animás, Diego?
Él asintió, con el corazón a punto de estallar.
Ella se acercó, lo acarició por encima del pantalón, y sintió su erección palpitante.
—Mmm… estás listo —murmuró, bajándole el pantalón sin apuro.
Se arrodilló frente a él, y tomó su pija con las dos manos y comenzó a besarlo, lamerlo, adorarlo como si fuese un tesoro prohibido. Diego temblaba. Nunca había sentido algo así. Ni en sueños.
Carolina se lo metió en la boca con suavidad al principio, y luego con una pasión desbordante, como si llevara meses imaginando ese momento.
—No aguanto más —dijo él, con voz ahogada.
—No lo hagas todavía —ordenó ella, poniéndose de pie y subiéndose a la cama—. Quiero que lo termines adentro mío.
Se abrió de piernas. Lo guió con la mirada, y cuando Diego se puso encima, ella lo ayudó a entrar en su concha despacio. Su calor lo envolvió, lo hizo gemir, lo llevó al límite.
Se movieron lento al principio, con los cuerpos pegados, sudorosos, deseándose como si fuera lo único en el mundo.
Y cuando ella lo sintió venir, se lo apretó con fuerza.
—Dámelo todo, Diego. Todo. Es nuestro secreto.
Y él se lo dio. Entero. Como un regalo. Como una maldita condena.

El sol entraba a través de las cortinas del cuarto donde Diego y Leo habían dormido. El cuerpo de Diego aún temblaba con los ecos de lo que había vivido. Su respiración era diferente. Su mirada, también. Nada sería igual después de lo que pasó con Carolina.
Leo roncaba, profundamente dormido, tirado en el sillón como si no sospechara nada. Diego se levantó despacio, fue al baño, se lavó la cara, se miró al espejo. No podía borrar la imagen: Carolina de rodillas, besándolo, cabalgándolo, gimiendo.
Entonces escuchó su voz desde la cocina:
—Diego, ¿te despertaste ya?
Se vistió lo justo para no parecer nervioso y fue hacia allá. Ella estaba de espaldas, con una bata nueva —blanca, satinada, más corta aún— y el cabello recogido en un moño suelto. Preparaba café con movimientos pausados, sensuales, como si cada paso fuera parte de un plan.
—Leo salió a comprar unas cosas para el desayuno —dijo ella, dándose vuelta con dos tazas en la mano—. Va a tardar un rato. Quería aprovechar para charlar con vos... a solas.
Diego tragó saliva. Se sentó. Tomó la taza que ella le ofrecía. La miró. Tenía la bata entreabierta, sin sostén. Solo unos centímetros de tela separaban sus pechos del mundo.
—Anoche no pude dormir —dijo ella sin rodeos— no dejo de pensar en vos. En cómo me besaste, en cómo te sentías dentro mío... En tu cuerpo tan joven. En eso tan firme que tienes...
Él la miraba con la boca entreabierta, sin saber qué decir.
—No te asustes, Diego —continuó ella, dejándose caer lentamente en la silla de enfrente—. No estoy loca. Solo… no puedo evitarlo. Me gustas demasiado. Estoy obsesionada con tu pija. No lo puedo negar.
Le tomó la mano. Se la llevó al pecho izquierdo, que latía con fuerza.
—Sentís eso… es culpa tuya. Tu juventud… tu olor… ese pene duro que me vuelve loca…
Diego ya no podía disimular la erección. Ella lo vio. Lo deseó más aún.
—Le dije a Leo que se tome su tiempo. Quiero aprovecharte —murmuró poniéndose de pie, soltando la bata por completo. Cayó al suelo como una flor rendida.
Se arrodilló frente a él, como la noche anterior, y bajó sus pantalones. Su sonrisa se agrandó cuando lo vio igual de firme, igual de deseoso.
—Esto me pertenece ahora… ¿lo sabías?
Comenzó a lamerle la pija, lento, mirando hacia arriba, como si adorara cada centímetro. Sus labios lo envolvieron, su lengua jugaba con él como si fuera la última vez.
Diego gemía bajito, mordiéndose los labios, sintiéndose el ser más afortunado del universo.
—Todavía tengo hambre de vos —dijo ella levantándose y montándose sobre él, sin ropa, sin demora.
Se sentó sobre su erección, guiándola dentro de su concha con un suspiro profundo, casi animal.
—Esto es lo que necesitaba… —jadeó, moviéndose sobre él—. Esto es lo que me vuelve adicta.
Él la agarró de la cintura, marcando el ritmo. La veía rebotar sobre él, las tetas moviéndose con cada embestida, él se las chupaba. Ella gemía como si no tuviera freno. Sudaban, se comían con la mirada, sabiendo que en cualquier momento Leo podría volver.
