Llegué a casa ese viernes con el peso de otra semana de mierda en la espalda. El calor de enero seguía pegajoso, y el sudor se me metía en los ojos mientras estacionaba. Apenas puse un pie en la casa, escuché las risas de los chicos desde el patio. Me asomé por la ventana de la cocina, y ahí estaba Lucía, en el césped, en cuatro patas, jugando con los nenes. La pendeja se habia puesto una musculosa blanca que se le pegaba al cuerpo, dejando ver el contorno de sus tetas, y un short de algodón gris que se le metía entre los cachetes del culo. Se movía con una gracia animal, como si supiera que cada gesto suyo era una trampa. Mi cabeza se disparó al instante: me la imaginé en esa misma posición, pero sin ropa, el culo al aire, las piernas abiertas, gimiendo mientras yo la agarraba por las caderas y el pelo y le metía la pija en el orto hasta hacerla temblar. La imagen fue tan vívida que sentí un tirón en la entrepierna, y tuve que apoyarme en la mesada para no perder el equilibrio.
Entré al living, tratando de disimular, pero un dolor de cabeza empezó a martillarme las sienes. El calor, el cansancio y esa mina que no me sacaba de la cabeza me estaban matando. “Voy a acostarme un rato”, le dije a Lucía, que justo entraba con los chicos, toda sonriente, con el pelo revuelto y un brillo en la piel que me hacía querer lamerla entera. Ella asintió, con esa mirada suya que siempre parecía saber más de lo que decía. Subí al cuarto, me tiré en la cama y cerré los ojos, pero no podía sacármela de la cabeza: su culo en ese short, la curva de sus tetas, la forma en que me miraba como si me estuviera invitando a algo que no debería ni pensar.
Unos minutos después, tocaron la puerta. “Juan, ¿estás bien? ¿Necesitás algo?”, dijo Lucía desde el otro lado, con esa voz suave que me ponía los nervios de punta. “Eh, sí, un té, por favor”, murmuré, más para sacármela de encima que porque realmente quisiera algo. Cerré los ojos otra vez, pero mi cabeza volvió a traicionarme. Me imaginé a Lucía entrando, sin el short, solo con una tanguita blanca, arrodillándose en la cama, sus tetas rozándome el pecho mientras me susurraba al oído: “¿Esto querés, Juan?”. Y ahi nomas le arrancaba la ropa, le chupaba los pezones hasta hacerla gemir, y la ponía en cuatro para metérsela despacio, sintiendo cómo su concha apretada me envolvía la verga toda dura. Mi pija ya estaba a pleno, empujando contra el pantalón, y tuve que ajustarme el bóxer para no volverme loco.
La puerta se abrió, y ahí estaba ella, con una taza de té humeante en la mano. Llevaba la misma musculosa, pero ahora se le marcaban los pezones, duros, como si el aire fresco del cuarto la hubiera puesto en alerta. Se acercó y se sentó en el borde de la cama, tan cerca que sentí el calor de su pierna contra la mía. “Acá tenés tu té, jefe”, dijo, con esa sonrisita que me volvía idiota. Puso la taza en la mesa de luz, pero no se movió. Sus ojos bajaron, y juro que vi cómo se detuvieron en la sábana, justo donde mi pija formaba una carpa imposible de disimular. La tela del bóxer apenas la contenía, y la sábana marcaba cada detalle: la cabeza hinchada, la vena que palpitaba. Me quedé helado, pero ella no apartó la mirada. Al contrario, se mordió el labio, apenas, y sus ojos verdes brillaron con algo que no era inocencia.
“¿Estás cómodo, Juan?”, dijo, con una voz baja, casi un susurro, mientras su mano rozaba la sábana, como si fuera a acomodarla. No sé qué me poseyó, pero mi mano fue sola a mi pija, debajo de la sábana. Empecé a tocarme, despacio, sintiendo cómo se ponía más dura, la tela del bóxer rozándome la piel sensible. Lucía no dijo nada, solo me miró, con los labios entreabiertos, las mejillas un poco coloradas. Sus tetas subían y bajaban con cada respiración, y juro que vi cómo se apretaban contra la musculosa, los pezones más marcados que nunca. Me pajee más rápido, sin dejar de mirarla, imaginándola desnuda, con las piernas abiertas, la concha húmeda brillando bajo la luz del cuarto. La sábana se movía con cada movimiento de mi mano, y el roce de la tela contra la cabeza de mi pija me estaba volviendo loco.
Ella se inclinó un poco más, y la sábana se deslizó, dejando mi bóxer a la vista. Mi pija estaba a punto de reventar, la tela húmeda y una gotita que ya chorreaba. “Seguí, Juan”, susurró, y su voz fue como una chispa. Me agarré la pija con más fuerza, subiendo y bajando la mano, sintiendo cómo la piel se deslizaba, cómo el calor me subía por el pecho. Lucía no tocó, solo miró, pero su mirada era puro fuego. Sus dedos jugaban con el borde de su short, como si quisiera meterse la mano ahí mismo, pero no lo hizo. Solo me observaba, con esa sonrisa que decía “sé lo que querés, y me encanta verte así”.
No aguanté más. Un gemido se me escapó, bajo, casi un gruñido, y acabé con fuerza, sintiendo cómo el semen salía a chorros, manchando el bóxer, la sábana, todo. La tela se pegó a mi pija, húmeda, caliente, y el olor fuerte llenó el aire. Me quedé agitado, con la cabeza dándome vueltas, mientras Lucía se reía, una risa baja, casi cruel. “Qué desastre, Juan”, dijo, levantándose de la cama. “Mejor limpiá eso antes de que llegue tu mujer, ¿no? No querrás que se entere de lo que hacés cuando no está”. Se dio vuelta, y el short se le metió un poco más entre los cachetes de su culo mientras caminaba hacia la puerta. “Nos vemos mañana, jefe”, dijo, antes de salir.
Me quedé tirado en la cama, con el corazón a mil y la sábana hecha un enchastre. El té seguía humeando en la mesa de luz, intacto. ¿Qué carajo estaba haciendo? Lucía me estaba llevando a un lugar del que no sabía cómo salir, y lo peor es que no estaba seguro de querer hacerlo. Pero algo en su risa, esa apertura de su boca mientras me pajeaba, me decía que esto no había terminado. Y no tenía idea de qué iba a pasar después.
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