Capítulo 4: Cuentos de café y convenciones
Estoy sentado en el borde de nuestra cama. El eco de los relatos de María sobre Marcos resuena en mi cabeza, y la imagen de aquel vídeo de cuckolding me quema por dentro. Frente a mí, María está de pie, su silueta recortada contra la suave luz de la lámpara, su dulce perfume llenando el aire. Pero mi mente se desliza hacia atrás, a un tiempo en que María no era el problema, sino un misterio que me fascinaba.
El sol cae a plomo sobre el campus, y el aire caliente se pega a mi piel como una sábana húmeda. Estoy en mi banca de siempre, frente a la facultad de diseño, con el libro de contabilidad abierto sobre mis piernas. Mi cabello negro está revuelto, y mis ojos pequeños y oscuros siguen las líneas impresas sin realmente leer. La camiseta sencilla se adhiere un poco a mi torso, y los jeans gastados rozan mis piernas. Este rincón es mi refugio: las puertas de vidrio de la facultad reflejan un mundo del que siempre me he sentido fuera. Escucho risas, pasos y conversaciones rápidas; Chicas que no me ven, chicos que cruzan sin mirarme. El murmullo del campus vibra en mis oídos, mezclado con el roce áspero de las páginas bajo mis dedos.
De pronto, un perfume dulce, casi infantil, se cuela entre todo: talco, crema corporal... y algo cálido, como si fuera su propia piel. Levanto la vista. Está agachada, a menos de un metro de mí. Su rostro está tan cerca que su sombra cae sobre mi libro. El cabello negro, suelto y brillante, rosa la tela de mi camiseta; las ondas caen hacia adelante, enmarcando su rostro ovalado. Los lentes dejan ver unos ojos café intenso que parecen brillar bajo el sol. Sus mejillas se curvan con una sonrisa amplia que achina sus ojos y deja escapar un destello de picardía. Juega con un mechón, enroscándolo en su dedo, mientras sus labios carnosos se curvan como si guardaran un chiste privado.
—¿Te gusta el café? —pregunta con una voz rápida, chispeante, como si estuviera probando mi reflejo.
No respondo enseñada. Me cuesta procesar que esta es la misma chica que he visto desde mi primer año: siempre saliendo de la facultad de diseño con Sofía, su amiga rubia y delgada, riendo fuerte, rodeada de chicos y, cada cierto tiempo, con uno distinto pegado a ella. Sí, he sentido envidia de esos tipos más de una vez. En mi cabeza, ella es de otro planeta; no el tipo de persona que se detiene frente a mí, menos aún para hablarme.
—Eh… sí —digo, acomodando los lentes con torpeza, sintiendo cómo el libro se desliza un poco en mi regazo. No sé si levantarme, si sonreír, si fingir que no me afecta.
—Bueno, vamos por uno. —Se incorpora, y el cabello le cae por la espalda. Camina despacio, dejando que mis ojos la signen sin permiso. Los jeans le abrazan las caderas y, con cada paso, sus glúteos redondos parecen atrapar la luz.
No me muevo. Una parte de mí espera que se gire hacia otra persona, que esto no sea conmigo. No tendría sentido que lo fuera. Pero entonces, a medio camino, frena. Se da la vuelta, regresa y me pellizca el brazo, un gesto tibio que me saca del trance.
—Vamos. —Me mira directo a los ojos, y hay algo en esa mirada que no me deja alternativa.
Cierro el libro y me levanto. El aire parece más espeso mientras caminamos juntos hacia la cafetería. No voy demasiado cerca, pero sí lo suficiente para notar cómo la trenza se equilibra y cómo el sol acaricia su piel morena.
—¿Cuál es tu café favorito? —pregunta, mirándome de reojo.
—Mokachino.
—Café negro —responde con firmeza—. Pero si hay brownie, no me resisto.
Llegamos a la puerta y se la abre para que pase.
—Gracias… qué caballero —dice con una media sonrisa.
Siento algunas miradas cuando entramos y no sé si es por cómo camina o por la sensación de que hay algo raro en que estamos juntos aquí. Un par de estudiantes cuchichean y se ríen, y una chica de otra mesa nos sigue con la mirada mientras tomamos asiento.
Vamos hacia una mesa junto a la ventana. Ella intenta subir a la banca alta y le cuesta.
—Esta no está hecha para bajitas —digo, sonriendo.
—Tonto… —responde, pero sin dejar de sonreír.
Me coloco a su lado y ella apoya la mano en mi hombro para impulsarse. Su mano es pequeña y cálida, y aunque el contacto dura apenas unos segundos, me deja un cosquilleo que no se va.
—No me hagas molestar, que no te conviene —dice con fingida seriedad.
—Claro… molestar a la gente chiquita no es buena, están más cerca del suelo y de las piedras —respondo.
Ella ríe y me mira con brillo en los ojos.
—Tonto… tú tampoco es que seas muy alto.
—Mido 1.72, por lo menos más que tú.
—Yo, 1,55. Pero ya sabes lo que dicen: los mejores perfumes vienen en frasco pequeño.
Asiento en silencio. En mi cabeza, pienso que sí, y que ella es la prueba, pero no me atrevo a decirlo.
Mientras pedimos, me pregunta:
—¿Y tú qué estudias?
—Contaduría.
—¿Y qué te gusta?
—El cine, el fútbol… y perderme en la música de vez en cuando.
—Diseño —dice ella—. Me encanta leer, salir a bailar y probar postres nuevos.
—Vaya… nada en común —digo, medio en broma, medio en serio.
—Claro que sí —responde, inclinándose hacia mí.
—¿Ah, sí? ¿Qué?
Ella estira la mano y me jala la nariz, riendo.
—Los lentes, tonto.
Su risa es rápida, contagiosa, y me deja un calor extraño en el pecho.
Llega el café y su brownie, un triángulo perfecto de chocolate oscuro, húmedo y brillante, coronado con un remolino de crema batida blanca que gotea ligeramente por los bordes. A un lado, el camarero deja un pequeño vaso de leche tibia, y María lo mira con una chispa en los ojos.
—Sabes qué es lo que más me gusta de este lugar? —dice, inclinándose hacia mí, su voz baja y juguetona, como si compartiera un secreto—. Los brownies… siempre los cortan en triángulos. —Hace una pausa, sus dedos rozando el borde del plato, y sus ojos café se clavan en los míos—. Hay algo en esa forma… tan tentadora, ¿no crees?
Trago saliva, sintiendo cómo el calor me sube por la nuca. Ella toma el brownie con los dedos y lo sumerge en el vaso de leche, dejando que el líquido blanco lo empape.
—Así me gusta mi brownie… bien lleno de leche —dice, sacando la lengua para lamer una gota que cae por el borde, un movimiento lento y deliberado que me deja sin aire. Sus ojos no se apartan de los míos—. El camarero siempre me da mucha leche, ¿sabes? —añade, con una risita coqueta, inclinando la cabeza hacia el joven que atiende el mostrador, un tipo alto con una sonrisa confiada.
El comentario, aunque casual, me golpea como un relámpago. Mi mirada se desvía al camarero, y un nudo de celos absurdos se forma en mi estómago, mezclado con un calor que no puedo controlar. Ella corta un pedazo con la cuchara y lo levanta hacia mi boca, un movimiento lento, casi teatral.
—Toma, prueba de mi brownie —dice, su voz un susurro cargado de picardía. Cuando abre la boca, el dulzor cálido y húmedo se desliza por mi lengua, intensa, casi pecaminosa.
—¿Te gustó? —pregunta, lamiendo un resto de crema de la cuchara con un movimiento que parece ensayado.
—S-sí —balbuceo, el rubor traicionándome mientras siento un calor traicionero asentarse en mi cuerpo.
—Qué bueno —dice, inclinándose aún más cerca—. Conmigo vas a probar muchas cosas nuevas… y ricas, Luis. —Su voz baja un tono, y la forma en que enfatiza "ricas" hace que mi mente se desborde con imágenes que no puedo controlar.
—Si te portas bien, puede ser que luego te lleve a comer… de mi brownie —continúa, su voz un murmullo seductor, mientras sus pestañas parpadean lentamente y su dedo traza un círculo en el borde del plato—. Sé cocinar muy bien, ¿sabes? Te va a encantar el brownie que te voy a dar.