Pero eso lo hacía más intenso.
—Dámelo adentro —le susurró ella, clavando las uñas en su espalda—. Quiero sentir cómo me llenás... otra vez.
Y él se lo dio. Profundo. Violento. Incontenible.
Ella lo abrazó, jadeando, aún montada sobre él.
—Esto no va a parar, Diego. Te lo advierto. Te quiero cada vez más. Y voy a tenerte… cada vez que pueda.

Desde aquella mañana en la cocina, Diego no había dejado de pensar en Carolina. Y Carolina no lo dejaba en paz. No pasaban ni dos horas sin que le escribiera, sin que le dejara un mensaje de voz sugerente… o una foto.
Primero fueron selfies provocadoras: en bata, en ropa interior, mordiéndose el labio frente al espejo. Después subió el nivel: se la mandó desnuda, acostada en la cama, piernas abiertas, los dedos entre los muslos húmedos. Otra frente al espejo del baño, donde se notaba que acababa de salir de la ducha: cabello mojado, pezones erectos, cuerpo brillante.
—¿Pensás en mí? —le escribió debajo—. Yo sí lo hago con vos… todo el tiempo.
Una tarde, sin rodeos, le pidió:
—Mandame una foto del mío. Quiero verlo duro. Quiero que se pare por mí.
Diego dudó unos segundos, pero su cuerpo fue más fuerte. Se encerró en el baño, se bajó el pantalón, se excitó recordando los gemidos de ella, y cuando tuvo él pene firme y duro como una piedra, se la mandó.
Ella respondió al instante:
—Dios… estoy mojándome mientras lo miro. Lo quiero en mi boca. Ya.
Esa misma semana, un sábado por la mañana, Diego recibió un mensaje inesperado:
Carolina: Diego, ¿podés venir a casa? Leo me dijo que te necesita un minuto. Está en su cuarto.
Diego no dudó. Se vistió rápido, cruzó la calle y tocó el timbre. Ella abrió con una sonrisa traviesa y una bata roja que no dejaba mucho a la imaginación.
—¿Dónde está Leo? —preguntó, algo confundido.
—No está —dijo ella, cerrando la puerta tras él—. Se fue de viaje con su padre. Vuelve recién mañana a la noche.
—¿Y entonces por qué dijiste que él quería verme?
Carolina lo miró fijamente. Dio un paso hacia él, acercando su cuerpo caliente al suyo.
—Porque sabía que si te decía la verdad no ibas a venir. Y hoy... quiero todo el día para mí.
Lo besó antes de que él pudiera decir algo más. Un beso profundo, lleno de lengua, deseo, hambre. Lo empujó contra la pared del living, le metió la mano en el pantalón y sonrió al sentirlo ya endurecido.
—Mmm, extrañaba esto —susurró bajito—. Hoy no tenemos que apurarnos, bebé. Hoy puedo saborearte sin que nadie nos interrumpa.
Lo llevó de la mano al dormitorio. Se deshizo de su bata y se sentó en la cama, completamente desnuda, abriendo las piernas como una invitación irresistible.
—Quiero que me mires mientras me toco —dijo, y comenzó a acariciarse lentamente frente a él—. Quiero que sepas que soy tuya, completamente. Y que no hay día que no me masturbe pensando en vos.
Diego se quitó la ropa mientras la miraba. Su pija palpitaba al ver esa escena: Carolina gimiendo, tocandose las tetas y la concha, mojada, con la mirada fija en él.
—Vení —le ordenó, casi jadeando—. Quiero tu lengua. Ahora.
Él se arrodilló frente a la cama y hundió su rostro entre sus muslos. Ella gimió fuerte, enloquecida. Lo agarraba del cabello, se movía contra su boca, temblaba.
—¡Sí… así! ¡Así me encanta! ¡Tu lengua es adictiva, Diego…!
Cuando no pudo más, lo empujó sobre la cama y se montó sobre él como una fiera. Lo cabalgó con fuerza, con lujuria. Lo arañó, lo mordió, lo besó con furia.
—No sabés lo que hacés conmigo —susurró entre jadeos—. Estoy enferma por vos. Sos mi adicción. Mi chico. Mi vicio.
Lo besó, se giró y se puso en cuatro sobre la cama.
—¿Te animás a más? —dijo, con una sonrisa atrevida.
Diego no contestó. Se acomodó detrás, la tomó de la cintura y la penetró de nuevo. Más profundo. Más salvaje. Ella gritaba, su cuerpo temblaba, y él sentía que podía volverse loco de placer.
