
Viviana tenía 34 años. Separada, con dos hijos pequeños, llevaba su vida con dignidad, fuerza… y unas curvas que hacían temblar el barrio.
Calzas ajustadas. Escotes que apenas contenían sus enormes pechos. Cabello teñido de naranja fuego. Y una forma de caminar que parecía desafiar al mundo.
No lo hacía por provocar. Simplemente era así. Poderosa. Natural. Ardiente.
El que no podía más era Iván, su vecino. 20 años. Estudiante. Tímido.
Pero cada vez que la veía salir con esos leggins pegados, sintiendo ese aroma a crema de coco y viendo cómo esas tetas rebotaban al caminar, perdía la cabeza.
Una tarde, desde la terraza del edificio, Iván la vio tender ropa en el balcón. Sólo con una remera sin sosten y calza corta Y ahí, en silencio, se lo sacó. Con la mano derecha se masturbaba mirándola. Pensando en cómo le cabalgaría esa culona, Cómo gemiría ella si se lo metía bien adentro, aunque no tuviera experiencia.
Pero esa fantasía no tardó en volverse realidad.
Viviana lo descubrió. Lo miró sin vergüenza. Y le sonrió.
Esa noche, lo invito a su departamento, el le tocó la puerta. Y ella le abrió. Vestía una camisa ligera . Nada debajo. Y un short de jeans.
—¿Querés ver de cerca lo que tanto te calienta, Iván?
Él tragó saliva. Asintió sin poder hablar. Y cuando entró al departamento de ella, el aroma a sexo y humedad ya flotaba en el aire.
Ella se sacó la camisa. Sus tetas enormes cayeron libres, firmes, morenas, los pezones duros.
—Tocá. No tengas miedo.
Iván las agarró como si fueran oro. Las besó. Las chupó con hambre.
Y Viviana lo guió hasta el sofá.
—Ahora desnudate. Quiero ver qué tenés para mí.
Cuando lo hizo, ella sonrió al ver su pija.
—Mmm… más de lo que esperaba. ¿Seguro que nunca lo usaste con una mujer así? Le dijo mientras le agarraba la pija.

Se saco el short y lo montó sin pensarlo. Su culo enorme rebotaba con cada embestida. Gritaba. Le decía “¡así, papi, haceme tuya!”
Y él la tomaba de la cintura, de las tetas, la nalgueaba, se lo metía hasta el fondo.
La puso en cuatro. Le lamió la concha y le metió la pija de nuevo, La cogió fuerte. Ella le pedía más.

—¡Dame, vecinito! ¡Llename toda, que estoy seca desde hace meses!
Él acabó adentro. Jadeando.
Ella se sentó sobre él y lo abrazó.
—Esto recién empieza… ¿sabés? Me gustás. Y mi cuerpo… es tuyo cuando quieras.
Desde aquella noche en que Viviana lo hizo suyo, Iván ya no pudo mirar a ninguna otra mujer.
Nada se comparaba con esa hembra madura, ardiente, sin filtros, que lo tomaba cuando quería y lo dejaba temblando.
A veces la veía desde el pasillo.
A veces le dejaba la puerta entreabierta. Y él sabía lo que eso significaba.
Una noche, después de estudiar, Iván llegó a su departamento. Cuando recibió un mensaje en su teléfono:
> “Vení callado. Estoy desnuda esperándote en la cocina.”
Su corazón se aceleró. Entró.
Y la encontró allí, de espaldas, en la cocina.
Solo con un delantal. Nada más.
Su culo enorme al descubierto. Tatuado. Bronceado. Delicioso.
Ella volteó y sonrió.
—Estaba preparando tortas… pero ahora tengo más hambre de otra cosa.
Se acercó. Lo besó. Le bajó los pantalones de un tirón.
Su pija ya estaba dura, como si hubiera estado esperándola todo el día.
Viviana se arrodilló y comenzó a mamarlo con experiencia.
Lento al principio, luego profundo, mojado, haciendo ruidos obscenos.
Le agarraba los muslos, le acariciaba los testículos con una mano mientras lo tragaba.
—¿Te gusta cómo lo hago, Ivancito?
Él solo podía asentir, jadeando.
Pero esta vez quería más.
La puso de espaldas sobre la mesa.
Le abrió las piernas, le lamió toda la concha, le metió los dedos, y cuando ella ya gemía sin parar, le metió la pija de golpe.

—¡Eso, nene! ¡Dale! ¡Matame!
El sonido de sus cuerpos chocando llenaba la cocina. Los gemidos, los jadeos, las risas calientes, la cogió con fuerza.
Después la puso en cuatro sobre la mesa y la nalgueó.
—¡Más fuerte! ¡Así! ¡Cogeme !

