Holis! Llegó la tercera parte!!! Los leoooooooooooo
Abril terminó de amamantar en silencio, acariciando la cabeza del bebé mientras bebía sus últimos sorbitos de leche.
Cuando terminó, con una ternura infinita, lo acomodó nuevamente en la cuna, tapándolo con una mantita liviana.
Mateo la siguió con la mirada, su pecho apretado por la dulzura… y por el deseo palpitante que no podía controlar.
Abril regresó a la cama despacito, deslizándose bajo las sábanas al lado de él.
Su remera larga se había deslizado hacia un costado, dejando ver parte de su muslo desnudo.
—¿No te dormiste todavía? —le susurró en voz bajita, sonriendo.
—No... quería esperarte —murmuró Mateo un poco en tono de broma.
Se acomodaron uno junto al otro, separados apenas por un par de centímetros.
La película seguía sonando de fondo, pero ninguno de los dos le prestaba atención.
En un movimiento casual, Abril estiró las piernas para acomodarse mejor...
y su rodilla rozó algo duro, caliente, vivo.
Se quedó congelada.
Mateo contuvo la respiración, sintiendo cómo todo su cuerpo se tensaba.
Abril apartó la pierna enseguida, pero fue inevitable que bajara la mirada, dándose cuenta de lo que había tocado.
Sus mejillas se encendieron, pero no se apartó de él.
Solo le dedicó una sonrisa nerviosa, mordiéndose el labio inferior.
—Perdón... no quise... —susurró, sin poder mirarlo a los ojos.
—No... no pasa nada... —dijo Mateo rápido, sintiendo el corazón martillándole el pecho.
Un silencio dulce y tenso se apoderó de la habitación.
Abril, todavía ruborizada, estiró una mano tímida y acarició su propio cabello, como buscando distraerse.
Pero el gesto solo hacía que su remera se corriera un poquito más, revelando más piel de su pierna.
Mateo no podía dejar de mirarla.
La leche había humedecido parte de la tela sobre sus pechos, y dos marcas suaves, redondas, persistían como un recordatorio visible de lo que acababa de pasar.
—¿Todavía... te duele? —se animó a preguntarle en voz baja, refiriéndose a la subida de leche.
Abril negó con la cabeza, esbozando una sonrisa chiquita.
—A veces... solo se llenan mucho —murmuró—. Como hoy... —bajó la mirada hacia su propio cuerpo, como si se diera cuenta recién de lo que mostraba—. Perdón si te incomodé...
Mateo la miró, su voz saliéndole casi en un susurro tembloroso:
—No me incomodaste...
Sus ojos se encontraron.
Hubo un pequeño chispazo silencioso, lleno de ternura y deseo.
Abril sonrió con timidez y estiró la manta sobre ellos, como buscando refugio, quedando todavía más cerquita de él, sus piernas rozándose apenas.
La dureza en el pantalón de Mateo no había bajado un milímetro.
Ella lo sabía.
Él sabía que ella lo sabía.
Pero ninguno dijo nada.
Solo se quedaron ahí, compartiendo ese calor prohibido, dejando que la electricidad flotara entre ellos como un lazo invisible, inevitable.
Muy despacito, Abril apoyó su cabeza en el hombro de Mateo.
Él cerró los ojos, disfrutando del peso de ella, del aroma tibio que desprendía, mezcla de jabón, leche y algo que era puramente Abril.
El corazón de ambos latía al mismo ritmo, desbocado.
Y aunque todavía no cruzaban la línea, sabían, sin decirlo, que ya no eran los mismos.
Que algo hermoso y prohibido acababa de despertar.
Y ya no había manera de detenerlo.
El silencio seguía envolviéndolos como un manto cálido.
La película sonaba de fondo, ignorada.
Solo el sonido de la respiración de ambos llenaba la habitación.
Abril, todavía acurrucada contra Mateo, suspiró y se acomodó para estar más cerca.
En ese movimiento, su muslo rozó directamente la entrepierna de Mateo, que seguía tensa, palpitante.
El contacto fue suave, tibio, inconfundible.
Mateo se quedó congelado, todo su cuerpo en estado de alerta, como si no pudiera creer lo que acababa de pasar.
Abril también se puso rígida al sentirlo… pero no se alejó.
Se quedó así, pegada a él, su pierna descansando sobre su erección palpitante, como si no se atreviera a moverse.
El corazón de Mateo golpeaba con fuerza brutal en su pecho.