El comentario debería sonar inocente, como si realmente hablara de un postre, pero su tono, la curva de sus labios y la manera en que su cuerpo se inclina hacia mí, como si me invitara a descifrar un secreto, hacen que mi mente se dispare. Me quedo mudo, atrapado en sus ojos, en el juego que ella sabe jugar tan bien.
—Te pusiste rojito… —comenta, su risa suave pero afilada. Se recuesta en la silla, cruzando los brazos bajo el pecho, un gesto que resalta la curva de su figura y me obliga a apartar la mirada.
Cuando llega la cuenta, saco el dinero, pero ella me detiene.
—Pago yo.
—No, déjame a mí.
—No seas un hombre básico, con masculinidad frágil —dice, lo bastante alto para que la mesa de al lado lo escuche.
Varias miradas se giran hacia nosotros. Un chico sonríe y baja la vista; alguien más parece contener la risa. Ella habla con energía, mueve las manos, se inclina hacia adelante, como si todo el local necesitara oír su punto.
Yo me quedo mirándola y me doy cuenta de que llevo toda la tarde aquí, compartiendo café, brownie, bromas, y no sé su nombre.
—Oye… ¿cómo te llamas? —pregunto.
—María —responde extendiendo la mano.
—Un placer, Luis.
Su mano es suave y pequeña, y se queda un segundo más de lo necesario. Ese segundo basta para que entienda que esta tarde no se va a borrar fácilmente.
Al día siguiente del café, estoy en la universidad, sentado bajo una de las pérgolas, explicándoles una materia a unos compañeros. El cuaderno abierto entre nosotros tiene garabatos de fórmulas y apuntes. Estoy concentrado, señalando un ejercicio cuando, de repente, unas manos me cubren los ojos.
—Hola, bonito… —susurra una voz que ya reconozco.
Antes de que pueda reaccionar, alguien se monta sobre mis hombros, haciendo que me incline hacia adelante por el peso. El olor dulce, mezcla de crema y colonia de bebé, me envuelve de golpe. Cuando las manos se apartan, ahí está: María, sonriendo como si acabara de ganar una apuesta. Sofía, a su lado, ríe tan fuerte que varias personas se giran a mirarnos.
—Se te olvidó algo ayer… —dice María, y me coloca un papel doblado en la mano.
Lo abro con manos temblorosas. Es su número de teléfono, escrito en tinta azul con un pequeño dibujo de un gato que parece guiñarme el ojo.
Mi pecho se hincha un poco de orgullo, pero un nudo aprieta mi estómago al instante. Las miradas de los demás compañeros se sienten como mil puñales, algunas de envidia, otras de burla. Siento que todos me observan con curiosidad, y una voz interna me pregunta si realmente merezco esto.
—¿Es María? —susurra uno, incrédulo.
—María de diseño? —responde otro, bajando la voz.
—Sí, hermano… la del cuerpo épico.
—Dios… qué mujer.
Entre risas y murmullos, alguien me advierte con un tono serio:
—Cuidado, Luis… María tiene fama de haber estado con media facultad.
El comentario me golpea como un balde de agua fría. Por fuera, trato de mantener la calma, sigo explicando la materia como si nada, pero por dentro la mezcla de celos, inseguridad y un extraño orgullo me revuelve. ¿Por qué ella me da el número a mí? ¿Será solo un juego? ¿O hay algo más?
Pasados unos días, estoy de nuevo en mi banca, repasando apuntes, cuando la veo venir. Camina directo hacia mí con el ceño fruncido, pero en sus labios hay una media sonrisa que me desconcierta.
—¿No me llamas? —pregunta, cruzándose de brazos.
—He estado ocupado… —respondo, nervioso, como si tuviera que justificarme.
Ella suspira y se sienta a mi lado con una familiaridad que me sorprende. No hay prisa en su voz esta vez, solo curiosidad. Entre bromas y comentarios, descubrimos que compartimos un gusto inesperado: la música.
—¿En serio te gusta esa canción? —pregunta, inclinándose un poco más hacia mí.
Sus ojos brillan con esa chispa traviesa, y al acercarse noto el suave aroma a flores que la acompaña. Los labios se curvan en una sonrisa juguetona, sus pestañas parpadean lentamente, y el movimiento sutil de su cabeza crea una danza hipnótica.
—Sí… —contesto, casi sin aliento.
Sin avisar, empieza a cantarla con una voz dulce y melodiosa:
🎵 Es que me encantas tanto, si me miras mientras canto, se me pone cara tonta… 🎵
Lo hace tan cerca que siento su aliento tibio rozar la piel de mi mejilla. El calor sube en mis mejillas y el corazón tarde con fuerza descontrolada. Se detiene abruptamente, dejando esa sonrisa suya que siempre deja un misterio en el aire. Quizás solo te guste jugar conmigo.
El tiempo pasa, y María empieza a convertirse en parte de mis tardes. Aparece sola o con Sofía, me arrastra a tomar café, a probar postres nuevos, al cine oa eventos de la ciudad.
Un jueves, mientras compartimos una mesa, me dice con brillo en los ojos:
—Este fin de semana hay una convención de anime. Vamos.
—No sé… no es lo mío.
—Vamos, Luis. —Su tono es medio súplica, medio orden—. Te va a gustar.
Antes de darme cuenta, ya está hablando de qué personajes vamos a ver, de los stands que no podemos perdernos y de cómo “me va a transformar” en un otaku por un día.
El sábado tocó el timbre de su apartamento, el corazón latiendo más rápido de lo que quiero admitir. Estoy vestido todo de negro: camisa oscura, chaqueta de cuero que le da peso a mis hombros, jeans ajustados, el cabello un poco largo cayendo justo donde quiero que se mueva sin parecer descuidado. Un leve rastro de perfume amaderado flota a mi alrededor. La puerta se abre, y ahí está Sofía, con una taza de café en la mano y una sonrisa torcida que parece evaluar cada centímetro de mí. Su cabello rubio cae en ondas desordenadas, y sus ojos verdes me recuerdan con un destello burlón. Detrás de ella, un tipo alto y rubio, con una camiseta ajustada que marca sus hombros anchos, está apoyada contra el sofá, mirándome con una ceja arqueada, como si yo fuera una curiosidad pasajera.
—¡María, tu contable llegó! —grita Sofía, su voz cargada de picardía que me hace sentir más pequeño de lo que soy.
María aparece por el pasillo, envuelta en una gabardina beige. Se detiene un instante, sus ojos café brillando mientras me repasa de arriba abajo, y suelta un “¡Fiu, fiu! Vaya, te pusiste guapo hoy”, con una sonrisa pícara, su dedo rozando el borde de mi chaqueta de cuero.
—Luis, ella es Sofía, mi hermana del alma —dice María, su tono cálido pero con un guiño travieso, mientras abraza a Sofía por los hombros.
Sofía suelta una risa corta y añade: —Hermanas de leche, más bien —con un brillo en los ojos que me desconcierta. La frase se me quedó en la cabeza, sin saber qué significaba, pero con la sensación de que ocultaba un chiste privado, un lazo que no entendía y del que yo estaba excluido. El tipo rubio rio, y sentí que mi rostro se calentaba de vergüenza. Pero antes de que pueda preguntar, María me jala hacia afuera.
María se ajusta la gabardina. —No me mires así —dice, sonriendo al notar mi confusión—. Te voy a dar la sorpresa en el evento.
Salimos del edificio. Abro la puerta del auto para que entre y me subo después. En el camino, ella empieza a tararear una canción de anime. Sin pensarlo, me uno al coro, improvisando.
—¿Te gusta el anime? —pregunta, girando un poco el torso para mirarme de reojo.
—Sí… —respondo con la honestidad de quien no esperaba que me sacara de mi zona—. Pero una cosa es verlo y otra es ir a convenciones. —Intento reír, y ella me lanza esa mirada que ya conozco.
Al llegar, bajo para abrirle la puerta. Ella se quita la gabardina y se pone unas orejas de gato negras; el cambio la transforma de repente en algo juguetón y desafiante. Lleva un short negro ceñido que deja ver sus piernas tonificadas, la cola de gato de felpa se mueve con su andar, y un top corto insinuaba su abdomen plano y un escote leve.
—¿No te gustan los gatitos? —pregunta, acercándose con las manos preparadas como zarpas.
