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La menor y la mayor

Son cosas que le pasan a pocos hombres en la vida. Hace años, cuando tenía unos treinta y pico, solía viajar mucho por trabajo. Era representante comercial de una empresa de repuestos automotrices, y eso me llevaba a recorrer rutas interminables por el interior de Argentina. Recuerdo esa noche como si fuera ayer, aunque hayan pasado más de diez años. Estaba en la Ruta Nacional 9, camino a Tucumán, pero el destino me jugó una mala pasada a la altura de algún pueblito perdido en la provincia de Santiago del Estero. El sol ya se había puesto, y el calor del día aún se sentía en el aire seco, cargado de ese olor a tierra caliente y eucaliptos que tanto caracteriza esas zonas.

Mi viejo Fiat Uno empezó a hacer ruidos extraños, como si el motor estuviera tosiendo. Intenté ignorarlo al principio, pero de repente, un estruendo seco y el auto se detuvo en seco en medio de la nada. Ni luces, ni pueblo a la vista, solo la ruta oscura flanqueada por campos interminables. Bajé, abrí el capó con la linterna del celular, pero no soy mecánico; solo vi humo y un olor a aceite quemado. Maldije mi suerte. Era tarde, pasadas las once de la noche, y el tráfico era nulo. Caminé un rato por el borde de la ruta, esperando que pasara algún camionero o algo, pero nada. Finalmente, vi unas luces lejanas, como de un caserío. Agarré mi mochila con lo esencial y caminé hacia allí, sudando la gota gorda bajo la luna llena.

Llegué a un pueblo chiquito, de esos con casas de adobe, una plaza con una iglesia vieja y un par de almacenes cerrados. Golpeé en la primera casa con luz encendida. Me abrió un hombre de unos cincuenta años, robusto, con bigote espeso y camisa a cuadros desabotonada por el calor. Se presentó como Don Ramón, el dueño de la casa. Le expliqué mi situación, y sin dudarlo, me invitó a pasar. "No se preocupe, amigo, aquí en el campo la gente se ayuda", me dijo con esa calidez típica de la gente del interior. Su esposa, Doña Marta, una mujer rellenita de unos cuarenta y tantos, con el pelo recogido en un rodete y un delantal floreado, me ofreció un mate amargo y algo de pan casero. Me contaron que vivían con sus dos hijas: la mayor, Elena, que estaba casada pero vivía con ellos porque su marido trabajaba en una estancia lejana y solo volvía los fines de semana; y la menor, Sofía, soltera, de unos veintipico, que ayudaba en la casa y en el campo.

Elena era una mujer imponente, de curvas generosas, pelo negro largo y ojos oscuros que te miraban con una intensidad que te ponía nervioso. Llevaba un vestido suelto que se pegaba a su cuerpo por el sudor, marcando sus pechos grandes y sus caderas anchas. Sofía, en cambio, era más delgada, con un aire juguetón, pelo castaño hasta los hombros y una sonrisa pícara. Vestía shorts cortos y una remera ajustada que dejaba ver su abdomen plano y sus piernas largas, bronceadas por el sol del campo. El padre me dijo que no había mecánico en el pueblo hasta la mañana siguiente, pero que podía pasar la noche en la habitación de huéspedes, un cuarto modesto pero bien arreglado al fondo de la casa, con una cama simple cubierta con una colcha bordada, un ventilador ruidoso y una ventana que daba al patio, con cortinas de flores descoloridas pero limpias.

Acepté agradecido. Cenamos algo rápido: unas empanadas de carne que Doña Marta había hecho esa tarde, con un vino tinto casero que me calentó el cuerpo. Conversamos un rato sobre la vida en el campo, el clima seco, las cosechas. Elena estaba callada, pero me lanzaba miradas de reojo que me hacían sentir observado. Sofía, en cambio, era charlatana, preguntándome sobre la ciudad, los viajes, si tenía novia. Reía con facilidad, y su risa era contagiosa, con un toque coqueto que me ponía en alerta. El padre y la madre se retiraron temprano, diciendo que al día siguiente había que madrugar para el campo. Elena se despidió con un "Buenas noches, que descanses bien", y su voz ronca me erizó la piel. Sofía me acompañó al cuarto, me dio unas sábanas limpias y me guiñó un ojo antes de cerrar la puerta.

