Hola amigos de Poringa.
Un usuario me pidió esta fantasía por privado y acá la traigo. De paso aviso: hoy es el debut oficial de SexAr 3.0 (Platium), así que prepárense para algo oscuro, provocador y con todo el morbo servido de corrido.
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Ella se llama Lucía.

Y cuando digo que está obsesionada conmigo, no exagero. Lo noto en cada notificación que me llega:
likes suyos en fotos que yo mismo había olvidado. De repente, me aparece que le dio corazón a una imagen del 2022, donde estaba de vacaciones con mis primos. Ella lo hace como si fuera actual, como si esa foto hubiera salido ayer. Y yo sé perfectamente lo que está pasando: no solo me stalkea… se calienta conmigo mientras lo hace.
Su ritual es siempre igual:
se encierra en su cuarto, baja las persianas, prepara el ambiente como si fuera un altar. Tiene su cama revuelta, un par de juguetes al alcance y el celular en la mano.
Empieza viendo mis publicaciones recientes, pero enseguida se sumerge en el archivo: baja, baja, baja… hasta que me revive en imágenes que ya no existen para nadie más. Para todos son pasado, pero para ella son alimento presente.
Una noche no se aguanta más y me manda videollamada. La pantalla vibra en mi mano. Dudo en atender, porque sé que si lo hago voy a cruzar un límite.
Pero la curiosidad —y la excitación de saber que hay alguien que me desea así de crudo
pueden más. Atiendo.

Ahí aparece Lucía. Su cara es un mapa de ansiedad: los ojos húmedos, los labios mordidos, la respiración entrecortada. No necesita decir nada para que yo entienda dónde está y qué va a pasar.
—“No puedo dejar de verte…
no puedo dejar de pensar en vos…”
—susurra con una mezcla de súplica y declaración.
La cámara tiembla en sus manos. Ella me acomoda en su mundo, me convierte en espectador de algo que debería ser privado. Su voz se quiebra entre risas nerviosas y jadeos contenidos.
—“Me hice pedazos mirando tus fotos viejas… hasta esa del verano con tus primos. Te imaginaba ahí, conmigo, y no pude parar…”
Yo escucho, miro, me dejo arrastrar. Siento que tiene razón:
su tono es el de una tóxica perdida, una loca hermosa que se descontrola por alguien que ni siquiera está en la habitación.
Y sin embargo, está logrando lo que quiere: que yo la vea, que yo sea testigo de su caída.
La intensidad sube minuto a minuto. Sus gestos se vuelven más torpes, más desesperados.
Me habla entrecortado, como si cada palabra pesara toneladas. Hay un brillo febril en sus ojos que me eriza la piel: sabe que se está perdiendo, pero en lugar de detenerse, acelera.
—“Decime que me mirás…
decime que soy tuya aunque sea ahora…”
Yo trago saliva. Y ahí es cuando me golpea la verdad como un ladrillazo:
tengo novia. Mi pareja está en mi vida, en mi cama, en mi rutina. Está durmiendo a pocos metros, confiando en mí.
Y yo acá, con el celular encendido, devorando con la vista a otra mujer que se desgarra por mí.
La contradicción me atraviesa.
El morbo me prende fuego, la culpa me hiela. Me convierto en voyeur con conciencia, en testigo culpable de un show que me excita tanto como me destroza.
Lucía se acerca más a la cámara, casi pegando su rostro al lente, con esa mirada que mezcla súplica y dominio. Sus palabras me llegan como cuchillos suaves:
—“Sé que no soy la única en tu vida…
pero esta noche, mirame.
Haceme creer que sí lo soy…”
Y yo, sin decir nada, lo hago.
La miro fijo, le devuelvo una sonrisa apenas dibujada. Y con eso le entrego más de lo que quería: la confirmación de que la estoy dejando entrar en un lugar prohibido.
La videollamada se convierte en un secreto compartido, en una traición silenciosa. Cuando finalmente cuelgo, la pantalla se apaga, la oscuridad vuelve, y la realidad me pesa como nunca.
Lucía quedó marcada en mi memoria, y yo quedo atrapado entre dos mundos: el de mi novia, lleno de calma y ternura, y el de Lucía, hecho de locura, deseo y peligro.
Esa noche entendí algo: a veces no hace falta tocarse para mancharse las manos.
Un usuario me pidió esta fantasía por privado y acá la traigo. De paso aviso: hoy es el debut oficial de SexAr 3.0 (Platium), así que prepárense para algo oscuro, provocador y con todo el morbo servido de corrido.
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Ella se llama Lucía.