Abril, temblando un poquito, se atrevió a levantar la cabeza para mirarlo.
Sus ojos se encontraron.
Y en ellos había de todo: vergüenza, ternura, deseo contenido.
—Mate... —susurró ella, casi sin voz.
Él tragó saliva, sin saber qué decir, temiendo arruinar ese momento que parecía colgar de un hilo finísimo.
En vez de hablar, Abril apoyó su frente contra la de él, cerrando los ojos.
Mateo podía sentir su aliento tibio, su cuerpo pequeño y caliente temblando contra el suyo.
Podía sentir, muy claro, cómo su erección latía contra la suavidad de su muslo.
Ella deslizó la mano hacia su pecho, apoyándola despacito, como buscando sentir sus latidos.
Y sin moverse mucho, sin decir nada, presionó un poquito más su pierna contra él, casi imperceptiblemente.
Mateo dejó escapar un suspiro tembloroso.
—¿Te molesta...? —murmuró Abril, apenas separándose un poco para mirarlo.
—No... —susurró él, ronco, temblando—. No me molesta...
Abril sonrió, tímida, y volvió a apoyar su cabeza en su pecho, quedándose ahí, abrazándolo.
La erección seguía rozándola.
Y ahora, ninguno de los dos intentaba disimularlo, aunque no se animaban a dar el paso.
Se quedaron así, abrazados, respirando al mismo ritmo, compartiendo ese calor íntimo que había empezado a consumirlos lentamente.
La noche siguió envolviéndolos.
Y aunque todavía no se atrevían a cruzar todas las líneas, ya habían dejado muy claro que el deseo entre ellos había despertado.
Y no pensaba volver a dormirse.
La noche siguiente, la casa dormía profundamente.
Solo algunas luces bajas del pasillo permanecían encendidas.
Mateo descansaba en su colchón en el living, cuando oyó los pasitos suaves.
Al alzar la vista, la vio a ella: Abril, con su enorme remera de dormir, descalza, el cabello suelto y esa carita de timidez que lo desarmaba.
—¿Querés venir a ver otra peli conmigo? —susurró, bajito, como si compartieran un secreto.
Mateo no necesitó pensarlo.
Asintió, sintiendo el corazón treparle a la garganta.
Fueron en silencio.
El bebé dormía tranquilo en su cuna.
Abril se tiró sobre la cama, dando unas palmaditas en el colchón, invitándolo.
Mateo se sentó al lado, tieso, nervioso.
Se acomodaron viendo la pantalla, pero era inútil: la tensión que flotaba entre ellos era palpable.
Y entonces, sucedió: Abril, distraída, se estiró un poco, y la remera se levantó lo suficiente como para dejar al descubierto la tanga de lencería blanca que llevaba oculta.
El encaje se tensaba contra su piel suave, dejando ver perfectamente sus hermosos muslos.
Mateo sintió como si algo le pegara en el pecho.
El bulto en su pantalón se levantó de golpe, tan duro, tan hinchado, que tuvo que mover disimuladamente una pierna para acomodarse.
La tela rozaba contra su erección y casi le arrancaba un gemido.
La miró, embobado, completamente perdido.
Ella notó su mirada.
Y, en vez de taparse, sonrió muy levemente, casi como si lo invitara.
Mateo, con las manos temblando, se acercó más.
Las respiraciones de ambos eran cortitas, temblorosas.
—Abril... —susurró él, sin poder contenerse— no se como decir esto… pe…pero me gustas…
Ella lo miró, con esos ojitos brillantes, vulnerables.
—Mate... a mi tambien me pasan cosas... —dijo, bajando la cabeza—.
Mateo sintió que le estallaba algo en el pecho.
—¿puedo bes….arte…r? —preguntó, apenas un suspiro.
Abril, sonriendo tímidamente, asintió.
—Si... —susurró.
Mateo se inclinó despacio, como si temiera romper algo frágil.
Rozó sus labios primero, apenas un roce, un contacto sagrado.
Ella gimió bajito, entreabriendo la boca para él.
El beso se volvió más profundo.
Más caliente.
Mateo dejó que sus manos temblorosas se apoyaran en su cintura, subiendo apenas, rozando la piel tibia.
Abril se separó un segundo, jadeando.
Con movimientos lentos, se quitó la remera, dejándola caer al suelo.
Quedó ante él, apenas vestida en esa lencería blanca y diminuta, que apenas cubría su cuerpo hermoso, maduro y joven a la vez.