—Me encantan. —Trago saliva, un poco más de lo normal.
Ella hace un gesto rápido, como arañándome el aire, y suelta un “miau, miau” juguetón antes de echar a correr hacia la entrada. La sigo con la mirada mientras se pierde entre la mucha sombra. Una parte de mí se aprieta: la veo atraer miradas, y una puntada de celos que no quiero admitirme golpea igual.
Dentro hay gente por todos lados. La veo tomarse fotos, reírse con desconocidos. De reojo, unos jóvenes me saludan con esa mezcla de sorpresa y “¿qué hace él con ella?”. Eso me recuerda que estoy allí, que no soy invisible, y me da una especie de empujón de orgullo tímido.
María regresa corriendo hacia mí, casi sin aliento.
—¡Voy a participar en el concurso de baile! —dice, pegándose a mi oído—. Quiero que me veas… sé que te va a encantar.
La música estalla en el salón, un ritmo de reggaetón con bajos profundos que reverberan en mi pecho: el inicio de "Se te nota". Las luces estroboscópicas esterilizan el escenario, pintando destellos sobre la multitud. María sube con un salto ágil, su cola de gato de felpa negra ondeando como un péndulo seductor. Su atuendo de Nekogirl es un imán para las miradas: el short negro abraza sus caderas y muslos, brillando bajo la luz. Las orejas de gato en su diadema tiemblan, y los bigotes pintados en sus mejillas añaden un toque juguetón.
Baila con una mezcla de control y descarga, sus caderas siguiendo el ritmo. La cola de felpa se balancea, marcando un compás hipnótico. Los murmullos de la multitud crecen, un coro de suspiros y risas nerviosas que me hacen apretar los puños. Sus ojos, brillando bajo el maquillaje felino, buscan los míos, y su sonrisa pícara me golpea. Me siento elegido, por un segundo, pero el peso de las miradas ajenas me recuerda que no soy el único. Cada hombre y mujer aquí la devora con los ojos, y ese deseo colectivo enciende algo en mí. Imágenes fugaces cruzan mi mente: María riendo con un chico desconocido, su cuerpo moviéndose cerca de él. No son claras, pero me golpean con un nudo de celos que solo intensifica el calor en mi pecho.
> Si te fijas, si te fijas
>
> Se te nota que quieres de mi boca
>
> Y me dices que no, que no
>
> Pero sé que por mí, baby, te alocas
>
>
La letra resuena en el aire, pero también en mi cabeza, como si ella me estuviera cantando solo a mí. Me pregunto si sus movimientos, su forma de mover las caderas y su mirada, son un desafío que me lanza directamente.
De pronto, en un giro rápido, su pie tropieza. El movimiento es tan repentino que el aire se tensa. María cae, y por un instante, el tiempo parece detenerse. Aterriza de rodillas, con una mano apoyada en el escenario. La posición, aunque accidental, es devastadoramente sensual: sus glúteos, redondos y firmes, se alzan hacia el público, dibujando una forma de corazón perfecta bajo el short negro que apenas los contiene. La tela se tensa, y sus muslos, tonificados y brillantes por un leve sudor, reflejan las luces del escenario. El público no disimula: algunos sacan sus teléfonos, capturando la imagen como si fuera una postal erótica. Suspiros, murmullos y algún silbido descarado llenan el espacio, y yo, parado a un lado del escenario, siento mi pulso acelerarse. Mi cuerpo reaccionó, y me odié por ello. El orgullo de ser su rescate se mezclaba con la vergüenza de saber que el deseo que sentía por ella en esa posición era el mismo que el de todos los demás.
Corro hacia el escenario, empujado por un impulso que no cuestiono. Subo de un salto, ignorando las miradas de la multitud. María, aún de rodillas, levanta la vista hacia mí. Sus ojos café tienen un brillo de sorpresa, pero también algo más: una mezcla de travesura y súplica. Su respiración es agitada, y un leve gemido escapa de sus labios. Sus manos, aún con los guantes de garra, se apoyan en mis piernas para impulsarse, y el contacto, breve, es como una chispa que me quema la piel. Desde mi posición, de pie frente a ella, su rostro está tan cerca que puedo ver el brillo húmedo de sus labios. Mi cuerpo reacciona, y me odio por ello.
Las miradas del público pesan sobre nosotros, un mar de ojos que no solo la devoran a ella, sino que me juzgan a mí. Bajamos del escenario, y ella se apoya en mí, cojeando ligeramente. Su mano aprieta mi brazo, y su cuerpo está tan cerca que siento el calor que emana de ella, el aroma dulce de su perfume mezclado con el leve sudor de su piel. Mi mente es un torbellino: la culpa por desearla así, la vergüenza de mi cuerpo traicionándome, y un orgullo frágil porque yo soy quien la sostiene.
—Gracias por rescatarme, caballero —dice, su voz juguetona, aunque con un toque de vulnerabilidad. Se ajusta las orejas de gato, ladeadas por la caída.
Caminamos unos pasos más, y ella frena, su rostro cambiando a una mueca de queja. —Ay, Luis, ahora mi torpeza se va a hacer viral —dice, cruzándose de brazos—. Esos idiotas con sus teléfonos… seguro ya están subiendo mi trasero estampado en el escenario.
Intento calmarla, aunque mi garganta se seca al recordar la imagen de su caída. —María, no pude hacer nada, pasó muy rápido… —balbuceo, nervioso, y luego, sin pensarlo, suelto—: Pero, eh… yo creo que las fotos fueron más por… tu colita de gato.
Ella ladea la cabeza, sus ojos café brillando con una chispa de confusión fingida. —¿Qué dices? ¿Por mi colita de gato? —pregunta, girando un poco para que la cola de felpa se mueva. Luego, se acerca más, sus pestañas parpadean lentamente, y suelta con una sonrisa traviesa—: ¿Y a ti te gusta mi colita de gato, Luis?
El calor me quema las mejillas. —E-eh… yo… —tartamudeo, las palabras atascándose en mi garganta. Bajo la vista y sigo caminando, mis pasos más rápidos de lo normal. María ríe detrás de mí, un sonido rápido y contagioso que llena el aire, y sé que no hay forma de escapar de ella. En el fondo, las fotos de su caída ya están circulando, un trofeo que no me pertenece del todo, y María, con su colita de gato y su sonrisa, siempre será más grande que yo.
La tarde continúa. En uno de los stands, hay un mural grande de un cerebro en flor; me detengo frente a él, mirando como si pudiera entrar en la imagen.
—Mi sueño es viajar a Japón —dice, sus ojos fijos en el dibujo.
—El mío también.
—Y si vamos juntos? —lanza la pregunta con una mirada de reojo.
—Claro.
—Te imaginas? Tú y yo caminando mientras caen las flores de cerezo… —su voz se quiebra ligeramente con un toque de timidez, y sus mejillas se tiñen de una rosa suave.
—Sí, típica escena romántica de anime —intento bromear, pero mi tono titubea.
Ella se acerca y susurra: —Seguro que en esa escena un chico se me declararía.
—Si eso pasa y yo estoy allí, me alejo y te dejo sola con él. —Lo digo con un toque de sarcasmo, pero no puedo evitar un leve temor. Ella se lleva las manos al rostro, una mezcla de frustración y diversión.
Más adelante, me detengo frente a un látigo negro en exhibición.
—Acaso te gustan esas cosas, pervertido? —ríe—. ¿Lo vas a comprar para amarrarme y azotarme?
—Es el látigo de Catwoman… técnicamente serías tú la que tendría que amarrarme y darme con él. —Lo digo en broma, pero la veo tensarse por un segundo antes de ruborizarse.
— ¿Te gustaría eso? —pregunta, ese brillo travieso en los ojos. La imagen de ella con el látigo me golpea como un destello, enviando un calor extraño a mi rostro. No sé si es vergüenza o algo más.
—Mira, un stand de Dragon Ball —digo rápido, esquivando el tema.
En el stand, hay un concurso de trivia. Me inscribo, respondo las preguntas y gano. Puedo elegir entre una camiseta o un peluche de gato blanco con ojos enormes. Elijo el peluche y se lo doy.
—Para ti. —Se lo paso con una mezcla de timidez y la sensación de que es para ella.
