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Lo que Amalia callaba

Era un mediodía lento, de esos que se sienten más largos de lo normal. El calor en la finca parecía haberse estancado en las paredes. Yo estaba echado en la hamaca del corredor, sin camisa, dejando que la brisa tibia me secara el sudor. Cerré los ojos un momento y no sé si fue por el silencio o por el recuerdo, pero me acordé de Amalia. Hacía rato no la veía. Ella había sido parte de la vida de la familia por años. Siempre presente, siempre con una sonrisa, con esa forma suya tan serena de estar.

Una hora después, como si mis pensamientos la hubieran invocado, llegó. En un taxi, con su sombrilla cerrada bajo el brazo y un vestido fresco de flores pequeñas. Amalia seguía igual: el cabello recogido con cuidado, el rostro con unas arrugas suaves que no la hacían menos atractiva, al contrario. Había algo en ella… algo que nunca supe cómo nombrar, pero que siempre me revolvía el cuerpo por dentro.

—Hola, mi amor —me dijo con ese tono suave, medio cariñoso, medio maternal, que ella usaba sin pensarlo.

—Amalia, qué sorpresa… —me paré enseguida y la saludé con un beso en la mejilla, pero sentí el roce cálido de su piel y su olor… un perfume suavecito, mezclado con algo más humano, más suyo—. Pase, siéntese… qué alegría verla.

—Te dejé una tortica de naranja —me dijo, dejando la bolsa en la mesa—. Me acordé que te gustaba.

Se sentó frente a mí, cruzando las piernas con elegancia, y en ese movimiento vi cómo el borde del vestido se le subía un poquito, dejando ver parte de sus muslos canela, suaves, con esa piel que no es de juventud, pero que sabe a mujer.

Conversamos un rato. Me preguntó por todo: por la finca, por los animales, por la familia. Y yo la miraba hablar, moviendo las manos despacio, con esa voz suya pausada. Pero lo que más me atrapaba eran sus pies: descalzos dentro de unas sandalias bajitas, con uñas pintadas de rojo viejo. Se notaban un poco sudados, brillantes por el calor. Y ahí, sin poder evitarlo, mi mente se fue pa’ otros tiempos.

Cuando yo era pelado, tendría unos quince o dieciséis, Amalia se quedaba a veces a dormir en la casa cuando venía de visita. Una noche, se me metió en la cabeza ir al baño y al pasar por el cuarto donde ella dormía, la puerta estaba entreabierta. Yo me asomé por pura curiosidad. Ahí la vi: acostada, con una bata corta, una pierna por fuera de la sábana, y esa imagen me quedó tatuada. Esa misma noche me encerré en el baño y me hice la paja como si no hubiera un mañana. Lo más loco fue que al salir, me topé con ella en el pasillo… y juro por lo más sagrado que me miró raro, como si supiera. Nunca me dijo nada, pero esa mirada… quedó guardada como un secreto entre los dos.

Ese recuerdo me apretó el pantalón de una. Mientras ella hablaba, yo apenas podía mirarla a los ojos sin imaginarme más cosas.

—Estás muy callado —me dijo, con una sonrisita pícara.

—Es que… no puedo creer que esté aquí. Usted siempre me causó algo raro, ¿sabe? Como si su presencia me pusiera nervioso.

Ella me miró con los ojos entrecerrados, como tanteando el terreno.

—¿Nervioso yo? ¿Y eso por qué? Si soy una señora ya…

—Por eso mismo —le dije, bajando la voz—. Porque usted siempre ha sido la mujer más mujer que yo haya conocido.

Se rió bajito, pero se sonrojó. Y en vez de desviar la conversación, se recostó un poquito hacia atrás, dejándose mirar.

—Ay, Andrés… vos siempre fuiste un muchachito curioso. Yo me acuerdo de algunas cositas…

—¿Sí…?

—Una vez te vi… haciéndote cositas… después de mirar pa’ mi cuarto. Te quedaste tan tieso cuando me viste que pensé que te ibas a desmayar.

Me quedé en silencio, sorprendido. El corazón me golpeó el pecho.

—Y nunca dijo nada…

—¿Y qué iba a decir? Era normal… pero no me hice la loca, ¿sabe? Me sentí halagada… aunque no debía.

Se hizo un silencio sabroso. De esos que se llenan solos. Nos miramos un rato largo. Luego, me paré despacio y caminé hasta su silla. Me paré detrás y le puse las manos en los hombros.

—¿Está cansada?

