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Así me folle a una amiga de mis padres en verano

estía de negro, ajustado, sencillo pero... era imposible no mirarla. Sus piernas cruzadas, una sonrisa abierta, la copa en una mano. Un cuerpo maduro pero francamente apetecible

Sus ojos azules me vieron antes de que yo me decidiera a acercarme. Levantó la ceja, divertida y me hizo un gesto con la cabeza. Me acerqué. Las amigas me recibieron con risas y comentarios de tono deliberadamente alto, dispuestas a arrasar con todo.

—Mira quién está aquí —dijo una, empujando ligeramente a Julia con el codo.

Con un gesto divertido, me ofreció un taburete a su lado.

—No quiero molestar Julia, has salido de fiesta con tus amigas.

Respondió rápido.

—No seas tonto. Me he alegrado esta mañana de verte. Y además, espantas a los buitres.

Asumí quedarme con ella y su grupo, bailando con todas, soportando sus bromas y acercándome a Julia que no rechazaba mi proximidad. Sentía un cierto reparo. A pesar de la diferencia de edad y de ser la mujer de Raúl, me atraía como ninguna mujer de las presentes en la sala. Pero por muy animadas que fueran, la edad no perdonaba. Sobre las doce, ya se la veía un poco cansada.

Teresa y Silvia ligaban con dos señores y se quedaban en la casa de Teresa. Me miró con esos ojos que parecían taladrarme.

—¿Me acompañas a casa? No tengo que decirte donde es —me pidió sabiendo que estaba en el mismo edificio donde la tenían mis padres, no muy lejos de allí.

Asentí, dejé mi copa en la mesa mientras ella se despidió de sus amigas con un gesto casi cómplice. La humedad de la noche en Alicante se pegaba a la piel sin agobiar. Salimos al paseo marítimo que estaba más iluminado. La playa estaba concurrida, al día siguiente era la gran fiesta de San Juan, llena de grupos de jóvenes, alguna pareja a lo lejos, y el sonido continuo del mar.

—¿Te apetece dar un paseo antes? — me preguntó con una carita de duda.

—Seré tu escolta.

Ella se arremangó el vestido negro, yo me subí los bajos del pantalón. Caminamos descalzos, llevando los zapatos en la mano. Íbamos en silencio al principio, solo con el rumor del mar acompañándonos.

—¿Cuánto llevas viviendo aquí? —me preguntó como si quisiera empezar una conversación.

—Desde principio de año. Me ofrecieron un proyecto interesante. Y necesitaba salir de Madrid.

Asintió lentamente. Luego se detuvo y miró al horizonte, como si necesitara algo para apoyarse antes de hablar.

—Yo también he venido huyendo. Estoy planteándome el divorcio —dijo finalmente—. Pero no es tan fácil después de 30 años respirando el mismo aire.

Me giré hacia ella. La luna acariciaba suavemente su rostro, mostrándolo más joven de lo que aparentaba a plena luz del día. En el fondo de sus ojos habitaba un halo de tristeza.

—¿Infidelidad? —pregunté sin rodeos.

—No, que yo sepa, aunque a este ritmo de deterioro de pareja, será inevitable.

—¿Entonces?

—Estoy cansada de la vida que llevo. He perdido media vida con alguien que hace tiempo dejó de mirarme como mujer. Soy solo su amiga.

El viento jugaba con su pelo. La escuchaba, y al mismo tiempo crecía en mí un deseo brutal hacia ella.

—A mí me lo pusieron más fácil. Me engañó, no tuve que pensarlo.

—¿Y qué harías tú en mi caso? —me preguntó de pronto.

—Yo no soy quién para decidir sobre tu vida Julia —le dije—. Pero si después de tantos años el amor no ha cuajado, será difícil que prenda. Lo más a lo que puedes aspirar es a una convivencia pacífica, como tantas parejas.

—Tengo miedo de equivocarme —dijo acercándose—. A lo mejor solo son fantasías de una mujer menopáusica. ¿Regresamos?

Caminamos de vuelta, despacio, como si el mundo girara a nuestro ritmo. En el aire flotaba todavía la energía de los días previos a las hogueras. Llegamos al portal de su edificio. Se quedó un momento buscando las llaves en el bolso. Cuando por fin encontró el llavero, levantó la vista y me miró con una expresión de brillo.

—Gracias por acompañarme esta noche. ¿Ves? —se detuvo—. No he tenido un paseo como este con Raúl en años.

La puerta ya estaba entreabierta. Ella se quedó parada. ¿Estaba esperando algo? No fui capaz de dar el paso y tuvo que ser ella, la que se adelantara y me besó.

Nos quedamos mirando un segundo más, luego se dio la vuelta y desapareció escaleras arriba. Me quedé un momento frente al portal, con el sabor de su boca y la sal del mar en los labios.

Imaginé que emocionalmente estaría deseando vengarse de su ex. A eso había venido. ¿Quería que yo formara parte de su capricho? Y si era así, ¿qué? Yo no era nadie para juzgarla, solo podía decidir si quería disfrutar con ella a la vez que ella lo hacía de mí.

Me desperté con olor a Julia en la piel y arena entre la ropa. El sol se filtraba entre los resquicios de la persiana como una caricia lenta. Miré el móvil. Eran las 9. Dudé si escribirle. No quería romper el hechizo. Pero tampoco quería dejarlo desvanecer. Ella me evitó decidir.

—¿Un desayuno abajo?

Parecía que seguía el punto que dejamos ayer. Dejaría que ella marcara el ritmo.

—Perfecto. ¿Te apetece salir a navegar después?

Dejó los mensajes y me llamó.

— ¿Tienes barco?

—Uno pequeño, para costear, no para grandes travesías.

—¿Quieres que prepare un picnic y pasamos el día en el barco? Hasta la noche no tengo plan.

Cuando salí a la calle, la ciudad se había transformado. Alicante se vestía de fiesta. Música en las calles, olor a pólvora y a churros, niños corriendo, camisas blancas, cintas azules.

Nos encontramos para desayunar en la terracita de ayer. Ella llegó con gafas de sol, una pamela, un bolso de tela y una pequeña neverita. Llevaba un pareo floreado sobre el bikini, sandalias planas, el cabello recogido como una colegiala.

—Buenos días, capitán —dijo al llegar—. ¡Qué ilusión me hace salir al mar!

—Yo necesito tomar un café primero.

