Era un viaje de trabajo como tantos otros, pero que terminó marcándome de una manera inesperada. Teníamos un congreso en Buenos Aires, y desde Córdoba habíamos arrancado varios colegas inscriptos. La mayoría terminó bajándose por cuestiones económicas, y al final quedamos solo dos: ella y yo.
Ambos casados, con nuestras respectivas familias, con vidas armadas, responsabilidades, rutinas… Nadie hubiera imaginado lo que iba a pasar.
La reserva del hotel la había hecho ella con su tarjeta. Cuando llegamos y nos presentamos en la recepción, la sorpresa nos descolocó: por algún error del sistema o de la interpretación, nos habían asignado una sola habitación matrimonial. Intentamos protestar, pedir otra, aclarar que no éramos pareja… pero el hotel estaba a reventar por el congreso.
Nos miramos un segundo, y casi en simultáneo dijimos:
—Bueno… ya está. Por mí no hay problema.
Ella sonrió con un brillo distinto, como con picardía. Yo pensé: ¿habrá sido a propósito? ¿O simplemente fue el destino?
Cuando subimos y abrimos la puerta, la escena nos desarmó: no era una simple habitación, era casi una suite romántica. La ducha a la vista, el lavatorio a la intemperie, una bañera doble, y todo diseñado para parejas. Solo el inodoro tenía privacidad.
—No te la puedo creer… —exclamó ella, llevándose la mano a la boca.
—Hoy no me digas… —contesté yo, entre risas nerviosas.
—Esto es bien para venir con pareja… —agregó ella, mirándome de reojo.
Ahí recordé lo mucho que ya nos conocíamos. Habíamos compartido residencia, guardias interminables, cansancio, noches en la misma habitación del hospital. Habíamos dormido casi desnudos en más de una guardia por el calor, sabíamos cómo éramos cada uno en ropa interior. Pero nunca había pasado nada.
—Ya está, ya nos conocemos —le dije, intentando sacarle peso a la situación—. Si nos bañamos, uno mira para otro lado y listo.
Ella sonrió de nuevo. —Dale, doctorcito… —me dijo en broma, y esa palabra me retumbó por dentro.
PRIMERA NOCHE
Llegó la hora del baño. Ella entró primero. Desde la cama escuchaba el agua correr y mi cabeza volaba sola. Cuando salió, envuelta en la toalla, me dijo:
—Dale, ahora te toca. Pero miro para allá, ¿eh?. No hago como otros.
—Sí, sí… quedate tranquila. —Y aunque intentaba, mis ojos se escapaban, siguiendo la silueta que la toalla apenas cubría.
Después salí yo, y notaba cómo sus ojos se desviaban aunque fingiera estar con el celular. Esa tensión empezó a crecer.
A la noche, decidimos comprar alcohol en un kiosco. Volvimos con una botella de vino y unas cervezas. Nos sentamos en la cama a charlar, reírnos, recordar anécdotas de la residencia. El alcohol fue soltando las palabras… y también las miradas.
—¿Viste qué loco? —me dijo ella, con la risa floja—. Tantos años compartiendo guardias, y nunca pasó nada.
—Que decís? Que pudo haber pasado algo?… —contesté yo, con cara de asombros.
—Hay Gastón! No te hagas el pavo ahora. Esas guardias solos en pelotas en la habitación.
—La verdad me dejas congelado... Le dije
Hubo un silencio. Nos miramos de más, y bajamos la vista como adolescentes.
—Me voy a dormir que mañana arrancamos temprano… —dijo ella.
—Uhhh ahora que se ponía lindo te vas? Bueno que descanses… me quedo un rato más hasta terminar el vaso —exclame.
EL CONGRESO
A la mañana siguiente, antes de salir para el congreso, ella fue la primera en levantarse. Todavía con el sueño en los ojos, agarró ropa limpia de la maleta y se metió al baño. Yo la seguía con disimulo, desde la cama, como si nada.
Escuchaba el agua golpear contra las paredes de la ducha, y mi cabeza volaba sola. De pronto, apenas entreabierta, vi la valija. Y justo antes de entrar, ella dejó caer la tanga de la noche anterior, arrugada, húmeda todavía de su cuerpo, y la guardó rápido entre la ropa.
Me quedé helado. La imagen me quedó tatuada: esa tira mínima, con el calor de su piel, con el perfume de ella, escondida entre sus cosas como si fuera un secreto. El corazón me latía en el pecho. Me hice el dormido cuando salió, fresca, maquillada, con el congreso en la cabeza. Se inclinó para acomodar el saco y me preguntó:
—¿Venís?