Me desvestí hasta quedar en boxers, porque el calor era sofocante, y me tiré en la cama. El ventilador zumbaba como una mosca gigante, pero logré dormirme después de un rato, exhausto por el día. No sé cuánto tiempo pasó, quizás un par de horas, cuando sentí un movimiento en la cama. Abrí los ojos despacio, desorientado, y allí estaba Sofía, acostada a mi lado, con solo una camisola fina que apenas le cubría los muslos. La luz de la luna entraba por la ventana, iluminando su silueta a través de las cortinas. Me miró con esos ojos traviesos y puso un dedo en sus labios: "Shh... no hagas ruido". Mi corazón empezó a latir fuerte. ¿Qué carajo estaba pasando? Antes de que pudiera reaccionar, se acercó más, su cuerpo cálido pegándose al mío, y me besó. Sus labios eran suaves, húmedos, con un sabor a dulce de leche o algo así, quizás de la cena. Su lengua se coló en mi boca, explorando con urgencia, y yo, atontado por el sueño y la sorpresa, respondí al beso.

Sus manos bajaron por mi pecho, rozando mis pezones, bajando hasta mi abdomen. Sentí cómo se metía bajo mis boxers, agarrando mi miembro que ya empezaba a endurecerse. "Mmm, qué rico", murmuró contra mis labios mientras me masturbaba despacio, con movimientos expertos, apretando justo en el punto que me hacía gemir bajito. Yo estaba en shock, pero el placer era inmediato. Su mano subía y bajaba, lubricada por el sudor y mi propia excitación, y yo la besaba con más fuerza, mordiendo su labio inferior. El cuarto olía a su perfume barato, mezclado con el aroma de su piel caliente. Pensé en el padre y la madre durmiendo al otro lado de la casa, en lo loco que era todo esto, pero no podía parar. Sofía se pegaba más, frotando sus pechos contra mi torso, y sentí sus pezones duros a través de la tela fina.

De repente, la puerta se abrió con un chirrido suave. Entró Elena, envuelta en una bata ligera que se abrió un poco, revelando que debajo no llevaba nada. Cerró la puerta detrás de ella y se acercó a la cama con una sonrisa maliciosa. "No me esperaste, mala", le dijo a Sofía en un susurro ronco, con un tono juguetón pero cargado de deseo. Sofía se rió bajito, sin soltar mi miembro. "Es que ya no aguantaba más, hermana. Mirá lo que tiene este viajero...". Elena se sentó al borde de la cama, mirándome con esos ojos oscuros que ahora brillaban de lujuria. "Bueno, entonces compartamos", dijo, y se inclinó hacia mí.

Lo que siguió fue como un sueño febril. Elena me besó mientras Sofía seguía masturbándome, y luego bajaron juntas. Elena apartó la mano de su hermana y tomó el control, lamiendo la punta de mi miembro con la lengua plana, saboreando el líquido preseminal. Sofía no se quedó atrás; se unió, chupando los costados, besando mis testículos con labios suaves. Entre las dos me chupaban la pija, alternando turnos: una la metía profunda en su boca, tragando hasta la garganta con un gemido ahogado, mientras la otra lamía el tronco o mordisqueaba la base. Sus lenguas se rozaban entre sí, y a veces se besaban con mi miembro en medio, un beso húmedo y obsceno que me volvía loco. Yo las miraba, con las manos en sus cabezas, guiándolas, sintiendo el calor de sus bocas, el sonido de sus succiones y gemidos. Elena era más agresiva, chupando con fuerza, mientras Sofía era juguetona, lamiendo con toques ligeros que me hacían temblar.

Después de unos minutos que parecieron eternos, Sofía se incorporó, se quitó la camisola de un tirón, revelando su cuerpo desnudo: pechos firmes con pezones rosados, un pubis con un triangulito de vello bien recortado. Se subió encima de mí, a horcajadas, y se empaló en mi miembro de una sola vez, con un gemido que reprimió mordiéndose el labio. "Ahhh... sí, qué grueso", susurró. Empezó a cabalgarme despacio al principio, subiendo y bajando, con sus manos en mi pecho para apoyarse. Sus ojos se pusieron en blanco, perdidos en el placer, la cabeza echada hacia atrás, el pelo cayéndole por la espalda. Aumentó el ritmo, botando con fuerza, sus nalgas chocando contra mis muslos con un sonido rítmico. Elena observaba, tocándose los pechos, mordiéndose el labio. "Dale, hermanita, cogételo bien", la animaba en voz baja.

