
La próxima sesión fue la semana siguiente. Mi mujer se preparó sin que yo pudiera ver como semana había vestido, me esperó en casa ya cambiada con el abrigo puesto. Lo que pude notar fue como se había pintado: sus labios rojo fuego y sus ojos de negro. Durante el camino no hablamos, no había mucho que decir.
El aire en el consultorio olía a lujuria y colonia cara. Lucía se sacó el abrigo con una lentitud calculada, dejando al descubierto un corsé de encaje negro que le levantaba las tetas como si fueran una ofrenda. El sexólogo se ajustó el cierre del pantalón sin disimulo. Yo ya estaba duro desde que habíamos salido de casa.
"Quiero verlos a los dos desnudos", dijo Lucía. Juro que no la reconocía, de esa mujer tímida y mojigata que había llegado conmigo al consultorio apenas dos o tres semanas atrás a esta hembra empoderada había un abismo. Habló con voz de quien cuando habla toma el mando.
No era una petición. Era una orden.
El doc se bajó el cierre primero, dejando caer el pantalón de lino. No usaba ropa interior. Su verga palpitaba contra el abdomen, gruesa y rosada, con esa vena que serpenteaba desde la base hasta el glande brillante. Yo seguí su ejemplo, sintiendo cómo el aire frío del consultorio rozaba mi erección.
Lucía caminó entre nosotros como una leona evaluando a sus presas. Primero le pasó una mano al doc por el pecho, clavándole las uñas cuando rozó sus pezones. El tipo contuvo el aire, pero no se movió.
Después vino hacia mí.
"Te gusta mirar, ¿no?", susurró mientras sus dedos descendían por mi torso. Cuando me agarró las bolas con firmeza, tuve que morderme el labio para no gemir.
Se arrodilló frente a nosotros, alternando la mirada entre nuestras vergas. Primero le dio un lengüetazo al sexólogo, desde los huevos hasta la punta, haciendo que el tipo maldijera entre dientes. Luego me miró a mí con esos ojos de niña mala y me tomó entero en su boca de golpe.
La sensación fue tan intensa que tuve que apoyarme en la pared. Lucía trabajaba con la lengua, succionando mientras sus manos masajeaban nuestras bolas. Alternaba entre nosotros con una precisión que me volvía loco -un minuto chupándome a mí, el siguiente devorando al doc.
"Quiero sentirte adentro", le dijo al sexólogo de pronto, levantándose y subiéndose al escritorio.
Se abrió de piernas, mostrando ese conchita totalmente depilada, que yo conocía mejor que nadie, pero ahora brillante y palpitando por otra pija. El doc no necesitó más invitación. Se puso un preservativo de un tirón y la penetró con un empujón que hizo gritar a Lucía.
Pero no me dejó fuera del juego.
"Vení", me ordenó, señalando su boca.
Me acerqué y ella me tomó de nuevo entre sus labios, ahogando sus propios gemidos cada vez que el doc la empujaba más adentro. Podía sentir cómo su cuerpo se tensaba, cómo su respiración se aceleraba.
"Voy a...", alcanzó a decir el sexólogo, pero Lucía lo interrumpió:
"Esperá".
Se separó de mi verga con un pop sonoro. "Cambio de posiciones". dijo.

Nos hizo intercambiar lugares. Ahora era yo quien la penetraba, sintiendo cómo su interior palpitaba alrededor de mi verga, cómo me ordeñaba con su concha. El doc se paró frente a ella, y Lucía se lo llevó a la boca con avidez.
El ritmo era hipnótico -cada embestida mía la empujaba contra la verga del doc, que ella chupaba con una energía frenética. Sentía sus músculos vaginales contrayéndose alrededor mío, sabía que estaba cerca.
"Ahora", jadeó Lucía, soltando al doc por un segundo. "Los quiero a los dos... venir... al mismo tiempo...acaben sobre mi…”
Fue la orden que estábamos esperando.

El doc se corrió primero, con un gruñido gutural, llenando la boca de Lucía. El sonido de ella tragando fue lo que me hizo estallar, enterrándome hasta el fondo mientras mi propio orgasmo me sacudía.
Lucía nos miró a los dos, con ese brillo triunfal en los ojos y una gota blanca en la comisura de los labios.
"La próxima vez", dijo mientras se bajaba del escritorio, "empezamos por donde terminamos".
El sexólogo y yo intercambiamos una mirada. No hacía falta ser adivino para saber que los dos estábamos contando los días hasta la próxima sesión.
En el ascensor de bajada, Lucía se ajustó el corsé y sonrió.
"Te gustó compartirme, ¿no?", preguntó mientras limpiaba discretamente el rímel corrido.
No respondí. Pero cuando salimos a la calle, la empujé contra la pared del edificio y la besé con una urgencia que decía todo lo que mis palabras no podían.
Ella rió contra mis labios.
"Relajate, amor", murmuró. "Esto recién empieza".
Y por primera vez en años, supe que no estaba mintiendo.
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