(Esta es una historia real. Me la contó hace muchos años alguien muy allegado a uno/a de los/las protagonistas. Al principio no le creí en su totalidad, la verdad. Algunas cosas me parecían demasiado. Pero luego con los años fuí encontrando y me fuí topando casi sin querer con algunos detalles y ciertas cosas. Piezas de rompecabezas que encajaban perfecto y me dejaron en claro que lo que me había contado ésta persona era absolutamente cierto. Por más que no tenía todas las piezas, tenía suficientes para darme cuenta.
Pese a todo el tiempo que pasó, tuve que cambiar varias cosas respecto a los nombres de los involucrados y ciertos lugares muy puntuales.
Cabe aclarar que la historia es tan calenturienta como turbia, así que considérense advertidos.)
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Corría el año 1977, casi ‘78. El país estaba bajo la dictadura militar de esa época que tantos desastres terminó causando. Sin embargo, donde yo vivía eso realmente no se sentía. Si, veíamos militares por las calles y las rutas, pero ya estábamos un poco acostumbrados a eso. Hacía años que se los veía en mayor número dando vueltas por ahí. La gente, por lo que yo veía en el pueblo, estaba más preocupada por el mundial de fútbol que se venía al año siguiente que por otra cosa. Siempre se hablaba de guerrillas en los montes y de levantamientos, todo eso, pero nosotros en el pueblo nunca habíamos visto nada.
Yo vivía en la provincia de Tucumán en esa época, en una localidad llamada La Cocha. Era chiquita, en esa época no había más de tres mil habitantes. Casi, casi que nos conocíamos todos. Está al sur de la provincia, muy cerca de la frontera con Catamarca. Era hermoso y recontra tranquilo, me encantaba vivir ahí.
Mi nombre es Catalina. Yo tenía dieciséis años en el ‘77. Iba a un colegio religioso, pero no estaba en La Cocha. Estaba unos pocos kilómetros al sur del pueblo, el Colegio Cardenal Manfredi. En esa época por supuesto era todo de mujeres, no era mixto. Hoy ya sí lo es.
Yo en realidad había nacido en Boston, en los Estados Unidos. Mi mamá era argentina, pero mi papá era yanki como yo. Antes de cumplir un año mi familia se mudó a la Argentina. Mi papá estaba muy metido en temas de minería y de extracción de recursos, por lo que gracias a la empresa le surgió la oportunidad de mudarse a Tucumán. Ninguno era de ahí, pero les terminó encantando todo. La zona, la calidez de la gente, la vida tan tranquila, todo.
Yo seré mitad yanki genéticamente, y hasta el apellido tengo, McKenzie. Mis bisabuelos eran escoceses. Pero desde que tengo uso de razón y memoria siempre me consideré de ahí, Tucumana. Tu-cu-ma-na, señor. Y bien orgullosa de serlo. Hablaba inglés de chiquita, gracias a mi papá, pero sólo si quería. Todo el tiempo hablaba en tucumano, como debía ser. Que yo hubiese nacido en Boston no me significaba más que un dato, no me afectaba para nada.

Claro, para mis amiguitos de la infancia y compañeras de colegio, no era tan así. Yo tenía la piel bien blanca y pálida y un pelo colorado y largo que resaltaba mucho junto a todas las demás. No había forma que no me identificaran cuando formábamos fila. Un poco más que era como fluorescente al lado de las otras chicas. A la mayoría de ellas les causaba algo de rechazo o quizás de envidia, no sé. Por suerte nunca sufrí bullying y cosas así, pero directamente la mayoría no me daban bola. Sí tenía dos o tres buenas amigas a quienes mi aspecto no les importaba y siempre tenían buena onda. Aún hasta el día de hoy. Siempre las quise y las quiero mucho a esas locas divinas.
Por supuesto que nadie me decía Catalina. Todos me decían “La Gringa”. A mi ni me molestaba. Qué iba a hacer? Si el zapato te calza, usalo.