Sentados en la terraza, el ambiente impregnado a aroma de café recién hecho, por extraño que pareciera, estábamos más cortados que la noche anterior. Su mirada era intensa, como si estuviera reevaluándome.

—Ayer lo pasé muy bien. ¿Y tú? —preguntó insegura.

—Estar aquí es una buena respuesta ¿no crees?

—Me extraña que no salgas con nadie. Un chico como tú debería tener muchas chicas esperando. ¿Te gustaría volver a enamorarte?

La pregunta me tomó por sorpresa. Había algo en su tono que la hacía parecer una pregunta personal, no simplemente un formalismo. ¿Necesitaba saber algo más de mí?

—Más que nada en el mundo. Pero no me sirve un sucedáneo de amor —respondí sosteniendo la mirada —, y no ha aparecido la persona adecuada.

—Yo estoy convencida de que no lo estoy.

Evité pronunciarme, era un terreno complicado, en el que no sería objetivo. Me encantaría decirle como le decían sus amigas, «disfruta Julia», pero en su estado era demasiado manipulable y no quería asumir esa responsabilidad.

—Ahora me siento muy bien sin ataduras —respondí asumiendo que Mireia no contaba.

Ella asintió lentamente, como si estuviera reflexionando sobre mi respuesta.

—¿Qué tipo de mujeres te atraen? —preguntó en un tono informal, pero con un matiz de interés—. Para asumir un compromiso me refiero.

—No sé... no tengo un patrón. Pero me gusta que me sorprendan.

Mi respuesta iba dirigida a ella directamente. Me sentía un poco alterado por la dirección que había tomado la charla y decidí arriesgar.

—Como me sorprendiste tú anoche —dije, jugueteando con la taza de café.

Se quedó en silencio por un momento, intentando encontrar la respuesta a mis palabras. Dejó su taza de café en la mesa con un movimiento pausado y luego me miró directamente, como si necesitara explicarse.

—Yo también me siento sorprendida de  nuestra conversación de anoche y de salir a navegar...solos.

El mar estaba tranquilo, como si también celebrara el día festivo. A las doce, con las pilas de la ilusión cargadas, soltaba el cabo de amarre, emproando a motor por el pantalán hasta quedar fuera del mismo y entonces, desplegué las velas con un sistema automatizado, que no requería apenas ayuda.

Dejamos el club atrás y nos alejamos lentamente, dejando que la brisa nos empujara mientras el club náutico y la orilla se volvían siluetas en el horizonte.

Decidí navegar en dirección a la isla de Tabarca, en cuyas aguas cristalinas podríamos aboyar y darnos un bonito baño. Dejé a Julia el timón, uniformada con un pareo que cubría su pecho y parte de sus piernas. Sus ojos liberados de las gafas de sol, mostrando un azul océano en los que podías perderte y no querer ser rescatado. Preparé café. La música sonaba suave desde los altavoces del barco. Había una brisa cálida y ligera, el mar estaba en calma y los rayos de sol comenzaban a calentarnos.

Cuando retomé los mandos, Julia se descalzó y subió a la proa. Se tumbó con los brazos extendidos, dejando que el sol le acariciara las piernas. Yo la observaba desde el timón, hipnotizado. Había algo en ella que había cambiado desde que la veía bajar hace años como una madre a la playa. La mujer de anoche, parecía no mirar atrás, solo al cielo, al horizonte y de reojo, a mí. El mundo parecía reducido al vaivén suave del barco y a nuestros cuerpos suspendidos entre el cielo y el mar bajo un sol de justicia sobre nuestras cabezas.

Verla tendida sin pareo, con su cuerpo solamente oculto por el bikini, dejó que el deseo me invadiera, pero a la vez sentía también algo más...íntimo, más cálido. Me acerqué a ella.

—¿Sabes que no he hecho esto nunca? —me dijo sin abrir los ojos cuando notó mi presencia.

—¿Navegar?

—No —Se incorporó y me miró con una sonrisa ladeada—. Dejarme llevar sin saber adónde voy. Sin tener un plan.

—Navegar es un buen plan en sí mismo. El mar siempre tiene mucho que ofrecer.

Al llegar a una distancia razonable de la orilla de la isla, eché el ancla. Cogió unas gafas de buceo y decidió bañarse.

—Tenías razón, el azul del agua es precioso. ¿Te bañas conmigo?

El Mediterráneo azul, salado, libre, nos envolvió como ella me estaba envolviendo a mí. Nos pusimos las gafas para ver el fondo marino, alrededor del barco, rodeados de bandas de peces de colores. Nos deslizamos en silencio, por las aguas más claras imaginables, escoltados por los moradores de ese mar, que se unieron a nuestro paseo. Pronto nos rodearon bandadas de menudas obladas plateadas, grandes grupos de doradas y también se apuntaron legiones de pequeños sargos azules.

Pese a su edad, Julia buceaba con movimientos armoniosos y elegantes. Tras un buen rato de buceo, se acercó al casco del barco y apoyó los brazos sobre él. Me acerqué a su lado, frente a frente, medio sumergidos, con el agua cubriéndonos hasta los hombros.

—No te lo esperabas cuando saliste de Madrid —dije con una sonrisa tranquila.

—¿El qué?

—Estar en un barco, con un viejo amigo de tu hijo.

Ella bajó la mirada un instante, luego volvió a buscar mis ojos.

—No, no lo esperaba en Madrid. Pero anoche, después de nuestro paseo por la playa, pensé en ti, como si se percibiera que se abría una ventana que había estado cerrada en el pasado. Ahora simplemente estoy dejando que entre aire por ella.

Al subir al barco, tuve que retirarme momentáneamente para ocultar la enorme erección que el contacto con Julia me había producido. Tras nuestra excursión marina, con la sal a modo de sábana y dos toallas a modo de colchón, en la terraza de proa, nos tumbamos al sol. Solo se oía el sonido del agua golpeando contra el casco y el grito lejano de unas gaviotas que cruzaban el cielo.

—Parece una locura — confesó sin necesidad de abrir los ojos.

Aún no me había acostumbrado a estar a solas con ella.

—Imagina que el barco es parte de un sueño. Siéntete libre.

Como si mi consejo la hubiera animado, se incorporó, retiró el top del bikini y se quedó en topless, de la manera más natural del mundo.

Se untó crema por los hombros y por un momento fantasee con que me pidiera extender la crema por su espalda. Debió ver una expresión extraña en mi rostro.

—Tú me has invitado a sentirme libre —exclamó como si tuviera que justificarse—. ¿Te molesta?

