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Pixel y la fantasía cuck de mi mujer (8)

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Capítulo 8
El frío de la mañana se ha desvanecido, pero el torbellino en mi cabeza sigue rugiendo. Caminé por horas, las calles borrosas bajo el sol de mediodía, luego bajo las primeras sombras de la tarde. Mi teléfono vibraba con mensajes de María: “Amor, ven, hablemos, no te quedes enojado”, “Sé que disfruto contigo, gordo, no dejemos las cosas así”, “Vente, que te tengo cositas ricas, ¿sí?”. Sus palabras, dulces pero urgentes, me pesaban. No respondí.
Mi mente estaba atrapada en ese cosquilleo que no entiendo. En un café, con el vapor de un espresso calentándome las manos, busqué en mi teléfono: cuckolding. Artículos, foros, vídeos. Palabras como “consenso”, “placer vicario”, “ver a tu pareja disfrutar”. Una frase se me quedó grabada: “El cornudo encuentra gozo en la felicidad de su pareja, aunque sea con otro”.
Me imaginé a María, temblando, gimiendo, explotando como nunca lo hace conmigo. Ella dijo que disfruta verme “rojito”, verme reaccionar. Pero yo... nunca la he visto a ella así, rendida, temblando. ¿Será que debería aceptar… que alguien más la haga sentir eso?
Hace años, en nuestra primera vez con brownies y besos dulces, me llamó "Pixel perfecto" pese a mi torpeza. Pero ahora sé que fue "lindo y divertido", no ardiente. Sus relatos sobre Marcos, con su "bulto enorme", lo gritan: ella ansía algo que yo no puedo dar.
Caminé hasta que el frío se me caló en los huesos, los mensajes de María pesándome en el bolsillo. El cielo estaba oscuro cuando abrió la puerta del apartamento; el crujido del suelo resonó en el silencio. El aroma de mi perfume, mezclado con el suyo, floral y dulce, flotaba en el aire. La luz del living estaba apagada; un suave resplandor desde el cuarto me guió.
Caminé en silencio y la encontré: María, dormida, abrazando el peluche de gatito de nuestra primera cita. Mi camisa blanca de oficina colgaba abierta sobre su piel morena, sus curvas asomando bajo un panty de gatito. La camisa, demasiado grande para ella, me recordaba lo pequeño que me siento a su lado —su "pixel" en un lienzo que anhela trazos más horribles.
Me acosté a su lado, el colchón hundiéndose bajo mi peso. Mi mano rozó la sábana, y María se movió, murmurando algo en sueños. Sus ojos color miel se abrieron lentamente, brillando en la penumbra, como si me hubiera encontrado en su sueño.
"—Viniste, gordo", susurró, extendiendo los brazos. Dejé el peluche a un lado y me acerqué, mi cuerpo temblando entre el amor y la inseguridad.
Por un instante, nos miramos en silencio. Luego, María exclamó: "¡Gordo!" Su voz suave, cargada de alivio, rompió la quietud. Saltó hacia mí, envolviéndome en un abrazo, sus pechos rozando mi camiseta a través de la camisa impregnada de nuestros perfumes. Sus labios me abrumaron: un beso rápido en la comisura, otro suave en la mejilla, otro profundo en los labios, su aliento con sabor a leche y brownie. La vi, y su confesión de que nunca le di un orgasmo me aplastaba, mi inseguridad crecía.
"—Estoy... perdido, amor", murmuré, mi voz quebrada.
"—Lo que dijiste... me hace sentir tan pequeño", añadí, la garganta apretada.
"—Gracias por volver, Pixel", susurró María, sus uñas rosadas trazando mi barba, sus ojos buscando los míos con una ternura que parecía culpable. Ladeó la cabeza, su voz suavizándose. "Te veo tenso, amor. Déjame arreglarlo".
Sacó un brownie empapado en leche de la mesita, el aroma dulce evocando nuestra primera cita en la convención de anime. Lamió una gota de leche de su dedo, un guiño travieso que me aceleró el pulso.
"—Para mi Pixel bonito", susurró, ofreciéndomelo, sus dedos rozando mis labios mientras lo mordía, la leche goteando.
Se sentó a horcajadas sobre mí, la camisa abierta dejando ver su piel morena, el panty de gatito abrazando sus caderas.
"—Amor, tómame", susurró, su voz grave, sus dedos trazando círculos en mi pecho. Sus caderas se mecieron lentamente, el panty rozando mi muslo, su aliento cálido en mi cuello. Pero mi cuerpo no respondió, pequeño, encogido. Soy un pito corto, eyaculador, incapaz de darle lo que quiere, pensé, la vergüenza quemándome. Un cosquilleo traicionero me recorrió: humillante, pero vivo. La luz suave del cuarto envolvía las sábanas desordenadas, el aroma floral de María mezclándose con mi colonia.
