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Mi sobrino me manosea mientras mi novio duerme 1

Relato 3
Mi sobrino me manosea mientras mi novioduerme
 


No tenía pensado meterle los cuernos a Fabricio, mucho menos con Enzo. No porque no me calentara, porque en ese punto ya sabía que ese pendejo había venido a remover cosas en mi vida que creía muertas. Sobre todo mi sexualidad. Con él empezaba a despertar esa vieja Delfina, la que siempre había estado ahí, esa puta eterna e insaciable que pensaba que podía devorarse el mundo. Pero no, no pensaba hacerlo. En serio. Además, solo tenía que aguantar dos meses, y mientras tanto Sabrina lo mantenía ocupado.
No voy a decir que sentía celos, pero sí sentía cierta envidia de mi amiga. Envidia de su libertad, de lo poco que le importaban las consecuencias. Ella seguía siendo la misma de siempre, igual de desvergonzada, igual de dueña de sí misma. Yo también había sido así alguna vez, y por momentos lo añoraba. Pero entonces recordaba las veces que eso me había dejado sola, usada, vacía. Eso fue lo que me hizo refugiarme en una relación “sana” con Fabricio.
Pero el imbécil me había engañado. Justo él.
Si quería vengarme, podría hacerlo con cualquier otro hombre, pensaba. ¿Por qué meterme en un quilombo como el de cogerme a su sobrino?
Pero las cosas no siempre pasan como una quiere. Eso ya lo sabía muy bien.
Esa noche Enzo había salido a bailar. Primera vez que salía solo hasta tarde desde que vivía con nosotros, pero era lógico: es joven, lleno de energía y de ganas de comerse el mundo —y a cuantas chicas pueda—. Fabricio hasta le dio plata.
Esto pasó más o menos una semana después de la exposición de Sabri.
Serían las cuatro de la mañana cuando lo escuché llegar. Fue de casualidad, porque yo me había levantado a hacer pis. Y por un segundo me sentí como una madre aliviada de que “el nene” volviera entero del boliche.
Me pregunté cuántas pendejas se habría levantado esa noche. Era exactamente el tipo de pibe que me volvía loca cuando yo tenía su edad. No por sus modales, que eran un desastre, sino por esa seguridad animal que irradiaba. Esa caradurez que te hace pensar que todo le pertenece.
Entonces empecé a escuchar ruidos raros. Como que tiraba cosas al piso. Enzo siempre fue medio descuidado, pero algo sonaba distinto. De pronto escuché su puerta cerrarse y después… el baño, o eso parecía. Tenía su baño propio al lado de su cuarto, pero igual estaba bastante cerca del nuestro.
Al principio lo ignoré, pero luego… ¿un quejido?. Me quedé quieta. ¿Había insultado? No… era como si estuviera hablando fuerte, casi gritando.
Encendí la luz y miré a Fabricio. Dormía como una morsa, completamente ajeno a todo lo que pasaba en el mundo, como de costumbre.
—¡Dios! —murmuré.
Yo no iba a dejar que ese pendejo hiciera un escándalo a las cuatro de la mañana. Me levanté, con mi camisón de seda plateado. Pero no era buen momento para preocuparme por verme demasiado sexi para mi sobrino.



