Resumen: Una tarde calurosa en una ciudad de la costa se convierte en el escenario de un encuentro íntimo inesperado entre dos amigos de toda la vida. Sofía, una trigueña encantadora de cabello largo y liso, y el narrador, un hombre común sin pretensiones, descubren una atracción que siempre estuvo latente. Entre juegos, olores corporales y confesiones, la pasión se desborda en una historia cargada de deseo y realismo. Todo ocurre bajo la curiosa mirada de Flor, la empleada del hogar, cuyo morbo y silenciosa presencia cierran el relato con una nota provocadora.
😎 Relato 100% real, cambiando nombres reales e intentando redactar lo mejor posible, disculpen la demora, ha pasado tiempo desde el último relato
Sofía siempre fue una de esas amigas que uno no espera ver con otros ojos. Linda, de cabello largo, liso, y una piel trigueña que brillaba con el sol del Caribe, tenía una risa que contagiaba y una forma de hablar que te envolvía. Yo, por otro lado, no destacaba demasiado: ni muy lindo ni feo, más bien del montón. Nunca pensé que algo fuera a pasar entre nosotros, pero la vida, a veces, sorprende.
Todo comenzó una tarde de domingo, cuando el calor se pega como sudor en la espalda. Sofía estaba en mi casa, tirada en el sofá, con esos pantalones corticos que apenas le tapaban y una camiseta vieja que se le pegaba al cuerpo. Había venido a pasar el día conmigo, como otras veces, sin planes, sin pensar que algo fuera diferente. Pero esa vez había algo en el ambiente, algo denso, húmedo, casi eléctrico. Yo apenas le prestaba atención al principio, más concentrado en el ventilador que apenas se movía. Hasta que empezó a jugar con sus pies, descalza, pasando uno por encima del otro, estirando los deditos mientras se reía sola.
—¿Tú sabes que tengo los pies lindos? —dijo sonriendo, levantando una ceja, con esa picardía que me desarmaba.
—¿Ah, sí? —le respondí, medio riéndome—. ¿Y por qué me estás contando eso?
—Porque sé que te gustan —me soltó, así, sin rodeos, mientras me miraba fijo.
Me quedé frío. No supe si reírme, cambiar el tema o decirle la verdad. Pero ella ya sabía. Me acercó su pie despacio, rozándome la pierna, y lo dejó ahí, justo donde me empezaba a subir el calor.
—Huélelo —me dijo—. Estuve todo el día caminando sin medias.
Lo hice. Cerré los ojos y aspiré lento. Tenía ese olorcito a sudor, entre dulce y salado, que me ponía a mil. Me bajé un poco y le di un beso en el empeine. Ella soltó un suspiro y se estiró como gata, cerrando los ojos. La temperatura subió de inmediato.
—¿Te gusta ese olor, cierto? —me susurró—. Más tarde quiero que me huelas otra vez pero después de sudar un poco más…
Y lo dijo como quien promete un postre. En ese momento, sentí cómo se me paraba. Ella lo notó. Me sonrió con picardía y se bajó la camiseta, dejando ver un poco más de piel. Se acercó a mí, y sin pensarlo, me besó. Ese beso sabía a sudor, a deseo guardado, a tardes de amistad que escondían ganas.
Terminamos enredados en el sofá, mi cara entre sus piernas, oliéndola sin pudor. Tenía ese aroma tibio, mezcla de jabón barato, sudor y pura hembra. La lamí con ganas, mientras ella se retorcía, jadeando mi nombre. Sus manos me agarraban el pelo y me guiaban, hasta que se vino temblando, con un gemido ahogado que le salió desde el fondo.
—Ahora quiero que me huelas otra vez —dijo entre risas—. Pero ven, yo también quiero probarte.
Se agachó frente a mí, me bajó el pantalón y empezó a lamerme suave, como si estuviera descubriendo algo sagrado. Se detuvo en la cabecita, oliéndola, pasándome la lengua por los bordes y mirándome con esos ojos que ya no eran de amiga. Me hizo venirme en su boca, tragando todo con una sonrisa cómplice, sin decir una sola palabra.
Después fuimos a mi cuarto. Me pidió que la pusiera de espaldas y la tomé por detrás, con fuerza, sujetándola de las caderas. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con su respiración entrecortada. Sudábamos como si estuviéramos en plena calle, y ese calor no hacía más que excitarla más. Me pedía más, gemía mi nombre, se volvía loca. Y cuando ya pensaba que no podía ser más intenso, me pidió algo más:
—Mételo por atrás… despacio.
Lo hice, con calma, sintiendo cómo se abría para mí, cómo me aceptaba completa. No hubo dolor, sólo gemidos bajos y una conexión que iba más allá de lo físico. Estuvimos así un buen rato, cambiando de posiciones, sudando, riéndonos, compartiendo el deseo con total libertad. Me encantaba olerle el cuello, las axilas, la espalda. Cada parte de su cuerpo tenía ese olorcito salado que se mezcla con la piel mojada por el calor. Y yo, cada vez más adicto.
Nos vinimos juntos, enredados, con el aire espeso entre los cuerpos. Después caímos rendidos, desnudos, con la ventana abierta dejando entrar el calor de la tarde. El cuarto olía a sexo, a sudor, a todo lo que habíamos compartido en ese rato de locura.
A la mañana siguiente, Flor, la empleada, entró al cuarto para limpiar. Se quedó un momento en la puerta, mirando nuestras ropas tiradas, el olor a sexo en el aire, los cuerpos desnudos enredados. No dijo nada, pero cuando cerró la puerta, pude escuchar su voz bajita mientras se alejaba por el pasillo:
—Mmm... con razón el cuarto huele así... qué rico debió estar eso.