Me acuerdo que descubrí a los hombres cuando yo tenía trece años. No se asusten, no lo quise decir como algo macabro que hice o que me hubieran hecho a esa temprana edad. Descubrí que me atraían. Las hormonas se me despertaron a esa edad de apenas adolescente y ya los comencé a mirar más dulce y distinto mientras por ahí los veía en algún campito jugando a la pelota o lo que fuera. A los quince tuve un noviecito ahí del pueblo, Joaquín. Era un amor, me re gustaba y me trataba bien. No duramos mucho por esas cosas de los romances de adolescentes, pero siempre lo recuerdo con cariño. Por supuesto que no habíamos llegado a tener sexo, yo seguía virgen.
Eso me acuerdo que me molestaba bastante. Yo las escuchaba a mis amigas o a otras compañeras de clase y de vez en cuando alguna venía, entre risitas y a escondidas para que las monjas no escucharan, diciendo que ya se habían acostado con algún chico del pueblo. Cada vez más eran las que habían debutado y yo a los dieciséis todavía nada.
No era que yo estaba obsesionada con el sexo ni mucho menos. Yo hacía mi vida normal, pero mi cuerpito pálido y flaquito me lo estaba pidiendo. Ya me masturbaba, claro, a escondidas en mi cuarto tratando que ni mis padres ni mi hermanito escucharan en la quietud de la noche. A varias de las otras chicas ya les había pegado lindo la pubertad. A varias se les estaban formando esos cuerpos tìpicos de las chicas de ahí, culonas y tetonas. Pero a mi todavía no. Tenía una cola muy linda, debo reconocerlo. No era de esos culazos amplios, típico de las chicas del norte del país, pero estaba muy bien formado y paradito. Mis senos, sin embargo, mucho no crecían. Ya me había resignado un poco a que yo iba a ser de tetas chiquitas toda la vida.
Fue en mi anteúltimo año escolar, a mis casi diecisiete, que tuve mi gran despertar sexual. Viéndolo desde ahora y considerando todas las décadas que pasaron y lo mucho que cambió el mundo y la sociedad… viéndome a mí misma lo que hice como esa pendeja... Me dan ganas de agarrarla a esa coloradita y darle un buen reto. Cagarla bien a pedos. Porque lo que hice y lo que permití que sucediera por tanto tiempo fue verdaderamente una locura que en esa época yo no veía como tal.
Era principios de Septiembre, ya estaba empezando a hacer más calor y nosotras estábamos anticipando con ansias el fin del año escolar que ya se venía en poco tiempo. El Manfredi era un colegio que tenía un predio y edificios bastante extensos, pero la verdad muchos alumnos no íbamos. No la cantidad que uno podía imaginarse que irían a un colegio puesto así de bien. Un día yo estaba en clase, como cualquier otro día, y la monjita que teníamos de profesora me mandó a buscar una caja de tizas, porque el aula ya casi se estaba quedando sin ellas. Era muy común que las monjas hicieran eso. Señalaban a alguna de las chicas al azar y la mandaban a buscar cualquier cosa. Tizas, algún elemento al armario o al depósito, algún papel o libro a la dirección… pasaba todo el tiempo. Esa vez me tocó a mí y eran tizas.
Fui como siempre, sin pensar, agradecida de poder salir del aula un rato. Ese tipo de cosas las guardaba el encargado del colegio en el sótano. Se llamaba Carlos, pero las monjas nos hacían llamarlo el Señor Gutierrez. Estaba mal llamarlo “encargado”, pero nunca supe como llamarlo. El tipo se ocupaba de todo y hacía años que estaba en el colegio. Desde que yo había entrado en la primaria, siempre estuvo. Era uno de esos viejos de campo que se daban maña para hacer de todo, lo que hiciera falta hacer. Electricidad, plomería, cambiar tejas, albañilería, cortaba el pasto del predio… todo.
Gutierrez se llevaba bien con todo el mundo, la verdad. Tanto con las monjas como con nosotras. Siempre saludaba bien, nos conocía a todas, siempre de buen humor se lo veía por el colegio, caminando o arreglando algo. Era un viejo ya canoso, tendría sus buenos sesenta años ya. Piel quemada por tantos años de sol, el pelo blanco cortado bien al ras y era bastante morrudo. Tenía una panza la verdad que importante, pero al mismo tiempo se lo veía fortachón, con unas manazas enormes de dedos con callos y brazos gruesos y peludos, producto de tantas décadas de trabajo manual.