Sus pechos, turgentes, enormes e hinchados subían y bajaban al ritmo de su respiración agitada.
El encaje se pegaba a sus pezones, que goteaban apenas de leche tibia, humedeciendo aún más la tela.
Mateo soltó un gemido ahogado, presionando instintivamente su bulto enorme contra la cama, buscando algo de alivio.
—Sos... sos perfecta Abril... —jadeó—.
Ella sonrió, ruborizada, mordiéndose el labio inferior.
—¿Pensas eso de verdad? —preguntó, tímidamente, como una niña que no cree merecer tanto amor.
Mateo la abrazó con desesperación.
—Me encantas, no te imaginas cuanto…
La besó de nuevo, esta vez más profundo, más necesitado.
Las manos de él acariciaban la suavidad de su espalda, los costados de sus pechos, rozándolos apenas, temblando de deseo y ternura.
Abril se arqueaba contra él, buscando más contacto.
Los cuerpos se movían solos, con la inocencia y la lujuria mezcladas en una danza nueva para ellos.
Bajo la luz tenue, Abril y Mateo se entregaban a algo que ya no podían detener.
Algo que apenas había comenzado.
Las sábanas estaban tibias, el aire cargado de ese calor que solo dos cuerpos muy cerca pueden crear.
Mateo y Abril seguían besándose en silencio, entre suspiros y roces que les hacían olvidar el mundo. Afuera, la casa dormía; adentro, la respiración de ambos se volvía cada vez más urgente, más entrecortada. El bebé seguía en su cuna, inmóvil, envuelto en su propia paz. Eso los obligaba a moverse despacio, con suavidad, como si el deseo tuviera que traducirse en caricias contenidas y gemidos contenidos.
Las manos de Mateo acariciaban la espalda de Abril, su cintura pequeña, los bordes del encaje blanco que aún vestía. Cuando ella se inclinaba sobre él, los pechos se le aplastaban levemente contra su pecho desnudo, cálidos y suaves, marcando su piel con la humedad tibia de la leche que todavía se escapaba a gotas. Sus pezones duros se sentían a través de la tela mojada, un roce tan sutil y erótico que a Mateo le costaba no gemir cada vez que los sentía.
—Sos tan linda... —susurró él, con los labios rozándole la mejilla, la oreja, el cuello.
Abril cerró los ojos, respirando agitada. Se movía sobre él como flotando, su cuerpo pequeño encajando sobre el suyo. La tela de su ropa interior se tensaba entre sus piernas, mojada ya por otros motivos.
Cuando se acurrucó contra él, sus muslos envolviéndolo, lo sintió con claridad: la erección bajo los pantalones de Mateo era firme, palpitante, viva.
Mateo apenas se movía, tenso como una cuerda a punto de romperse. Su erección le dolía, literalmente. Cada latido era un pulso ardiente que pedía alivio. El roce de los pechos de Abril, el peso leve de su cuerpo sobre él, lo estaban llevando al límite.
—Abril… —murmuró él, ronco— me vas a volver loco…
Ella sonrió apenas, mordiéndose el labio, sus mejillas encendidas. No dijo nada. Solo bajó una mano bajo las sábanas, temblorosa, como si estuviera haciendo algo que no terminaba de atreverse a aceptar.
Tanteó primero su cintura. Mateo contuvo la respiración. Su mano bajó un poco más… hasta su pantalón. Lo miró un instante, como buscando permiso. Y Mateo solo pudo asentir, con los ojos vidriosos de deseo.
Despacito, ella metió la mano por debajo del elástico. Su piel rozó la de él. La verga de Mateo se liberó, caliente, dura, latente, y Abril la envolvió con una mano tímida pero cálida. Jadeó bajito, como sorprendida.
Era grande.
Mucho más de lo que había imaginado.
Ella tragó saliva, sus dedos tanteando su longitud con cierta torpeza nerviosa. No lo masturbaba con decisión; era más bien un roce suave, una caricia que iba y venía, apenas apretando, apenas moviéndose. Pero para Mateo fue suficiente.
—Ay… Abril… —gimió apenas, cerrando los ojos, temblando de placer.
Ella se inclinó para besarlo otra vez, manteniendo la mano en su miembro. Sus pechos se balanceaban contra su pecho, los pezones rozando su piel desnuda, húmedos, blandos y duros al mismo tiempo. El contacto lo volvía loco.
