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El hijastro perfecto

El hijastro perfecto
Aquel fin de semana tenía que ser perfecto. Al fin iba a conocer al hijo de Juan Carlos. Hacía varios meses que me venía insistiendo que era hora de hacer la presentación. Estaban muy unidos, y él quería que su hijo viera que su padre ahora era feliz. Nos habíamos conocido en una app de citas. Cuando vi su perfil, me había quedado más que satisfecha con su apariencia: morocho, alto, con buen gusto para vestirse y, además, simpático. Después de algunos meses de salir juntos, nos pusimos en pareja. Todo iba bien, pero él repetía cada tanto que tenía que conocer a su hijo. Que era un pibe fantástico, de 22 años, que estaba estudiando para contador, como él. La idea —honestamente— no me fascinaba. Pero si estaba empezando a formar parte de su vida, supuse que era necesario. Así que aprovechamos un finde largo para hacer la presentación oficial. Elegí la ropa perfecta para causar impacto. También, claro, para impresionar a Juan Carlos. Necesitaba imponer mi estilo, dejar en claro qué clase de mujer soy. No esconder que en nuestra dinámica también había deseo, sexualidad, algo de juego. No soy una mujer muy atractiva —lo tengo claro—, pero siempre supe cómo llamar la atención. Nunca dejé de ser aquella muchacha voyerista a la que le gusta que los hombres se calienten con su presencia, o que al menos fantaseen con la posibilidad de tenerla. No es que lo vayan a lograr, claro. Pero esas miradas... Esas miradas me encienden. Después, esa energía la descargo en la cama. Uno de mis grandes atributos, sin dudas, es mi culo. Me ha dado más de una alegría. Mis tetas también han sido favoritas de muchos, pero casi todos se terminan inclinando por mi culo. Y aunque ya tengo 45 años, lo mantengo como parte del repertorio: firme, provocador, adictivo. Como una promesa que nunca se entrega del todo, pero deja huella. Y así fue como mi vestido negro, ajustado como segunda piel, junto a unos tacos altos, esperaban ansiosos a que Juan Carlos viniera a buscarme. Sabía que le iba a causar impacto. Y así fue: apenas me subí al auto, me miró de reojo y dijo: —Estás hermosa, mi amor… Espero que tengas puesta la tanguita que tanto me gusta. Ya estaba en éxtasis. Él era fácil. La dinámica sexual que teníamos me atraía muchísimo: juegos, insinuaciones, manos al borde de lo público. Ese tipo de relación que me dejaba vibrando. Le mostré la tanga. Él frenó al costado de la ruta, bajó la cabeza y pasó su cara por mi conchita como si fuera un ritual. Luego seguimos camino, como si nada. Durante el trayecto, hablamos de su hijo, Federico. Me contó que era medio retraído, que no me preocupara si no me daba mucha bola. —Es medio frío al principio, pero es buen pibe —me dijo. Yo asentí, sonriendo, mientras me acomodaba el escote. No me importaba demasiado agradarle. Pero sí… estaba intrigada. Compramos cosas para el asado. La casa de Juan Carlos estaba bastante lejos de la ciudad, en un campo enorme, justo al borde de la ruta. Por eso, decidimos comprar todo lo necesario para pasar el fin de semana sin necesidad de salir. El plan era simple: carne, vino y encierro. Cuando llegamos, su hijo estaba en un cuarto jugando a la Play. Yo preferí no interrumpir, pero Juan Carlos insistió: —Fede, vení. Quiero que conozcas a Flavia. Él se quitó los auriculares con gesto automático, pero cuando me miró, su expresión cambió. Me inspeccionó con la precisión de un cirujano. Fue directo a mis tetas. Sin pudor, sin culpa. Esa mirada, yo la conocía. La de un pibe que sabe perfectamente lo que quiere. Y que sabe cómo conseguirlo. Federico era flaco, alto, con barba descuidada y unos brazos enormes. Un cuerpo más grande que su edad. Pero lo que más me impactó fue