Y cuando digo que está obsesionada conmigo, no exagero. Lo noto en cada notificación que me llega:
likes suyos en fotos que yo mismo había olvidado. De repente, me aparece que le dio corazón a una imagen del 2022, donde estaba de vacaciones con mis primos. Ella lo hace como si fuera actual, como si esa foto hubiera salido ayer. Y yo sé perfectamente lo que está pasando: no solo me stalkea… se calienta conmigo mientras lo hace.
Su ritual es siempre igual:
se encierra en su cuarto, baja las persianas, prepara el ambiente como si fuera un altar. Tiene su cama revuelta, un par de juguetes al alcance y el celular en la mano.
Empieza viendo mis publicaciones recientes, pero enseguida se sumerge en el archivo: baja, baja, baja… hasta que me revive en imágenes que ya no existen para nadie más. Para todos son pasado, pero para ella son alimento presente.
Una noche no se aguanta más y me manda videollamada. La pantalla vibra en mi mano. Dudo en atender, porque sé que si lo hago voy a cruzar un límite.
Pero la curiosidad —y la excitación de saber que hay alguien que me desea así de crudo
pueden más. Atiendo.

Ahí aparece Lucía. Su cara es un mapa de ansiedad: los ojos húmedos, los labios mordidos, la respiración entrecortada. No necesita decir nada para que yo entienda dónde está y qué va a pasar.
—“No puedo dejar de verte…
no puedo dejar de pensar en vos…”
—susurra con una mezcla de súplica y declaración.
La cámara tiembla en sus manos. Ella me acomoda en su mundo, me convierte en espectador de algo que debería ser privado. Su voz se quiebra entre risas nerviosas y jadeos contenidos.
—“Me hice pedazos mirando tus fotos viejas… hasta esa del verano con tus primos. Te imaginaba ahí, conmigo, y no pude parar…”
Yo escucho, miro, me dejo arrastrar. Siento que tiene razón:
su tono es el de una tóxica perdida, una loca hermosa que se descontrola por alguien que ni siquiera está en la habitación.
Y sin embargo, está logrando lo que quiere: que yo la vea, que yo sea testigo de su caída.
La intensidad sube minuto a minuto. Sus gestos se vuelven más torpes, más desesperados.
Me habla entrecortado, como si cada palabra pesara toneladas. Hay un brillo febril en sus ojos que me eriza la piel: sabe que se está perdiendo, pero en lugar de detenerse, acelera.
—“Decime que me mirás…
decime que soy tuya aunque sea ahora…”
Yo trago saliva. Y ahí es cuando me golpea la verdad como un ladrillazo:
tengo novia. Mi pareja está en mi vida, en mi cama, en mi rutina. Está durmiendo a pocos metros, confiando en mí.
Y yo acá, con el celular encendido, devorando con la vista a otra mujer que se desgarra por mí.
La contradicción me atraviesa.
El morbo me prende fuego, la culpa me hiela. Me convierto en voyeur con conciencia, en testigo culpable de un show que me excita tanto como me destroza.
Lucía se acerca más a la cámara, casi pegando su rostro al lente, con esa mirada que mezcla súplica y dominio. Sus palabras me llegan como cuchillos suaves:
—“Sé que no soy la única en tu vida…
pero esta noche, mirame.
Haceme creer que sí lo soy…”
Y yo, sin decir nada, lo hago.
La miro fijo, le devuelvo una sonrisa apenas dibujada. Y con eso le entrego más de lo que quería: la confirmación de que la estoy dejando entrar en un lugar prohibido.
La videollamada se convierte en un secreto compartido, en una traición silenciosa. Cuando finalmente cuelgo, la pantalla se apaga, la oscuridad vuelve, y la realidad me pesa como nunca.
Lucía quedó marcada en mi memoria, y yo quedo atrapado entre dos mundos: el de mi novia, lleno de calma y ternura, y el de Lucía, hecho de locura, deseo y peligro.
Esa noche entendí algo: a veces no hace falta tocarse para mancharse las manos.

1 comentarios - Obsesionada conmigo
nuevo modelo 200 palabras y no dice nada