—¡Voy a dormir con él pensando en ti! —lo abraza fuerte, sus ojos se iluminan, y me ruborizo porque no sé si es un juego o si lo dice en serio.
—Te pusiste rojo… qué tierno. —Lo dice con esa risa que aligera todo.
El aire de la noche está cargado, denso con el humo dulce y especiado de la carne asada que se arremolina desde los puestos callejeros. María cojea a mi lado, su peso apoyado en mi brazo, más de lo que había notado antes, como si cada paso fuera una excusa para acercarse. El calor de su cuerpo se filtra a través de mi camisa. El roce de su cadera contra la mía dispara una corriente eléctrica que me recorre la espalda. El bullicio de la convención se desvanece a nuestro alrededor, y solo quedamos ella y yo, con el ritmo de sus pasos desiguales y el latido acelerado que siento bajo mi piel.
Llegamos a un puesto de comida, donde el chisporroteo de la parrilla llena el aire con un aroma que hace rugir mi estómago. María se detiene, sus ojos brillan bajo las luces parpadeantes del puesto mientras observa la comida. Sus labios, carnosos y de un rojo suave, se curvan en una sonrisa traviesa. Su mano se desliza con deliberada lentitud hacia un chorizo grueso y largo, sus dedos rozándolo como si evaluara algo más que la comida. En ese momento, solo veía a una chica coqueta, pero ahora, la imagen del chorizo humedecido en su boca se me superpone con las fantasías que leí. “¿Mini salchichas? No, gracias”, dice, su voz baja, casi un ronroneo. "Esto... esto es lo que quiero. Grande, horrible... más satisfactorio", añade, con un guiño que me atraviesa como una chispa y enciende mi imaginación.
Muerde el chorizo con un movimiento lento, casi teatral, sus labios envolviéndolo con una precisión que me hace tragar saliva. Un gemido húmedo escapa de su garganta, vibrante, gutural, y el sonido me golpea como una ola. De repente, suelta un chillido agudo y se abanica la boca con la mano libre. “¡Ay, me quemé!” exclama, girándose hacia mí. Sus ojos café destellan con una mezcla de diversión y algo más profundo, más peligroso.
“Luis, mírame”, susurra, y su voz tiene una matiz que me inmoviliza. Se inclina ligeramente hacia atrás, dejando su rostro a la altura perfecta para que mis ojos se pierdan en ella. Su mano, cálida y firme, se posa sobre mi pecho, justo encima de mi corazón, que tarde como si quisiera escapar de mi caja torácica. El contacto es ligero, pero electrizante, como si sus dedos estuvieran trazando un mapa secreto sobre mi piel.
Entonces, saca la lengua. No es un gesto casual; es una declaración. La punta rosada se desliza lentamente hacia afuera, expuesta, húmeda bajo la luz ámbar del puesto, brillando con una promesa implícita. Sus labios entreabiertos dejan entrever el borde de sus dientes. El calor me envuelve, una mezcla de la noche, el aroma del chorizo y la presencia abrumadora de María. Siento el sudor formándose en mi nuca, deslizándose lentamente por mi espalda, mientras mi mirada se detiene en ella, incapaz de apartarse. Sus ojos se encuentran con los míos por un instante, un microsegundo que se siente eterno. Hay una chispa en su mirada, una picardía que dice que sabe exactamente lo que estoy pensando. La comisura de sus labios se curva en una sonrisa apenas perceptible, un gesto que me desarma por completo.
“Ya sé en lo que estás pensando… pervertido”, susurra, y su voz es un hilo de seda que se enreda en mis pensamientos. Su risa, baja y cálida, me envuelve como una caricia. Su mano, aún sosteniendo el chorizo, me da un golpecito ligero en el brazo, un contacto que quema más de lo que debería. Tararea una melodía, burlona, mientras sus ojos no se apartan de los míos: 🎵 Se te nota, se te nota… 🎵
Vuelve a morder el chorizo, pero esta vez lo hace con una lentitud deliberada, sus labios cerrándose alrededor de la carne con una precisión que me roba el aliento. Sus ojos no se apartan de los míos, y en ese momento, el mundo entero se reduce a ella: el brillo en su mirada, el movimiento de su garganta al tragar, la forma en que su cuerpo parece acercarse un milímetro más, como si estuviera invitándome a cruzar una línea invisible. Mi boca está seca, mi corazón golpea contra mis costillas, y el calor que sube por mi pecho no tiene nada que ver con la noche. María lo sabe. Lo sabes y lo disfrutas.
En el camino de regreso, el silencio del auto se llena con el zumbido del motor y el eco del tráfico nocturno. María, recostada en el asiento del copiloto, apoya la cabeza contra la ventana, sus ojos café suavizados por la luz de las farolas. De pronto, habla en voz baja. "Sabes, lo de 'hermanas de leche' que dijo Sofía... es por algo que pasó hace años. Las dos salimos con el mismo chico en la secundaria, sin saberlo. Nos dolió mucho, pero no dejó que nos separáramos. Nos dimos cuenta de que los hombres, a veces, son solo... un juego. Y con eso, la amistad se hizo más fuerte. Ahora Sofía bromea con que 'compartimos la misma leche' y siempre dice que los hombres solo sirven para pasar el rato." Se encoge de hombros, su tono casual pero con un dejo de melancolía. Me quedo callado, procesando sus palabras, sintiendo un nudo en el estómago al pensar en lo que significan.
Antes de que pueda responder, ella empieza a cantar en voz baja, una melodía suave y tierna que me resulta familiar, un eco de algo que despierta un recuerdo cálido en mi pecho:
🎵Porque, porque,
quiero volar contigo por el cielo,
Te daré, mi amor,
Solo a ti, quiero volar.
Yo te atrapo, tú me atrapas
para siempre.
Lo que quieras puedes pedirme.
Me querrás saber
solo es cuestión de tiempo 🎼
Su voz es delicada, casi frágil, y cada palabra parece tejer un lazo invisible entre nosotros. Reconozco la canción al instante: el opening de Cardcaptor Sakura. La forma en que María canta, con los ojos entrecerrados y un leve temblor en su voz, no tiene la chispa traviesa de antes; es vulnerable. Por un momento, no es la María que juega con doble sentido; es solo ella, cantando algo que significa más de lo que dicen sus palabras.
Llegamos a su apartamento, y la ayuda a bajar del auto. Toco el timbre, y la puerta se abre. Sofía está ahí, envuelta en una toalla blanca que apenas cubre su cuerpo. Sus ojos verdes me recuerdan con una mezcla de diversión y descaro. “¡Vaya, gatica, qué te pasó? ¿Metiste la pata en la convención?” dice, apoyándose en el marco de la puerta. Un tipo moreno, diferente al rubio de la mañana, está sentado en el sofá, observándonos con curiosidad. La imagen de Sofía, semidesnuda y relajada, trae de golpe el recuerdo de lo que María me contó en el auto. Mi mente se tambalea, los rumores sobre María resuenan más fuertes, y me pregunto si ella también ve las relaciones como un juego.
“Me tropecé bailando, nada grave”, responde María a Sofía, poniendo los ojos en blanco pero con una sonrisa. “Me divertí muchísimo”.
“¿Y este caballero qué tal se portó?” pregunta Sofía, guiñándome un ojo. El tipo moreno ríe, su mano rozando el brazo de Sofía.
“Luis fue un amor”, dice María, apoyándose en mi brazo. Luego, en voz baja, añade: "Oye, es tarde. ¿Por qué no te quedadas a dormir? Hay espacio".
“No, gracias, mejor me voy”, respondió, sintiendo calor en las mejillas. Me despido con un gesto torpe y me voy, el eco de su voz y la sensación de su cuerpo en mi espalda aún quemándome mientras camino hacia mi auto.
De vuelta en el presente, estoy sentado en el borde de nuestra cama, con María de pie frente a mí, su silueta envuelta en ese perfume dulce. Los recuerdos de esa noche, el brownie, la caída, el látigo, el chorizo, el mural de cerezos y su voz cantando ese opening se arremolinan en mi mente, ya no como anécdotas, sino como la primera pieza de un rompecabezas que no quiero armar. Porque ahora, con el eco de sus relatos sobre Marcos y su mirada frente al video, sé que esos juegos de palabras no eran solo juegos. Y por primera vez, siento el verdadero peso de su secreto y de mi deseo.
