(Capítulo 2 - "Pixel")
Mi mundo se derrumbaba, y María era el centro de todo. Su pregunta, “—Luis… ¿qué es esto?” Colgaba en el aire, su voz temblando entre sorpresa, confusión y algo más que no podía descifrar. Mis dedos, torpes, volaron al teclado, intentando cerrar la laptop, pero el video seguía ahí, congelado en un fotograma que me quemaba los ojos: una mujer menuda, con el cabello revuelto, gemía bajo un hombre moreno y musculoso, sus manos firmes en sus caderas. El esposo, un hombre más pequeño, estaba de pie en una esquina, sosteniendo una bebida con manos temblorosas, sus ojos fijos en la escena. Lo había visto antes en el video: guió a su esposa hacia el hombre, tomándola de la mano con un gesto sumiso, asintiendo cuando ella lo miró, como dándole permiso, su rostro una mezcla de dolor y reverencia. Había preparado la habitación, ajustado las luces, servido una bebida al hombre, moviéndose con pasos rápidos y nerviosos, como si su lugar fuera servir, observar, complacer. En mi mente, no era la mujer del video, era María, y el hombre no era un actor, era Marcos, con sus brazos como columnas, su sonrisa de tiburón, mientras yo, como el esposo, la entregaba, miraba, deseaba, atrapado en un torbellino de celos y excitación. La palabra “cuckolding” ardía en la barra de búsqueda, un cuchillo en mi pecho. “Ella sabe”, pensé, el pánico apretándome la garganta. “Sabe que leí sus relatos, que vi sus búsquedas”.
Mi pene, pequeño, duro, temblaba en mi mano, los pantalones arrugados en el suelo. Quise hablar, pero mi lengua era un nudo. Mi mano cubrió instintivamente mi entrepierna, un gesto inútil, porque ella ya lo había visto todo: la laptop, mi estado, la culpa pintada en mi cara. Sus relatos, los que había leído en su carpeta secreta, ardían en mi mente: Marcos levantándola contra una pared, haciéndola sentir desatada, consumida por el deseo. La vergüenza me quemaba, pero también había algo más, un calor traicionero que no podía explicar, un eco de la imagen del esposo en el video, entregando a su esposa, sirviendo, observando con sumisión mientras ella se perdía en otro hombre.
Y entonces, María soltó una carcajada, dando un saltito infantil que hizo temblar su coleta. Fue un sonido puro, cristalino, que rompió la tensión como un martillo contra vidrio. Se tapó la boca con una mano, sus ojos brillantes, haciendo un puchero exagerado que destilaba sarcasmo, con una sonrisa pícara curvando sus labios.
—¡Píxel! —dijo, avanzando hacia mí, sus zapatillas chirriando contra el suelo—. Uffff, cuando me dijiste esta mañana que te sentías mal y estabas caliente, lo entendí mal, ¡jajaja! Me volví para darte una mano, pero ya te la estás dando tú.
Su risita sarcástica me envolvió, y aunque la vergüenza seguía ahí, sentí un alivio extraño, como si su broma pudiera salvarme de mí mismo. “Su risa me desnudó más que estar sin pantalones”, pensé, intentando reírme de mí mismo. Se acercó, sus piernas tonificadas rozando el borde de la cama, el suave aroma de su perfume de bebé llenándome los sentidos. Se inclinó hacia mí, su coleta cayendo sobre su hombro, y sus dedos, pequeños pero firmes, encontraron mi barbilla, girando mi rostro hacia ella. Sus lentes reflejaban la luz, pero detrás de ellos, sus ojos eran puro fuego juguetón.
—Sabes, Pixel, se vale tomar la iniciativa de vez en cuando —susurró, su voz cargada de picardía, un reclamo suave que me hizo sentir aún más pequeño—. Si querías cardio, amor, solo tenías que pedirmelo.
Sus labios encontraron los míos, un beso cálido, suave, que sabía a café ya ella. Su mano bajó, sin dudar, y sus dedos se cerraron alrededor de mi pene, aún duro, desnudo contra mi piel. Sentí un escalofrío, mi respiración atrapada en la garganta. Su mano lo cubría por completo, cada centímetro, como si mi tamaño desapareciera en su palma. Era un contraste brutal con el video que aún ardía en mi mente: la actriz apenas podía cerrar los dedos alrededor del pene del actor, que sobresalía, horrible, imponente, mientras el esposo, sumiso, asentía desde su esquina, su bebida temblando en sus manos. María lo presionó suavemente, una risita escapando de sus labios, sus uñas rozándome el pecho con un arañazo ligero, juguetón, que me hizo estremecer.