Me sorprendió la pregunta, porque había intentado disimular mi excitación.

—No, ejem... Solo que me has sorprendido.

Sonrió levemente, sin cambiar su postura. Sus pechos seguían siendo de buen tamaño aunque quizás ligeramente caídos.

—Espero que agradablemente.

—Oh sí, en realidad no te recordaba tan....joven...

Para que decirle que recordaba sus precioso pechos desde adolescente.

—¿Joven? Tengo 54, dos menos que tu madre. Pero la naturaleza fue generosa conmigo.

Asentí, sin saber bien qué decir. Solo que mi madre parecía la suya. Nervioso por la situación, fui a abrirme una cerveza.

—¿Me abres una a mí?

Se la acerqué y me senté a su lado. Comenzamos  hablando de libros, de música, de cómo el mar la hacía sentirse en paz. Me sorprendió la naturalidad con la que me hablaba, como si me estuviera incluyendo en su mundo de adultos.

Yo la escuchaba embobado. Tenía un timbre de voz muy sensual, transmitía una confianza que no cuadraba con su situación de dudas matrimoniales, su risa era pausada y su forma de mirarme me confundía. La había visto montones de veces y nunca me pareció tan atractiva. Claro que entonces ella era una señora casada, amiga de mis padres y yo aún más joven que ahora.

—Esto es delicioso. El mar, el sol. ¿Por qué no abres el vino? —dijo en un momento.

Sacamos el vino, el queso y una sandia partida en trozos que había traído ella. Le serví una copa de vino blanco y otra para mí.

—Por el fuego y el mar —brindó ella, entrecerrando los ojos bajo el sol.

Llevábamos ya dos copas de vino, habíamos tomado nuestro bocadillo y nos reíamos como colegas de toda la vida. Buscando la sombra, se apoyó en mi pecho, trazando líneas con el dedo sobre mi piel mientras la conversación derivaba a temas más íntimos, que no suelen hablarse en una primera cita: miedos, rutinas que ahogan, sueños que se dejan atrás por comodidad.

—¿Sabes qué me da miedo? —dijo ella, casi en un susurro—. Que esto me guste más de lo que debería.

—¿Y cuanto se supone que es lo que “debería”?

Ella me miró, como si estuviera tomando una decisión sin palabras. Se inclinó sobre mí y me dio un ligero beso, con una ternura que me desarmó.

—No lo sé… Llevo años preguntándome si hay vida más allá del matrimonio, del “deber ser” —se incorporó levemente, apoyando la cabeza sobre su mano—. Y tú apareces con tus 28 años, con una mezcla de calma y deseo… y me haces dudar. Pero al mismo tiempo, contigo me siento la Julia más auténtica que recuerdo. Hace años que nadie me mira como tú me miras.

A mí me ocurría igual, sentía que con ella no tenía que fingir nada. Me gustaba cómo me hablaba, me gustaba cómo me escuchaba y también cómo me miraba. Y sobre todo, me gustaba cómo me sentía a su lado.

—¿Y te da miedo? —pregunté intencionadamente.

Rozó mi cara con los dedos. Tenía los ojos húmedos, pero firmes

—Me da un poco de miedo la tersura de tu piel.

Después se volvió a tumbar sobre mí, dejando que nuestros cuerpos se rozaran, su pierna entrelazada con la mía, su aliento en mi cuello. La modorra de la cerveza, el vino y el sol la condujo a quedarse dormida en mis brazos. Su respiración era pesada sin llegar a roncar.

Tenerla a mi lado con sus pechos al aire era una tentación demasiado fuerte para mí. No había prisa. Había juego, deseo, cariño y una calma tan íntima, tan irreal que me arrastró a acariciar su pecho, que era mucho más firme de lo que por su edad podría suponer.

—Mmm —susurró aún dormida.

Llevé una mano a su braguita y con cierto pudor, metí un dedo por dentro. Temblaba sin abrir los ojos. Con sus temblores me excité y acabé metiéndolo dentro de su coñito.

—Agg que gusto —la escuché decir.

Acerqué mis dedos a su clítoris y lo amasé despacio, con las yemas de mis dedos, escuchando sus jadeos que fueron aumentando. Entonces, abrió los ojos y saqué rápidamente, mi mano, improvisando.

—¡Pablo! ¿Qué ocurre?

—Pssss calla, era una gaviota. Sigue durmiendo —le dije cerrando sus ojos y susurrándole palabras de cariño al oído para que recuperara el sueño.

No me atreví a continuar pero me quedé colgado de ese coñito que parecía una cajita de música. Éramos dos cuerpos navegando a la deriva de algo que no tenía nombre todavía, pero que empezaba a unirnos más de lo que ninguno quería admitir.

De regreso, su voz como una brisa suave, no paraba de hablar del fondo marino, de los bancos de peces que habíamos visto y yo no paraba de recordar la complicidad que habíamos sentido flotando solos sobre el mar.

Entramos en el puerto cuando el sol empezaba a caer, bañando de oro viejo las fachadas blancas del Cabo.

—Te sienta bien la sal en la piel —dije.

—¿Te apetece ducharte en casa? —preguntó con tono casual, aunque sus ojos decían otra cosa.

Asentí con una sonrisa. El deseo seguía ahí, pero era más suave, más humano.

Su casa estaba cerca. Un apartamento con terraza y vistas al mar, decorado con una mezcla cálida de libros, colores claros y plantas que parecían llevar allí toda la vida. Me ofreció una toalla limpia y me indicó el baño con una sonrisa que no tenía edad.

La ducha fue breve pero reparadora. Cuando salí, la vi de espaldas en la cocina, con una camiseta sobre el cuerpo aún mojado. Abrió un par de cervezas que bebimos a morro.

Su mirada permaneció fija en la mía. Su risa abierta, dejaba a la vista una dentadura blanca que invitaba a probarla. Sentí como si ambos estuviéramos esperando que el otro rompiera el silencio. Finalmente, le hablé con total sinceridad.

—No quiero complicarte la vida, ni la mía —dejando claras mis intenciones—. Pero creo que ambos estamos en un punto en el que podemos permitirnos explorar algo sin comprometernos a nada.

Ella asintió lentamente, cada vez más relajada.

—Al fin y al cabo, somos adultos, ¿no? Nosotros decidimos lo que hacemos, sin necesidad  de ser juzgados por nadie más.

