You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Mi sobrino me manosea mientras mi novio duerme 2

Me imaginé a Fabricio diciéndoselo con esa torpeza suya y me irrité. No podía culparlo, pero era tan evidente que Enzo se le reía en la cara.

Mientras curaba el corte de su cara, sentía el calor de su piel, el olor a jabón mezclado con el alcohol y el aire húmedo del baño. La toalla se había aflojado más. Con cada movimiento mío, aumentaba el peligro de que todo se pudiera ver.

—¿Te gusta provocar, no? —le dije, sin mirarlo a los ojos.

—Nah, tía… me gusta ver cómo te ponés cuando te miro —dijo, con esa sonrisa que me hacía perder la paciencia.

—Tenés que cuidarte más, Enzo —murmuré, cambiando de tema, o al menos intentándolo.

—¿Cuidarme? Jajaja… si sos vos la que tiembla —me dijo, mirándome de arriba abajo.

No supe qué contestar. Lo odiaba por tener razón.

—Sea como sea, tenés que aprender a respetar a la mujer del hombre que te recibe en su casa —le dije, manteniendo la mirada firme mientras terminaba de limpiar sus nudillos.

—Puede ser… —respondió él, inclinando apenas la cabeza con esa media sonrisa insolente—. Pero como te dije, no tengo nada que perder. Y como vos misma dijiste, estoy en pedo, así que soy inimputable.

—Estás lo suficientemente lúcido como para tener una conversación coherente, así que no te hagas el inocente.

—No me hago el inocente —dijo—. Y además… —agregó, mirándome de arriba abajo con descaro—. Estás buenísima, tía. Y tenés las manos suaves, delicadas…

—Cortala —le dije, pero todavía seguía ahí, de pie, frente a él, tan cerca que sentía el calor de su cuerpo húmedo.

—Tu amiga me habló de vos.

—¿Qué? —pregunté, sorprendida.

En ese instante me acordé de Sabrina y la puteé mentalmente. ¡Esa pelotuda!

—Tranqui —dijo, como adivinando lo que pensaba—. No me contó ningún secreto. Pero digamos que fue lo suficientemente clara al decirme que vos eras igual que ella.

—Era —recalqué, frunciendo el ceño.

Él se encogió de hombros, como si nada.

—Viste que me dijiste que tengo que evitar mirarte el culo… Bueno, el tema es que es muy difícil, porque con ese orto hermoso que tenés, es casi imposible no mirarte.

—Cortala —repetí, endureciendo la voz—. Lo voy a dejar pasar solo porque estás borracho.

Me molestó de verdad lo que dijo. No es que me estuviera contando ninguna novedad, pero, que me lo soltara así, mientras yo me preocupaba por curarlo, y mientras su tío estaba durmiendo, me irritaba.

Pero él ya lo había dejado claro. “No tengo nada que perder”, había repetido varias veces. Supuse que por eso se andaba agarrando a piñas con cualquiera. Por eso no se reprimía al confesarle a su tía las ganas que tenía de cogérsela. Su tristeza por haberse quedado sin nadie en el mundo debían hacerlo actuar como si no le importaran las consecuencias.

—Lo que te quiero decir —continuó, ignorando mi tono— es que, así como vos te das cuenta de cómo te miro, yo me doy cuenta de cómo me mirás.

—No digas pavadas —repliqué, cruzándome de brazos, intentando parecer fría.

—No son pavadas, tía —dijo—. Hagamos una cosa… Si no estás mojada, te doy la razón y nunca intento hacer nada con vos.

—¿Mojada? ¿Estás loco? —le solté.

Me aparté un paso, buscando espacio para respirar. Estaba asustada y excitada, y eso me hacía enojarme conmigo misma.

Entonces, él se puso de pie lentamente. La toalla, floja, se deslizó por su cadera y cayó al piso, dejándolo completamente desnudo.

Tenía la verga parada, cosa que no me sorprendió.

Apuntaba para arriba, como una lanza, dura, marcada, grotescamente grande. Era una cosa descomunal. Gorda, venosa, tensa como un fierro recién forjado. Me quedé helada. Era como si un animal salvaje hubiese aparecido en la habitación, algo que me paralizaba y me excitaba al mismo tiempo.

Me sentí amenazada, como si con esa poderosa verga pudiera someterme a su antojo, sin poder hacer nada al respecto.

Sentí el calor entre las piernas. Enzo tenía razón, o al menos ahora sí la tenia. La tanga se había empapado por mis flujos. Una reacción  casi inmediata al ver la violenta desnudez de ese adolescente escultural.

Retrocedí un paso más, pero sentí la pared fría en mi espalda. Estaba acorralada.

—Cortala —le dije, pero ni yo misma me creía la firmeza que trataba de transmitir en mi voz.

Y él no la cortó. Al contrario, dio un paso más, reduciendo la distancia entre los dos a un punto en el que podía sentir su calor.

