El ascensor reflejaba su silueta. Esa que había pulido cuidadosamente bajo las instrucciones del Amo. Tacones finos, falda ajustada, blusa de seda sin sujetador. Labios pintados de rojo, los pezones erguidos marcando la tela, y entre las piernas… nada. Nada que obstaculizara la ofrenda que pronto tendría que hacer.
En el bolsillo interior de su abrigo llevaba un pequeño dispositivo: una cámara. Ella no podía verla, pero él sí. Y eso bastaba.
Cuando entró en la habitación del hotel, encontró una nota sobre la cama:
“Vas a esperar. Vas a obedecer. Y vas a provocar. La habitación 415 tiene una vista perfecta de la tuya. Él está allí. Yo estoy allí. Y tú, amor mío, vas a ofrecerte para ser observada.”
Se desvistió lentamente. Primero los zapatos, luego la falda. Dejó que su blusa cayera como si se deslizara la piel misma. Su cuerpo desnudo, brillante por la humedad de la anticipación, se convirtió en el centro de la escena.
Caminó hacia la ventana. Las cortinas abiertas de par en par. Afuera, la ciudad se encendía. Y detrás de una ventana más arriba, la silueta apenas perceptible de un hombre que la observaba.
Sabía que no era un extraño. Sabía que era un cómplice del Amo.
Se sentó en el sofá. Abrió las piernas con lentitud, como una flor que solo se abre para el sol exacto. Sus dedos bajaron, tocaron, jugaron. Pero no llegaron al clímax. Esa parte no le pertenecía. Solo provocaba. Solo mostraba.
El móvil vibró. Un mensaje:
“Él bajará. Toca su cuerpo, deja que te toque. Pero tú no serás suya. Solo yo puedo recoger tu néctar.”
La puerta sonó. El hombre entró, callado, respetuoso. Vestía traje, pero sus ojos ya estaban desvestidos.
Ella no dijo palabra. Se puso de pie, dio un paso hacia él, tomó su mano y la colocó sobre su pecho. Palpitante, ofrecido, vibrante.
—Solo lo que él permite —dijo ella en voz baja.
El hombre acarició, tocó, besó. Su lengua trazó caminos por su vientre, sus dedos rozaron el centro húmedo, pero nunca penetraron. Ella se arqueaba como una danza de fuego contenido.
Al final, él se inclinó, la miró y susurró:
—Eres una obra viva.
Ella sonrió. Sabía que esas palabras no eran para ella. Eran para él, el verdadero Amo.
El visitante se marchó. Ella quedó en la cama, desnuda, aún palpitante.
El último mensaje llegó:
“Has sido perfecta. Hoy fuiste mía a través de otros ojos. Pero tu cuerpo, tu alma y tu néctar… son solo míos.”
Ella se tocó lentamente, con gratitud, sin llegar al final. Su placer seguiría acumulándose. Como una copa sagrada. Hasta que él decidiera beberla.
En el bolsillo interior de su abrigo llevaba un pequeño dispositivo: una cámara. Ella no podía verla, pero él sí. Y eso bastaba.
Cuando entró en la habitación del hotel, encontró una nota sobre la cama:
“Vas a esperar. Vas a obedecer. Y vas a provocar. La habitación 415 tiene una vista perfecta de la tuya. Él está allí. Yo estoy allí. Y tú, amor mío, vas a ofrecerte para ser observada.”
Se desvistió lentamente. Primero los zapatos, luego la falda. Dejó que su blusa cayera como si se deslizara la piel misma. Su cuerpo desnudo, brillante por la humedad de la anticipación, se convirtió en el centro de la escena.
Caminó hacia la ventana. Las cortinas abiertas de par en par. Afuera, la ciudad se encendía. Y detrás de una ventana más arriba, la silueta apenas perceptible de un hombre que la observaba.
Sabía que no era un extraño. Sabía que era un cómplice del Amo.
Se sentó en el sofá. Abrió las piernas con lentitud, como una flor que solo se abre para el sol exacto. Sus dedos bajaron, tocaron, jugaron. Pero no llegaron al clímax. Esa parte no le pertenecía. Solo provocaba. Solo mostraba.
El móvil vibró. Un mensaje:
“Él bajará. Toca su cuerpo, deja que te toque. Pero tú no serás suya. Solo yo puedo recoger tu néctar.”
La puerta sonó. El hombre entró, callado, respetuoso. Vestía traje, pero sus ojos ya estaban desvestidos.
Ella no dijo palabra. Se puso de pie, dio un paso hacia él, tomó su mano y la colocó sobre su pecho. Palpitante, ofrecido, vibrante.
—Solo lo que él permite —dijo ella en voz baja.
El hombre acarició, tocó, besó. Su lengua trazó caminos por su vientre, sus dedos rozaron el centro húmedo, pero nunca penetraron. Ella se arqueaba como una danza de fuego contenido.
Al final, él se inclinó, la miró y susurró:
—Eres una obra viva.
Ella sonrió. Sabía que esas palabras no eran para ella. Eran para él, el verdadero Amo.
El visitante se marchó. Ella quedó en la cama, desnuda, aún palpitante.
El último mensaje llegó:
“Has sido perfecta. Hoy fuiste mía a través de otros ojos. Pero tu cuerpo, tu alma y tu néctar… son solo míos.”
Ella se tocó lentamente, con gratitud, sin llegar al final. Su placer seguiría acumulándose. Como una copa sagrada. Hasta que él decidiera beberla.

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