No habíamos hecho planes. La noche de San Juan tiene algo distinto. Como si todo estuviera más cerca del borde: los cuerpos, las palabras, las decisiones que uno no se atreve a tomar en días normales. Tenía que saber que iba a hacer.

—¿Qué plan tienes para esta noche?

—Esta noche iré con mis amigas al Club de Golf. Las chicas quieren quemarlo todo. ¿Y tú?

Podría haberme apuntado, aunque no era socio del Club de Golf conocía quien sí lo era. Pero había quedado con un grupo de amigos en la playa, con música por todos lados, hogueras encendidas como faros de otra época, risas, botellas en la arena y gente bailando descalza.

—Voy a la playa. ¿Por qué no te vienes? Podemos continuar navegando sobre la arena.

Estaba seguro que si se atrevía a venir a la playa, sería señal de que quería que me la follara.

—¿Qué pinto yo? Allí tienes a tus amigos, con niñas de tu edad, todas monísimas...y atrevidas.

—Por eso deberías venir —insistí, acercándome un poco más—. A dejar de  ser espectadora y a vivir en primera fila.

—Me quedo con el bonito recuerdo del día —se rindió acabando con mis expectativas—. ¿Qué rito sigues tú en San Juan?

—El clásico, saltar sobre el fuego cuatro saltos hacia adelante y tres hacia atrás, quemando algo que quieras olvidar.

—Muchos están incorporando bañarse y saltando las olas de espaldas —añadió ella.

Con la idea de provocarla un poco, añadí.

—La tradición más reciente dice que esta noche hay que arder en la hoguera de la pasión. Y follar... ¡sí o sí! —provocando su risa.

—¿Incluso cuando tu marido está a 400 kms? —preguntó queriendo hacer una gracia.

—¡Sobre todo esas! Si quieres tener información completa para decidir sobre tu separación, debes experimentar.

Su sonrisa surgió algo forzada. No le había hecho gracia. Me marché resignado a mi acercamiento emocional pero mi rechazo sexual, con la sensación de que estaba dejando escapar una ocasión única.

Fui a casa. Me puse mi camisa de lino, de listas azul y blanca, que me gustaba tanto y un pantalón vaquero Levi´s que tenía ya desgastado. A las 10 ya estaba en la playa gamberreando y tomando posiciones con una de las chicas del grupo que había venido de fuera para las hogueras. Mientras bebía con el grupo de amigos, riendo, preparando ya los saltos, sonó el móvil.

—¿Qué tal va la noche?

Sonreí. Me aparté del grupo, caminé hacia la orilla, el móvil brillando en la penumbra.

—Mucho fuego, mucha cerveza, mucha fiesta —y añadí sin saber por qué—. Solo faltas tú.

Hubo una pausa. La suficiente para que el corazón latiera con más fuerza.

—Pásalo bien —se despidió.

Durante unos minutos me sentí desplazado en la fiesta, reía como autómata pero mi mente estaba en otro sitio. ¿Por qué no me centraba en esa chica? O podía llamar a Mireia, con ella habría polvo seguro en la noche de San Juan.

Sobre las 11, recibí otro mensaje.

—¿Sigues notando mi ausencia?

—Más que nunca —respondí.

—¿Por qué no vienes a buscarme entonces?

Cogí las llaves de la moto y salí corriendo por la arena.  El trayecto era corto, pero se me hizo largo. La fiesta en el club náutico era con música en directo, copas y sobre todo gente adulta, quiero decir, de la edad de mis padres. Cuando entré en los jardines, la vi de pie junto a la barra exterior, un vestido ibicenco blanco, sin mangas, muy escotado, cerrado con cordones blancos a la espalda. Su melena rubia ligeramente rizada por el mar, cayendo a lo largo de la espalda, la hacía aparecer salvajemente atractiva. Reía con sus amigas, con una copa en su mano, pero sus ojos estaban pendientes de la entrada. Cuando me vio, sonrió sin fingir. Caminé hacia ella, despacio. El mundo se volvió lento. Sentí que el corazón me latía en la garganta.

—Has tardado —me dijo, bajando la voz, cerca de mi oído.

—He tenido que cruzar círculos de fuego —le respondí, provocando su risa.

Entonces Teresa, elegante y poderosa, como si nos hubiese oído, se acercó, con una copa en la mano y los ojos chispeando.

—¿Has venido en barco? —dijo, guiñándome un ojo—. ¿Nos llevarás a navegar a nosotras?

Debía haberles contado la salida.

—Lo dejé en el puerto, he venido con el helicóptero —respondí siguiendo su humor.

Teresa comenzó a girar con sus brazos abiertos. Teresa incitó a Silvia a hacer el helicóptero y así, las dos, giraron, chocando sus brazos, muertas de risa.

—¡Un helicóptero! ¡Vamos a volar!

Julia, ligeramente sonrojada, estaba radiante. Todas reían, se sentían independientes, libres, autónomas, con una complicidad propia de amigas que han vivido muchas noches juntas, que se cuidan aunque se critiquen, que saben que sienten con una simpe mirada.

—¿Tú sabes en qué lío te estás metiendo, verdad? —dijo Silvia en un momento que Julia estaba distraída.

—No lo he pensado —dije con una sonrisa—. Pero me gustan los edificios con historia y clase, aunque tengan grietas y haya que restaurarlos.

Silvia soltó una carcajada. Teresa asintió, mirándome en silencio, pero no iba a permitir que intentara reducirlo a una simple ocurrencia.

—Solo te diré una cosa —dijo, bajando un poco la voz—. Ella no necesita un arquitecto. Después de vivir muchas mentiras, solo necesita autenticidad.

Unos señores que pretendían ligar con ellas se acercaron, todos con la copa en las manos, riendo de verlas actuar. A Teresa le rondaba un señor canoso, muy moreno, que llevaba una camisa abierta hasta el pecho. En ese momento, la improvisa pista de baile sobre el jardín se iluminó de rayos rojos y verdes. Sus amigas se fundieron entre bailes y abrazos con sus pretendientes. Julia me tomó del brazo.

—He venido a Alicante a olvidar y a quemar. ¿Me invitas a tu hoguera?

Se despidió de sus amigas, recibiendo ánimos y bromas. Los ojos de Julia hablaban por sí solos, y nadie dudó de que su amiga quisiera arder en la hoguera. El pasado había quedado atrás. El presente ardía entre sus labios.

Antes de irme, Teresa me apartó.

—Pórtate bien, Julia se merece una noche especial.

—Yo, no sé si…—respondí acojonado por ese ciclón de mujer.