Iván, lleno de confianza, le tiró del pelo, le lamió la espalda y la reventó contra la mesa.
Ella acabó dos veces. Gritando. Temblando.
Y cuando sintió que él iba a acabar, se giró, se arrodilló, y lo dejó terminar sobre sus tetas.
—Mirá cómo me dejaste, bebé… y todavía te falta aprender tanto.
Él sonrió, jadeando.
—Enseñame todo, Vivi.
Ella le guiñó un ojo, mientras lo lamía suavemente.
La mañana siguiente fue distinta.
Iván bajaba las escaleras como siempre, esperando cruzarse con Viviana.
Pero lo que encontró en la puerta del departamento lo dejó helado.
Un tipo alto, con anteojos de sol, barba recortada, brazos tatuados y una musculosa blanca, golpeaba la puerta de Viviana con confianza.
A su lado, dos bolsitas con juguetes y golosinas.
Y un ramo de flores.
—¿Quién es? —preguntó Iván con cierta dureza.
—¿Vos sos el portero o algo? —respondió el tipo, sin mirarlo del todo.
Viviana abrió la puerta.
Vestía una remera larga, sin sostén debajo, y shorts diminutos.
Se notaba desarreglada. Con el pelo recogido apurado.
—¿Rafa?
—Vine a ver a los chicos. Me dijiste que podía venir hoy.
Ella dudó. Luego sonrió, forzadamente.
—Sí… claro. Pasá.
Iván sintió cómo la sangre se le iba a la cabeza.
Sabía lo que había pasado la noche anterior.
Cómo la hizo acabar gritando, cómo ella lo recibió dentro de sí, como gemía.
Y ahora ese tal Rafa estaba ahí. Con sus músculos. Con su seguridad.
Con un pasado que él no podía competir.
Esa tarde no hubo mensaje.
No hubo gemidos filtrándose por las paredes.
Pero a la medianoche, Iván escuchó un golpe suave en su puerta.
Abrió, y era ella. Viviana.
Descalza, ojos brillosos, respiración agitada.
—¿Estás celoso? —susurró.
Él no contestó.
Ella se acercó, lo besó fuerte, lo empujó hacia adentro.
—¿Pensás que alguien me hace acabar como vos? —le dijo, mordiéndole el cuello.
Se arrodilló, le sacó el pene, se lo chupó como si necesitara marcar su territorio.
Y luego se subió sobre él en el sillón, con una intensidad distinta.
Más urgente. Más posesiva.
—Cogeme. Quiero que lo sientas. Que sepas que… soy tuya esta noche.
Iván la tomó por la cintura, le enterró la pija con fuerza.
La nalgueó. Le agarró las tetas. La cogió como nunca antes. Como si tuviera que demostrar que nadie podía quitársela.

Se subió sobre ella, Embistiendo su concha, cuando acabó dentro de ella, temblando, jadeando, sintió que algo había cambiado.
No solo cogía a Viviana. La deseaba. La quería para él.
Ella lo miró, sudada, despeinada, con esa sonrisa sucia que lo volvía loco.
—Mañana se va. Vino solo a ver a los chicos.
—¿Y vos?
—Yo… me quedo. Con el que me hace gritar.
Iván lo notó en el aire.
Viviana estaba distinta. No lo buscaba con la misma urgencia.
Los mensajes se habían vuelto más cortos, más espaciados.
Y esa tarde, cuando tocaron la puerta de su departamento, él ya intuía lo que venía.
Ella entró con un vestido negro suelto, sin maquillaje, con los ojos cargados de algo que no era solo deseo.
—Tenemos que hablar —dijo en voz baja.
Se sentaron.
Iván la miró en silencio, como si su cuerpo aún esperara que lo besara, que lo montara, que lo usara como cada noche.
—Rafa… volvió. Se quedó.
—¿Y vos…?
—Decidí intentarlo. Por mis hijos. Por todo lo que fuimos. Él quiere cambiar. Yo quiero creerle.
Un silencio amargo se instaló entre ellos.
—Pero vos me cambiaste, Iván. Me hiciste sentir deseada, viva, libre.
—¿Y entonces por qué te vas? —preguntó él, con rabia contenida.
Ella se acercó. Se arrodilló frente a él como tantas veces.
Pero esta vez, no había prisa.
Solo ternura. Melancolía.
Lo desvistió, lo acarició, lo besó lento.
—Porque vos sos fuego. Y yo no quiero apagarlo.
—Entonces dame una última noche.
—No, nene… te voy a dar una última locura. Como solo yo sé hacerlo.
Lo tumbó en la cama.
Se desnudó por completo frente a él, dejando que sus tetas rebotaran libres, que sus caderas lo hipnotizaran. Lo besó, bajó lamiéndolo, mamaba con un ritmo lento, firme, mojado.

Iván ya no pensaba. Solo sentía.
La alzó, la hizo suya de espaldas, la cogió fuerte, con rabia, con amor.
Ella gritaba, lo arañaba, le decía:
—¡Recordame así! ¡Así, Iván! ¡Toda tuya!
La tomó de todas las formas.
La puso en cuatro le dio duro por la concha, mientras la nalgueaba.
Y acabaron juntos en la cama, sudados, rendidos, abrazados.
Antes de irse, ella se vistió, y desde la puerta, le dijo:
—Te voy a mandar algo. Pero no lo abras hasta que me haya ido.
Minutos después, el celular vibró.
Un mensaje.
> "Para que nunca me olvides, mi nene."
Y una foto.
Viviana, desnuda, acostada sobre su cama, con las piernas abiertas, sus dedos tocando su concha húmeda y una sonrisa provocadora en los labios.
Iván sonrió con lágrimas en los ojos.
Sabía que nunca volvería a tenerla.
Pero también sabía… que jamás podría olvidarla.


1 comentarios - La Mamá Soltera