—Vaya, amor, estás bien durito hoy —dijo, mordiendo su labio inferior con una sonrisa pícara que me hacía sentir pequeño y deseado a la vez—. ¿Qué te tiene tan encendido, chiquito?
Mi cabeza era un desastre. Ella lo sabía. O al menos, sospechaba. Sus relatos hablaban de Marcos, de su fuerza, de cómo la hacía sentir desatada. Yo no la hacía gritar, no como él podría. Nunca la había visto arquearse hasta perder el control, como la mujer del video, entregada por su esposo, que la observaba con una mezcla de devoción y derrota. Pero aquí estaba María, buscándome, tocándome, riendo conmigo. ¿Por qué? ¿Era amor? ¿Lastima? ¿O solo su forma de jugar? Sus dedos acariciaron mi mejilla, suaves, cálidos, como si quisiera calmar mi torpeza.
Con un movimiento rápido, María se quitó el short y las bragas, dejándolas caer al suelo como un pensamiento de pasajero. Su piel trigueña brillaba bajo la luz suave, su abdomen tenso, sus muslos fuertes apretándome al sentarme a horcajadas sobre mí. El calor de su cuerpo me envolvió, su piel rozando la mía, un roce que era fuego y hogar al mismo tiempo. Tomó mi pene con esa delicia burlona, guiándolo hacia su entrada, húmedo, palpitante, como un lugar donde yo era bienvenido, aunque no lo llenara.
—A ver si mi chiquito aguanta el ritmo, amor —susurró, su voz un ronroneo picaresco, como gatica en celos, sus ojos brillando con diversión.
Empezó a moverse, un sube y baja lento, pausado, sus caderas ondulando como si dibujaran círculos en el aire. Sus manos se apoyaron en mi pecho, sus uñas dejando un arañazo suave, juguetón, que me hizo jadear. Me miró, sus lentes deslizándose un poco por su nariz, su sonrisa pícara iluminando la habitación. Sus muslos apretaban los míos, su cuerpo moviéndose con una gracia que me robaba el aliento. Sus dedos se deslizaron por mi rostro, acariciando mi mejilla, mi mandíbula, su pulgar trazando una línea bajo mi ojo, un gesto tan tierno que casi olvidé mi torpeza. Grité, un gemido torpe que no pude contener. Sus caderas se aceleraron, el roce de su interior me envolvía, pero entonces, como siempre, pasó: me salí. Un movimiento demasiado rápido, y mi pene, pequeño, se escapó de su calor.
María soltó una risita, sus ojos brillando con diversión. “¡Ay, amor, te escapaste otra vez!” dijo, encontrando un puchero. Sus dedos lo encontraron de nuevo, guiándolo con cuidado, como si fuera una pieza delicada. “Vamos, chiquito, quédate en el juego, nyau”, susurró, imitando el maullido de una gata, mientras me mordía el cuello con un toque juguetón, sus dientes rozándome la piel, enviando un escalofrío por mi espalda. Volvió a moverse, más lento, más deliberado, sus caderas trazando círculos que me hacían temblar. Sus manos acariciaron mi rostro, sus pulgares trazando líneas suaves bajo mis ojos, y me miró, profunda, como si quisiera grabarse en mi alma.
En mi mente, las imágenes se mezclaban: María con Marcos, como en el video, sus manos en sus caderas, su cuerpo llenándola, mientras yo, como el esposo, la entregaba con un asentimiento tembloroso, observando desde una esquina, sirviendo, deseando. ¿Así se lo imaginaba? ¿Así quería sentirme? El pensamiento me dolía, pero también me encendía, como si los celos fueran gasolina. Sus gemidos eran suaves, no los gritos salvajes del video, pero eran reales, para mí. Sus dedos se enredaron en mi cabello, su cuerpo apretándose contra el mío, y el calor de su interior, el roce de su piel, la idea de Marcos en mi cabeza… fue demasiado. Mi cuerpo se tensó, un jadeo se me escapó, y llegué al clímax en un instante, mucho antes de lo que esperaba.
María se detuvo, sus ojos abriéndose con sorpresa antes de soltar una carcajada. Se inclinó hacia mí, su cabello cayendo como una cortina sobre mi rostro, su aliento cálido contra mi mejilla.