Él guardaba todos esos elementos de clase en un cuartito en uno de los sótanos del colegio. Yo ya lo conocía, las monjas me habían mandado varias veces y también durante algún recreo que otro con alguna amiga me había escapado por ahí para explorar y de aventura. Gutierrez tenía una especie de cuarto amplio, por no decir sucucho, ahí abajo. Una mezcla de oficina, depósito, tallercito y hasta dormitorio. Él no vivía ahí, técnicamente. Era de un pueblito en Catamarca que se llamaba Robles, como a unos ciento cincuenta kilómetros, pero se había instalado ahí abajo con el visto bueno de la gente del colegio, para no tener que andar yendo y viniendo de su pueblo todo el tiempo. Se volvía a sus pagos en algún feriado, de vacaciones y cosas así. Por eso es que vivía ahí, pero en los papeles no.
Yo me metí ahí en los vericuetos del depósito del sótano como si nada. Realmente no estaba pensando en nada. Sabía dónde estaban guardadas las cosas, las agarraba y me iba. No estaba pensando en más que eso. Estaba todo casi en silencio. Entré al depósito, busqué entre los estantes, tomé la caja de tizas y me disponía a irme.
Ahí fue cuando escuché un ruido raro. Me pareció que era Gutierrez, sonaba algo así, pero no lo sé. No puedo explicarlo. Un sonido que me llamó la atención. Me adentré un poco, nada más de curiosa, y sin querer ser vista tímidamente me asomé medio a escondidas por detrás de unos estantes, espiando para el sucucho del viejo Gutierrez. Lo que vi me dejó helada.
Lo vi al viejo en la privacidad de su lugar, seguro se pensaba que nadie lo estaría viendo y que estaría solo. Se había sentado medio recostado en un sillón desvencijado y ajado que tenía ahí abajo. Tenía los ojos fijos en una revista que sostenía con su mano izquierda, mientras que con la otra se estaba tocando. Los ojos se me fueron inmediatamente a lo que estaba haciendo, desde mi escondite. Entre sus gemidos suaves, roncos y profundos, con su otra mano se estaba masajeando su pija dura. Se había bajado un poco los pantalones de su ropa de trabajo y ahí estaba, masturbándose esa verga marrón y gruesa, tan bien erecta, pensando que estaba solo.
Yo me quedé congelada mirando. Más allá de alguna revista porno que alguna de las chicas me había mostrado alguna vez como travesura, era la primera vez que veía un pene así, en vivo. Uno de hombre grande, quiero decir. A mi hermanito lo había cambiado mil veces. Yo sabía lo que era un hombre, pero nunca lo había visto así en vivo. Nunca había escuchado a uno sentir así su propio placer, mientras su mano se lo daba. No sólo me quedé dura mirando como extasiada la escena, también empecé a sentir un hormigueo suave, muy suave, entre mis piernas. Sentí la excitación que me subía de a poco y cómo me había mojado un poco.
Tragué saliva. Nadie me iba a ver. Mientras lo miraba al viejo masturbarse en silencio, yo también desde mi escondite me levanté un poco la pollera por adelante y deslicé mis dedos por debajo de mi bombacha, entre mis piernas, frotándome ahí mientras observaba atenta. Me imaginaba cosas… lo hermoso que debía ser sentir una verga así, grande y dura, de hombre, sobre mi piel, sobre mi cuerpo… dentro de mi cuerpo.
Seguro estuvimos así un par de minutos nada más, pero a mi me parecieron dulcemente eternos en mi placer. De pronto lo escuché gemir más fuerte al viejo, aceleró su masturbación y lo ví que eyaculó. Los chorritos de su líquido espeso le saltaron de esa punta gruesa e hinchada, arqueándose en el aire y salpicando sin ruido en el piso sucio. Yo también, en silencio y ahogando mi propia excitación, aceleré el movimiento de mis dedos sobre mi conchita y me dí más fuerte. Quería sentirme acabar dulcemente con esa imagen, de ese hombre grande eyaculando. Pensaba que deseaba estar yo ahí, frente a él, y que descargara toda esa leche caliente en mi boca o en mi cara en lugar del piso.