su energía: callado, seguro, de esos que no necesitan hablar para hacerse notar. —Hola, hola —dije, acercándome para darle un beso en la mejilla. Fue ahí cuando lo olí. Ese olor a macho joven, a cuerpo caliente mezclado con desodorante barato y transpiración. Ese olor me prendió fuego entre las piernas. No dije nada, pero mi cuerpo ya estaba reaccionando. Juan Carlos siguió acomodando las bolsas. Federico volvió a su juego. Y yo… yo ya sabía que esa casa, ese campo, ese encierro… iba a terminar con algo más que un asado. Siempre fui buena para controlarme. Pero su olor… Ese olor me desarmó. Me calentó al punto de necesitar pija con una urgencia animal, desesperada. Después de dejar las bolsas, llevé a Juan Carlos al cuarto. Le dije al oído: —Me dejaste caliente desde el auto. Mirá cómo estoy. Me bajé la tanga y se la puse en la cara. Él la olió como si fuera un perfume caro. Sonrió. —Tiene que ser rápido —le susurré—. No quiero que Federico nos escuche. Me tiró a la cama. Entrecerró la puerta. La habitación estaba en penumbras. Solo la luz tenue del atardecer filtrándose por la ventana. Me subió el vestido. Me metió la pija sin avisar. Yo gemía despacio, apenas un hilo de voz, conteniendo los gritos que me nacían del cuerpo. Y entonces lo vi. Detrás de la puerta, Federico. Quieto. Mirando. Su cara apenas visible entre la rendija. Estaba espiando cómo su padre me cogía. No dije nada. No hice ningún gesto. Solo lo miré. Fija. Directo. Le dejé en claro con la mirada: "Sí, te estoy viendo, pendejo." Él se fue corriendo, como si el deseo lo hubiera quemado por dentro. Pero yo no me detuve. Al contrario. Sentí que acababa solo de saber que nos miraba. La noche había caído y empezamos con los preparativos para el asado. Nadie mencionó el “evento”. Federico y yo fingimos demencia. Compartíamos un secreto —uno que ardía debajo de la ropa— pero ambos caminábamos sobre esa delgada línea entre la incomodidad y la excitación. Su padre, por supuesto, no lo había notado. No lo había visto como yo. No había sentido esa tensión pegajosa que se había instalado entre los dos. Entre risas, vino y brasas, hablamos de su vida y le conté un poco de la mía. Intentábamos sostener la normalidad como si no nos hubiéramos cruzado las miradas detrás de una puerta entreabierta. Y entonces sonó el teléfono. Una llamada que daría comienzo a lo inevitable. Juan Carlos atendió, habló un rato y volvió al patio con las llaves en la mano. —Tengo que ir a la ciudad. Un amigo quedó tirado con el auto —dijo mientras se ponía la campera—. quedate tranquila, en una horita o dos estoy de nuevo. Quédate y charlen un rato. No dio muchas explicaciones. Ya se estaba yendo. Y cuando su camioneta se perdió entre la oscuridad del campo, entendí que ese lugar ahora era solo de Federico y mío. La casa había quedado en silencio. Solo el crepitar del fuego y el murmullo de los grillos afuera. Federico y yo compartíamos ese espacio con una tensión espesa, como si el aire mismo supiera lo que estaba por suceder. Estábamos en la cocina, las copas a medio llenar, los restos del asado en la mesa. Yo me acerqué a servir más vino y sentí su mirada clavada en mí. Esa mirada sin filtro, directa, que ya había visto antes. Una que no pide permiso. —¿Te molesta que papá se haya ido? —preguntó. —No. Me molesta que te hayas ido vos… de la puerta —le respondí sin mirarlo. Él no dijo nada. Solo se acercó. —¿Te gustó que te viera? —¿Y a vos? Estábamos frente a frente. Podía sentir el calor de su cuerpo. La manera en que su respiración me rozaba la piel. —Pensé en vos todo el día —murmuró. Le tomé la mano y la llevé a mi pecho. Su pulgar rozó mi pezón, y mi cuerpo se estremeció sin pudor. —No sos tan distinto a tu papá —le dije. —Él no va a hacerte sentir lo que yo puedo. Me