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EL RELATO DE GISEL

Soy Gisel, enfermera recién egresada, y trabajar en el Centro de Salud Morelos es como caminar en una cuerda floja. Soy alta, con piel morena, y mi cuerpo llena este uniforme blanco que ya está un poco amarillento por tantas lavadas. A veces, cuando camino por los pasillos, siento las miradas de los pacientes o los doctores en mi trasero, pero no les doy importancia. No estoy aquí para eso. Mi voz suave y amable calma a la gente, pero mi torpeza me delata: esta mañana, por ejemplo, casi tiro un frasco de povidona yodada mientras organizaba la bandeja estéril. Y luego… luego pasó lo de Antonio.

Era una mañana agitada en la clínica. El área de consulta externa estaba llena, con pacientes esperando en las sillas metálicas del vestíbulo, y el ruido de los ventiladores de techo mezclándose con las voces de las recepcionistas. Me asignaron un procedimiento sencillo: remover las suturas de un paciente, Antonio, de 35 años. Había llegado hace una semana con una laceración en el muslo derecho, una herida de unos 8 centímetros por un accidente en moto. Le pusieron suturas interrumpidas con nylon 4-0, y hoy tocaba quitarlas. Debería haber sido rutinario, pero nada con Antonio fue rutinario.

Entré al consultorio 12, un cuarto pequeño con paredes blancas, una camilla con sábana desechable, y una mesa de instrumental metálica donde dejé mi equipo: pinzas Adson sin dientes, tijeras de punta fina, gasas estériles, solución salina y un frasco de antiséptico. Antonio estaba sentado en la camilla, con una camiseta negra ajustada que marcaba sus pectorales y unos jeans que resaltaban sus piernas fuertes. Sus ojos color miel me miraron con una intensidad que me hizo tropezar con mis palabras.

—B-buenos días, Antonio —dije, mi voz temblando un poco—. Vamos a quitar las suturas. Es un procedimiento rápido y fácil, no te preocupes, vale.

—Estoy en buenas manos, Gisel —respondió, y su voz grave me erizó la piel. ¿Por qué mi nombre sonaba tan… íntimo en su boca?

Le pedí que bajara los jeans para acceder al muslo. Se los quitó con una lentitud que me puso muy nerviosa, dejando solo unos bóxers grises que se ajustaban demasiado bien. Me puse en cuclillas frente a la camilla, ajustando mi posición para inspeccionar la herida. La laceración había cicatrizado bien, con bordes aproximales y sin eritema ni secreción. Pero estar tan cerca de él, con su muslo musculoso a centímetros de mi cara, me hizo sudar. Olía a jabón y a algo más, algo masculino que me aceleró el pulso.

Tomé una gasa con solución salina para limpiar la zona, pero mis manos temblaban de nervios. El frasco de antiséptico se me resbaló y cayó al suelo con un “clank” que me hizo estremecer. —¡Ay, perdón! —balbuceé, agachándome a recogerlo. Sentí el uniforme tensarse contra mi cuerpo, y un calor húmedo entre mis piernas. Cuando me enderecé, noté que mi ropa interior estaba ligeramente mojada, y una pequeña mancha húmeda se formaba en la entrepierna de mi uniforme. Intenté ignorarlo, pero mi corazón latía como tambor.

Empecé a cortar las suturas con las tijeras, usando las pinzas para jalar el nylon. Pero entonces lo vi. Los bóxers de Antonio se tensaban, y una erección enorme se marcaba bajo la tela. Mis ojos se abrieron como platos, jalé aire con un jadeo audible, y mi boca se entreabrió en una expresión de puro asombro. —¡Dios mío! —susurré, sin poder contenerme. Era… impresionante. Se marcó algo grueso, largo, con un contorno que no podía ignorar. Mi respiración se volvió pesada, y un recuerdo me golpeó: mi novio de la escuela de enfermería, Miguel. Solíamos escaparnos al laboratorio de anatomía después de clases, y yo le hacía lo mismo que ahora me moría por hacer. Esos momentos eran nuestro secreto, y esta situación con Antonio los trajo de vuelta como un relámpago.