Estoy sentado en el borde de nuestra cama. El eco de los relatos de María sobre Marcos resuena en mi cabeza, y la imagen de aquel vídeo de cuckolding me quema por dentro. Frente a mí, María está de pie, su silueta recortada contra la suave luz de la lámpara, su dulce perfume llenando el aire. Pero mi mente se desliza hacia atrás, a un tiempo en que María no era el problema, sino un misterio que me fascinaba.
El sol cae a plomo sobre el campus, y el aire caliente se pega a mi piel como una sábana húmeda. Estoy en mi banca de siempre, frente a la facultad de diseño, con el libro de contabilidad abierto sobre mis piernas. Mi cabello negro está revuelto, y mis ojos pequeños y oscuros siguen las líneas impresas sin realmente leer. La camiseta sencilla se adhiere un poco a mi torso, y los jeans gastados rozan mis piernas. Este rincón es mi refugio: las puertas de vidrio de la facultad reflejan un mundo del que siempre me he sentido fuera. Escucho risas, pasos y conversaciones rápidas; Chicas que no me ven, chicos que cruzan sin mirarme. El murmullo del campus vibra en mis oídos, mezclado con el roce áspero de las páginas bajo mis dedos.
De pronto, un perfume dulce, casi infantil, se cuela entre todo: talco, crema corporal... y algo cálido, como si fuera su propia piel. Levanto la vista. Está agachada, a menos de un metro de mí. Su rostro está tan cerca que su sombra cae sobre mi libro. El cabello negro, suelto y brillante, rosa la tela de mi camiseta; las ondas caen hacia adelante, enmarcando su rostro ovalado. Los lentes dejan ver unos ojos café intenso que parecen brillar bajo el sol. Sus mejillas se curvan con una sonrisa amplia que achina sus ojos y deja escapar un destello de picardía. Juega con un mechón, enroscándolo en su dedo, mientras sus labios carnosos se curvan como si guardaran un chiste privado.
—¿Te gusta el café? —pregunta con una voz rápida, chispeante, como si estuviera probando mi reflejo.
No respondo enseñada. Me cuesta procesar que esta es la misma chica que he visto desde mi primer año: siempre saliendo de la facultad de diseño con Sofía, su amiga rubia y delgada, riendo fuerte, rodeada de chicos y, cada cierto tiempo, con uno distinto pegado a ella. Sí, he sentido envidia de esos tipos más de una vez. En mi cabeza, ella es de otro planeta; no el tipo de persona que se detiene frente a mí, menos aún para hablarme.
—Eh… sí —digo, acomodando los lentes con torpeza, sintiendo cómo el libro se desliza un poco en mi regazo. No sé si levantarme, si sonreír, si fingir que no me afecta.
—Bueno, vamos por uno. —Se incorpora, y el cabello le cae por la espalda. Camina despacio, dejando que mis ojos la signen sin permiso. Los jeans le abrazan las caderas y, con cada paso, sus glúteos redondos parecen atrapar la luz.
No me muevo. Una parte de mí espera que se gire hacia otra persona, que esto no sea conmigo. No tendría sentido que lo fuera. Pero entonces, a medio camino, frena. Se da la vuelta, regresa y me pellizca el brazo, un gesto tibio que me saca del trance.
—Vamos. —Me mira directo a los ojos, y hay algo en esa mirada que no me deja alternativa.
Cierro el libro y me levanto. El aire parece más espeso mientras caminamos juntos hacia la cafetería. No voy demasiado cerca, pero sí lo suficiente para notar cómo la trenza se equilibra y cómo el sol acaricia su piel morena.
—¿Cuál es tu café favorito? —pregunta, mirándome de reojo.
—Mokachino.
—Café negro —responde con firmeza—. Pero si hay brownie, no me resisto.
Llegamos a la puerta y se la abre para que pase.
—Gracias… qué caballero —dice con una media sonrisa.
Siento algunas miradas cuando entramos y no sé si es por cómo camina o por la sensación de que hay algo raro en que estamos juntos aquí. Un par de estudiantes cuchichean y se ríen, y una chica de otra mesa nos sigue con la mirada mientras tomamos asiento.
Vamos hacia una mesa junto a la ventana. Ella intenta subir a la banca alta y le cuesta.
—Esta no está hecha para bajitas —digo, sonriendo.
—Tonto… —responde, pero sin dejar de sonreír.
Me coloco a su lado y ella apoya la mano en mi hombro para impulsarse. Su mano es pequeña y cálida, y aunque el contacto dura apenas unos segundos, me deja un cosquilleo que no se va.
—No me hagas molestar, que no te conviene —dice con fingida seriedad.
—Claro… molestar a la gente chiquita no es buena, están más cerca del suelo y de las piedras —respondo.
Ella ríe y me mira con brillo en los ojos.
—Tonto… tú tampoco es que seas muy alto.
—Mido 1.72, por lo menos más que tú.
—Yo, 1,55. Pero ya sabes lo que dicen: los mejores perfumes vienen en frasco pequeño.
Asiento en silencio. En mi cabeza, pienso que sí, y que ella es la prueba, pero no me atrevo a decirlo.
Mientras pedimos, me pregunta:
—¿Y tú qué estudias?
—Contaduría.
—¿Y qué te gusta?
—El cine, el fútbol… y perderme en la música de vez en cuando.
—Diseño —dice ella—. Me encanta leer, salir a bailar y probar postres nuevos.
—Vaya… nada en común —digo, medio en broma, medio en serio.
—Claro que sí —responde, inclinándose hacia mí.
—¿Ah, sí? ¿Qué?
Ella estira la mano y me jala la nariz, riendo.
—Los lentes, tonto.
Su risa es rápida, contagiosa, y me deja un calor extraño en el pecho.
Llega el café y su brownie, un triángulo perfecto de chocolate oscuro, húmedo y brillante, coronado con un remolino de crema batida blanca que gotea ligeramente por los bordes. A un lado, el camarero deja un pequeño vaso de leche tibia, y María lo mira con una chispa en los ojos.
—Sabes qué es lo que más me gusta de este lugar? —dice, inclinándose hacia mí, su voz baja y juguetona, como si compartiera un secreto—. Los brownies… siempre los cortan en triángulos. —Hace una pausa, sus dedos rozando el borde del plato, y sus ojos café se clavan en los míos—. Hay algo en esa forma… tan tentadora, ¿no crees?
Trago saliva, sintiendo cómo el calor me sube por la nuca. Ella toma el brownie con los dedos y lo sumerge en el vaso de leche, dejando que el líquido blanco lo empape.
—Así me gusta mi brownie… bien lleno de leche —dice, sacando la lengua para lamer una gota que cae por el borde, un movimiento lento y deliberado que me deja sin aire. Sus ojos no se apartan de los míos—. El camarero siempre me da mucha leche, ¿sabes? —añade, con una risita coqueta, inclinando la cabeza hacia el joven que atiende el mostrador, un tipo alto con una sonrisa confiada.
El comentario, aunque casual, me golpea como un relámpago. Mi mirada se desvía al camarero, y un nudo de celos absurdos se forma en mi estómago, mezclado con un calor que no puedo controlar. Ella corta un pedazo con la cuchara y lo levanta hacia mi boca, un movimiento lento, casi teatral.
—Toma, prueba de mi brownie —dice, su voz un susurro cargado de picardía. Cuando abre la boca, el dulzor cálido y húmedo se desliza por mi lengua, intensa, casi pecaminosa.
—¿Te gustó? —pregunta, lamiendo un resto de crema de la cuchara con un movimiento que parece ensayado.
—S-sí —balbuceo, el rubor traicionándome mientras siento un calor traicionero asentarse en mi cuerpo.
—Qué bueno —dice, inclinándose aún más cerca—. Conmigo vas a probar muchas cosas nuevas… y ricas, Luis. —Su voz baja un tono, y la forma en que enfatiza "ricas" hace que mi mente se desborde con imágenes que no puedo controlar.
—Si te portas bien, puede ser que luego te lleve a comer… de mi brownie —continúa, su voz un murmullo seductor, mientras sus pestañas parpadean lentamente y su dedo traza un círculo en el borde del plato—. Sé cocinar muy bien, ¿sabes? Te va a encantar el brownie que te voy a dar.