—Un poquito… el viaje, el calor…

Le empecé a masajear los hombros, con suavidad. Su piel era tibia, y cuando le pasé los dedos por el cuello, cerró los ojos.

—Eso se siente rico…

—Siempre quise tocarla así —le susurré al oído—. Con respeto, pero también con ganas.

Ella no respondió. Solo se inclinó hacia atrás, dejando su cuello más expuesto. Yo bajé un poco, olí su piel, y le besé el hombro con lentitud. Sentí su respiración agitarse.

—Andrés… —dijo, con un tono distinto—. Esto es… peligroso.

—¿Y no se le antoja a veces lo peligroso?

Me volteó a ver. Sus ojos tenían una mezcla de deseo y culpa… pero también ganas de dejarse llevar.

—A veces… sí. Pero con usted sería más que eso.

—¿Más cómo?

—Más rico… más tierno… más completo.

Y ahí, sin pedir permiso, le tomé la mano y la llevé hasta mi pecho. Ella dejó que la guiara. Me miró de nuevo. Y esta vez, no hubo duda. Se levantó despacio, se me acercó, y me acarició la cara.

—Tanto tiempo guardándome esto… —susurró.

Nos besamos. Lento, suave, con la boca medio abierta. Su lengua tenía sabor a naranja y deseo guardado. La abracé por la cintura y sentí sus senos pegados a mi pecho. Bajé mis manos por su espalda hasta sus caderas. Ella tembló.

—Vamos adentro —le dije.

—No. Aquí… en el corredor. Con la brisa… con el olor a tierra. Esto es real —me dijo, guiándome hacia una hamaca más grande que estaba en la sombra.

Se recostó ahí, y yo me incliné entre sus piernas. Levanté su vestido con cuidado. No llevaba brasier, y sus senos, aunque maduros, estaban hermosos. Tenían peso, forma, y pezones oscuros, firmes. Le besé el abdomen, el ombligo, hasta que llegué a su cuca. Tenía vello… suave, bien cuidado, con ese olor a hembra que me enloquece. Era una mezcla de crema, sudor y algo más… algo profundo, de mujer.

Le besé la cuquita como quien ora. Ella jadeaba bajito, me decía cosas ricas:

—Así, papito… no pares… qué rico me haces sentir…

La penetré despacio, sintiendo cómo su cuerpo se abría pa’ mí. Ella se aferró a mi espalda, me clavó las uñas, me besó el cuello, me dijo:

—No sabía que me hacías falta hasta hoy…

Y yo tampoco.

La llevé al cielo una vez… y otra. Y cuando terminamos, se quedó abrazada a mí, con la respiración suave, los labios húmedos y una sonrisa cansada.

—Esto no fue un error, ¿cierto? —le pregunté.

—No, Andrés. Esto fue lo que tenía que pasar desde hace años.

Nos quedamos ahí, en silencio, sintiendo cómo la tarde se hacía noche, y cómo lo que comenzó como un recuerdo… se convirtió en una de las cosas más reales que me han pasado.

El cielo se estaba poniendo naranja cuando me desperté con el cuerpo pegado al de Amalia. La brisa de la tarde nos rozaba desnudos, entrelazados en la hamaca como si no quisiéramos que el tiempo siguiera su curso. Ella tenía la cabeza en mi pecho y su mano sobre mi abdomen, con los dedos dibujando círculos perezosos sobre mi piel. Yo no dije nada. Solo me quedé mirándola, oliendo su cabello, sintiendo la tibieza de su cuerpo ya relajado, pero aún con rastros del placer reciente.

—¿Hace cuánto no se sentía así, Amalia? —le pregunté en voz bajita, sin abrir bien los labios.

Ella suspiró lento, sin moverse.

—Desde que era mujer de verdad… de esas que se dejaban desear. Pero contigo fue distinto… no fue solo deseo.

Le levanté la cara con los dedos. Tenía los ojos brillantes, pero no lloraba. Solo sonreía suave, como si el alma se le hubiera alivianado.

—¿Distinto cómo?

—Como si esta piel mía tuviera otra oportunidad… como si volviera a nacer contigo.

No dije nada. Solo la besé, esta vez más despacio, con ternura. Su boca sabía a algo nuevo… una mezcla de mujer experimentada con ternura escondida. Mientras nos besábamos, mi mano se deslizaba otra vez por su espalda, reconociendo su cuerpo ya sin la prisa del deseo inicial.