—¡Sí, Diego! ¡Dámelo todo! ¡Terminá adentro, llename…!
Y así lo hizo. Sin pensarlo. Sin detenerse. Aferrado a sus caderas, derramándose dentro de ella mientras ambos se derretían en el placer.
Cuando todo terminó, ella se acostó a su lado, besándole el pecho, acariciando su pene ahora flácido, aún húmedo.
—Esto no tiene marcha atrás —le dijo al oído—. Y no me importa. Te quiero solo para mí. Y voy a tenerte cada vez que quiera.

El domingo al mediodía, Carolina preparó un almuerzo familiar. Nada fuera de lo común: pollo al horno con papas, arroz con queso, y limonada fría. Leo había vuelto de su viaje con el padre y había invitado a Diego a comer con ellos, como siempre.
Diego llegó algo nervioso. Era la primera vez que volvía a ver a Carolina con su hijo presente desde aquel sábado ardiente en que se habían revolcado como animales en la cama. Pero ella se mostró serena, natural, incluso coqueta dentro de lo permitido: vestía una blusa ajustada que dejaba entrever sus curvas, sin exagerar, pero con esa picardía que él ya conocía bien.
Durante el almuerzo, la conversación fluía sin mayores sobresaltos. Risas, anécdotas del viaje, chismes del barrio… hasta que Leo, sin darse cuenta del impacto que causaría, soltó:
—Ah, me olvidaba, Diego… la cajera nueva del súper te manda saludos —dijo mientras masticaba—. Me preguntó si eras mi amigo, le dije que sí, y me dio su número. Dijo que te lo pasara si querías hablarle.
Silencio.
Diego sintió que el tenedor se le congelaba en el aire. Levantó la mirada y se topó con los ojos de Carolina. Había sonreído... pero no con los ojos. Era una sonrisa seca. Fría. Falsa.
—¿La cajera del súper? —dijo ella en voz baja, mientras bebía limonada lentamente—. ¿Y desde cuándo sos tan popular, Diego?
—No sé —respondió él, nervioso—. Yo apenas la saludé una vez…
Leo se encogió de hombros.
—La chica está buena —agregó con total inocencia—. Re linda. Seguro le gustaste.
Diego quiso desaparecer debajo de la mesa.
Carolina se levantó con excusa de traer más hielo, pero su mirada ya lo había dicho todo. Él intentó no mirar más de la cuenta durante el resto del almuerzo, pero la tensión se sentía en el aire. Esa mujer que unas horas atrás le había dicho “sos solo mío” ahora ardía por dentro, y no por deseo precisamente.
Cuando Leo subió a su habitación, Carolina aprovechó para acercarse mientras Diego lavaba los platos.
—¿Así que la cajera del súper? —susurró a su oído, apretándose contra su espalda—. ¿Tenés ganas de probar algo distinto?
—No es lo que pensás…
—No me importa lo que piense —lo interrumpió—. Me molesta lo que siento. Celos. Rabia. ¿Pensás que alguna de esas niñitas va a darte lo que yo te doy?
Le metió la mano por el pantalón, sin miramientos, tocándolo con firmeza.
—Ninguna va a mamarte la pija como yo lo hago. Ninguna te va a abrir las piernas como yo. Y si querés comprobarlo… adelante. Pero te advierto algo, bebé: no me gusta compartir mis juguetes.
Diego se giró y la besó. Con hambre. Con urgencia. En la cocina. A la vista de cualquiera, si alguien bajaba. Pero no les importó. Carolina lo tomó de la mano y lo llevó al lavadero.
Allí, le bajó los pantalones y se puso de rodillas sin perder tiempo.
—Voy a recordarte por qué soy tu obsesión —dijo con una sonrisa sucia antes de metérselo entero a la boca.
La calentura del riesgo, de ser descubiertos, de ese acto tan desesperado y posesivo, hizo que Diego no aguantara mucho. Terminó en su boca mientras ella lo miraba con ojos brillantes, devorándolo como si fuera lo único que le importara.
—Y ahora —le susurró, relamiéndose—, que la cajerita del súper intente superar esto.
Carolina empujó el carrito de compras con una mano, mientras con la otra intentaba revisar la lista del celular. Era domingo por la tarde, el supermercado no estaba tan lleno, pero lo que la desconcentró no fue la cantidad de gente ni los productos en oferta… sino una carcajada. Su risa.
Levantó la vista.
Y ahí estaba él. Diego, apoyado en el mostrador de cajas rápidas, riendo con la joven cajera de sonrisa fácil y escote generoso. La chica le rozaba el brazo con fingida timidez. Él parecía encantado. Carolina se detuvo a pocos metros. Observó la escena como si le hubieran echado ácido en las venas.