El comentario debería sonar inocente, como si realmente hablara de un postre, pero su tono, la curva de sus labios y la manera en que su cuerpo se inclina hacia mí, como si me invitara a descifrar un secreto, hacen que mi mente se dispare. Me quedo mudo, atrapado en sus ojos, en el juego que ella sabe jugar tan bien.
—Te pusiste rojito… —comenta, su risa suave pero afilada. Se recuesta en la silla, cruzando los brazos bajo el pecho, un gesto que resalta la curva de su figura y me obliga a apartar la mirada.
Cuando llega la cuenta, saco el dinero, pero ella me detiene.
—Pago yo.
—No, déjame a mí.
—No seas un hombre básico, con masculinidad frágil —dice, lo bastante alto para que la mesa de al lado lo escuche.
Varias miradas se giran hacia nosotros. Un chico sonríe y baja la vista; alguien más parece contener la risa. Ella habla con energía, mueve las manos, se inclina hacia adelante, como si todo el local necesitara oír su punto.
Yo me quedo mirándola y me doy cuenta de que llevo toda la tarde aquí, compartiendo café, brownie, bromas, y no sé su nombre.
—Oye… ¿cómo te llamas? —pregunto.
—María —responde extendiendo la mano.
—Un placer, Luis.
Su mano es suave y pequeña, y se queda un segundo más de lo necesario. Ese segundo basta para que entienda que esta tarde no se va a borrar fácilmente.
Al día siguiente del café, estoy en la universidad, sentado bajo una de las pérgolas, explicándoles una materia a unos compañeros. El cuaderno abierto entre nosotros tiene garabatos de fórmulas y apuntes. Estoy concentrado, señalando un ejercicio cuando, de repente, unas manos me cubren los ojos.
—Hola, bonito… —susurra una voz que ya reconozco.
Antes de que pueda reaccionar, alguien se monta sobre mis hombros, haciendo que me incline hacia adelante por el peso. El olor dulce, mezcla de crema y colonia de bebé, me envuelve de golpe. Cuando las manos se apartan, ahí está: María, sonriendo como si acabara de ganar una apuesta. Sofía, a su lado, ríe tan fuerte que varias personas se giran a mirarnos.
—Se te olvidó algo ayer… —dice María, y me coloca un papel doblado en la mano.
Lo abro con manos temblorosas. Es su número de teléfono, escrito en tinta azul con un pequeño dibujo de un gato que parece guiñarme el ojo.
Mi pecho se hincha un poco de orgullo, pero un nudo aprieta mi estómago al instante. Las miradas de los demás compañeros se sienten como mil puñales, algunas de envidia, otras de burla. Siento que todos me observan con curiosidad, y una voz interna me pregunta si realmente merezco esto.
—¿Es María? —susurra uno, incrédulo.
—María de diseño? —responde otro, bajando la voz.
—Sí, hermano… la del cuerpo épico.
—Dios… qué mujer.
Entre risas y murmullos, alguien me advierte con un tono serio:
—Cuidado, Luis… María tiene fama de haber estado con media facultad.
El comentario me golpea como un balde de agua fría. Por fuera, trato de mantener la calma, sigo explicando la materia como si nada, pero por dentro la mezcla de celos, inseguridad y un extraño orgullo me revuelve. ¿Por qué ella me da el número a mí? ¿Será solo un juego? ¿O hay algo más?
Pasados unos días, estoy de nuevo en mi banca, repasando apuntes, cuando la veo venir. Camina directo hacia mí con el ceño fruncido, pero en sus labios hay una media sonrisa que me desconcierta.
—¿No me llamas? —pregunta, cruzándose de brazos.
—He estado ocupado… —respondo, nervioso, como si tuviera que justificarme.
Ella suspira y se sienta a mi lado con una familiaridad que me sorprende. No hay prisa en su voz esta vez, solo curiosidad. Entre bromas y comentarios, descubrimos que compartimos un gusto inesperado: la música.
—¿En serio te gusta esa canción? —pregunta, inclinándose un poco más hacia mí.
Sus ojos brillan con esa chispa traviesa, y al acercarse noto el suave aroma a flores que la acompaña. Los labios se curvan en una sonrisa juguetona, sus pestañas parpadean lentamente, y el movimiento sutil de su cabeza crea una danza hipnótica.
—Sí… —contesto, casi sin aliento.
Sin avisar, empieza a cantarla con una voz dulce y melodiosa:
🎵 Es que me encantas tanto, si me miras mientras canto, se me pone cara tonta… 🎵
Lo hace tan cerca que siento su aliento tibio rozar la piel de mi mejilla. El calor sube en mis mejillas y el corazón tarde con fuerza descontrolada. Se detiene abruptamente, dejando esa sonrisa suya que siempre deja un misterio en el aire. Quizás solo te guste jugar conmigo.
El tiempo pasa, y María empieza a convertirse en parte de mis tardes. Aparece sola o con Sofía, me arrastra a tomar café, a probar postres nuevos, al cine oa eventos de la ciudad.
Un jueves, mientras compartimos una mesa, me dice con brillo en los ojos:
—Este fin de semana hay una convención de anime. Vamos.
—No sé… no es lo mío.
—Vamos, Luis. —Su tono es medio súplica, medio orden—. Te va a gustar.
Antes de darme cuenta, ya está hablando de qué personajes vamos a ver, de los stands que no podemos perdernos y de cómo “me va a transformar” en un otaku por un día.
El sábado tocó el timbre de su apartamento, el corazón latiendo más rápido de lo que quiero admitir. Estoy vestido todo de negro: camisa oscura, chaqueta de cuero que le da peso a mis hombros, jeans ajustados, el cabello un poco largo cayendo justo donde quiero que se mueva sin parecer descuidado. Un leve rastro de perfume amaderado flota a mi alrededor. La puerta se abre, y ahí está Sofía, con una taza de café en la mano y una sonrisa torcida que parece evaluar cada centímetro de mí. Su cabello rubio cae en ondas desordenadas, y sus ojos verdes me recuerdan con un destello burlón. Detrás de ella, un tipo alto y rubio, con una camiseta ajustada que marca sus hombros anchos, está apoyada contra el sofá, mirándome con una ceja arqueada, como si yo fuera una curiosidad pasajera.
—¡María, tu contable llegó! —grita Sofía, su voz cargada de picardía que me hace sentir más pequeño de lo que soy.
María aparece por el pasillo, envuelta en una gabardina beige. Se detiene un instante, sus ojos café brillando mientras me repasa de arriba abajo, y suelta un “¡Fiu, fiu! Vaya, te pusiste guapo hoy”, con una sonrisa pícara, su dedo rozando el borde de mi chaqueta de cuero.
—Luis, ella es Sofía, mi hermana del alma —dice María, su tono cálido pero con un guiño travieso, mientras abraza a Sofía por los hombros.
Sofía suelta una risa corta y añade: —Hermanas de leche, más bien —con un brillo en los ojos que me desconcierta. La frase se me quedó en la cabeza, sin saber qué significaba, pero con la sensación de que ocultaba un chiste privado, un lazo que no entendía y del que yo estaba excluido. El tipo rubio rio, y sentí que mi rostro se calentaba de vergüenza. Pero antes de que pueda preguntar, María me jala hacia afuera.
María se ajusta la gabardina. —No me mires así —dice, sonriendo al notar mi confusión—. Te voy a dar la sorpresa en el evento.
Salimos del edificio. Abro la puerta del auto para que entre y me subo después. En el camino, ella empieza a tararear una canción de anime. Sin pensarlo, me uno al coro, improvisando.
—¿Te gusta el anime? —pregunta, girando un poco el torso para mirarme de reojo.
—Sí… —respondo con la honestidad de quien no esperaba que me sacara de mi zona—. Pero una cosa es verlo y otra es ir a convenciones. —Intento reír, y ella me lanza esa mirada que ya conozco.
Al llegar, bajo para abrirle la puerta. Ella se quita la gabardina y se pone unas orejas de gato negras; el cambio la transforma de repente en algo juguetón y desafiante. Lleva un short negro ceñido que deja ver sus piernas tonificadas, la cola de gato de felpa se mueve con su andar, y un top corto insinuaba su abdomen plano y un escote leve.
—¿No te gustan los gatitos? —pregunta, acercándose con las manos preparadas como zarpas.