—Ahí voy, me baño y voy… —le respondí, sonriéndole como si nada.
—Dale, nos vemos allá —me dijo, dándome un guiño antes de cerrar la puerta del hotel.
Quedé solo, con el eco de sus pasos alejándose por el pasillo. El silencio se hizo pesado, cargado, como si me estuviera empujando a hacer lo que ya venía maquinando desde antes.
Me levanté despacio y fui directo a la maleta. Todavía estaba medio abierta, como invitándome a mirar. Con la mano temblorosa, la abrí un poco más y ahí estaba: la tanga negra, hecha un bollito, todavía tibia de haberla usado toda la noche.
La agarré y la llevé directo a la cara. El olor me golpeó de inmediato: una mezcla de su perfume dulce, el jabón de la ducha y ese aroma íntimo, húmedo, inconfundible de su concha. Cerré los ojos y aspiré hondo, como si quisiera guardarlo adentro para siempre. La giré entre los dedos, sintiendo la tela suave, finita, y al abrir el encaje encontré la mancha clara, seca en los bordes, húmeda en el centro. El flujo pegajoso brillaba apenas con la luz que entraba por la ventana. Pasé el pulgar por ahí y lo llevé a la boca: salado, fuerte, eléctrico.
Con la otra mano ya me estaba sacando la pija, dura al instante, venosa, palpitante como si se me fuera a romper. Me senté en el borde de la cama con la tanga contra la cara, pajeándome con violencia, jadeando, intentando contener los gemidos para no hacer ruido. Cada sacudida me traía la imagen de su culo en la cama, la tela perdida entre las nalgas, su voz diciéndome “dormí lejos”. Y yo ahí, con su tanga empapándome la nariz, la lengua probando sus restos, y la verga ardiendo en mi mano, lista para explotar.
Me senté en el borde de la cama, la pija dura en mi mano, la tanga negra pegada a la cara como si fuera una máscara. Aspiraba profundo, casi desesperado, llenándome de su olor, de su intimidad, de esa mezcla dulce y animal que me hacía delirar.
Empecé a pajeármela más rápido, los huevos pesados, la verga palpitando como si fuera a reventar. Sentía la tela húmeda rozándome la nariz, el sabor de su flujo todavía en la lengua, y la imagen de su culo anoche con la tira enterrada en el medio me hizo perder el control.
Gemí ahogado, y de golpe exploté. El primer chorro me saltó al pecho, caliente, espeso, manchándome la piel. Después vinieron más, largos, violentos, que se mezclaban con la respiración agitada y la tanga todavía contra mi cara. Me corrí con todo, como hacía años no me pasaba, dejando que mi leche me empapara el abdomen y hasta la sábana.
Quedé un rato jadeando, con la pija todavía latiendo en la mano, el cuerpo temblando de placer. Después, con cuidado, limpié rápido lo que pude, me metí a la ducha y dejé que el agua se llevara los restos de mi locura.
Al salir, me vestí prolijo, guardé la tanga en el mismo lugar donde la había dejado ella, acomodé la maleta exactamente igual y repasé todo con detalle para no dejar rastros.
Antes de irme, me miré un segundo en el espejo: la piel todavía enrojecida, el recuerdo caliente en la cabeza. Sonreí solo, con una mezcla de culpa y excitación, y salí rumbo al congreso como si nada hubiera pasado.
Llegué al congreso todavía con la piel tibia de la ducha y el recuerdo húmedo de lo que había hecho en la habitación. Apenas entré al auditorio la vi: estaba sentada, con la credencial colgando del cuello, un termo y el mate en la mano.
—¿Querés un mate? —me dijo apenas me acerqué, haciéndome lugar en la silla de al lado.
—Obvio, gracias… —le respondí, acomodándome como si nada.
Me miró de reojo, con esa sonrisa que conocía demasiado bien.
—¡Cómo demoraste, dormilón! —me pinchó, pasándome el mate.
—Me di un bañito relajante… —dije, exagerando el tono, como si fuese una excusa inocente.
Ella se rió, con esa risa corta que me mataba.
—¿Relajante, eh?… —me clavó la mirada, arqueando una ceja—. Jajaja, ya me imagino, cochino.
El mate me tembló en la mano. Tragué saliva, intentando aguantar la sonrisa para que no se me notara demasiado. Ella seguía riéndose sola, sin darse cuenta (o sí) de lo cerca que había estado su broma de la verdad.
Yo pensaba: Si supieras lo que hice con tu tanga hace un rato… si supieras cómo la tengo marcada en la piel.
La charla empezaba en el escenario, pero yo apenas podía concentrarme. Tenía el sabor amargo del mate en la boca, y el sabor salado de ella todavía grabado en la lengua.