"—¿Por qué mi camisa?", preguntó, mi voz temblando, buscando distraerme de mi impotencia.
"—Quería oler a ti, tonto", rió María, ajustándola con un gesto coqueto, sus pechos marcándose bajo la tela. Sus dedos rozaron mi entrepierna, un roce lento que encendió mi piel, su risita burbujeante cargada de picardía. "Ay, Pixel, ¿por qué no despierta tu pixelito?", susurró, rozando mi muslo con sus uñas rosadas, su voz melosa, haciendo un puchero cuando no respondió.
"¡Qué frustrante, gordo! Se me ocurre algo para animarte." Tomó el celular, guiñándome. "Siempre se te levanta cuando quiero una foto. Vamos a probar hoy." Siempre quise capturarme con mi vergüenza en su mínima expresión, pensé, la humillación aplastándome, pero su risa encendiendo un calor traicionero en mí. El flash iluminó mi entrepierna, y mi corazón latía desbocado.
"—¡No lo creo, gordo, te pillé en modo pasita!", exclamó María, sus ojos abiertos, lanzándome un beso con un muak. "¡Esta va perfecta para mi colección!" Su risa burbujeante llenó el cuarto, mostrándome la foto en su celular, sus ojos brillando con picardía. Dio un azote suave en mi muslo con la palma, el escozor vibrando. "¡Quédate quieto, Pixel, o no sale bien!", dijo, riendo.
Mi cara ardía. Sentí cómo el calor me subía por la nuca hasta las mejillas, la vergüenza de mi mínima expresión aplastándome, pero un latido ardiente en mi entrepierna me traicionó.
"—Ay, Pixel, este pixelito no está colaborador hoy", dijo María, sus dedos rozando mi piel, su voz melosa. No se me para, no puedo, pensé, la vergüenza apretándome el pecho mientras su risa resonaba.
"—María, por favor, no insistes", supliqué, mi voz apenas un hilo, pero ella ladeó la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa traviesa. "No, espera, se me ocurre otro plan para animar esta pasita." Se puso de pie lentamente, su coleta balanceándose, el panty de gatito ajustándose a su culo firme mientras se estiraba con una sonrisa pícara. Dios, ese culo me pierde, pensé, el deseo chocando con mi vergüenza. Mi pecho se apretaba con un dolor sordo.
María se recogió el cabello en una coleta alta, sus dedos rápidos, y se puso las lentes con un gesto autoritario, sus pechos moviéndose bajo la tela. Tomó una lupa y una regla de madera de la mesita, agitándolas con un movimiento juguetón.
"—¡Señorito Luis!", exclamó, su voz firme, girando la regla entre sus dedos. "Te pedí que trajeras un volcán para la tarea de hoy. ¡Levántate, señorito, que la profesora va a evaluar tu trabajo!"
Me negué a levantarme. Me quedé sentado en la cama, cubriéndome con las manos.
"—No quiero, María", le dije, mi voz temblando.
María se acercó, su mirada autoritaria. "¡Levántate, alumno, la profesora lo ordena!", exclamó de nuevo, su voz resonando en el cuarto. Me levanté lentamente, mis manos todavía cubriendo mi intimidad, mi cuerpo temblando.
María bajó mis pantalones con un tirón rápido, sus uñas rosadas rozando mi cintura, dejando un cosquilleo ardiente en mis muslos. Mi ropa interior cayó, exponiendo mi pene, pequeño, impotente. Intenté cubrirme con las manos, la vergüenza quemándome, pero María chasqueó la lengua, su mirada fija y autoritaria.
"—¡Qué decepción, señorito Luis! Esto no es el volcán que te pedí, ¡es muy, muy diminuto, alumno!", exclamó María, su tono firme, sosteniendo la lupa con una risa burlona. "¡Necesito una lupa para ver este volcán!"
Dio un azote con la regla en mi muslo, el escozor vibrando, y dejó caer la lupa sobre la cama. Mi pene se endureció un poco, y María exclamó, golpeando la regla contra su palma: "¡Vaya, ahora sí, señorito Luis! ¡Esto es algo con lo que la profesora puede trabajar!"
María se arrodilló frente a mí, la regla en sus manos, su aliento cálido rozando mi pene, tan cerca que mi piel se erizó. El deseo me nubló, anhelando sus labios carnosos, húmedos, que me envolvieran en un placer prohibido. Desde los primeros años de nuestra relación le confesé mi fantasía más cruda: sentir su boca, llenar su rostro angelical con mi semen. Pero ella se rió, un sonido cortante: "¡Luis, qué asco! Eso no es lo mío".