Salí del cuarto y caminé por el pasillo hasta su dormitorio. Toqué la puerta. Nada. Así que la empujé suavemente. Estaba oscuro. Solo una luz tenue salía del baño.
Me acerqué y golpeé.
—¿Enzo?
No respondió. Pero al segundo, la puerta se abrió de golpe, lenta, como en una película de terror. Pero lo que vería no me horrorizaría.
Ahí estaba él, desnudo.
Me quedé dura. Esa verga enorme colgando, como si no existiera ni la más mínima vergüenza en su cuerpo. Era como una obra grotesca y perfecta al mismo tiempo. Tardé unos segundos en reaccionar hasta que vi algo más: tenía sangre en el hombro.
—¿Qué te pasó? —pregunté, sin disimular la preocupación.
—Nada, una pelea —me dijo. Entonces agarró una toalla pequeñña y la envolvió en su cintura. En él, que era tan grande, apenas parecía un taparrabo—. Justo iba a bañarme.
Le miré la cara y sentí un escalofrío. Tenía el pómulo izquierdo hinchado y un corte que seguía sangrando un poco. Los nudillos de la mano derecha, rojos y abiertos, como si hubiera estado rompiendo paredes.
—Necesitás tratar esas heridas —le dije.
Me acerqué un paso, sin pensarlo, para verle mejor el rostro. Desde tan cerca podía sentir el olor a sudor mezclado con alcohol y porro.
—¿Qué hiciste? —pregunté, aunque la respuesta me daba miedo.
—No te preocupes. No maté a nadie. Solo me defendí —respondió con una calma inquietante—. Hay muchos pibes celosos, ¿viste?
—Bañate —dije, intentando sonar firme—, y mañana hablamos seriamente de esto.
—¿Y por qué no ahora? —preguntó, mirándome con una chispa en los ojos.
Le tendría que haber dicho que era porque Fabricio tenía que estar presente, pero no me salió. Su cuerpo me intimidaba, no solo por su tamaño, sino por esa energía violenta y sexual que parecía emanar de cada músculo.
—No podés estar agarrándote a piñas cada vez que salís —le dije, cruzando los brazos para protegerme de su mirada.
—No lo hago cada vez que salgo. Solo cuando tengo que defenderme —respondió con una media sonrisa.
—Hay maneras de evitar las peleas —insistí.
—Sí, debería pedirle al tío Fabricio que me enseñe —dijo, con sarcasmo, como si la idea le causara gracia.
—Enzo… —empecé a decir.
—Hagamos una cosa —me interrumpió—. Dejá que me bañe rápido, y después me ayudás con las heridas. Hay botiquín acá, ¿no?
—Sí… —contesté, sintiendo que había perdido el control de la conversación.
Sin esperar a que me fuera, se quitó la toalla con naturalidad, como si no tuviera pudor alguno, y corrió la cortina de la ducha. Me di vuelta, molesta y… excitada.
Fui a la cocina. Busqué el botiquín y agarré con todo lo necesario: alcohol, gasas, algodón, una pomada. Mis manos temblaban un poco. Me quedé unos segundos parada en medio de la cocina, intentando respirar hondo. Sabía que si volvía, si no despertaba a Fabricio para que se encargara, algo se iba a descontrolar.
Volví igual.
Cuando entré, Enzo estaba saliendo de la ducha. Su cuerpo brillaba con las gotas de agua deslizándose por la piel morena. Se había puesto otra vez la toalla pequeña, que apenas le cubría, con un tajo por donde la tela dejaba entrever piel. Apenas un movimiento en falso y su linda pija quedaría otra vez expuesta ante mis narices.
Tragué saliva. Hacía años que no me sentía tan nerviosa con la sola visión de un hombre. Ya estaba grande, más cerca de los treinta que de los veinte, y este tipo de sensaciones se habían vuelto cada vez más extrañas. Claro, de vez en cuando hacía mis cosas, como cuando me chapé al tal Hernán. Pero esto era diferente.
Se sentó en la cama, relajado, con la toalla floja.
—¿Estás nerviosa? —preguntó, con una sonrisa odiosa.
Lo fulminé con la mirada, pero sabía que mi respiración me traicionaba.