—Fóllatela, lo necesita. Pero sé tan cariñoso como seas capaz  —se rió.

¿Lo habrían hablado? Yo no necesitaba ningún empujón pero no venía mal saberlo. Ellas se sentían libres, yo me sentí aceptado por gente que no me pedía demostrar nada, solo ser cariñoso. Y Julia me miraba como si quisiera olvidar algo. O recordarlo todo.

Volvimos a la playa. Dejamos la moto en el paseo y caminamos por la arena, sorteando fogatas, esquivando miradas. La noche ya vibraba antes de llegar donde estaban mis amigos. En el ambiente se respiraba un olor a sal y a promesa. Julia llevaba sus sandalias en la mano y un brillo en los ojos que era puro vértigo.

—Parece que hemos hecho una gamberrada —dijo.

Las miradas curiosas de algunos de mis amigos hablaban por sí solas. La música era marchosa y enseguida, nos encontramos bailando juntos con el grupo. Me sorprendía lo natural que parecía todo. Su risa era abierta y se mostró cómplice con todos.

El mar estaba cerca y el cielo, lleno de humo y estrellas. Julia se quedó mirando la hoguera, donde el fuego crepitaba sin prisa y las sombras bailaban despacio sobre la arena. Se giró hacia mí. En sus ojos no había duda ya, solo una luz intensa.

—Tus amigas se han portado muy bien, animándote a venir.

—Son estupendas, me quieren. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? —dijo, sin mirarme—. Que no me han pedido explicaciones.

Tomó un trozo de papel de su bolso. Lo desplegó. Era una hoja arrugada, con algo escrito a mano. No supe qué decía. Lo sostuvo un segundo sobre el fuego y lo dejó caer. Las letras se doblaron, chispearon y se convirtieron en ceniza.

—Era una carta que empecé a escribirle a mi marido —explicó—. Estaba sin terminar, no sabía si quería decirle que lo dejaba o que volvía. No lo sé. Da igual. Esta noche no quiero pensar en eso. Esta noche quiero quemar que soy la señora de. Solo quiero ser yo.

Se giró hacia mí. Se acercó. Me dio la mano. Sus dedos eran cálidos y suaves pero temblaban.

—Y esta noche tampoco quiero que seas el hijo de mis vecinos. Esta noche quiero que seas solo tú—dijo con el mismo calor que el fuego desprendía.

Arrojó la carta al fuego. Tenía la piel iluminada por el resplandor de las llamas y sus labios medio entreabiertos, como si el beso que no nos habíamos dado flotara como un fantasma entre nosotros. Acerqué mi boca a su cuello y dejé mis labios en su piel, en un beso alargado. Sentí que me apretaba y lo entendí como una autorización. Retiré su pelo y llevé los labios a su boca, besándola  abiertamente, con esa lentitud intensa que tiene lo inevitable. Nuestras lenguas se buscaron, su mano subió a mi cuello, la mía rodeó su cintura. El sabor de la cerveza y el mar en su boca. El roce de su cuerpo contra el mío. Mi polla ya estaba firme y ella no se retiró.

Julia cerró los ojos, y por un momento todo alrededor desapareció: la música, las hogueras ajenas, las risas perdidas en la noche. Solo quedaba el vaivén de nuestros cuerpos, las respiraciones entrecortadas, las palabras que no se decían.

De repente un grupo nos dio la mano a ambos y nos sacó de nuestro retiro. Nos vimos sumidos en un baile grupal en el que todos debíamos participar. Entre las luces, las copas y la música, ella estaba disfrutando como si se hubiera quitado veinte años  de encima. Eran ritmos caribeños que yo no distinguía entre merengue, salsa o bachata. En cuanto pude, dejé a la chica que me daba la mano y se la di a ella. Nos acercábamos cada vez más, hasta pegar nuestras mejillas. Algunos amigos me guiñaban el ojo sonrientes, no sé si por la forma de bailar o porque pensaban que esa noche me iba a tirar a la madurita.

—¡Cuánto tiempo hacía que no bailaba así...! —susurró.

Cuando sonó una música algo más lenta, me miró sonriente e inmediatamente, me abrazó y reclinó su cabeza en mi hombro. La cogí por detrás, con una mano en su culo para atraerla y acercar su cuerpo al mío. Ella se dejaba hacer y de nuevo sentí como mi miembro se endurecía. Nuestros cuerpos seguían moviéndose a un ritmo, suave y sensual y eso me iba excitando. Notaba su pecho temblar y casi cortársele la respiración ante alguna insinuación que me atrevía a dirigirle. Subí una mano un poco más hasta el pecho, sin dejar de llevar el ritmo de la música.

—¿Estás preparada para no olvidar esta noche? —le dije.

No respondió. Su vestido se levantaba con cada movimiento, dejando al descubierto más piel, más intención.

—Estoy preparada para que no acabe nunca. He quemado en el fuego lo que me impedía sentir —susurró— Me siento como si hubiera recordado quién soy de verdad.

A las cuatro de la mañana ya solo quedábamos los últimos en la playa.  Nos retiramos con el cuerpo ligeramente perjudicado de tanta bebida. Fuimos paseando por la arena, cerca el uno del otro, nuestras manos rozándose hasta que finalmente tomé la suya. Me detuve y la besé. Repetimos ese ritual de caminar y detenernos para besarnos, varias veces.

Teníamos más cerca el barco y elegí pasar la noche sobre el mar. Subió a bordo tropezando, igual que había llegado al punto de ofrecerse a mi esa noche, tropezando a lo largo de su vida.

—Nunca he dormido en un barco —dijo, acariciando la barandilla pulida del velero, con su voz almohadillada de cerveza.

—¿Quién ha hablado de dormir?

Nos besamos de nuevo y nos sentamos en la terracita de popa. Bajé a por dos cervezas.

—Esta es para el síndrome de abstinencia —le ofrecí, rechazándola.

—No quiero beber más, esta noche quiero sentirlo todo.

Por más ganas que tenía de follármela, no quería follarme a un cuerpo inerte. Quería saber que su mente deseaba ser follada.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Me parece maravilloso estar aquí, por más irreal que me parezca.

A las cinco de la madrugada, bajo las estrellas, ya no había espacio para secretos.

—Mientras me arreglaba para ir a la fiesta, no dejaba de pensar en ti. Por eso te escribí.

—Yo no me atreví a acompañarte al Club por miedo a miradas y cotilleos.

