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La profe que educa con castigos

No solo se educa con la palabra
La profe que educa con castigos


En el instituto San Ignacio, el área de idiomas siempre había sido tranquilo, hasta que llegó Claudia, la nueva profesora de inglés. Inteligente, segura, y con una figura que parecía dibujada por un artista inspirado, no tardó en convertirse en el tema de conversación en la sala de docentes.


Martín, el veterano profesor de literatura, estaba acostumbrado a tener el control de todas las conversaciones... y de algunos corazones también. Alto, con barba bien cuidada y una voz que podía hacer que cualquier poema sonara erótico, notó enseguida que Claudia no caía bajo su encanto. Eso, por supuesto, lo encendía más que cualquier soneto de Neruda.


Todo comenzó una tarde de viernes, cuando ambos coincidieron para organizar un taller conjunto. Claudia, vestida con su característico top ajustado y jeans ceñidos, corregía en la pizarra los pronombres en inglés. Martín fingía revisar su plan de clase, pero sus ojos estaban más ocupados en la forma en que ella escribía.
—"Es inglés básico. ¡Debiste haberlo visto hace años!" —le dijo en tono burlón, girando para mirarlo directamente a los ojos.


Martín alzó una ceja. —"¿Siempre tan mandona o es sólo conmigo?"
Ella sonrió. —"Depende... ¿te gustan las órdenes?"
Él se acercó, tomando una tiza del escritorio. —"Sólo si vienen con castigos cuando me equivoco."
El silencio en la sala de maestros se volvió denso, cargado. Claudia dejó la tiza, cruzó los brazos y dijo: —"Entonces ven al salón 3, después de la reunión. Necesitas... clases particulares."


Salón 3, 7:10 p.m.
El aula estaba a oscuras, salvo por la luz de la pizarra digital. Claudia ya lo esperaba, sentada sobre el escritorio, piernas cruzadas y una carpeta en la mano.
—"Llegas tarde, profesor."
—"Los buenos alumnos siempre hacen esperar a sus maestras favoritas."
Ella lo mandó sentar en una de las sillas. —"Primero, vamos a repasar los tiempos verbales... pasado, presente y futuro... aunque hoy solo nos interesará el presente."
Sacó de su bolso una regla de madera. Martín la miró, confundido.
—"¿Vamos a corregir redacciones... o comportamientos?"
—"Eso depende de cuántas veces interrumpas la clase."


Claudia comenzó con una serie de frases en inglés. Cada vez que Martín cometía un error (a propósito, claro), ella lo corregía golpeando suavemente su mano con la regla. El sonido seco resonaba entre los pupitres vacíos. Él reía, pero sus mejillas comenzaban a sonrojarse.
—"You're enjoying this too much," murmuró él.
—"Y aún no llegamos al dictado oral," respondió Claudia, quitándose lentamente su blazer.
Las siguientes semanas, los dos profesores empezaron a quedarse más tiempo después de clases. 
A veces ella lo ataba con cintas de la sala de arte mientras le hacía recitar verbos irregulares. 
Otras, lo hacía leer poemas de Shakespeare mientras le colocaba un lápiz entre los dientes para practicar pronunciación. Si erraba, venía un castigo... una nalgada, un reto, o incluso tener que corregir oraciones escritas en su espalda desnuda.


Ambos sabían que su "relación profesional" se estaba volviendo rumor en los pasillos. Pero les daba igual.
—"Dicen que tienes una dictadura gramatical," le dijo él una vez.
—"Prefiero llamarlo... método inmersivo," respondió ella mientras le sujetaba las muñecas con esposas de juguete.


En una reunión de maestros, otro profesor preguntó:
—"¿Por qué siempre se quedan hasta tarde ustedes dos?"
Claudia sonrió mientras se acomodaba su blusa. —"Reforzamos estructuras... orales y gramaticales."
Martín solo bebió su café, sin quitarle los ojos de encima. El juego seguía, cada vez más intenso, más absurdo, más delicioso.


Y así, entre conjugaciones, castigos, y deseos reprimidos, Claudia y Martín demostraron que, a veces, enseñar puede ser un acto muy, muy sensual.

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