No sé qué me poseyó. Pero mis manos actuaron solas. Dejé las tijeras en la bandeja y, con dedos temblorosos, toqué la cintura de sus bóxers. Los bajé lentamente, y su pene, enorme, grueso, con venas marcadas como un mapa, se alzó frente a mí. Mi cuerpo tembló. Un calor pulsante se encendió entre mis piernas, y la mancha húmeda en mi uniforme creció. Sentí como mis pezones se endurecieron contra la tela, y cada latido de mi corazón era una súplica.

Mis manos lo rodearon, una en la base, apretando con firmeza, la otra deslizándose a lo largo, sintiendo cada vena bajo mis dedos. Lo masturbé con movimientos lentos, girando la muñeca, mientras mi otra mano acariciaba la piel suave de sus testículos. Antonio gimió, y ese sonido me encendió aún más. Me incliné, mi aliento rozando su piel, y lo lamí, mi lengua trazando una línea desde la base hasta la punta. El sabor era salado, intenso, y me mareó. Luego, lo tomé en mi boca, mis labios estirándose para envolverlo. Succioné, haciendo ruidos húmedos, un “slurp” suave cada vez que me retiraba, y un “pop” cuando soltaba la punta para lamerla. Mi lengua giraba alrededor, explorando cada pliegue, mientras mi boca subía y bajaba, llevándolo profundo hasta que sentía que llenaba mi garganta.

Mis manos no paraban: una lo masturbaba con un ritmo firme, apretando y girando, la otra jugaba con sus testículos, sintiendo su peso. Los sonidos de mi boca —el “schlop” de la succión, el “mmm” que se me escapaba— llenaban el consultorio. Afuera, oía el bullicio de la clínica: una madre calmando a su hijo, el timbre del teléfono en recepción. El riesgo de que alguien entrara me aterrorizaba, pero también me excitaba. Mi uniforme estaba empapado en la entrepierna, y cada movimiento hacía que mis caderas se balancearan, mi cuerpo gritando por alivio.

—Gisel… no puedo más… —jadeó Antonio, su voz rota.

Aceleré, succionando con fuerza, mis labios apretados, mi lengua danzando. Cuando eyaculó, un chorro cálido llenó mi boca, y parte salpicó mi cara, resbalando por mis mejillas. Tragué lo que tenía en la boca, el sabor salado y espeso trayendo un recuerdo de la escuela: en bioquímica, nos enseñaron que el semen tiene glucosa, fructosa, y proteínas, casi como un suplemento. Sonreí mientras lamía una gota de mi labio, saboreándola con una mezcla de curiosidad y placer.

Pero entonces, un golpe en la puerta me congeló. —¡Gisel, necesitas la bandeja en el 15! —gritó la voz de Laura, otra enfermera. Me limpié la cara con una gasa a toda prisa, ocultando mi rostro mientras mi corazón se disparaba y Antonio guardaba velozmente su pene. —¡Y-ya termino! —grité, mi voz temblorosa. Me puse de pie, mis piernas temblando, y terminé de quitar los puntos con manos torpes. —E-evita mojar la herida, usa jabón neutro, y… revisa si hay enrojecimiento —balbuceé, sin mirarlo. Antonio asintió, con una sonrisa que me quemó.

Salí disparada del consultorio, mi uniforme húmedo pegándose a mi piel, las miradas de los pacientes en el pasillo siguiéndome, pero no me importaron. Corrí a toda prisa al vestidor, un cuartito con lockers metálicos, un espejo empañado y una silla de plástico. Me dejé caer en la silla, cubriéndome la cara con las manos. Mi cuerpo aún temblaba, mi ropa interior empapada, y mi mente no podía dejar de revivirlo: el pene de Antonio, enorme, grueso, estético, con esas venas marcadas. Lo había sentido en mi boca, en mis manos, y el recuerdo me hacía estremecer. Estaba muerta de vergüenza, pero también… quería más.

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