Aun así, nuestra vida sexual me enciende: sus caricias, sus gemidos suaves, la forma en que su cuerpo se entrega al mío. Pero dos sombras me persiguen: nunca la he hecho gozar, nunca he visto sus ojos nublarse de éxtasis. La confesión me aplastó, una sinceridad que me perforó el alma: ella no ha tenido un orgasmo conmigo. Y la voz de la inseguridad me susurra: ¿Y si otro hombre, más capaz, merece el placer de su boca? ¿Y si ella, satisfecha por fin, no se molestaría en entregarse así, en dejar que su rostro reluzca con el semen de otro?
El pensamiento me quema, avivado por el recuerdo de sus palabras. Me la imaginé arrodillada ante Marcos, sus labios rendidos, su piel morena brillando bajo una luz febril. Otros hombres la rodeaban, ansiosos, mientras ella, extasiada, su rostro cubierto de semen, sonreía con un placer que no era mío. La humillación me aplastó, pero mi cuerpo traicionó mi dolor, padeciendo en un torbellino de vergüenza y deseo.
María se puso de pie, tomó la regla de madera y me ordenó: "¡Manos en la cabeza, Pixel!" Obedecí, temblando, mis manos subiendo a mi nuca para no cubrirme más. Midió mi pene con cuidado, sus dedos rozando mi piel, el aroma de su perfume floral envolviéndome.
"—¡Vaya, pensé que era más chiquito, jaja! 9,9 centímetros, señorito Luis", dijo, su tono burlón pero con un dejo de sorpresa.
"—¿En serio?", preguntó, mi voz temblando, un alivio tímido recordándome.
"—Siempre pensé que tenías un micro volcancito, pero resulta que no, jijiji", dijo María, riendo, sus ojos brillando con picardía. "Leí que un micropene es de 7 centímetros, pero mira, ¡tu volcancito es más!" Volvió a medir, asintiendo. "9,9, como dije", afirmó, sus uñas rosadas trazando un círculo lento en mi muslo.
María tomó su celular, sosteniendo la regla junto a mi pene.
"—Le voy a pasar la foto a Sofía porque no me va a creer cuando le diga que no tienes un micro volcancito", dijo, tomando la foto con una sonrisa pícara. La envió por WhatsApp, sus ojos brillando con diversión.
"—¿Pero en serio le pasó la foto? Qué vergüenza, María", dije, mi voz temblando, imaginando a Sofía riéndose, compartiendo mi vergüenza.
María dio un azote con la regla en mi muslo, el escozor vibrando. "¡No interrumpas, alumno!", exclamó, en tono firme. El celular vibró y María le dijo: "Ya respondió". Me mostró el mensaje de Sofía que decía: "Jaja, qué chiquito, parece pipicito de bebé".
La humillación me aplastó. Me imaginé a Sofía, riéndose a carcajadas con mi foto en la mano. Mi estómago se retorció, un ardor subiendo por mi pecho, pero mi pene dio un salto involuntario, aguantando un poco más bajo la mirada de María, quien arqueó una ceja, sus labios curvándose en una sonrisa lenta, su voz bajando a un susurro ronco mientras inclinaba la cabeza, observándome con ojos entrecerrados, como si disfrutara cada segundo de mi exposición.
María rió y respondió: "Tonta, jijiji, pero viste que sí es más grande de lo que pensaba."
"—¿Lo grandecito? Si eso te debe dar es cosquillas, hermana. Nada comparado a lo que te comías, y que te hacía temblar", respondió Sofía.
La humillación me aplastó, mi piel erizándose, pero un calor traicionero recorrió mi cuerpo, mi pene latiendo. Mi respiración se aceleró, el pecho subiendo y bajando rápido, un sudor frío perlando mi frente mientras María soltaba una carcajada suave, cubriendo la boca con la mano, sus hombros temblando ligeramente, su mirada volviendo a mí con un brillo de diversión genuina, las comisuras de sus ojos arrugándose en una sonrisa que mezclaba ternura y crueldad.
"—¿En serio, amor, tenías que pasarle la foto?", balbuceé, mi cara ardiendo.
"—Ay, amor, pero si yo siempre le cuento todo, ya se lo imaginaba que lo tenías así, jajaja", respondió María, sacando la lengua, su risa burbujeante. Sus dientes brillaron en la luz tenue, y ladeó la cadera, un gesto juguetón que hizo que su coleta se balanceara, su voz elevándose en un tono cantarín mientras agitaba el dedo índice frente a mí.