—Lo entendí. Pero era tan aburrido estar allí, bebiendo, dando saltos, y defendiéndome de unos tíos que solo querían meter mano...Y pensando en ti.

—Los hombres somos unos estúpidos, con la idea de meter mano.

Me miró de frente. Directa.

—¿Te gusto de verdad? Es lo único que te pido para dejarme follar.

 Necesitaba reafirmar su condición de mujer antes de dar el paso final. Nos besamos con una ansiedad de sed de besos que no sabía que tenía.

—Me vuelves loco Julia. Y estás muy sexy.

—Entonces ¡hazme el amor hasta el amanecer!

Alcanzamos el saloncito, a través de la escalerilla. La ayudé a bajar, cogiéndola por su cintura. Su belleza ahora espectacular, su melena con rizos, sus azules ojos, la insinuante expresión de su rostro que había cobrado seguridad.

Nos besamos de nuevo, esta vez con una mezcla de ternura y hambre que parecía redimirme de la tarde en que me había reprimido el deseo. El salón olía a sal y a feronomas de Julia desatadas, el olor a miedo que se ha rendido.

Solo la iluminación de las estrellas se filtraba por la cubierta. Llevaba su vestido de lino blanco, con su escote abierto que se ajustaba como una segunda piel. Se descalzó en silencio.

—Esta noche no quiero contenerme. Esta noche no soy madre, ni esposa, solo soy Julia. No sé si tengo 54 años o 28, o todas las edades entre medias. Solo sé que te quiero tener dentro de mí.

Nos besamos contra la pared del salón, con hambre, con intensidad, con una necesidad que venía de muy adentro. Desaté los nudos que cerraban la espalda de su vestido blanco, que resbaló por su piel como si la misma noche mágica la desnudara. No llevaba sujetador. Solo su cuerpo, firme y maduro, su respiración algo más rápida y esos ojos que no evitaban los míos, fascinados de la visión. Yo me desnudé también, sin urgencia. No había prisa, ni deseo por impresionar.

Nos dirigimos tropezando hacia el camarote, eligiendo un escenario adecuado para su entrega. Solo se escuchaba el mar, su respiración y el leve crujir de la cama cuando nuestros cuerpos se tendieron sin palabras. Nos acercamos despacio, como si el mar que nos rodeaba también nos empujara.

Acaricié cada uno de los centímetros de sus pechos. Sentí sus temblores, las arrugas de su piel, sus cicatrices, su deseo contenido. En braguitas, con el pecho al aire, deslizó su mano por el interior de mi slip, aun insegura por la situación. La cubrí con mis brazos, oliendo ese perfume que usaba que me embriagaba. Olía a ella, olor a mujer encerrada en un frasco a la que esta noche iba a quitar el tapón para dejar que su esencia se esparciera por el camarote. Ya habíamos traspasado todas las barreras y no había marcha atrás.

Desnudos los dos,  desplegué sobre ella una batería de caricias que solamente reservaba para las grandes ocasiones. Cada caricia que recibía, devolvía un suspiro. Abrió su boca a mis besos y abrió su mente al placer. La besé por todos los rincones de su cuello y hombros, bajando a sus pechos sin detenerme,  me apoderé de ellos con mis labios, pasando despacio del uno al otro, botaba sobre la cama, acelerando en un deseo contenido.

—¡Qué ganas de disfrutar del sexo de nuevo!

Hicimos el amor como si el mundo se acabara y solo importara ese último acto de afirmación. Fue un inicio. O tal vez, un reencuentro con algo que había olvidado que existía. Julia me mordía, me arañaba, me buscaba como si su piel llevara años dormida y por fin hubiera despertado con hambre de vida. Sus gemidos eran carcajadas, a veces susurros, otras veces órdenes.

Seguí llenándola de caricias, le comía su coñito y subía cuando la veía desbordarse, hasta encontrarme con su boca. Los besos se alargaban interminablemente, la cadencia de su respiración se alineaba con el deseo de sexo. Cuando mis deditos alcanzaron el punto cumbre de su coñito, sintió alcanzado su límite de aguantar. Y abrió sus piernas, sollozando de placer.

—¡Penétrame ya Pablo, no puedo aguantar más!

Me subí encima de ella y con un ritmo pausado y continuo fui entrando y saliendo de ella a la vez que sus gemidos iban subiendo de intensidad.

—Sigue así, despacio...

Me sentía embriagado de su olor, del tacto de su piel, del fuego de sus ojos. Sus jadeos sonaban a música celestial. Necesitamos unos pocos movimientos, envueltos en caricias, para sentir el temblor de su cuerpo, al recibir la descarga eléctrica producida por su orgasmo.

Julia llevaba meses reteniendo problemas y esa noche, la descarga que sufrió, provocó una explosión cósmica.

—Has despertado el animal que estaba dormido. Ahora te tocará alimentarlo.

Creí que podría seguir a ese ritmo hasta el fin de los días, pero no era cierto. Antes de lo que hubiera deseado, sentí que ya estaba llegando y salí de su interior para alargar el momento. Me abrazó, me besó, me volvió a abrazar, se subió sobre mí, habíamos perdido la vergüenza.

—¡Vuelve a follarme, quiero tu polla para correrme!

Yo no tenía ninguna prisa en que terminara la noche, me sentía excitadísimo. No era un polvo de aquí te pillo, había empezado a desearla desde que nos reencontramos y llevábamos desde entonces acercándonos como si fueran juegos preliminares.

—Tranquila Julia. Vas a correrte todas las veces que quieras.

Me empujó a un lado y se subió sobre mí, abriendo su sexo a mi polla como abría su boca a mis labios. Comenzó la típica aceleración de estar a punto de correrse y la descabalgué.

—Joder que estoy a punto —se quejó.

—Pues vas a aguantar hasta que yo te deje correrte.

Volví a tomar las riendas de la situación y entonces fui yo quién consciente de que me quedaban solo segundos, aceleré a lo bestia, galopé sin miedo a la caída, y la llevé a una altura nunca alcanzada, recibiendo en premio, una nueva descarga eléctrica hasta oírla gritar, regalándole el primero de los muchos polvos que iba a regalarle a partir de entonces.

—Uff. Ha sido increíble —dijo abrazándose a mí.

Se tumbó a un lado y comenzamos una conversación divertida, con un lenguaje que nunca le había oído, travieso, atrevido.

—Joder Pablito que bueno eres follando. Me has dominado como has querido.

—Me sentía obligado, no podía dejarte insatisfecha después del paso que habías dado.