Continuará....
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Continuará…
Ambos casados, con nuestras respectivas familias, con vidas armadas, responsabilidades, rutinas… Nadie hubiera imaginado lo que iba a pasar.
La reserva del hotel la había hecho ella con su tarjeta. Cuando llegamos y nos presentamos en la recepción, la sorpresa nos descolocó: por algún error del sistema o de la interpretación, nos habían asignado una sola habitación matrimonial. Intentamos protestar, pedir otra, aclarar que no éramos pareja… pero el hotel estaba a reventar por el congreso.
Nos miramos un segundo, y casi en simultáneo dijimos:
—Bueno… ya está. Por mí no hay problema.
Ella sonrió con un brillo distinto, como con picardía. Yo pensé: ¿habrá sido a propósito? ¿O simplemente fue el destino?
Cuando subimos y abrimos la puerta, la escena nos desarmó: no era una simple habitación, era casi una suite romántica. La ducha a la vista, el lavatorio a la intemperie, una bañera doble, y todo diseñado para parejas. Solo el inodoro tenía privacidad.
—No te la puedo creer… —exclamó ella, llevándose la mano a la boca.
—Hoy no me digas… —contesté yo, entre risas nerviosas.
—Esto es bien para venir con pareja… —agregó ella, mirándome de reojo.
Ahí recordé lo mucho que ya nos conocíamos. Habíamos compartido residencia, guardias interminables, cansancio, noches en la misma habitación del hospital. Habíamos dormido casi desnudos en más de una guardia por el calor, sabíamos cómo éramos cada uno en ropa interior. Pero nunca había pasado nada.
—Ya está, ya nos conocemos —le dije, intentando sacarle peso a la situación—. Si nos bañamos, uno mira para otro lado y listo.
Ella sonrió de nuevo. —Dale, doctorcito… —me dijo en broma, y esa palabra me retumbó por dentro.
PRIMERA NOCHE
Llegó la hora del baño. Ella entró primero. Desde la cama escuchaba el agua correr y mi cabeza volaba sola. Cuando salió, envuelta en la toalla, me dijo:
—Dale, ahora te toca. Pero miro para allá, ¿eh?. No hago como otros.
—Sí, sí… quedate tranquila. —Y aunque intentaba, mis ojos se escapaban, siguiendo la silueta que la toalla apenas cubría.
Después salí yo, y notaba cómo sus ojos se desviaban aunque fingiera estar con el celular. Esa tensión empezó a crecer.
A la noche, decidimos comprar alcohol en un kiosco. Volvimos con una botella de vino y unas cervezas. Nos sentamos en la cama a charlar, reírnos, recordar anécdotas de la residencia. El alcohol fue soltando las palabras… y también las miradas.
—¿Viste qué loco? —me dijo ella, con la risa floja—. Tantos años compartiendo guardias, y nunca pasó nada.
—Que decís? Que pudo haber pasado algo?… —contesté yo, con cara de asombros.
—Hay Gastón! No te hagas el pavo ahora. Esas guardias solos en pelotas en la habitación.
—La verdad me dejas congelado... Le dije
Hubo un silencio. Nos miramos de más, y bajamos la vista como adolescentes.
—Me voy a dormir que mañana arrancamos temprano… —dijo ella.
—Uhhh ahora que se ponía lindo te vas? Bueno que descanses… me quedo un rato más hasta terminar el vaso —exclame.
EL CONGRESO
A la mañana siguiente, antes de salir para el congreso, ella fue la primera en levantarse. Todavía con el sueño en los ojos, agarró ropa limpia de la maleta y se metió al baño. Yo la seguía con disimulo, desde la cama, como si nada.
Escuchaba el agua golpear contra las paredes de la ducha, y mi cabeza volaba sola. De pronto, apenas entreabierta, vi la valija. Y justo antes de entrar, ella dejó caer la tanga de la noche anterior, arrugada, húmeda todavía de su cuerpo, y la guardó rápido entre la ropa.
Me quedé helado. La imagen me quedó tatuada: esa tira mínima, con el calor de su piel, con el perfume de ella, escondida entre sus cosas como si fuera un secreto. El corazón me latía en el pecho. Me hice el dormido cuando salió, fresca, maquillada, con el congreso en la cabeza. Se inclinó para acomodar el saco y me preguntó:
—¿Venís?
—Ahí voy, me baño y voy… —le respondí, sonriéndole como si nada.
—Dale, nos vemos allá —me dijo, dándome un guiño antes de cerrar la puerta del hotel.