Bajo las sábanas, sus cuerpos se entrelazaban. Abril seguía frotándolo, sin prisa, sin buscar nada más que tocarlo, sentirlo. El calor de su mano, la suavidad de sus dedos deslizándose lentamente, se volvió una tortura deliciosa.
Mateo estaba al borde. Lo sabía.
El placer se acumulaba en su vientre, le vibraba en la espalda, le llenaba la cabeza de fuego. Abril lo besó con ternura, con dulzura, mientras sus dedos lo acariciaban cada vez más lento, más íntimo, más húmedo.
Y entonces, con un gemido ahogado contra su boca, Mateo acabo.
—Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh — conteniendo su orgasmo para no hacer ruido.
El semen brotó caliente, en oleadas, empapando su vientre y el cuerpo de Abril, deslizándose entre sus dedos, manchando su piel, pegándose a la parte baja de sus pechos, justo donde la tela del corpiño ya no cubría.
Ella se quedó quieta, con la respiración agitada, su mano aún envolviéndolo, sintiendo cómo su pulso seguía latiendo un instante más.
Ninguno habló.
Mateo jadeaba, con los ojos cerrados, abrumado por el placer, por la ternura, por el miedo.
Abril bajó la vista, vio su cuerpo manchado de semen, la piel brillante y tibia, y algo se quebró adentro suyo.
Se separó un poco, retirando la mano con cuidado, limpiándose con una de las sábanas. El silencio fue repentino, pesado.
Mateo la miró.
—¿Estás bien? —murmuró.
Ella no respondió al principio. Se sentó en la cama, dándole la espalda, la respiración todavía agitada.
—Sí… —dijo finalmente—. Solo… no sé si esto está bien…
La culpa era un manto frío que empezaba a cubrir lo que antes ardía.
Mateo se incorporó, acariciando suavemente su espalda, pero no insistió. Abril se abrazó las piernas, todavía desnuda, con las marcas de su deseo aún tibias en la piel.
El bebé suspiró desde la cuna, ajeno a todo.
Y ellos, sentados en la misma cama, sabían que algo profundo y peligroso acababa de pasar.
Que no podían volver atrás.
Y que el calor de antes no los iba a acompañar toda la noche.
Abril terminó de amamantar en silencio, acariciando la cabeza del bebé mientras bebía sus últimos sorbitos de leche.
Cuando terminó, con una ternura infinita, lo acomodó nuevamente en la cuna, tapándolo con una mantita liviana.
Mateo la siguió con la mirada, su pecho apretado por la dulzura… y por el deseo palpitante que no podía controlar.
Abril regresó a la cama despacito, deslizándose bajo las sábanas al lado de él.
Su remera larga se había deslizado hacia un costado, dejando ver parte de su muslo desnudo.
—¿No te dormiste todavía? —le susurró en voz bajita, sonriendo.
—No... quería esperarte —murmuró Mateo un poco en tono de broma.
Se acomodaron uno junto al otro, separados apenas por un par de centímetros.
La película seguía sonando de fondo, pero ninguno de los dos le prestaba atención.
En un movimiento casual, Abril estiró las piernas para acomodarse mejor...
y su rodilla rozó algo duro, caliente, vivo.
Se quedó congelada.
Mateo contuvo la respiración, sintiendo cómo todo su cuerpo se tensaba.
Abril apartó la pierna enseguida, pero fue inevitable que bajara la mirada, dándose cuenta de lo que había tocado.
Sus mejillas se encendieron, pero no se apartó de él.
Solo le dedicó una sonrisa nerviosa, mordiéndose el labio inferior.
—Perdón... no quise... —susurró, sin poder mirarlo a los ojos.
—No... no pasa nada... —dijo Mateo rápido, sintiendo el corazón martillándole el pecho.
Un silencio dulce y tenso se apoderó de la habitación.
Abril, todavía ruborizada, estiró una mano tímida y acarició su propio cabello, como buscando distraerse.
Pero el gesto solo hacía que su remera se corriera un poquito más, revelando más piel de su pierna.
Mateo no podía dejar de mirarla.
La leche había humedecido parte de la tela sobre sus pechos, y dos marcas suaves, redondas, persistían como un recordatorio visible de lo que acababa de pasar.
—¿Todavía... te duele? —se animó a preguntarle en voz baja, refiriéndose a la subida de leche.
Abril negó con la cabeza, esbozando una sonrisa chiquita.