—Ya, ¿amor? —dijo, riendo, su voz llena de diversión—. ¡Vaya, hoy fue rapidito! Si esto se vuelve habitual, te cambia el apodo a Flash, ¿eh?
Me reí, a pesar de la vergüenza que me quemaba. Mi respiración era un desastre, mi corazón un tambor. Sabía que no era un virtuoso en la cama, que no la hacía temblar como en sus fantasías. Incluso mi resistencia, mi único orgullo, había fallado hoy. Pero María no se apartó. Se quedó sobre mí, su cuerpo cálido, sus dedos jugando con mi cabello, su sonrisa iluminándome. Me besó la frente, un gesto tan tierno que casi olvidé mi torpeza.
—Vamos, amor, a ver qué porno usaste para ponerte creativo —dijo, girándose hacia la laptop con una sonrisa pícara—. Cara, vemos temáticas de porno, no sabemos.
El pánico me tocó. Mis manos volaron al teclado, intentando cerrar la ventana, pero María fue más rápida. “¡Ya, ya, déjame ver!” exclamó, riendo, empujando mis manos con suavidad. Sus dedos encontraron el ratón, y la pantalla volvió a la vida. El video seguía pausado, el título en letras grandes: “Cuckold Husband Watches Wife with BBC”. Su risa se apagó. Sus ojos se abrieron más, sus labios entreabiertos en una mezcla de asombro y nervios. Por un segundo, pareció dudar, sus dedos congelados en el ratón, como si estuviera procesando algo enorme. Luego giró la cabeza hacia mí, lentamente, sus lentes reflejando la luz, su rostro serio, con un toque de curiosidad.
—Luis… —dijo, su voz más baja, temblorosa—. ¿Esto es… lo que estabas viendo? ¿En mi laptop?
No supe qué decir. Mi garganta estaba seca, mi corazón en la boca. Ella lo sabía. Sabía de los relatos, de sus fantasías con Marcos. Y ahora sabía que yo lo sabía. La habitación parecía latir, como si el aire mismo estuviera esperando su
próximo movimiento.
http://es.poringa.net/posts/relatos/6058778/Pixel-y-la-fantasia-cuckoding-su-mujer.html
Mi mundo se derrumbaba, y María era el centro de todo. Su pregunta, “—Luis… ¿qué es esto?” Colgaba en el aire, su voz temblando entre sorpresa, confusión y algo más que no podía descifrar. Mis dedos, torpes, volaron al teclado, intentando cerrar la laptop, pero el video seguía ahí, congelado en un fotograma que me quemaba los ojos: una mujer menuda, con el cabello revuelto, gemía bajo un hombre moreno y musculoso, sus manos firmes en sus caderas. El esposo, un hombre más pequeño, estaba de pie en una esquina, sosteniendo una bebida con manos temblorosas, sus ojos fijos en la escena. Lo había visto antes en el video: guió a su esposa hacia el hombre, tomándola de la mano con un gesto sumiso, asintiendo cuando ella lo miró, como dándole permiso, su rostro una mezcla de dolor y reverencia. Había preparado la habitación, ajustado las luces, servido una bebida al hombre, moviéndose con pasos rápidos y nerviosos, como si su lugar fuera servir, observar, complacer. En mi mente, no era la mujer del video, era María, y el hombre no era un actor, era Marcos, con sus brazos como columnas, su sonrisa de tiburón, mientras yo, como el esposo, la entregaba, miraba, deseaba, atrapado en un torbellino de celos y excitación. La palabra “cuckolding” ardía en la barra de búsqueda, un cuchillo en mi pecho. “Ella sabe”, pensé, el pánico apretándome la garganta. “Sabe que leí sus relatos, que vi sus búsquedas”.
Mi pene, pequeño, duro, temblaba en mi mano, los pantalones arrugados en el suelo. Quise hablar, pero mi lengua era un nudo. Mi mano cubrió instintivamente mi entrepierna, un gesto inútil, porque ella ya lo había visto todo: la laptop, mi estado, la culpa pintada en mi cara. Sus relatos, los que había leído en su carpeta secreta, ardían en mi mente: Marcos levantándola contra una pared, haciéndola sentir desatada, consumida por el deseo. La vergüenza me quemaba, pero también había algo más, un calor traicionero que no podía explicar, un eco de la imagen del esposo en el video, entregando a su esposa, sirviendo, observando con sumisión mientras ella se perdía en otro hombre.