María envió otra foto, diciendo: "Mira, tipo pasita". Sofía respondió enseguida: "Jajaja".
La humillación me aplastó. Me imaginé a Sofía, riéndose a carcajadas con mi foto en la mano. Y grabé los mensajes de los chats, las risas sobre mi "píxel" y cómo la animaban a "darse el gusto" con Marcos. Mi corazón martilleaba en el pecho, un pulso sordo en mis sienes, pero abajo, un cosquilleo insistente se extendía, mi pene hinchándose pese al nudo en mi garganta.
María suspir con anhelo, sus ojos brillando como si reviviera un recuerdo intenso.
"—Lo importante es que no tienes un micro, jijiji, aunque sin duda es el más chiquito que he medido."
"—¿A cuántos?", preguntó, mi voz temblando, un nudo en el estómago apretándome. Me sentí mareado al pensar en los "alumnos" de María. ¿A cuántos de mis amigos o excompañeros de clase se habrá medido? La pregunta me quemó en la garganta. Mi visión se nubló por un instante, las manos temblándome en la nuca, pero el roce de su perfume floral me envolvió, y un latido traidor aceleró mi excitación, el calor bajando por mi vientre.
María soltó una risa juguetona. "Ay, tonto, ¿celoso de mis alumnos? Solo a un chico que pensaba que su volcán era pequeño, y me pidió que lo midiera." Un alivio me inundó, un consuelo al que intenté aferrarme, pero la calma difícil poco. "Recuerdo que medía 14 centímetros, jijiji", continuó María, sus ojos perdidos en el recuerdo. "Se molestó mucho porque le dije que eso era... chiquito." Sus labios se entreabrieron ligeramente, un suspiro escapando, sus mejillas tiñéndose de un rubor sutil mientras mordisqueaba su labio inferior, la voz bajando a un murmullo soñador.
"—¿14 centímetros chiquito?", dije, incrédulo. El número era una confirmación de mi peor pesadilla, pero ella lo decía como si no fuera nada.
María se lamió el labio inferior, un gesto que siempre me volvió loco, y su voz se hizo un susurro cargado de anhelo. "Los buenos, de 16 para arriba... ¡uff! Esos sí eran volcanes espectaculares. Me hacían temblar como si el suelo se abría en un terremoto." Una imagen se formó en mi mente: su cuerpo arqueándose, temblando, entregada a un placer que yo no podía darle. Un calor traicionero me recorrió el cuerpo, y mi pene latió, duro, humillado. Mis rodillas flaquearon, un escalofrío subiendo por mi espalda, pero el pulso en mi entrepierna crecía más insistente, un goteo cálido formándose en la punta mientras María ladeaba la cabeza, observándome con los ojos dilatados, su respiración acelerándose ligeramente, como si mi reacción también la excitara.
"—¿Estás segura que medía tanto?", balbuceé, la voz apenas un hilo, mi mente calculando la distancia abismal entre mi "pixel" y ese "volcán".
"Sí, claro, el promedio de aquí es 16,8. ¡Súper rico!", respondió ella, con la misma voz melosa, como si estuviera hablando de un manjar. Me dio otra palmada en mi muslo, el escozor vibrando. "¡Concentrado, alumno, que toca pensar qué puntaje le damos a esta tarea!"
María dio otro azote con la regla en mi muslo, el escozor vibrando.
"—No sé cómo evaluar esta tarea tan chiquita, señorito Luis", dijo, su tono firme. "Voy a buscar en internet." Tomó el celular y leyó, con una risa burlona: "Mira, aquí dice que los penes de 9 centímetros pueden confundirse con micropenes, pero entra en la categoría de muy, muy pequeños". Se inclinó hacia mí, sus ojos brillando con picardía, y susurró: "Viste, gordo, no eres un micro, jijiji". Luego, en voz baja, casi un murmullo, añadió: "Aunque se siente como tal..."
Mi pecho se presiona, un sudor frío corriendome por la nuca. ¿Me siento como un micro?, pensé, la imagen de mi insuficiencia quemándome, mi pene latiendo con un calor traicionero mientras María ladeaba la cabeza, sus labios fruncidos en un puchero juguetón.
Siguió leyendo, su voz cargada de burla: "Bueno, aquí dice las desventajas de estos tamaños. Dice que presentan dificultades en ciertas posiciones, como la de la cucharita, el misionero, y sobre todo en la posición en cuatro o perrito. ¡Ay, qué lástima, es mi favorita!" Suspiré, sacudiendo la cabeza, sus dedos tamborileando en la regla, los ojos entrecerrados como si recordara algo con anhelo.