—Sí. Vos me ponés nerviosa. Me parece que sos peligroso.
—Con vos no soy peligroso —dijo, con voz grave—. Te lo juro.
Conocía esa mirada. Esa mirada que solo ponen los hombres cuando son capaces de prometerte el cielo, aunque vos sepas que lo único que buscan es meterse en cada una de tus hendiduras.
—No me gusta ser prejuiciosa —le dije mientras empapaba el algodón con alcohol—, pero si apenas la primera vez que salís ya te metés en líos… sospecho que sos de esos a los que les encanta el quilombo.
—Y… puede ser, viste —me respondió, encogiéndose de hombros—. La psicóloga esa me tiró que soy medio autodestructivo.
—¿Fuiste a terapia? —pregunté, sorprendida.
—Sí, cuando se murió la vieja, hace un año.
Me frené un segundo, mirándolo. A veces era fácil olvidar que había pasado por varias pérdidas en tan poco tiempo. Se mostraba tan seguro, tan descarado… Nunca lo había visto triste, pero supuse que era una postura, una manera de enfrentar la situación.
—¿Y ahora que murió tu papá?
—Mmm… y ahora, viste… por momentos me chupa todo un huevo. Siento que no tengo nada que perder —dijo, con esa voz grave y tranquila que me inquietaba.
Gimió cuando apoyé el algodón en su pómulo hinchado. Era un sonido bajo, animal. Me recorrió la piel como un escalofrío.
—Tenés mucho que perder, Enzo —dije, obligándome a mantener la voz firme—. Sos joven, tenés toda la vida por delante.
—Uff, dejá de chamuyar, tía. Ese cuentito es re viejo —sonrió.
Seguí limpiando la herida. Desde tan cerca podía ver cómo las gotas de agua le corrían por el cuello hasta el pecho. Esa toalla chica estaba a punto de caer.
—Tomaste mucho alcohol —comenté, sintiendo su aliento etílico en mi cara.
—Y… Para eso salí, ¿no? —dijo con una sonrisa sobradora.
—No hace falta emborracharse para pasarla bien —comenté.
—No, pero tampoco hace falta no emborracharse —retrucó.
No pude evitar soltar una risita.
—¿Conquistaste a alguna chica? —pregunté, más por curiosidad que otra cosa, mientras curaba sus nudillos abiertos. Tenía las manos grandes, duras, con las venas marcadas.
—A tres —largó, riéndose.
—¿No te alcanza con Sabrina?
—¿Sabés qué pasa? —me dijo mirándome fijo—. No me alcanza con una sola mina, ni en pedo.
Esa mirada me incomodó y me calentó al mismo tiempo.
—Debería alcanzarte —le dije, intentando sonar tajante—. Ser insaciable es un problema.
—¿Ah, sí? Se ve que vos entendés del tema, eh… —me dijo, con una media sonrisa.
—Sí, conozco del tema —respondí—. Y no deberías mirarme así.
—¿Así cómo? —me preguntó.
—Como si me quisieras coger —le dije, directa.
Se rio, pero no apartó la vista. De hecho, me miró con más intensidad, alternando entre las tetas que estaban ajustadas por el camisón y mi boca, como si se muriera de ganas de besarme.
—¿Y si fuera así?
—Es una falta de respeto hacia Fabricio.
—¿Ah, sí? —dijo, como si le divirtiera.
—Sí. Además, sos muy obvio cuando me mirás el culo. De hecho, le pedí a Fabricio que hablara con vos. ¿No te lo dijo?
Eso era cierto. El pendejo me miraba el orto de manera tan descarada, que tuve que decirle a mi novio que hablara con él. Aunque, en realidad, fue más bien para que Fabri se diera cuenta de que tenía bajo su techo a una víbora que no dudaría en picarlo cuando tuviera oportunidad.
Enzo soltó una carcajada.
—Sí, vino y me tiró un par de indirectas. Me preguntó si me gustaban las minas y me dijo así, medio careta, que hay que disimular cuando mirás a una mujer, bla bla… —se encogió de hombros—. Alto embole.

Ya podés leer la segunda parte acá: http://www.poringa.net/posts/relatos/6062487/Mi-sobrino-me-manosea-mientras-mi-novio-duerme-2.html

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