Mientras reíamos, inevitablemente, mi «amiguita» volvió a despertar.

—Qué bonita es la juventud  —exclamó al ver la erección.

—Sírvete tu misma.

Mi propuesta la animó. Se alzó de su posición y se puso delante de mí. La cogió con sus manos y comenzó a chuparla como si tuviese un helado en su boca, fue poco a poco metiéndosela más adentro mientras con sus manos acariciaba mis genitales de vez en cuando paraba, sabía que a ese ritmo no le podría aguantar demasiado. Estuvo un tiempo jugando conmigo dejándome reposar y activándome de nuevo. Cuando le pareció bien se subió sobre mí. Se enredó el pelo con las dos manos, cambiando ese peinado lacio por uno más asalvajado, cogió mi polla con sus manos y se la volvió a meter dentro. Estaba liberada, ya había dejado atrás todos los prejuicios. Quería marcha.

—Llevo mucho atraso, no me falles.

Empezó a cabalgarme despacio, moviendo su pelvis hacia adelante y hacia atrás, comprimiendo mi polla en su dilatada vagina, tratando de alargar el momento mientras fuéramos capaces.

—¿Te gusta como follo?

Me encantaba follar con ella así. Desnudos, respirando con la intensidad de los cuerpos rendidos a la piel, al deseo, al goce sin culpa.

—Mucho. Pero puedes mejorarlo.

Mi insinuación a que se lanzara, le dio alas y comenzó una galopada salvaje, desmelenada. Le cogí sus pechos que botaban al ritmo de su galopada.

—¿Te gusta más así cabronazo? —repitió.

—Dios que buena eres Julia.

—Y seré mejor...con tu ayuda... —me anticipó.

Mi arma seguía bien cargada porque cuando dispara la primera vez, tarda en disparar la segunda aunque esté armada. Por eso pude resistir sus embestidas hasta que la vi tensarse al llegarle su orgasmo. Entonces sincronicé mi corrida con su grito de  «me corro».

Se quedó echada sobre mí un tiempo hasta que se hizo a un lado.

—Como me haces disfrutar —añadió besándome por todo mi cuerpo, con su pelo cayendo por su cara—. Qué diferencia con mi marido.

Cuando por fin nos dormimos, lo hicimos exhaustos, entrelazados los cuerpos desnudos, una pierna sobre mis caderas, el cabello enredado entre mis dedos, sin sábanas, sin remordimientos, con su cabeza sobre mi pecho, el lecho mecido por el ligero movimiento del mar.

Y así, escuchando en el silencio que queda después del fuego, supe que esa noche no la olvidaría jamás porque no se podía imaginar algo más romántico y más... salvaje. No se trató solo de sexo, fue un acto de reivindicación de libertad.

El sol llevaba horas brillando en el horizonte y entraba sin permiso por el escotillón. Desentumecí mi adormilado cuello mientras la luz que se filtraba iluminaba suavemente el contorno de su rostro. Su cabello estaba ligeramente revuelto, una maraña de pelos que caía sobre la almohada y sus labios formaban una curva serena, como si incluso en sus sueños estuviera en paz. Debió sentir frío por la noche porque llevaba una camiseta mía.

La noche había sido mágica, como noche mágica, un torbellino de emociones, deseos reprimidos y sexo brutal al que finalmente nos habíamos atrevido. Pero jamás una noche, ni siquiera la de San Juan, había vencido a un amanecer. Y ahora, por la mañana, a la luz del día, no podía evitar preguntarme si era real, que pensaría ella, si no nos habríamos dejado llevar por un calentón excitante.

¿Se arrepentiría? ¿Me miraría a los ojos sin rastro de inseguridades o se vestiría rápidamente y se marcharía, rehuyendo cualquier conversación incómoda? Por mi parte ya había olvidado su relación con mis padres, mi amistad con su hijo, su edad...y hasta la existencia de Raúl. Solo existía ella como mujer.

Se despertó poco después, como si hubiera sentido mi mirada. ¡Parecía tan diferente a la mujer que siempre había conocido!

—¿Llevas mucho despierto? —preguntó con voz rasposa y cálida pero con una peculiar elegancia que tenía incluso al despertar.

—Realmente ni siquiera sé si lo estoy o sigo soñando.

Ella sonrió sin decir nada. Se estiró como una gata y apoyó la frente en mi pecho, dejando un beso lento que pareció un "gracias" sin pronunciarlo.

—¿Me ves así con esta pinta? Eso es un síntoma de amor.

Nos levantamos sin prisa, aún medio desnudos, como si la ropa no tuviera urgencia en volver a nuestros cuerpos. Preparé café y tostadas mientras ella cortaba fruta. La cocina estaba inundada de luz y de esa complicidad silenciosa que se instala solo después de una noche compartida con sinceridad.

Desayunamos en la terraza de popa, ella sentada con las piernas dobladas, sin más que una camiseta. Yo llevaba solo un bañador. El mar seguía ahí fuera, ajeno a todo, como si nos envolviera. Se apoyó junto a mí y fue la primera en comentar la noche.

—Temí que te arrepintieras al verme por la mañana, desarreglada y demasiado mayor....

Sonreí de lo infundado de sus miedos y cortado por desconocer cuál era el guión que debía seguir después de habérmela follado.

—Ya ves que no me he ido.

—Porque estamos en tu barco. Aún puedes arrojarme por la borda.

—No le des vueltas Julia. Lo que vivimos anoche fue auténtico.

—¿Sabes lo más curioso?

—¿Qué? —pregunté ignorante de que podía ser lo más curioso en algo que era tan raro.

—Que no me siento culpable. Solo siento vértigo, como si estuviera al borde de un precipicio.

Su sinceridad me desarmó.

—Yo tampoco me siento mal. Fuiste valiente, al atreverte a dar el paso, no era fácil.

Entonces sonó su teléfono. Lo miró. Se quedó un segundo inmóvil. Luego se levantó, saliendo con el móvil a cubierta, mascullando «... no me deja en paz». No quise escuchar, pero por el tono de su voz detecté pausas y entendí algunas frases cortas. Un «no sé»,  «necesito pensar» y terminó «por favor,  ahora no».

Cuando regresó, se sentó junto a mí. No dijo nada. Solo tomó un sorbo de café.

—Era Raúl —dijo finalmente.

Asentí sin preguntar.

—Quiere que vuelva, que lo intentemos de nuevo. Los recuerdos, la familia, el patrimonio....