—Quiero volver a verte completa —le dije, y ella se incorporó sobre la hamaca, dejando que el vestido le resbalara por los hombros.

La luz de la tarde la bañaba entera. Sus senos colgaban con una dignidad hermosa, con los pezones oscuros y sensibles. Su vientre tenía la suavidad de los años, con algunas marcas y esa línea sutil que baja hasta la pelvis. Su cuca tenía el vello crespo, negro, perfumado por el sudor de la tarde, y todavía un poco húmeda por lo que habíamos hecho antes. La miré sin decir nada, solo con devoción, como si fuera una escultura viviente. Ella notó mi mirada y se sonrojó.

—¿Qué?

—Usted no tiene idea lo hermosa que es, Amalia…

Se le aguaron los ojos, pero disimuló y me besó el pecho.

—Y tú no sabes cuánto tiempo soñé esto, Andrés. ¿Te acuerdas esa vez que me encontraste en la cocina de madrugada?

—Claro, usted estaba en pijama, y yo apenas me estaba despertando.

—No era casualidad… me paré con la esperanza de que tú también te pararas. Quería verte… o que me vieras. Pero eras un niño todavía.

Me reí bajito, con algo de asombro.

—¿Y cuando me vio… haciéndome la paja esa vez?

—Ese día me mojé entera —confesó con descaro—. Me fui al cuarto y me metí los dedos pensando en ti. Me sentí sucia, pero rica. Era un pecado… pero uno sabroso.

Sus palabras me pararon la verga de inmediato. Ella lo notó, y sin dejar de mirarme, se agachó en la hamaca, bajó la cabeza y me la agarró con delicadeza.

—Ay, Dios… qué rico te pones cuando te caliento con recuerdos.

Me la chupó con ternura. No era una mamada apresurada ni desesperada. Era como si cada chupada fuera un beso. Le pasaba la lengua por la punta, me la sostenía con una mano y me miraba con los ojos entrecerrados, como si estuviera bebiéndose un secreto.

—Siempre quise saborearte… —dijo con voz ronca—. Saber cómo sabías por dentro.

—¿Y qué tal?

—Delicioso… fuerte, caliente… masculino. Me volviste loca, Andrés.

Yo le acariciaba la cabeza mientras lo hacía, sintiendo cómo su boca me tragaba lento, sin asco, con hambre vieja. Y cuando ya estaba por venirme, me detuve.

—Quiero hacerlo de nuevo… pero ahora con calma. Quiero que sientas cada centímetro.

La acosté en el suelo del corredor, sobre un colchón viejo que usamos a veces cuando hace mucho calor. Le abrí las piernas con cuidado, sintiendo su cuerpo relajado y rendido para mí. Le besé los pies primero, uno por uno, chupándole los deditos sudados. Ella jadeaba bajito, con una sonrisita tímida. Luego subí por las piernas, le besé los muslos, la parte interior, le olí el monte de Venus. Su aroma era más fuerte ahora: una mezcla divina entre sudor, flujo y sexo fresco. Le pasé la lengua por la raja, de arriba abajo, sintiéndola estremecerse.

—Andrés… no pares… me estás matando…

La metí de nuevo. Despacio. Ella me envolvía con su cuerpo maduro, cálido, vivo. Me agarraba la espalda, me decía cosas lindas y sucias al oído:

—Eres lo mejor que me ha pasado en años… sigue, papito… no pares… hazme tuya…

La volteé. La puse en cuatro, sobre el colchón. Su culo era precioso: grande, redondo, con la piel marcada por la edad pero firme. Le pasé la lengua por las nalgas, y ella me ofreció todo. Cuando le metí la verga otra vez, ella se aferró a la sábana y se dejó llevar.

—Así… así como te gusta… vente en mí…

Y lo hice. Me vine dentro de ella, profundo, con el cuerpo entero temblando. Ella también se vino, apretándome con fuerza, como si no quisiera soltarme nunca.

Caímos juntos. Nos quedamos en el suelo, abrazados, sudados, pegajosos, pero en paz. Le acaricié la espalda mientras ella me respiraba sobre el pecho.

—¿Y ahora qué, Amalia?

—Ahora… nos quedamos con este secreto bonito. Y si la vida nos lo permite, lo repetimos. Pero si no… ya fue perfecto.

—Para mí también.

Nos quedamos así, mirando cómo la tarde se convertía en noche. El mundo allá afuera seguía su ritmo, pero dentro de ese corredor… solo existíamos nosotros, desnudos, reales, felices.

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