apoyó suavemente contra la mesada. Sus manos subieron por mis piernas, levantaron el vestido y encontraron lo que buscaban. Mi cuerpo, listo. Ansioso. Vibrante. Sus labios bajaron, cálidos, seguros, y me tocaron como si supiera exactamente cómo hacerlo. Me abrí a ese contacto con los ojos cerrados, mordiéndome los labios para no gritar. Cuando terminé temblando, él se incorporó con una sonrisa de satisfacción. —Ahora sí —me dijo, mirándome con fuego en los ojos—. Ahora empezamos. Él me tomó de la cintura y me levantó sin esfuerzo. Sus manos, grandes, firmes, me sostuvieron mientras me sentaba sobre la mesada. El vestido ya estaba arriba, mis piernas abiertas, su cuerpo entre ellas. Nos miramos un segundo. Fue un silencio eléctrico, como si todo el aire del lugar se hubiera cargado de estática. Yo respiraba agitada. Él me observaba como si ya fuera suya. Cuando me besó, fue con hambre. Un beso que no buscaba ternura, sino territorio. Me mordió el labio. Yo gemí bajito. Sus manos bajaron por mi espalda, apretaron mis caderas, y me atrajeron más. Me rozó con fuerza entre las piernas, por encima, apenas, y mi cuerpo respondió al instante. No hubo necesidad de hablar. Mi humedad decía todo. Él bajó un poco la cabeza y me susurró al oído: —Que linda sos, tenes una conchita hermosa. —Pendejo atrevido, que bien la chupas. Usame toda —le respondí. Abrió su pantalón, sin sacarse la ropa del todo. Solo lo justo. Yo sentí cómo me tocaba con la punta, cómo buscaba el lugar exacto. Me agarré fuerte de sus hombros. Entró despacio. Denso. Lleno. Ardiente. Y me quedé sin aire. Empezó a moverse con un ritmo perfecto, firme, pero sin apuro. Su boca besaba mi cuello. Mis piernas lo rodeaban, lo apretaban contra mí. La cocina entera parecía contener la respiración. Yo gemía en su oído. Él me decía cosas bajito. –Te gusta puta, ¿te gusta cogerte a este pendejito?. –Si, que rica pija. Cogeme mas fuerte. No éramos desconocidos. pero sabíamos que era prohibido. Nunca había cogido en la cocina de mi novio, y jamas me imagine que mi primera vez iba a ser con su hijo. Bombeaba como si supiera lo que hacia. Cuando acabé, fue violento.Clave mis uñas en su espalda. Incontrolable. Me arqueé sobre la mesada como si algo me atravesara. Saco su pija violentamente, me dio vuelta y me ensalivo el culo, y fue asi que me bombeo el culo de una manera violenta mientras apretaba mi cabeza contra la mesada, sentía el frio y el calor mientras gemía como una puta. Luego de unos minutos, acabo con chorros que salían con una fuerza que hacen que gimiera como nunca. Nos quedamos así. Sudados, pegados, envueltos en ese silencio que solo aparece cuando el cuerpo dice todo lo que la boca no puede. Cuatro horas después, el silencio de la casa se rompió con el ruido del motor que se acercaba por el camino de tierra. Juan Carlos volvía. Yo ya estaba duchada, el agua había borrado el sudor y las marcas de la noche, pero no podía esconder la vibración que aún recorría mi cuerpo. Me sequé el cabello con calma, disfrutando de la sensación de la piel limpia, pero mi mente volvía a él, a Federico, a esos momentos robados. Cuando escuché las llaves en la puerta, el corazón me dio un vuelco. Me vestí con algo sencillo, fingiendo normalidad. —Llegué —dijo Juan Carlos al entrar, cansado pero contento. Lo saludé con una sonrisa que escondía mucho más de lo que decía. Él no notó nada. Y yo disfruté ese secreto. Esa misma noche, mientras él dormía, la casa volvió a llenarse de susurros, caricias y promesas que solo él y yo sabíamos.
ArrayDeseosa_ninfa

autor:deseosa_ninfa
fuente:cs

5 comentarios - El hijastro perfecto

ekissa5534
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incestuososs
Q lindo seria hacerle un hijo a mi hermana.. le acabo adentro me encanta