Quedé solo, con el eco de sus pasos alejándose por el pasillo. El silencio se hizo pesado, cargado, como si me estuviera empujando a hacer lo que ya venía maquinando desde antes.
Me levanté despacio y fui directo a la maleta. Todavía estaba medio abierta, como invitándome a mirar. Con la mano temblorosa, la abrí un poco más y ahí estaba: la tanga negra, hecha un bollito, todavía tibia de haberla usado toda la noche.
La agarré y la llevé directo a la cara. El olor me golpeó de inmediato: una mezcla de su perfume dulce, el jabón de la ducha y ese aroma íntimo, húmedo, inconfundible de su concha. Cerré los ojos y aspiré hondo, como si quisiera guardarlo adentro para siempre. La giré entre los dedos, sintiendo la tela suave, finita, y al abrir el encaje encontré la mancha clara, seca en los bordes, húmeda en el centro. El flujo pegajoso brillaba apenas con la luz que entraba por la ventana. Pasé el pulgar por ahí y lo llevé a la boca: salado, fuerte, eléctrico.
Con la otra mano ya me estaba sacando la pija, dura al instante, venosa, palpitante como si se me fuera a romper. Me senté en el borde de la cama con la tanga contra la cara, pajeándome con violencia, jadeando, intentando contener los gemidos para no hacer ruido. Cada sacudida me traía la imagen de su culo en la cama, la tela perdida entre las nalgas, su voz diciéndome “dormí lejos”. Y yo ahí, con su tanga empapándome la nariz, la lengua probando sus restos, y la verga ardiendo en mi mano, lista para explotar.
Me senté en el borde de la cama, la pija dura en mi mano, la tanga negra pegada a la cara como si fuera una máscara. Aspiraba profundo, casi desesperado, llenándome de su olor, de su intimidad, de esa mezcla dulce y animal que me hacía delirar.
Empecé a pajeármela más rápido, los huevos pesados, la verga palpitando como si fuera a reventar. Sentía la tela húmeda rozándome la nariz, el sabor de su flujo todavía en la lengua, y la imagen de su culo anoche con la tira enterrada en el medio me hizo perder el control.
Gemí ahogado, y de golpe exploté. El primer chorro me saltó al pecho, caliente, espeso, manchándome la piel. Después vinieron más, largos, violentos, que se mezclaban con la respiración agitada y la tanga todavía contra mi cara. Me corrí con todo, como hacía años no me pasaba, dejando que mi leche me empapara el abdomen y hasta la sábana.
Quedé un rato jadeando, con la pija todavía latiendo en la mano, el cuerpo temblando de placer. Después, con cuidado, limpié rápido lo que pude, me metí a la ducha y dejé que el agua se llevara los restos de mi locura.
Al salir, me vestí prolijo, guardé la tanga en el mismo lugar donde la había dejado ella, acomodé la maleta exactamente igual y repasé todo con detalle para no dejar rastros.
Antes de irme, me miré un segundo en el espejo: la piel todavía enrojecida, el recuerdo caliente en la cabeza. Sonreí solo, con una mezcla de culpa y excitación, y salí rumbo al congreso como si nada hubiera pasado.
Llegué al congreso todavía con la piel tibia de la ducha y el recuerdo húmedo de lo que había hecho en la habitación. Apenas entré al auditorio la vi: estaba sentada, con la credencial colgando del cuello, un termo y el mate en la mano.
—¿Querés un mate? —me dijo apenas me acerqué, haciéndome lugar en la silla de al lado.
—Obvio, gracias… —le respondí, acomodándome como si nada.
Me miró de reojo, con esa sonrisa que conocía demasiado bien.
—¡Cómo demoraste, dormilón! —me pinchó, pasándome el mate.
—Me di un bañito relajante… —dije, exagerando el tono, como si fuese una excusa inocente.
Ella se rió, con esa risa corta que me mataba.
—¿Relajante, eh?… —me clavó la mirada, arqueando una ceja—. Jajaja, ya me imagino, cochino.
El mate me tembló en la mano. Tragué saliva, intentando aguantar la sonrisa para que no se me notara demasiado. Ella seguía riéndose sola, sin darse cuenta (o sí) de lo cerca que había estado su broma de la verdad.
Yo pensaba: Si supieras lo que hice con tu tanga hace un rato… si supieras cómo la tengo marcada en la piel.
La charla empezaba en el escenario, pero yo apenas podía concentrarme. Tenía el sabor amargo del mate en la boca, y el sabor salado de ella todavía grabado en la lengua.


Continuará....
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Continuará…
3 comentarios - Los doctores en el congreso de Buenos Aires