—Me encantan. —Trago saliva, un poco más de lo normal.
Ella hace un gesto rápido, como arañándome el aire, y suelta un “miau, miau” juguetón antes de echar a correr hacia la entrada. La sigo con la mirada mientras se pierde entre la mucha sombra. Una parte de mí se aprieta: la veo atraer miradas, y una puntada de celos que no quiero admitirme golpea igual.
Dentro hay gente por todos lados. La veo tomarse fotos, reírse con desconocidos. De reojo, unos jóvenes me saludan con esa mezcla de sorpresa y “¿qué hace él con ella?”. Eso me recuerda que estoy allí, que no soy invisible, y me da una especie de empujón de orgullo tímido.
María regresa corriendo hacia mí, casi sin aliento.
—¡Voy a participar en el concurso de baile! —dice, pegándose a mi oído—. Quiero que me veas… sé que te va a encantar.
La música estalla en el salón, un ritmo de reggaetón con bajos profundos que reverberan en mi pecho: el inicio de "Se te nota". Las luces estroboscópicas esterilizan el escenario, pintando destellos sobre la multitud. María sube con un salto ágil, su cola de gato de felpa negra ondeando como un péndulo seductor. Su atuendo de Nekogirl es un imán para las miradas: el short negro abraza sus caderas y muslos, brillando bajo la luz. Las orejas de gato en su diadema tiemblan, y los bigotes pintados en sus mejillas añaden un toque juguetón.
Baila con una mezcla de control y descarga, sus caderas siguiendo el ritmo. La cola de felpa se balancea, marcando un compás hipnótico. Los murmullos de la multitud crecen, un coro de suspiros y risas nerviosas que me hacen apretar los puños. Sus ojos, brillando bajo el maquillaje felino, buscan los míos, y su sonrisa pícara me golpea. Me siento elegido, por un segundo, pero el peso de las miradas ajenas me recuerda que no soy el único. Cada hombre y mujer aquí la devora con los ojos, y ese deseo colectivo enciende algo en mí. Imágenes fugaces cruzan mi mente: María riendo con un chico desconocido, su cuerpo moviéndose cerca de él. No son claras, pero me golpean con un nudo de celos que solo intensifica el calor en mi pecho.
> Si te fijas, si te fijas
>
> Se te nota que quieres de mi boca
>
> Y me dices que no, que no
>
> Pero sé que por mí, baby, te alocas
>
>
La letra resuena en el aire, pero también en mi cabeza, como si ella me estuviera cantando solo a mí. Me pregunto si sus movimientos, su forma de mover las caderas y su mirada, son un desafío que me lanza directamente.
De pronto, en un giro rápido, su pie tropieza. El movimiento es tan repentino que el aire se tensa. María cae, y por un instante, el tiempo parece detenerse. Aterriza de rodillas, con una mano apoyada en el escenario. La posición, aunque accidental, es devastadoramente sensual: sus glúteos, redondos y firmes, se alzan hacia el público, dibujando una forma de corazón perfecta bajo el short negro que apenas los contiene. La tela se tensa, y sus muslos, tonificados y brillantes por un leve sudor, reflejan las luces del escenario. El público no disimula: algunos sacan sus teléfonos, capturando la imagen como si fuera una postal erótica. Suspiros, murmullos y algún silbido descarado llenan el espacio, y yo, parado a un lado del escenario, siento mi pulso acelerarse. Mi cuerpo reaccionó, y me odié por ello. El orgullo de ser su rescate se mezclaba con la vergüenza de saber que el deseo que sentía por ella en esa posición era el mismo que el de todos los demás.
Corro hacia el escenario, empujado por un impulso que no cuestiono. Subo de un salto, ignorando las miradas de la multitud. María, aún de rodillas, levanta la vista hacia mí. Sus ojos café tienen un brillo de sorpresa, pero también algo más: una mezcla de travesura y súplica. Su respiración es agitada, y un leve gemido escapa de sus labios. Sus manos, aún con los guantes de garra, se apoyan en mis piernas para impulsarse, y el contacto, breve, es como una chispa que me quema la piel. Desde mi posición, de pie frente a ella, su rostro está tan cerca que puedo ver el brillo húmedo de sus labios. Mi cuerpo reacciona, y me odio por ello.
Las miradas del público pesan sobre nosotros, un mar de ojos que no solo la devoran a ella, sino que me juzgan a mí. Bajamos del escenario, y ella se apoya en mí, cojeando ligeramente. Su mano aprieta mi brazo, y su cuerpo está tan cerca que siento el calor que emana de ella, el aroma dulce de su perfume mezclado con el leve sudor de su piel. Mi mente es un torbellino: la culpa por desearla así, la vergüenza de mi cuerpo traicionándome, y un orgullo frágil porque yo soy quien la sostiene.
—Gracias por rescatarme, caballero —dice, su voz juguetona, aunque con un toque de vulnerabilidad. Se ajusta las orejas de gato, ladeadas por la caída.
Caminamos unos pasos más, y ella frena, su rostro cambiando a una mueca de queja. —Ay, Luis, ahora mi torpeza se va a hacer viral —dice, cruzándose de brazos—. Esos idiotas con sus teléfonos… seguro ya están subiendo mi trasero estampado en el escenario.
Intento calmarla, aunque mi garganta se seca al recordar la imagen de su caída. —María, no pude hacer nada, pasó muy rápido… —balbuceo, nervioso, y luego, sin pensarlo, suelto—: Pero, eh… yo creo que las fotos fueron más por… tu colita de gato.
Ella ladea la cabeza, sus ojos café brillando con una chispa de confusión fingida. —¿Qué dices? ¿Por mi colita de gato? —pregunta, girando un poco para que la cola de felpa se mueva. Luego, se acerca más, sus pestañas parpadean lentamente, y suelta con una sonrisa traviesa—: ¿Y a ti te gusta mi colita de gato, Luis?
El calor me quema las mejillas. —E-eh… yo… —tartamudeo, las palabras atascándose en mi garganta. Bajo la vista y sigo caminando, mis pasos más rápidos de lo normal. María ríe detrás de mí, un sonido rápido y contagioso que llena el aire, y sé que no hay forma de escapar de ella. En el fondo, las fotos de su caída ya están circulando, un trofeo que no me pertenece del todo, y María, con su colita de gato y su sonrisa, siempre será más grande que yo.
La tarde continúa. En uno de los stands, hay un mural grande de un cerebro en flor; me detengo frente a él, mirando como si pudiera entrar en la imagen.
—Mi sueño es viajar a Japón —dice, sus ojos fijos en el dibujo.
—El mío también.
—Y si vamos juntos? —lanza la pregunta con una mirada de reojo.
—Claro.
—Te imaginas? Tú y yo caminando mientras caen las flores de cerezo… —su voz se quiebra ligeramente con un toque de timidez, y sus mejillas se tiñen de una rosa suave.
—Sí, típica escena romántica de anime —intento bromear, pero mi tono titubea.
Ella se acerca y susurra: —Seguro que en esa escena un chico se me declararía.
—Si eso pasa y yo estoy allí, me alejo y te dejo sola con él. —Lo digo con un toque de sarcasmo, pero no puedo evitar un leve temor. Ella se lleva las manos al rostro, una mezcla de frustración y diversión.
Más adelante, me detengo frente a un látigo negro en exhibición.
—Acaso te gustan esas cosas, pervertido? —ríe—. ¿Lo vas a comprar para amarrarme y azotarme?
—Es el látigo de Catwoman… técnicamente serías tú la que tendría que amarrarme y darme con él. —Lo digo en broma, pero la veo tensarse por un segundo antes de ruborizarse.
— ¿Te gustaría eso? —pregunta, ese brillo travieso en los ojos. La imagen de ella con el látigo me golpea como un destello, enviando un calor extraño a mi rostro. No sé si es vergüenza o algo más.
—Mira, un stand de Dragon Ball —digo rápido, esquivando el tema.
En el stand, hay un concurso de trivia. Me inscribo, respondo las preguntas y gano. Puedo elegir entre una camiseta o un peluche de gato blanco con ojos enormes. Elijo el peluche y se lo doy.
—Para ti. —Se lo paso con una mezcla de timidez y la sensación de que es para ella.