"—Y yo que pensaba que mis nalgotas estorbaban", repitió María, sacudiendo la cabeza con una sonrisa juguetona, sus ojos brillando con una chispa de diversión mientras sus dedos se deslizaban lentamente por la regla, como si saboreara cada palabra. "¡Pero resulta que el problema es tu volcán!"
Mi aliento se entrecortó, las palmas sudando contra mi nuca, un nudo apretándome el estómago mientras el calor en mi bajo vientre crecía, un pulso rítmico que me apretaba fuertemente los dientes.
El eco de sus palabras me llevó a aquella noche. Y a todas las que vinieron después. Cuantas veces lo habíamos intentado en esa estúpida posición, mi ridículo pene incapaz de entrar. María se había esforzado, había fingido, pero su frustración se filtraba en la tensión de sus hombros, en el suspiro que dejaba escapar. Ahora, asentía con una sonrisa burlona, ​​sus dedos moviéndose lentamente por la regla, los ojos fijos en mí, como si midiera no solo mi cuerpo, sino mi propia insuficiencia.
María siguió leyendo, su voz cargada de burla: "Mira, aquí dice un consejo: para estimular un volcancito como este, hay que usar solo dos dedos". Sus ojos color miel destellaron con picardía, y se inclinó hacia adelante, apoyando el codo en su rodilla, su barbilla descansando en la palma de la mano, como una maestra evaluando a un estudiante con una mezcla de diversión y autoridad. Intentó masturbarme con toda la mano, pero frunció el ceño, sus labios formando un puchero juguetón, la comisura de su boca curvándose hacia arriba. "Mira, con mi mano entera apenas logro hacer el sube y baja, ¡y con dos deditos sí!"
Cambió a dos dedos, índice y pulgar, rodeando mi pene con un movimiento lento y preciso, su mirada clavada en mí, un brillo travieso en sus ojos mientras su lengua rozaba apenas la esquina de su labio.
"—¿Te gusta así, Pixel?" preguntó, su voz melosa, mientras levantaba una ceja, su cuerpo inclinado hacia mí, la camisa blanca deslizándose ligeramente por un hombro, dejando ver la curva suave de su clavícula.
"—Sí... sí me gusta", balbuceé, mi voz apenas un hilo, la vergüenza quemándome el pecho como un incendio. Admitirlo era un golpe: sentía más con sus dos dedos, el placer era más intenso, más preciso, y eso me aplastaba. Solo hacían falta dos dedos para mí, y esa verdad me hacía sentir patético, insignificante. Mis piernas temblaron, un gemido ahogado escapándome al darme cuenta de que tenía razón: dos dedos eran suficientes para mí. Mi pecho se presiona, la humillación quemándome, pero mi pene latía, traicionándome.
María rió suavemente, su cabeza echándose hacia atrás, la coleta balanceándose como un péndulo. "Ay, gordo, me encanta verte disfrutar así", susurró, su voz cargada de un placer cálido, como si mi rendición fuera un regalo para ella. "Esos gemiditos, tu cara toda roja... uff, me vuelve loca verte perderte en esto." Sus dedos mantuvieron el ritmo, lentos pero firmes, mientras se recostaba de lado en la cama, una pierna doblada, el panty de gatito ajustándose a sus caderas, su postura relajada pero dominante, como una reina observando a su súbdito. "Sabe que te derrites con solo mis deditos, eso me prende", añadió, sus rosas uñas rozando mi muslo.
"—Cálmate, alumno", susurró, alzando una ceja y chasqueando la lengua. Sus dedos se detuvieron abruptamente, dejándome al borde. Se enderezó, cruzando una pierna sobre la otra con un movimiento elegante, sus manos apoyadas en las caderas, proyectando un control absoluto. "No vamos a dejar que este volcán haga erupción tan pronto." Se inclinó hacia mí, su aliento cálido rozando mi mejilla, y sus dedos trazaron una línea suave por mi brazo, un roce ligero que me hizo estremecer.
"—Vamos a calificar tu trabajo, señorito Luis", dijo, su voz melosa, mientras ladeaba la cabeza, su mirada fija en mí, como si estuviera midiendo cada reacción. "Bueno... calificación: desaprobada. Volcancito muy diminuto e insuficiente", exclamó, soltando una risa burbujeante, sus hombros temblando ligeramente. Se acercó más, su nariz rozando mi mejilla. "Ahora, alumno, viene tu castigo", susurró, sus uñas clavándose suavemente en mi brazo, su sonrisa cargada de picardía.

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