Y desde entonces, nada volvió a ser igual entre Sofía y yo. Ni con Flor, que empezó a mirarme con otros ojos. Pero eso... es otra historia.
😎 Relato 100% real, cambiando nombres reales e intentando redactar lo mejor posible, disculpen la demora, ha pasado tiempo desde el último relato
Sofía siempre fue una de esas amigas que uno no espera ver con otros ojos. Linda, de cabello largo, liso, y una piel trigueña que brillaba con el sol del Caribe, tenía una risa que contagiaba y una forma de hablar que te envolvía. Yo, por otro lado, no destacaba demasiado: ni muy lindo ni feo, más bien del montón. Nunca pensé que algo fuera a pasar entre nosotros, pero la vida, a veces, sorprende.
Todo comenzó una tarde de domingo, cuando el calor se pega como sudor en la espalda. Sofía estaba en mi casa, tirada en el sofá, con esos pantalones corticos que apenas le tapaban y una camiseta vieja que se le pegaba al cuerpo. Había venido a pasar el día conmigo, como otras veces, sin planes, sin pensar que algo fuera diferente. Pero esa vez había algo en el ambiente, algo denso, húmedo, casi eléctrico. Yo apenas le prestaba atención al principio, más concentrado en el ventilador que apenas se movía. Hasta que empezó a jugar con sus pies, descalza, pasando uno por encima del otro, estirando los deditos mientras se reía sola.
—¿Tú sabes que tengo los pies lindos? —dijo sonriendo, levantando una ceja, con esa picardía que me desarmaba.
—¿Ah, sí? —le respondí, medio riéndome—. ¿Y por qué me estás contando eso?
—Porque sé que te gustan —me soltó, así, sin rodeos, mientras me miraba fijo.
Me quedé frío. No supe si reírme, cambiar el tema o decirle la verdad. Pero ella ya sabía. Me acercó su pie despacio, rozándome la pierna, y lo dejó ahí, justo donde me empezaba a subir el calor.
—Huélelo —me dijo—. Estuve todo el día caminando sin medias.
Lo hice. Cerré los ojos y aspiré lento. Tenía ese olorcito a sudor, entre dulce y salado, que me ponía a mil. Me bajé un poco y le di un beso en el empeine. Ella soltó un suspiro y se estiró como gata, cerrando los ojos. La temperatura subió de inmediato.
—¿Te gusta ese olor, cierto? —me susurró—. Más tarde quiero que me huelas otra vez pero después de sudar un poco más…
Y lo dijo como quien promete un postre. En ese momento, sentí cómo se me paraba. Ella lo notó. Me sonrió con picardía y se bajó la camiseta, dejando ver un poco más de piel. Se acercó a mí, y sin pensarlo, me besó. Ese beso sabía a sudor, a deseo guardado, a tardes de amistad que escondían ganas.
Terminamos enredados en el sofá, mi cara entre sus piernas, oliéndola sin pudor. Tenía ese aroma tibio, mezcla de jabón barato, sudor y pura hembra. La lamí con ganas, mientras ella se retorcía, jadeando mi nombre. Sus manos me agarraban el pelo y me guiaban, hasta que se vino temblando, con un gemido ahogado que le salió desde el fondo.
—Ahora quiero que me huelas otra vez —dijo entre risas—. Pero ven, yo también quiero probarte.
Se agachó frente a mí, me bajó el pantalón y empezó a lamerme suave, como si estuviera descubriendo algo sagrado. Se detuvo en la cabecita, oliéndola, pasándome la lengua por los bordes y mirándome con esos ojos que ya no eran de amiga. Me hizo venirme en su boca, tragando todo con una sonrisa cómplice, sin decir una sola palabra.
Después fuimos a mi cuarto. Me pidió que la pusiera de espaldas y la tomé por detrás, con fuerza, sujetándola de las caderas. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con su respiración entrecortada. Sudábamos como si estuviéramos en plena calle, y ese calor no hacía más que excitarla más. Me pedía más, gemía mi nombre, se volvía loca. Y cuando ya pensaba que no podía ser más intenso, me pidió algo más:
—Mételo por atrás… despacio.
Lo hice, con calma, sintiendo cómo se abría para mí, cómo me aceptaba completa. No hubo dolor, sólo gemidos bajos y una conexión que iba más allá de lo físico. Estuvimos así un buen rato, cambiando de posiciones, sudando, riéndonos, compartiendo el deseo con total libertad. Me encantaba olerle el cuello, las axilas, la espalda. Cada parte de su cuerpo tenía ese olorcito salado que se mezcla con la piel mojada por el calor. Y yo, cada vez más adicto.
Nos vinimos juntos, enredados, con el aire espeso entre los cuerpos. Después caímos rendidos, desnudos, con la ventana abierta dejando entrar el calor de la tarde. El cuarto olía a sexo, a sudor, a todo lo que habíamos compartido en ese rato de locura.
A la mañana siguiente, Flor, la empleada, entró al cuarto para limpiar. Se quedó un momento en la puerta, mirando nuestras ropas tiradas, el olor a sexo en el aire, los cuerpos desnudos enredados. No dijo nada, pero cuando cerró la puerta, pude escuchar su voz bajita mientras se alejaba por el pasillo:
—Mmm... con razón el cuarto huele así... qué rico debió estar eso.
Y desde entonces, nada volvió a ser igual entre Sofía y yo. Ni con Flor, que empezó a mirarme con otros ojos. Pero eso... es otra historia.
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