Les voy a escribir un relato en base a una experiencia que me conto un usuario de la pagina con el que pegue buena onda, el me conto la situación y yo lo plasme en un relato.
No me enorgullezco, pero tampoco me hago el boludo. Lo que pasó pasó. Y si lo cuento no es para que me aplaudan, sino porque todavía me arde en la cabeza.
Laburo en una imprenta, desde hace años. Es un lugar ruidoso, lleno de tipos con el cuerpo un poco gastado, pero con buena onda. Entre ellos, Julián. Buen tipo. Nada en contra. Él y yo no éramos íntimos, pero nos llevábamos bien. Compartimos chistes, laburo, puteadas y café fuerte. Y un viernes, también compartimos la cena en su casa.
Él se ofreció a poner el lugar. Fue él, yo, dos compañeros más… y ahí la conocí a Pamela, su mujer.
Rubia, 37, linda en ese estilo simple que no se gasta en llamar la atención, pero que sabés que está. Nada exagerado. Una musculosa blanca, sonrisa fácil, mirada atenta. De esas minas que no se quejan por la bulla ni los chistes de doble sentido. Una de esas que escucha más de lo que habla… y mira más de lo que parece.
La noche pasó tranquila. Comimos, tomamos un poco, muchas risas. Ella se reía de todo, incluso cuando no era gracioso. Y sí, hubo miradas. No tantas como para decir “me quiere coger”, pero tampoco tan inocentes. Me bancaba la mirada. La sostenía. Yo también. Pero hasta ahí. Nada más.
Al otro día, me doy cuenta de que me olvidé la campera en su casa. Una campera negra que uso todo el tiempo, no tengo muchas. Así que le escribo a Julián.
Me contesta a la media hora. Se había ido a pescar, pero que pase por la casa, que le avisaba a Pamela.
Yo fui en modo trámite. Literal. Nada de doble intención. Estaba medio despeinado, zapatillas viejas, sin perfume. Golpeo el timbre.
Sale ella.
Distinta.
Pelo suelto, una musculosa negra ajustada y una calza gris. Sin maquillaje, pero con esa pinta de “recién me levanté, pero igual te gusto”. Me sonrió como si nada.
—Pasá —me dijo—. Dejaron como tres camperas ustedes, no sé cuál es tuya.
Entré.
Ahí en el respaldo de una silla estaban todas. Reconozco la mía, la agarro.
—¿Es esa? —me pregunta desde la cocina.
—Sí, ya está —digo. Y cuando me doy vuelta para irme, me frena con una frase que me congeló.
—Ayer me la hiciste creer, eh… me miraste mucho.
Me la tiró de una. Yo me frisé.
—No, no… —le dije rápido— estábamos todos jodiendo, no lo tomes a mal…
Pero ni me dejó terminar.
Me besó.
No un beso suave. Me comió la boca. Con una seguridad que me descolocó. Ni pude pensar en si estaba bien o mal. Me apretó contra la pared. Yo tenía las manos quietas, los ojos abiertos. Pero el cuerpo ya estaba metido.
Ella me llevó al cuarto. Sí, ese cuarto. Donde duerme con Julián.
Me tiró sobre la cama. Me bajó el pantalón. Me sacó la remera. Me la chupó como si supiera que tenía poco tiempo. Como si tuviera hambre de verdad. Como si ya me hubiera cogido en la cabeza y esto era sólo cumplir.
Yo estaba duro. No sólo de excitación. De tensión también. De culpa, de locura. Pero no hice nada por pararlo. Al contrario.
Cuando acabé en su boca, ella tragó. Me miró. Sonrió.
Me alcancé la campera. Me la puse en silencio. Y salí sin decir una palabra.
Desde entonces, nunca más se habló de juntadas en la casa de Julián.
Les dejo fotos de pamela y el, pero por obvias razones le voy a blurear la cara a ella..

Si tienen mas historias y quieren compartirlas como Ariel, me hablan, puedo crear relatos en base a sus anecdotas/historias, etc.