—A veces... solo se llenan mucho —murmuró—. Como hoy... —bajó la mirada hacia su propio cuerpo, como si se diera cuenta recién de lo que mostraba—. Perdón si te incomodé...
Mateo la miró, su voz saliéndole casi en un susurro tembloroso:
—No me incomodaste...
Sus ojos se encontraron.
Hubo un pequeño chispazo silencioso, lleno de ternura y deseo.
Abril sonrió con timidez y estiró la manta sobre ellos, como buscando refugio, quedando todavía más cerquita de él, sus piernas rozándose apenas.
La dureza en el pantalón de Mateo no había bajado un milímetro.
Ella lo sabía.
Él sabía que ella lo sabía.
Pero ninguno dijo nada.
Solo se quedaron ahí, compartiendo ese calor prohibido, dejando que la electricidad flotara entre ellos como un lazo invisible, inevitable.
Muy despacito, Abril apoyó su cabeza en el hombro de Mateo.
Él cerró los ojos, disfrutando del peso de ella, del aroma tibio que desprendía, mezcla de jabón, leche y algo que era puramente Abril.
El corazón de ambos latía al mismo ritmo, desbocado.
Y aunque todavía no cruzaban la línea, sabían, sin decirlo, que ya no eran los mismos.
Que algo hermoso y prohibido acababa de despertar.
Y ya no había manera de detenerlo.
El silencio seguía envolviéndolos como un manto cálido.
La película sonaba de fondo, ignorada.
Solo el sonido de la respiración de ambos llenaba la habitación.
Abril, todavía acurrucada contra Mateo, suspiró y se acomodó para estar más cerca.
En ese movimiento, su muslo rozó directamente la entrepierna de Mateo, que seguía tensa, palpitante.
El contacto fue suave, tibio, inconfundible.
Mateo se quedó congelado, todo su cuerpo en estado de alerta, como si no pudiera creer lo que acababa de pasar.
Abril también se puso rígida al sentirlo… pero no se alejó.
Se quedó así, pegada a él, su pierna descansando sobre su erección palpitante, como si no se atreviera a moverse.
El corazón de Mateo golpeaba con fuerza brutal en su pecho.
Abril, temblando un poquito, se atrevió a levantar la cabeza para mirarlo.
Sus ojos se encontraron.
Y en ellos había de todo: vergüenza, ternura, deseo contenido.
—Mate... —susurró ella, casi sin voz.
Él tragó saliva, sin saber qué decir, temiendo arruinar ese momento que parecía colgar de un hilo finísimo.
En vez de hablar, Abril apoyó su frente contra la de él, cerrando los ojos.
Mateo podía sentir su aliento tibio, su cuerpo pequeño y caliente temblando contra el suyo.
Podía sentir, muy claro, cómo su erección latía contra la suavidad de su muslo.
Ella deslizó la mano hacia su pecho, apoyándola despacito, como buscando sentir sus latidos.
Y sin moverse mucho, sin decir nada, presionó un poquito más su pierna contra él, casi imperceptiblemente.
Mateo dejó escapar un suspiro tembloroso.
—¿Te molesta...? —murmuró Abril, apenas separándose un poco para mirarlo.
—No... —susurró él, ronco, temblando—. No me molesta...
Abril sonrió, tímida, y volvió a apoyar su cabeza en su pecho, quedándose ahí, abrazándolo.
La erección seguía rozándola.
Y ahora, ninguno de los dos intentaba disimularlo, aunque no se animaban a dar el paso.
Se quedaron así, abrazados, respirando al mismo ritmo, compartiendo ese calor íntimo que había empezado a consumirlos lentamente.
La noche siguió envolviéndolos.
Y aunque todavía no se atrevían a cruzar todas las líneas, ya habían dejado muy claro que el deseo entre ellos había despertado.
Y no pensaba volver a dormirse.
La noche siguiente, la casa dormía profundamente.
Solo algunas luces bajas del pasillo permanecían encendidas.
Mateo descansaba en su colchón en el living, cuando oyó los pasitos suaves.
Al alzar la vista, la vio a ella: Abril, con su enorme remera de dormir, descalza, el cabello suelto y esa carita de timidez que lo desarmaba.
—¿Querés venir a ver otra peli conmigo? —susurró, bajito, como si compartieran un secreto.
Mateo no necesitó pensarlo.
Asintió, sintiendo el corazón treparle a la garganta.