—¡Voy a dormir con él pensando en ti! —lo abraza fuerte, sus ojos se iluminan, y me ruborizo porque no sé si es un juego o si lo dice en serio.
—Te pusiste rojo… qué tierno. —Lo dice con esa risa que aligera todo.
El aire de la noche está cargado, denso con el humo dulce y especiado de la carne asada que se arremolina desde los puestos callejeros. María cojea a mi lado, su peso apoyado en mi brazo, más de lo que había notado antes, como si cada paso fuera una excusa para acercarse. El calor de su cuerpo se filtra a través de mi camisa. El roce de su cadera contra la mía dispara una corriente eléctrica que me recorre la espalda. El bullicio de la convención se desvanece a nuestro alrededor, y solo quedamos ella y yo, con el ritmo de sus pasos desiguales y el latido acelerado que siento bajo mi piel.
Llegamos a un puesto de comida, donde el chisporroteo de la parrilla llena el aire con un aroma que hace rugir mi estómago. María se detiene, sus ojos brillan bajo las luces parpadeantes del puesto mientras observa la comida. Sus labios, carnosos y de un rojo suave, se curvan en una sonrisa traviesa. Su mano se desliza con deliberada lentitud hacia un chorizo grueso y largo, sus dedos rozándolo como si evaluara algo más que la comida. En ese momento, solo veía a una chica coqueta, pero ahora, la imagen del chorizo humedecido en su boca se me superpone con las fantasías que leí. “¿Mini salchichas? No, gracias”, dice, su voz baja, casi un ronroneo. "Esto... esto es lo que quiero. Grande, horrible... más satisfactorio", añade, con un guiño que me atraviesa como una chispa y enciende mi imaginación.
Muerde el chorizo con un movimiento lento, casi teatral, sus labios envolviéndolo con una precisión que me hace tragar saliva. Un gemido húmedo escapa de su garganta, vibrante, gutural, y el sonido me golpea como una ola. De repente, suelta un chillido agudo y se abanica la boca con la mano libre. “¡Ay, me quemé!” exclama, girándose hacia mí. Sus ojos café destellan con una mezcla de diversión y algo más profundo, más peligroso.
“Luis, mírame”, susurra, y su voz tiene una matiz que me inmoviliza. Se inclina ligeramente hacia atrás, dejando su rostro a la altura perfecta para que mis ojos se pierdan en ella. Su mano, cálida y firme, se posa sobre mi pecho, justo encima de mi corazón, que tarde como si quisiera escapar de mi caja torácica. El contacto es ligero, pero electrizante, como si sus dedos estuvieran trazando un mapa secreto sobre mi piel.
Entonces, saca la lengua. No es un gesto casual; es una declaración. La punta rosada se desliza lentamente hacia afuera, expuesta, húmeda bajo la luz ámbar del puesto, brillando con una promesa implícita. Sus labios entreabiertos dejan entrever el borde de sus dientes. El calor me envuelve, una mezcla de la noche, el aroma del chorizo y la presencia abrumadora de María. Siento el sudor formándose en mi nuca, deslizándose lentamente por mi espalda, mientras mi mirada se detiene en ella, incapaz de apartarse. Sus ojos se encuentran con los míos por un instante, un microsegundo que se siente eterno. Hay una chispa en su mirada, una picardía que dice que sabe exactamente lo que estoy pensando. La comisura de sus labios se curva en una sonrisa apenas perceptible, un gesto que me desarma por completo.
“Ya sé en lo que estás pensando… pervertido”, susurra, y su voz es un hilo de seda que se enreda en mis pensamientos. Su risa, baja y cálida, me envuelve como una caricia. Su mano, aún sosteniendo el chorizo, me da un golpecito ligero en el brazo, un contacto que quema más de lo que debería. Tararea una melodía, burlona, mientras sus ojos no se apartan de los míos: 🎵 Se te nota, se te nota… 🎵
Vuelve a morder el chorizo, pero esta vez lo hace con una lentitud deliberada, sus labios cerrándose alrededor de la carne con una precisión que me roba el aliento. Sus ojos no se apartan de los míos, y en ese momento, el mundo entero se reduce a ella: el brillo en su mirada, el movimiento de su garganta al tragar, la forma en que su cuerpo parece acercarse un milímetro más, como si estuviera invitándome a cruzar una línea invisible. Mi boca está seca, mi corazón golpea contra mis costillas, y el calor que sube por mi pecho no tiene nada que ver con la noche. María lo sabe. Lo sabes y lo disfrutas.
En el camino de regreso, el silencio del auto se llena con el zumbido del motor y el eco del tráfico nocturno. María, recostada en el asiento del copiloto, apoya la cabeza contra la ventana, sus ojos café suavizados por la luz de las farolas. De pronto, habla en voz baja. "Sabes, lo de 'hermanas de leche' que dijo Sofía... es por algo que pasó hace años. Las dos salimos con el mismo chico en la secundaria, sin saberlo. Nos dolió mucho, pero no dejó que nos separáramos. Nos dimos cuenta de que los hombres, a veces, son solo... un juego. Y con eso, la amistad se hizo más fuerte. Ahora Sofía bromea con que 'compartimos la misma leche' y siempre dice que los hombres solo sirven para pasar el rato." Se encoge de hombros, su tono casual pero con un dejo de melancolía. Me quedo callado, procesando sus palabras, sintiendo un nudo en el estómago al pensar en lo que significan.
Antes de que pueda responder, ella empieza a cantar en voz baja, una melodía suave y tierna que me resulta familiar, un eco de algo que despierta un recuerdo cálido en mi pecho:
🎵Porque, porque,
quiero volar contigo por el cielo,
Te daré, mi amor,
Solo a ti, quiero volar.
Yo te atrapo, tú me atrapas
para siempre.
Lo que quieras puedes pedirme.
Me querrás saber
solo es cuestión de tiempo 🎼
Su voz es delicada, casi frágil, y cada palabra parece tejer un lazo invisible entre nosotros. Reconozco la canción al instante: el opening de Cardcaptor Sakura. La forma en que María canta, con los ojos entrecerrados y un leve temblor en su voz, no tiene la chispa traviesa de antes; es vulnerable. Por un momento, no es la María que juega con doble sentido; es solo ella, cantando algo que significa más de lo que dicen sus palabras.
Llegamos a su apartamento, y la ayuda a bajar del auto. Toco el timbre, y la puerta se abre. Sofía está ahí, envuelta en una toalla blanca que apenas cubre su cuerpo. Sus ojos verdes me recuerdan con una mezcla de diversión y descaro. “¡Vaya, gatica, qué te pasó? ¿Metiste la pata en la convención?” dice, apoyándose en el marco de la puerta. Un tipo moreno, diferente al rubio de la mañana, está sentado en el sofá, observándonos con curiosidad. La imagen de Sofía, semidesnuda y relajada, trae de golpe el recuerdo de lo que María me contó en el auto. Mi mente se tambalea, los rumores sobre María resuenan más fuertes, y me pregunto si ella también ve las relaciones como un juego.
“Me tropecé bailando, nada grave”, responde María a Sofía, poniendo los ojos en blanco pero con una sonrisa. “Me divertí muchísimo”.
“¿Y este caballero qué tal se portó?” pregunta Sofía, guiñándome un ojo. El tipo moreno ríe, su mano rozando el brazo de Sofía.
“Luis fue un amor”, dice María, apoyándose en mi brazo. Luego, en voz baja, añade: "Oye, es tarde. ¿Por qué no te quedadas a dormir? Hay espacio".
“No, gracias, mejor me voy”, respondió, sintiendo calor en las mejillas. Me despido con un gesto torpe y me voy, el eco de su voz y la sensación de su cuerpo en mi espalda aún quemándome mientras camino hacia mi auto.
De vuelta en el presente, estoy sentado en el borde de nuestra cama, con María de pie frente a mí, su silueta envuelta en ese perfume dulce. Los recuerdos de esa noche, el brownie, la caída, el látigo, el chorizo, el mural de cerezos y su voz cantando ese opening se arremolinan en mi mente, ya no como anécdotas, sino como la primera pieza de un rompecabezas que no quiero armar. Porque ahora, con el eco de sus relatos sobre Marcos y su mirada frente al video, sé que esos juegos de palabras no eran solo juegos. Y por primera vez, siento el verdadero peso de su secreto y de mi deseo.
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