La verga monstruosa quedó a solo unos centímetros de mí. Por suerte  no llegó a rozarme, pero su cercanía me resultaba tan agresiva como una caricia directa.

En cambio, hizo algo que me dejó sin palabras.

Bajó una de esas manos enormes, con dedos largos, ásperos, hasta mi pierna.

Primero me tocó con suavidad, apenas un roce que me erizó la piel como si me estuviera tocando el alma. Luego apoyó toda la palma, firme, y comenzó a deslizarla lentamente hacia arriba.

Sentí cómo mis músculos se tensaban, como si mi cuerpo no supiera si huir o rendirse.

Cada centímetro que subía hacía que mi camisón plateado se levantara un poco más, revelando más piel. Yo estaba pegada a la pared, mirándolo callada, con una mezcla de impotencia y calentura.

Me sentía completamente indefensa frente a él: yo, pequeña, frágil, apenas cubierta por esa tela fina que no servía de nada como protección; y él, enorme, alto, con los hombros anchos y el cuerpo que parecía tallado para imponer temor y deseo al mismo tiempo.

Su mano siguió subiendo, lentamente, tan despacio que me obligaba a sentir cada roce como un latido. El contraste entre sus dedos ásperos y mi muslo suave hacía que la sensación de sus caricias fueran mucho más intensas que cuando Fabricio me tocaba con sus manos delicadas.

Entonces solté un suave gemido, totalmente impertinente.

—¿Te pasa algo, tía? —susurró, con un tono tan provocador que me hizo apretar los labios para no responderle.

Su mano siguió, lenta, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y cuando la yema de sus dedos llegó al borde de mi tanga, se detuvo. La acarició justo en el centro, ahí donde la tela finita apenas cubría lo más sensible, lo más prohibido. Me rozó con la punta de los dedos, suave, casi con ternura, y sentí un escalofrío que me subió por la espalda como una descarga eléctrica. Me mordí el labio.

—Mirá lo que tenemos acá... —murmuró, apenas audible, como si hablara solo.

Presionó un poco más fuerte, con esa tranquilidad que era mucho peor que cualquier apuro. La calma con la que tocaba, con la que empujaba apenas la tela contra mi cuerpo, me volvía loca. No necesitaba hacer más que eso para tenerme temblando.

Los dedos dibujaban círculos lentos, firmes, sobre la tela ya húmeda.

—¿Te das cuenta? —susurró, con una sonrisa torcida, mirándome desde arriba—. Ya te gané.

Sentí cómo mis caderas se movían solas, buscando más. Y entonces, con la punta de dos dedos, enganchó la tanga de un lado, la corrió hacia el costado como si abriera un regalo, y me dejó expuesta.

Clavó los ojos en los míos y, con un movimiento lento y certero, me hundió un dedo.

—Ah… —exhaló, como si no pudiera creer lo que sentía—. Pará un poco... No estás mojada...

Se quedó en silencio un segundo. Me miró, con esa mirada oscura, cargada de deseo y de maldad dulce, y entonces, con la voz ronca, dijo:

—Estás empapada.

Yo no podía respirar. El aire me pesaba. Sentía su dedo apenas entrando, saliendo, jugando con mi concha. Cada vez que empujaba un poco, mi cuerpo se arqueaba sin que pudiera evitarlo.

Y él no se apuraba. Me acariciaba desde adentro como si estuviera escribiendo algo con la punta del dedo. Como si lo hiciera solo para ver cuánto aguantaba antes de rogarle que no se detuviera.

Y cuando ya no daba más, cuando pensé que iba a seguir, lo sacó.

Lo hizo lento, muy lento. Como si disfrutara la sensación pegajosa de mi humedad envolviendo su dedo.

Lo miró. Lo levantó frente a sus ojos como si evaluara una obra de arte. Y después, sin dejar de mirarme, se lo llevó a la boca y lo lamió.

Lo hizo de forma obscena, muy lentamente, como si saboreara el helado más rico del mundo.

—Mmhh... —hizo, cerrando los ojos un segundo—. Que rico sabe tu concha, tía.

Yo lo miraba, sin saber si quería taparme o abrirle las piernas de par en par. Temblaba. Estaba empapada y caliente.

Pero sabía que si me cogía con esa verga ahí, tan cerca de Fabricio, era garantía de quilombo. Podía ser que él no tuviera nada que perder, pero yo sí, o eso pensaba.

Aproveché ese momento de distracción para dar un paso hacia el costado, esquivar su cuerpo y correr hacia la puerta. Abrí de golpe y salí, como si me persiguieran un montón de demonios.

No lo hice por miedo. Lo hice porque si me quedaba un segundo más, no solo no me iba a poder resistir, sino que le iba a suplicar que me metiera esa cosa y me cogiera como la bestia que era.

3 comentarios - Mi sobrino me manosea mientras mi novio duerme 2

Nemocabezon
Uffff como me calentas bebota hermosa!!! Q cogida te pegaría