Fueron en silencio.
El bebé dormía tranquilo en su cuna.
Abril se tiró sobre la cama, dando unas palmaditas en el colchón, invitándolo.
Mateo se sentó al lado, tieso, nervioso.
Se acomodaron viendo la pantalla, pero era inútil: la tensión que flotaba entre ellos era palpable.
Y entonces, sucedió: Abril, distraída, se estiró un poco, y la remera se levantó lo suficiente como para dejar al descubierto la tanga de lencería blanca que llevaba oculta.
El encaje se tensaba contra su piel suave, dejando ver perfectamente sus hermosos muslos.
Mateo sintió como si algo le pegara en el pecho.
El bulto en su pantalón se levantó de golpe, tan duro, tan hinchado, que tuvo que mover disimuladamente una pierna para acomodarse.
La tela rozaba contra su erección y casi le arrancaba un gemido.
La miró, embobado, completamente perdido.
Ella notó su mirada.
Y, en vez de taparse, sonrió muy levemente, casi como si lo invitara.
Mateo, con las manos temblando, se acercó más.
Las respiraciones de ambos eran cortitas, temblorosas.
—Abril... —susurró él, sin poder contenerse— no se como decir esto… pe…pero me gustas…
Ella lo miró, con esos ojitos brillantes, vulnerables.
—Mate... a mi tambien me pasan cosas... —dijo, bajando la cabeza—.
Mateo sintió que le estallaba algo en el pecho.
—¿puedo bes….arte…r? —preguntó, apenas un suspiro.
Abril, sonriendo tímidamente, asintió.
—Si... —susurró.
Mateo se inclinó despacio, como si temiera romper algo frágil.
Rozó sus labios primero, apenas un roce, un contacto sagrado.
Ella gimió bajito, entreabriendo la boca para él.
El beso se volvió más profundo.
Más caliente.
Mateo dejó que sus manos temblorosas se apoyaran en su cintura, subiendo apenas, rozando la piel tibia.
Abril se separó un segundo, jadeando.
Con movimientos lentos, se quitó la remera, dejándola caer al suelo.
Quedó ante él, apenas vestida en esa lencería blanca y diminuta, que apenas cubría su cuerpo hermoso, maduro y joven a la vez.
Sus pechos, turgentes, enormes e hinchados subían y bajaban al ritmo de su respiración agitada.
El encaje se pegaba a sus pezones, que goteaban apenas de leche tibia, humedeciendo aún más la tela.
Mateo soltó un gemido ahogado, presionando instintivamente su bulto enorme contra la cama, buscando algo de alivio.
—Sos... sos perfecta Abril... —jadeó—.
Ella sonrió, ruborizada, mordiéndose el labio inferior.
—¿Pensas eso de verdad? —preguntó, tímidamente, como una niña que no cree merecer tanto amor.
Mateo la abrazó con desesperación.
—Me encantas, no te imaginas cuanto…
La besó de nuevo, esta vez más profundo, más necesitado.
Las manos de él acariciaban la suavidad de su espalda, los costados de sus pechos, rozándolos apenas, temblando de deseo y ternura.
Abril se arqueaba contra él, buscando más contacto.
Los cuerpos se movían solos, con la inocencia y la lujuria mezcladas en una danza nueva para ellos.
Bajo la luz tenue, Abril y Mateo se entregaban a algo que ya no podían detener.
Algo que apenas había comenzado.
Las sábanas estaban tibias, el aire cargado de ese calor que solo dos cuerpos muy cerca pueden crear.
Mateo y Abril seguían besándose en silencio, entre suspiros y roces que les hacían olvidar el mundo. Afuera, la casa dormía; adentro, la respiración de ambos se volvía cada vez más urgente, más entrecortada. El bebé seguía en su cuna, inmóvil, envuelto en su propia paz. Eso los obligaba a moverse despacio, con suavidad, como si el deseo tuviera que traducirse en caricias contenidas y gemidos contenidos.
Las manos de Mateo acariciaban la espalda de Abril, su cintura pequeña, los bordes del encaje blanco que aún vestía. Cuando ella se inclinaba sobre él, los pechos se le aplastaban levemente contra su pecho desnudo, cálidos y suaves, marcando su piel con la humedad tibia de la leche que todavía se escapaba a gotas. Sus pezones duros se sentían a través de la tela mojada, un roce tan sutil y erótico que a Mateo le costaba no gemir cada vez que los sentía.