Pero no llegué a mi clímax. El viejo, como lo más natural del mundo, se subió de nuevo sus pantalones, hizo la revista a un lado y se levantó del sillón, quizás para ir a buscar un trapo para limpiar lo que había dejado en el piso. Yo retiré mi mano de entre mis piernas. Ya estaba bien y me tenía que ir de ahí antes que me descubriera.
No lo logré. Como una estúpida, de torpe nomás, al darme vuelta para irme le pegué con el hombro a uno de los estantes y me lo llevé puesto, haciéndolo crujir y chillar fuerte. El viejo se sobresaltó y miró para donde yo estaba, tratando de ver que había pasado.
“Eh! Eh, che! Quien anda ahì?!”, escuché su vozarrón. No sé por qué no salí corriendo. Nunca me iba a alcanzar si salía a perseguirme. Pero no lo hice. Me quedé dura un segundo, sin saber que hacer hasta que me animé a hablar desde atrás de los estantes.
“Ehh… yo, Señor Gutierrez… no se preocupe. Soy Catalina…”
“Eh?!”, gruñó para mi lado, todavía sorprendido.
“Catalina… Cata McKenzie….”, dije tìmidamente.
“Eh? Gringa? Gringuita sos vo’?”, me preguntó bajando un poco la voz.
“S-Si Gutierrez… vine a buscar tiza… ya me voy…”. Amagué a salir de ahí pero enseguida sentí que me chistó.
“Tch tch… venga pa’ ‘ca, che… que anda espiando, venga pa’ ‘ca...”, me ordenó.
Con algo de timidez di la vuelta alrededor de todos los estantes y fui donde estaba él, en su sucucho.
Me miró serio, “Que hacías, Gringa, que te anda’ escondiendo?”
“No, no me estaba escondiendo… me mandó la hermana a buscar tiza…”, dije y le mostré la cajita que llevaba en la mano.
“Ah, mirá…”, dijo seriamente, “Y que viste, se puede sabe’?”
“No vi nada, Gutierrez…”
“Decime la verda’, che… estuviste ahí un rato?”, me preguntó.
“Bueh… bueno, si … perdóneme. Si lo vi, pero por favor no le diga nada a las hermanas…”, yo lo único en que pensaba era que el viejo no me botoneara con las monjas. Me iba a comer terrible cagada a pedos. Primero en el colegio y después en casa, seguro.
“Que viste?”, me miró serio, “Decime la verda’...”
Yo dudé un segundo pero se lo dije. Lo miré para arriba, me llevaba una buena cabeza el gordo. Preferí ser honesta. “Lo ví a usted… que estaba ahí tocándose.”
El viejo me miró un momento y asintió, “Bueh… bueh. No vas a deci’ nada, no?”
“No, claro…”, asentí.
“A ver si todavía me echan si decís algo…”
Le sacudí la cabeza, “No digo nada… quédese tranquilo… yo no vi nada”. El viejo me escuchó en silencio y pareció calmarse, creyéndome. Le estaba diciendo la verdad. Ninguno de los dos quería ningún problema con las monjas, “Bueno… lo dejo tranquilo, perdóneme por favor…”
Me iba a girar para irme, pero me detuve cuando lo escuché hablarme, “Pará, pará…”
“Que pasa?”
El viejo medio que se rió, por ahí cayendo en lo que había pasado, “Te quedaste ahí mirando, no? Picarona...”
Yo sentí que me subió la sangre a la cara de la vergüenza, “N-no…”
“Dale, Gringuita… te quedaste mirando porque te gustó, no?”, se rió.
Yo suspiré, “Si… no sé… no sé qué decirle, Gutierrez…”
“No diga’ nada, que se yo. Me parece perfecto”, me sonrió. Yo lo miré y no entendí lo que me había querido decir. El siguió, “La queré' ver de nuevo?”