Sofía jadeaba, sudando, sus paredes internas apretándome como un puño caliente. Yo la agarraba de las caderas, empujando hacia arriba para encontrarme con sus movimientos. Ella gemía bajito, "Sí, sí, más profundo", y sus ojos en blanco me indicaban que estaba al borde. Pero antes de que terminara, Elena la empujó suavemente. "Mi turno, no seas egoísta". Sofía se bajó con un puchero, mi miembro saliendo de ella con un pop húmedo, brillando de sus jugos. Elena se quitó la bata, mostrando su cuerpo voluptuoso: pechos grandes con aureolas oscuras, caderas anchas, un culo redondo que pedía a gritos ser agarrado. Se subió encima, guiando mi miembro hacia su entrada, que estaba empapada. "Mmm, qué rico entrar", murmuró al sentarse, tragándome entero.

Elena cabalgaba con más experiencia, rotando las caderas en círculos, frotando su clítoris contra mi pubis. Sus pechos botaban hipnóticos, y yo los agarré, pellizcando los pezones duros. Sus ojos se pusieron en blanco también, gimiendo más profundo, "Ay, Dios, qué verga tan buena". Aumentó la velocidad, clavándose con fuerza, su cuerpo temblando. Sofía no se quedaba quieta; se arrodilló a un lado y besó el cuello de su hermana, bajando a chupar uno de sus pechos mientras Elena me montaba. Era una visión erótica: las dos hermanas unidas en el placer, Elena gimiendo con los ojos en blanco, Sofía lamiendo y tocándose a sí misma.

No aguanté mucho más. Elena se bajó jadeando, y las dos volvieron a chuparme entre ellas. Sus bocas se turnaban, lamiendo los jugos mezclados de ambas, succionando con avidez. "Dale, terminá en mi boca", dijo Sofía, y Elena añadió: "Compartamos todo". Yo me tensé, el orgasmo subiendo como una ola. Eyaculé con un gruñido ahogado, chorros calientes llenando la boca de Sofía, que chupaba ansiosa. Cuando terminé, ella no tragó; en cambio, se acercó a Elena y la besó, un beso lésbico profundo, apasionado, donde compartían mi semen, pasándolo de boca en boca con lenguas entrelazadas. Ver eso me dejó exhausto pero excitado de nuevo, sus gemidos suaves mientras se besaban, tragando al final con sonrisas satisfechas.

Se quedaron un rato más, acurrucadas a mi lado, besándome y tocándome suavemente hasta que el sueño nos venció. A la mañana siguiente, me desperté solo en la cama, con el sol entrando por la ventana. Me vestí rápido, temiendo que todo hubiera sido un sueño, pero el olor a sexo aún flotaba en el aire. Salí al patio, y allí estaba toda la familia: Don Ramón con el mecánico del pueblo, que ya había remolcado mi auto y lo estaba arreglando en el taller improvisado. Doña Marta me ofreció desayuno: mate y facturas. Elena y Sofía estaban allí, vestidas como si nada, Elena con su vestido suelto, Sofía con shorts. Me miraron con sonrisas inocentes, pero en sus ojos vi el secreto compartido. "Que tenga buen viaje, amigo", dijo Don Ramón, dándome la mano. Doña Marta me abrazó. Elena me dio un beso en la mejilla, susurrando "Vuelva cuando quiera". Sofía me guiñó el ojo: "Cuidado en la ruta".

Arranqué el auto, ya reparado con un repuesto que el mecánico tenía, y me fui, mirando por el retrovisor cómo toda la familia me despedía con la mano. Nunca volví a ese pueblo, pero esa noche se quedó grabada en mi memoria para siempre, un secreto caliente en medio de la pampa argentina.

Este relato está inspirado en una experiencia supuestamente real de un hombre quien lo envió a la editorial de una revista de relatos eroticos llamada "Grandes noches de placer" publicada en Argentina entre los años 2007 y 2008, algunos detalles son como lo recuerdo y otros inventados.

Si alguien recuerda de que revista me refiero o si recuerda haber leído el relato en esa revista sería interesante que lo ponga en la sección de comentarios.

1 comentarios - La menor y la mayor

martinfcd
No recuerdo esa revista, pero lo contaste bien. Lo único, que Santiago del estero no es la pampa.
Brian3191
Gracias por comentar.