—¿Y tú? ¿Sabes lo que quieres?

—Yo… no quiero volver. Al menos no ahora —respondió mirándome con intensidad—. Y no lo digo por lo que vivimos anoche. Lo pensaba antes, aunque no supiera ponerle nombre.

Era el tipo de confesión que no necesitaba respuesta, sino respeto.

—No tienes que explicarme nada. En mi entorno familiar todos están separados, mis padres, una tía, varios amigos. Pero cada uno es responsable solo de sí mismo.

—No quiero vivir como si no sintiera, como si no existiera.

—Ya tendrás tiempo de decidirlo en Madrid. Tus amigas te han traído para celebrar, no las defraudes.

—Tienes razón—tomó mi mano con cariño—. Eres joven pero muy sensato.

Ella se acercó, apoyó su frente contra la mía, cerró los ojos. Nos dimos un abrazo tan fuerte que la débil tela de mi bañador no fue capaz de contener la furia que el suave roce de su piel desató en mi entrepierna.

—¿Podemos continuar lo que dejamos a medias anoche? Íbamos por el dos, camino del tres —le propuse sintiendo que me invadía la fuerza.

—Déjame darme una ducha primero. Mi depósito se quedó lleno y quiero sentirme limpia.

Salió de la ducha con un maravilloso olor a jabón.  El moreno de estos días en su piel, destacaba el color azul de sus ojos. Su pelo ondulado por la humedad, cayéndole por la espalda y su coñito húmedo bajo el albornoz que me había quitado. Sus bronceadas piernas contrastaban con el blanco de sus labios vaginales. Mi mente tardó muy poco en imaginar lo que podía hacer con su coñito recién lavado y sediento después de horas en ayunas.

La esperé tumbado desnudo sobre la cama. Se subió sobre mí, de rodillas, sin dejar de besarme, le caía el pelo por su cara, estaba totalmente liberada de sus dudas. Subí mis manos para llegar a sus pechos, gemía de placer al acariciárselos. Me miró con una sensualidad renacida. Abrió sus piernas, de rodillas en la cama, me acercó su copa para que bebiera.

—Cómeme —dijo en un tono suplicante.

Cuando introduje mi cabeza en su coño, desplacé mi lengua por el inicio de sus labios vaginales, sintiendo su humedad. Comenzó a subir y a bajar sus caderas, con una enorme suavidad para que le realizara un chequeo a fondo de su coñito destaponado de prejuicios anteriores que ardieron anoche en el fuego.

Sucumbí a su voluptuosidad cuando ella me sometió a una inmersión forzada por los mares de su coño, a la vez que se giraba para componer juntos un 69.

 —Tu lengua es casi tan buena como tu polla.... —dijo sin dejar de acariciarme la polla.

La marea de caricias comenzó a generar olas en el océano de su coñito, que le había cogido el gusto al juego. Entregada a la ludopatía, Julia iba meciéndose arriba y abajo, jugaba con mi polla, elevándola y bajándola, en un movimiento orquestal perfecto, que nos mantenía navegando sin brújula, hasta donde los vientos de la pasión nos arrastraran. Y jugando, jugando, el arma se fue cargando y su coñito fue expulsando líquido.

Cuando acabé de repelar todo el elixir mágico de su coño, emergí de entre sus piernas, encontrando su cara de felicidad. Quise demostrarle que aún quedaba mucho fuego en mi manguera. 

—¿Preparado para tu tercer polvo?

Se tendió sobre la cama, en signo de aceptación.

—Fóllame hasta matarme.

Que fácil fue pasar de sus dudas del día anterior al «fóllame hasta matarme». Ya estaba todo aclarado, deseábamos disfrutar de nosotros. Abrió sus piernas para que entrara. Atrapó mi polla, contrajo su pelvis, y dejé que ella marcara el ritmo, venía de una larga travesía solitaria, y necesitaba acostumbrarse.

Su imagen desnuda abierta en canal a mis deseos me invitó a subirme sobre ella. Fui recibido con cariño mientras se cogía a mí y me pedía que no dejara de navegarla. Con mi mástil dentro de ella y bien agarrado a las velas de sus pechos, el tamaño de las olas fue creciendo, se movía a velocidad de huracán.

No podía seguirle sus acelerones, parecía un potro escapado de un rodeo americano, pugnando por descabalgarme, pero yo la tenía bien ensartada  y no me dejé tirar. Su cara se había transformado, estaba asalvajada, gritando, suspirando. Cogió mi polla con su mano, acelerando mis movimientos. Acabamos a la vez sin dejar de agitarse, y cuando conseguí sacarla, la tenía dolorida.

—¡Qué bruta eres!

—¿No tenías tantas ganas de follarme?

Me encantaba verla tan animada.

—Me alegra de que te sientas bien.

Sonrió. Me dio un beso.

—¡Estoy en una nube!

La llevé a su casa para que se organizara. Se marchaban a las 5 para Madrid. Me ofrecí a llevarlas a la estación del AVE de Alicante y evitarles pedir un taxi.

Aparqué para poder despedirla a pie de vía. Se marchaba rumbo hacia Madrid, hacia la realidad. Me abracé con todas, les había cogido cariño.

—Si vuelves por Madrid, llámanos —se despidió Teresa.

Nos dejaron un espacio para despedirnos nosotros.

—Vuelvo al mundo real —le costaba hablar.

—Yo no quemé nada en la hoguera, pero sí pedí un deseo.

Se quedó esperando a que lo dijera y yo me quedé esperando a que me lo pidiera.

—Venga, dímelo, por fa.

—Solo pedí...Que te sientas iluminada para acertar en tu decisión

Se abrazó a mí con una fuerza que casi me ahoga.

—Eres muy buena persona Pablo. Te mereces enamorarte de alguien especial.

Ella era una mujer tan especial como la que ella me deseaba encontrar.

Nos despedimos con un beso, lleno todavía de sal, de sol, de mar, de cariño.

--- . ---

Pasaron dos semanas, en los que hubo algunas llamadas y muchos mensajes, en los que en ninguno le pregunté por Raúl ni ella me dijo nada de su decisión.  Afortunadamente había firmado el proyecto de un chalet y me ocupaba mucho tiempo. Estar atareado me salvaba de la nostalgia de evocar a Julia. Era imposible olvidarla, porque ya se sabe, que el olvido está lleno de memoria y su recuerdo me ayudó a rechazar una invitación a cenar con Mireia que me buscaba desde hacía días.


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