Espero que lo disfruten, saludos!
No me enorgullezco, pero tampoco me hago el boludo. Lo que pasó pasó. Y si lo cuento no es para que me aplaudan, sino porque todavía me arde en la cabeza.
Laburo en una imprenta, desde hace años. Es un lugar ruidoso, lleno de tipos con el cuerpo un poco gastado, pero con buena onda. Entre ellos, Julián. Buen tipo. Nada en contra. Él y yo no éramos íntimos, pero nos llevábamos bien. Compartimos chistes, laburo, puteadas y café fuerte. Y un viernes, también compartimos la cena en su casa.
Él se ofreció a poner el lugar. Fue él, yo, dos compañeros más… y ahí la conocí a Pamela, su mujer.
Rubia, 37, linda en ese estilo simple que no se gasta en llamar la atención, pero que sabés que está. Nada exagerado. Una musculosa blanca, sonrisa fácil, mirada atenta. De esas minas que no se quejan por la bulla ni los chistes de doble sentido. Una de esas que escucha más de lo que habla… y mira más de lo que parece.
La noche pasó tranquila. Comimos, tomamos un poco, muchas risas. Ella se reía de todo, incluso cuando no era gracioso. Y sí, hubo miradas. No tantas como para decir “me quiere coger”, pero tampoco tan inocentes. Me bancaba la mirada. La sostenía. Yo también. Pero hasta ahí. Nada más.
Al otro día, me doy cuenta de que me olvidé la campera en su casa. Una campera negra que uso todo el tiempo, no tengo muchas. Así que le escribo a Julián.
Me contesta a la media hora. Se había ido a pescar, pero que pase por la casa, que le avisaba a Pamela.
Yo fui en modo trámite. Literal. Nada de doble intención. Estaba medio despeinado, zapatillas viejas, sin perfume. Golpeo el timbre.
Sale ella.
Distinta.
Pelo suelto, una musculosa negra ajustada y una calza gris. Sin maquillaje, pero con esa pinta de “recién me levanté, pero igual te gusto”. Me sonrió como si nada.
—Pasá —me dijo—. Dejaron como tres camperas ustedes, no sé cuál es tuya.
Entré.
Ahí en el respaldo de una silla estaban todas. Reconozco la mía, la agarro.
—¿Es esa? —me pregunta desde la cocina.
—Sí, ya está —digo. Y cuando me doy vuelta para irme, me frena con una frase que me congeló.
—Ayer me la hiciste creer, eh… me miraste mucho.
Me la tiró de una. Yo me frisé.
—No, no… —le dije rápido— estábamos todos jodiendo, no lo tomes a mal…
Pero ni me dejó terminar.
Me besó.
No un beso suave. Me comió la boca. Con una seguridad que me descolocó. Ni pude pensar en si estaba bien o mal. Me apretó contra la pared. Yo tenía las manos quietas, los ojos abiertos. Pero el cuerpo ya estaba metido.
Ella me llevó al cuarto. Sí, ese cuarto. Donde duerme con Julián.
Me tiró sobre la cama. Me bajó el pantalón. Me sacó la remera. Me la chupó como si supiera que tenía poco tiempo. Como si tuviera hambre de verdad. Como si ya me hubiera cogido en la cabeza y esto era sólo cumplir.
Yo estaba duro. No sólo de excitación. De tensión también. De culpa, de locura. Pero no hice nada por pararlo. Al contrario.
Cuando acabé en su boca, ella tragó. Me miró. Sonrió.
Me alcancé la campera. Me la puse en silencio. Y salí sin decir una palabra.
Desde entonces, nunca más se habló de juntadas en la casa de Julián.
Les dejo fotos de pamela y el, pero por obvias razones le voy a blurear la cara a ella..

Si tienen mas historias y quieren compartirlas como Ariel, me hablan, puedo crear relatos en base a sus anecdotas/historias, etc.
Espero que lo disfruten, saludos!
1 comentarios - Ariel y la mujer de su compañero