Yo me quedé dura, de nuevo sin saber que hacer o que decirle. Obvio que en lo más profundo de mí la quería ver de nuevo. Quería más que verla, no me pregunten por qué. Gutierrez no era un tipo buen mozo ni mucho menos, pero me estaba excitando tanto la situación y lo que había visto. Cuando el viejo me vió que no contestaba, pero debió haber visto cómo se me ponía un poco colorada mi carita pálida, nada más se sonrió y ahí nomás, los dos parados en el medio de su oficinita, se desabrochó el pantalón y sacó su verga suavemente, despacito, de nuevo al aire.
No estaba totalmente dura, pero se ve que el tenerme ahí en esa situación ya le estaba dando algunas señales de alerta. Y yo no podía sacarle los ojos de encima a esa pija que tenía tan cerca. Era todavía más hermosa de cerca. Tan marrón y gruesa. Las cosas que me estaba imaginando…
“Ahí tené, Gringuita…”, escuché su voz que me hizo volver un poco en mí, “De ésto no diga’ nada tampoco, eh?”
“No, claro…”, solo dije.
“Te gusta?”, me preguntó con una sonrisa.
“S-si… es muy linda…”, le dije suavemente, yo también me sonreí suavemente, viendo los tironcitos que estaba dando ahí, colgando en el aire.
Sentí que el viejo estiró la mano y me acarició una mejilla con esos dedos callosos, la sensación no me disgustó para nada. Al contrario. Lo miré y le sonreí.
“Bueh… si te gusta tanto…”, dijo y sin dejar de mirarme, hizo unos pasos para atrás, para sentarse de nuevo en su sillón desvencijado. Se bajó el pantalón hasta las rodillas ésta vez, dejándome verlo todo. Su verga oscura y maciza, ya bien erecta de nuevo, y los testículos que llevaba colgando, cubiertos de una suave manta de pelos blancos.
“No me la quere’ chupar un poquito?”, escuché que me dijo, “A ve’ si te gusta eso también…”, se rió bajito. Yo no sabía qué hacer. Lo quería tanto, pero tanto… El viejo me vió dudar, seguro, y me dijo “Dale, Gringuita, no le decimo’ nada a las hermana’… lo dejamo’ secreto.”
Yo lo miré, “En serio?”
El me sonrió mientras se masajeaba la verga enfrente mío, “Claro m’hija… entre vos y yo, nadie ma’. Dale, vení.”
Y yo la verdad que no lo pude aguantar más. Tenía un huracán de calentura en el pecho y entre las piernas. Me acerqué donde estaba sentado él, me arrodillé y le di rienda suelta a todo lo que estaba sintiendo. Me llevé la pija dura del viejo a la boca, escuchándolo gemir suave por encima de mi cabeza. Se sentía tan bien probar esa verga, sentir el aroma y el gusto esparciéndose por mi boca. La textura suave y hermosa de esa piel en mis labios, en mi lengua. Que hermoso se sentía tener mi boca tan llena de pija… El viejo me puso una mano en mi cabeza, no me presionaba pero me acompañaba. Gimiendo. Diciendome lo lindo que se la estaba chupando. Yo prácticamente ni lo oía. Estaba perdida en la sensación de por fin, después de tanto haberlo deseado tantos años, por fin estaba complaciendo y siendo complacida por un hombre de esa manera, aunque fuera sólo en mi boca.
Se la mamé un lindo rato así, un rato hermoso para mí, hasta que él no pudo aguantar más y agarrándome del pelo me retuvo la cabeza ahí. Me empujó la punta hinchada de esa pija gruesa contra el interior de una de mis mejillas y, gimiendo profundo, empezó a acabar, llenándome la boca con su semen salado, tan delicioso. Mi lengua tenía vida propia, degustando y tragando todo lo que el viejo le estaba dando, sintiendo el calor hermoso de ese semen espeso bajándome hasta el estómago. Fue en ese momento, en ese preciso momento en el que me terminé de enamorar de la sensación. La sensación de sentir un hombre gozando con mi cuerpo, la sensación de sentirlo vaciarse en mí. Fue en ese instante, en ese sótano sucio con el viejo, cuando se me abrieron las puertas del sexo en la cabeza y me empezaron a encantar los hombres. Ya me atraían, claro, pero ahora me encantaban.