Y entonces, María soltó una carcajada, dando un saltito infantil que hizo temblar su coleta. Fue un sonido puro, cristalino, que rompió la tensión como un martillo contra vidrio. Se tapó la boca con una mano, sus ojos brillantes, haciendo un puchero exagerado que destilaba sarcasmo, con una sonrisa pícara curvando sus labios.
—¡Píxel! —dijo, avanzando hacia mí, sus zapatillas chirriando contra el suelo—. Uffff, cuando me dijiste esta mañana que te sentías mal y estabas caliente, lo entendí mal, ¡jajaja! Me volví para darte una mano, pero ya te la estás dando tú.
Su risita sarcástica me envolvió, y aunque la vergüenza seguía ahí, sentí un alivio extraño, como si su broma pudiera salvarme de mí mismo. “Su risa me desnudó más que estar sin pantalones”, pensé, intentando reírme de mí mismo. Se acercó, sus piernas tonificadas rozando el borde de la cama, el suave aroma de su perfume de bebé llenándome los sentidos. Se inclinó hacia mí, su coleta cayendo sobre su hombro, y sus dedos, pequeños pero firmes, encontraron mi barbilla, girando mi rostro hacia ella. Sus lentes reflejaban la luz, pero detrás de ellos, sus ojos eran puro fuego juguetón.
—Sabes, Pixel, se vale tomar la iniciativa de vez en cuando —susurró, su voz cargada de picardía, un reclamo suave que me hizo sentir aún más pequeño—. Si querías cardio, amor, solo tenías que pedirmelo.
Sus labios encontraron los míos, un beso cálido, suave, que sabía a café ya ella. Su mano bajó, sin dudar, y sus dedos se cerraron alrededor de mi pene, aún duro, desnudo contra mi piel. Sentí un escalofrío, mi respiración atrapada en la garganta. Su mano lo cubría por completo, cada centímetro, como si mi tamaño desapareciera en su palma. Era un contraste brutal con el video que aún ardía en mi mente: la actriz apenas podía cerrar los dedos alrededor del pene del actor, que sobresalía, horrible, imponente, mientras el esposo, sumiso, asentía desde su esquina, su bebida temblando en sus manos. María lo presionó suavemente, una risita escapando de sus labios, sus uñas rozándome el pecho con un arañazo ligero, juguetón, que me hizo estremecer.
—Vaya, amor, estás bien durito hoy —dijo, mordiendo su labio inferior con una sonrisa pícara que me hacía sentir pequeño y deseado a la vez—. ¿Qué te tiene tan encendido, chiquito?
Mi cabeza era un desastre. Ella lo sabía. O al menos, sospechaba. Sus relatos hablaban de Marcos, de su fuerza, de cómo la hacía sentir desatada. Yo no la hacía gritar, no como él podría. Nunca la había visto arquearse hasta perder el control, como la mujer del video, entregada por su esposo, que la observaba con una mezcla de devoción y derrota. Pero aquí estaba María, buscándome, tocándome, riendo conmigo. ¿Por qué? ¿Era amor? ¿Lastima? ¿O solo su forma de jugar? Sus dedos acariciaron mi mejilla, suaves, cálidos, como si quisiera calmar mi torpeza.
Con un movimiento rápido, María se quitó el short y las bragas, dejándolas caer al suelo como un pensamiento de pasajero. Su piel trigueña brillaba bajo la luz suave, su abdomen tenso, sus muslos fuertes apretándome al sentarme a horcajadas sobre mí. El calor de su cuerpo me envolvió, su piel rozando la mía, un roce que era fuego y hogar al mismo tiempo. Tomó mi pene con esa delicia burlona, guiándolo hacia su entrada, húmedo, palpitante, como un lugar donde yo era bienvenido, aunque no lo llenara.
—A ver si mi chiquito aguanta el ritmo, amor —susurró, su voz un ronroneo picaresco, como gatica en celos, sus ojos brillando con diversión.