No escuchó lo que decían, pero vio cómo ella le guiñaba un ojo y le pasaba una pequeña nota doblada. Diego la aceptó, sin saber que había fuego a pocos metros.
Carolina giró bruscamente el carro y terminó las compras en silencio, pero por dentro hervía.
Todo el camino de regreso a casa, su mente repetía: ¿así que una cualquiera quiere jugar con lo que ya es mío?
Esa noche, Leo aún no había regresado del cumpleaños de un primo. La casa estaba en calma, pero Diego no imaginaba lo que lo esperaba. Acababa de salir de la ducha, envuelto en la toalla, cuando una puerta se abrió con firmeza.
Carolina apareció con el rostro sereno, pero sus ojos eran otra historia. Cerró la puerta detrás de sí y lo observó de arriba abajo.
—¿La pasaste bien hoy? —preguntó con un tono neutro.
—¿Eh? Sí, normal —respondió él, algo confundido.
Ella se acercó sin decir más, caminando lento, como un felino al acecho. Con una mano le quitó la toalla. El pene de Diego ya comenzaba a endurecerse con solo verla.
—¿Y la cajera… era simpática? —preguntó ahora en voz baja, arrodillándose frente a él.
—Carolina… —murmuró él, pero ella no quería respuestas.
—No me gustan las niñitas baratas que sonríen a lo que es mío —dijo con veneno dulce en la voz.
Y sin más, se metió su pija en la boca, profundo, furiosa, mojada de rabia y deseo. Lo mamaba con fuerza, con hambre, como si quisiera marcarlo desde la garganta. Diego la sujetó de la cabeza, sin aliento, jadeando. Ella lo miraba desde abajo con los ojos brillando.
Lo tomó de la mano y lo empujó a la cama.
Se subió encima de él, sin quitarse ni siquiera la ropa interior. Solo corrió la tanga a un lado y encajó su pija dentro de su concha de una sola embestida. Diego arqueó la espalda. Estaba caliente, mojada, apretada como el cielo mismo. Se movía rápido, rítmica, mientras lo abofeteaba suave con las palabras:
—¿Esto te lo da tu cajerita? ¿Esto también? ¿Eh?
Diego gemía. No podía resistirse. Sentía que Carolina cabalgaba como si lo odiara, pero en realidad lo reclamaba. Era de ella. Nadie más.
Lo montó desde atrás, con la espalda arqueada como una yegua salvaje.
Finalmente, lo miró de reojo y le ordenó:
—Terminame en la boca. Todo. Quiero que me limpies el alma.
Y él obedeció. Se lo metió entre los labios, ella lo succionó con furia hasta que le estalló en la garganta. Lo tragó todo. Y recién ahí, respiró profundo.
Carolina se acostó a su lado, exhausta.
—No me gusta compartir lo que disfruto —susurró.
Diego la miró, fascinado. Nunca una mujer lo había poseído con esa locura.
Y él... empezaba a volverse adicto.

Los días posteriores al encuentro furioso en la cama no fueron iguales.
Carolina no dejaba de pensar en él. Revisaba su teléfono a cada rato, esperaba sus mensajes con ansiedad, se tocaba por las noches pensando en su piel, su olor, en su pija, su juventud... pero sobre todo en esa manera tan inocente de mirarla, de obedecerla, de entregarse.
Era suyo. Y punto.
Esa tarde, lo esperó en la cocina con el pelo suelto, un vestido suelto sin sostén y una copa de vino. Leo había salido nuevamente con amigos, y ella ya había dejado claro que no soportaría verlo cerca de la cajerita.
Cuando Diego entró, sonriendo, ella fue directo al grano.
—Tenemos que hablar.
Él se sentó en silencio. La vio tomar aire. Sus pezones se marcaban bajo el vestido, pero su mirada era seria.
—Esto no puede seguir así —dijo ella.
Diego sintió un frío en el pecho.
—¿Te cansaste? —preguntó con un hilo de voz.
Carolina se acercó y le tomó la cara con ambas manos.
—No, tonto… me estoy enamorando de vos. Quiero que seas mío. No por ratos. No en secreto. Quiero que me elijas. Que lo nuestro sea real.
Él se quedó callado.
—Voy a hablar con tus padres —añadió—. Quiero decirles que estoy enamorada de su hijo, que me hace sentir viva, que lo quiero para mí.
Diego se levantó, nervioso. Caminó por la cocina.