—Sos tan linda... —susurró él, con los labios rozándole la mejilla, la oreja, el cuello.
Abril cerró los ojos, respirando agitada. Se movía sobre él como flotando, su cuerpo pequeño encajando sobre el suyo. La tela de su ropa interior se tensaba entre sus piernas, mojada ya por otros motivos.
Cuando se acurrucó contra él, sus muslos envolviéndolo, lo sintió con claridad: la erección bajo los pantalones de Mateo era firme, palpitante, viva.
Mateo apenas se movía, tenso como una cuerda a punto de romperse. Su erección le dolía, literalmente. Cada latido era un pulso ardiente que pedía alivio. El roce de los pechos de Abril, el peso leve de su cuerpo sobre él, lo estaban llevando al límite.
—Abril… —murmuró él, ronco— me vas a volver loco…
Ella sonrió apenas, mordiéndose el labio, sus mejillas encendidas. No dijo nada. Solo bajó una mano bajo las sábanas, temblorosa, como si estuviera haciendo algo que no terminaba de atreverse a aceptar.
Tanteó primero su cintura. Mateo contuvo la respiración. Su mano bajó un poco más… hasta su pantalón. Lo miró un instante, como buscando permiso. Y Mateo solo pudo asentir, con los ojos vidriosos de deseo.
Despacito, ella metió la mano por debajo del elástico. Su piel rozó la de él. La verga de Mateo se liberó, caliente, dura, latente, y Abril la envolvió con una mano tímida pero cálida. Jadeó bajito, como sorprendida.
Era grande.
Mucho más de lo que había imaginado.
Ella tragó saliva, sus dedos tanteando su longitud con cierta torpeza nerviosa. No lo masturbaba con decisión; era más bien un roce suave, una caricia que iba y venía, apenas apretando, apenas moviéndose. Pero para Mateo fue suficiente.
—Ay… Abril… —gimió apenas, cerrando los ojos, temblando de placer.
Ella se inclinó para besarlo otra vez, manteniendo la mano en su miembro. Sus pechos se balanceaban contra su pecho, los pezones rozando su piel desnuda, húmedos, blandos y duros al mismo tiempo. El contacto lo volvía loco.
Bajo las sábanas, sus cuerpos se entrelazaban. Abril seguía frotándolo, sin prisa, sin buscar nada más que tocarlo, sentirlo. El calor de su mano, la suavidad de sus dedos deslizándose lentamente, se volvió una tortura deliciosa.
Mateo estaba al borde. Lo sabía.
El placer se acumulaba en su vientre, le vibraba en la espalda, le llenaba la cabeza de fuego. Abril lo besó con ternura, con dulzura, mientras sus dedos lo acariciaban cada vez más lento, más íntimo, más húmedo.
Y entonces, con un gemido ahogado contra su boca, Mateo acabo.
—Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh — conteniendo su orgasmo para no hacer ruido.
El semen brotó caliente, en oleadas, empapando su vientre y el cuerpo de Abril, deslizándose entre sus dedos, manchando su piel, pegándose a la parte baja de sus pechos, justo donde la tela del corpiño ya no cubría.
Ella se quedó quieta, con la respiración agitada, su mano aún envolviéndolo, sintiendo cómo su pulso seguía latiendo un instante más.
Ninguno habló.
Mateo jadeaba, con los ojos cerrados, abrumado por el placer, por la ternura, por el miedo.
Abril bajó la vista, vio su cuerpo manchado de semen, la piel brillante y tibia, y algo se quebró adentro suyo.
Se separó un poco, retirando la mano con cuidado, limpiándose con una de las sábanas. El silencio fue repentino, pesado.
Mateo la miró.
—¿Estás bien? —murmuró.
Ella no respondió al principio. Se sentó en la cama, dándole la espalda, la respiración todavía agitada.
—Sí… —dijo finalmente—. Solo… no sé si esto está bien…
La culpa era un manto frío que empezaba a cubrir lo que antes ardía.
Mateo se incorporó, acariciando suavemente su espalda, pero no insistió. Abril se abrazó las piernas, todavía desnuda, con las marcas de su deseo aún tibias en la piel.
El bebé suspiró desde la cuna, ajeno a todo.
Y ellos, sentados en la misma cama, sabían que algo profundo y peligroso acababa de pasar.
Que no podían volver atrás.
Y que el calor de antes no los iba a acompañar toda la noche.
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