Empezó a moverse, un sube y baja lento, pausado, sus caderas ondulando como si dibujaran círculos en el aire. Sus manos se apoyaron en mi pecho, sus uñas dejando un arañazo suave, juguetón, que me hizo jadear. Me miró, sus lentes deslizándose un poco por su nariz, su sonrisa pícara iluminando la habitación. Sus muslos apretaban los míos, su cuerpo moviéndose con una gracia que me robaba el aliento. Sus dedos se deslizaron por mi rostro, acariciando mi mejilla, mi mandíbula, su pulgar trazando una línea bajo mi ojo, un gesto tan tierno que casi olvidé mi torpeza. Grité, un gemido torpe que no pude contener. Sus caderas se aceleraron, el roce de su interior me envolvía, pero entonces, como siempre, pasó: me salí. Un movimiento demasiado rápido, y mi pene, pequeño, se escapó de su calor.
María soltó una risita, sus ojos brillando con diversión. “¡Ay, amor, te escapaste otra vez!” dijo, encontrando un puchero. Sus dedos lo encontraron de nuevo, guiándolo con cuidado, como si fuera una pieza delicada. “Vamos, chiquito, quédate en el juego, nyau”, susurró, imitando el maullido de una gata, mientras me mordía el cuello con un toque juguetón, sus dientes rozándome la piel, enviando un escalofrío por mi espalda. Volvió a moverse, más lento, más deliberado, sus caderas trazando círculos que me hacían temblar. Sus manos acariciaron mi rostro, sus pulgares trazando líneas suaves bajo mis ojos, y me miró, profunda, como si quisiera grabarse en mi alma.
En mi mente, las imágenes se mezclaban: María con Marcos, como en el video, sus manos en sus caderas, su cuerpo llenándola, mientras yo, como el esposo, la entregaba con un asentimiento tembloroso, observando desde una esquina, sirviendo, deseando. ¿Así se lo imaginaba? ¿Así quería sentirme? El pensamiento me dolía, pero también me encendía, como si los celos fueran gasolina. Sus gemidos eran suaves, no los gritos salvajes del video, pero eran reales, para mí. Sus dedos se enredaron en mi cabello, su cuerpo apretándose contra el mío, y el calor de su interior, el roce de su piel, la idea de Marcos en mi cabeza… fue demasiado. Mi cuerpo se tensó, un jadeo se me escapó, y llegué al clímax en un instante, mucho antes de lo que esperaba.
María se detuvo, sus ojos abriéndose con sorpresa antes de soltar una carcajada. Se inclinó hacia mí, su cabello cayendo como una cortina sobre mi rostro, su aliento cálido contra mi mejilla.
—Ya, ¿amor? —dijo, riendo, su voz llena de diversión—. ¡Vaya, hoy fue rapidito! Si esto se vuelve habitual, te cambia el apodo a Flash, ¿eh?
Me reí, a pesar de la vergüenza que me quemaba. Mi respiración era un desastre, mi corazón un tambor. Sabía que no era un virtuoso en la cama, que no la hacía temblar como en sus fantasías. Incluso mi resistencia, mi único orgullo, había fallado hoy. Pero María no se apartó. Se quedó sobre mí, su cuerpo cálido, sus dedos jugando con mi cabello, su sonrisa iluminándome. Me besó la frente, un gesto tan tierno que casi olvidé mi torpeza.
—Vamos, amor, a ver qué porno usaste para ponerte creativo —dijo, girándose hacia la laptop con una sonrisa pícara—. Cara, vemos temáticas de porno, no sabemos.
El pánico me tocó. Mis manos volaron al teclado, intentando cerrar la ventana, pero María fue más rápida. “¡Ya, ya, déjame ver!” exclamó, riendo, empujando mis manos con suavidad. Sus dedos encontraron el ratón, y la pantalla volvió a la vida. El video seguía pausado, el título en letras grandes: “Cuckold Husband Watches Wife with BBC”. Su risa se apagó. Sus ojos se abrieron más, sus labios entreabiertos en una mezcla de asombro y nervios. Por un segundo, pareció dudar, sus dedos congelados en el ratón, como si estuviera procesando algo enorme. Luego giró la cabeza hacia mí, lentamente, sus lentes reflejando la luz, su rostro serio, con un toque de curiosidad.
—Luis… —dijo, su voz más baja, temblorosa—. ¿Esto es… lo que estabas viendo? ¿En mi laptop?
No supe qué decir. Mi garganta estaba seca, mi corazón en la boca. Ella lo sabía. Sabía de los relatos, de sus fantasías con Marcos. Y ahora sabía que yo lo sabía. La habitación parecía latir, como si el aire mismo estuviera esperando su
próximo movimiento.
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