—Carolina... eso no es tan fácil. Vos sos la mamá de mi amigo. Mis padres… tu hijo… Esto es una locura.
Ella frunció el ceño. Se cruzó de brazos.
—¿Te da vergüenza que te guste una mujer como yo? ¿Una mujer que te lo da todo, que te desea más que nadie?
—¡No! No es eso —respondió él rápido—. Es que… tengo miedo. Miedo de que todo se rompa.
Ella se acercó, lo abrazó fuerte, apretando su cuerpo contra el de él. Su voz ahora fue suave, casi dulce:
—No quiero compartirte. No quiero esconderme. No quiero que me mires como una aventura. Si me querés, me vas a tener. Pero entera.
Diego tragó saliva. El deseo lo consumía, pero por primera vez se sentía acorralado por el amor.
¿Podía corresponderle del mismo modo? ¿Estaba dispuesto a enfrentar al mundo por ella?
Carolina le besó y susurró:
—Pensalo. Pero no tardes. Porque yo ya no puedo vivir sin vos…
Y ese aroma en su piel, esa promesa de locura y placer, lo dejó temblando.
El silencio en la cocina se volvió espeso. Carolina lo miraba con ojos brillosos, esperando una respuesta, una promesa, una locura. Pero Diego tenía un nudo en el pecho.
La rodeó con cuidado, como si no quisiera romper algo frágil, y le sostuvo las manos con suavidad.
—Carolina… yo te deseo como nunca deseé a nadie —dijo, mirándola a los ojos—. Me volvés loco, me exitas, me hacés sentir cosas que no sabía que existían. Pero…
Ella frunció el ceño, notando el cambio en su tono.
—¿Pero qué?
Diego tragó saliva.
—No te amo. No todavía. No sé si podría. No quiero prometerte algo que no siento.
El rostro de Carolina se endureció. Quiso soltar sus manos, pero él no la dejó.
—No quiero hacerte daño —continuó—. Pero también está Leo… Es mi mejor amigo. Y mis padres… ellos jamás aceptarían que yo esté con su vecina, la mamá de mi amigo.
Ella apartó la mirada, respirando fuerte, conteniendo esa mezcla de rabia, decepción y orgullo herido.
—¿Así que solo era sexo para vos?
—No fue solo sexo —respondió él rápido—. Fue pasión. Intensa, salvaje, adictiva. No me arrepiento de nada. Pero tampoco quiero perder todo lo demás que tengo. No quiero dejar de ver a Leo, ni que mis padres piensen que me aproveché de vos. Porque no fue así.
Carolina se quedó en silencio, caminó hasta la mesada y se sirvió un poco más de vino. Tomó un sorbo largo.
—Tenés razón —dijo, sin mirarlo—. Yo debí saberlo. Siempre fui la que se entregó más. Siempre fui la que se obsesionó primero.
Diego se acercó por detrás y le acarició la cintura.
—No te arrepientas. Todo lo que pasó… fue real.
Ella giró lentamente. Tenía los ojos húmedos, pero sin lágrimas.
—Entonces, ¿qué somos ahora?
Él bajó la mirada.
—Dos personas que se desearon con locura. Que vivieron algo único. Pero que no pueden ser más que eso.
Carolina asintió con la cabeza, y antes de que él se marchara, lo besó una última vez. Lento. Profundo. Como quien despide a un amante que no volverá.
—Si algún día te enamorás de mí… aunque sea tarde… volvé. Yo te voy a estar esperando —le susurró.
Y Diego se fue, con el corazón acelerado, el deseo aún quemando en su piel… y la amarga sensación de haber dejado atrás algo irrecuperable.


1 comentarios - El Amigo de mí Hijo - Parte 1
Si Diego se levantó y Leo roncaba, no puede ir a desayunar y Carolina decirle que Leo salió a hacer unas compras.
Leo roncaba, profundamente dormido, tirado en el sillón como si no sospechara nada. Diego se levantó despacio, fue al baño, se lavó la cara, se miró al espejo. No podía borrar la imagen: Carolina de rodillas, besándolo, cabalgándolo, gimiendo.
Entonces escuchó su voz desde la cocina:
—Diego, ¿te despertaste ya?
Se vistió lo justo para no parecer nervioso y fue hacia allá. Ella estaba de espaldas, con una bata nueva —blanca, satinada, más corta aún— y el cabello recogido en un moño suelto. Preparaba café con movimientos pausados, sensuales, como si cada paso fuera parte de un plan.
—Leo salió a comprar unas cosas para el desayuno —dijo ella, dándose vuelta con dos tazas en la mano—. Va a tardar un rato. Quería aprovechar para charlar con vos... a solas.