No exagero si digo que esa primera vez que sentí el gusto divino del semen caliente de un hombre, me hice adicta. Lo sabía, dentro mío, aunque todavía no sabía cómo expresarlo. Había descubierto ahí, sin esperarlo, que chupar pijas era una de las cosas que más me gustaban en la vida.
Cuando terminamos me limpié un poco los labios y el mentón y le sonreí. En realidad nos sonreímos, se lo veía muy contento. Mi boquita lo había hecho acabar lindo, parecía. Me incorporé y él también lo hizo, quedando los dos parados ahí frente al otro.
“Gracia’, Gringuita… la verda’ que la chupas muy bien…”, se rió y me acarició una mejilla.
“Me tengo que ir… con la tiza…”, le dije.
“Te gustó?”, me preguntó.
Yo le sonreí, le dije la verdad, “Me encantó…”
El me devolvió una amplia sonrisa, “Que gauchita que so’...”
“Gracias…”, le seguía sonriendo.
“No queré veni’ el sábado? Vo’ ya estuviste con un hombre?”, me preguntó.
“No… todavía no… cómo el sábado?”, le dije.
“Venite el sábado y cogemo’. ‘Tamo solito’ aca en el colegio, no queda nadie.”, me sonrió. Yo sentí que se me subía el calor de nuevo, “‘’Tas tan linda, chiquita, te tengo unas gana’...”
“No se, Gutierrez…”, le sonreí un poco avergonzada.
“Decime Carlo’, che.”, se rió.
“Bueno, Carlos.”
“Que no sabe’? Ya ‘tas grandecita, no sos una nena… No queré coger un poquito?”, me preguntó con una sonrisa y me acarició la cara de nuevo.
“Puede ser…”, le sonreí, “Me tengo que ir… me van a retar!”, le dije con una risita y me fui yendo para la puerta, para volver a la planta baja y al aula.
Cuando volví a clase la monja me preguntó por qué había tardado tanto con la tiza. Le tiré lo primero que me vino a la cabeza, que tuve que pasar por el baño. No me dijo nada y me agradeció, diciéndome que tomara mi asiento de nuevo. Yo no sabía cómo hacer para sentarme y dejar mis caderas quietas de la calentura que me había quedado después de mamar así al viejo. Me sentía toda mojada entre las piernas y tenía miedo que las otras chicas se dieran cuenta de algo, pero nadie me dijo nada.
No podía dejar de pensar en Gutierrez… perdón, en Carlos, y lo bien que se sintió su verga dura en mi boca. En el gusto de su semen. En el placer que me dió darle placer. Sentirlo estallar en mi boquita. Ni quería pensar cuántos años me llevaba, no importaba. La calentura que me había dejado no me la había dado nada nunca, y en mi cabeza se repetía una y otra vez la imagen y las sensaciones de estar arrodillada frente a él, tomándole esa pija hermosa en mi boquita de adolescente.
Respecto a lo que me había dicho del sábado, yo no sabía qué hacer. Ese sí que era un paso muy, pero muy largo que me estaba invitando a tomar. Al otro día, en el colegio, me crucé con Carlos mientras él barría el pasillo y, muy bajito ya que estábamos solos, me volvió a decir del sábado. Yo le dije que lo estaba pensando, pero si quería cómo iba a hacer? Me dijo que él me dejaba una de las puertas de atrás del edificio sin llave, que fuera a la tarde y me metiera nada más. En el edificio donde estaban las aulas y la dirección no había nadie nunca los fines de semana. Solo él, en su sótano. Me dejaría la puerta abierta, yo sólo tenía que asegurarme que nadie me viera, principalmente las monjas que vivían en otro de los edificios, a bastante distancia. Era riesgoso, pero la idea me atraía. Le dije que lo iba a pensar. Lo que no le dije era que ya casi tenía decidido que si, lo iba a hacer.
Pero para eso, me tenía que preparar. Estaba muy nerviosa y no me sentía lista, pese a mis deseos.
1 comentarios - El Despertar de La Gringa - Parte 1