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Once años después…(I)




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Compendio III


LA LLEGADA

Hola a todos. Me disculpo por mi prolongado silencio, pero el final de año pasado me parecía arrollador y necesitaba cambiar de aire.

Fue entonces que consideré la invitación de mi madre. Habían pasado 11 años que no los visitaba y aunque habían visto a las pequeñas un par de años antes (Cuando Marisol fue de visita sola, dado que yo tuve que quedarme trabajando), querían conocer ahora a Jacinto.

El vuelo fue largo y tranquilo, aunque con algunas sacudidas menores. Las niñas saben comportarse y Jacinto es tranquilo mientras mi ruiseñor esté a su lado. Pero al empezar el aterrizaje, un sentimiento extraño me invadió. Lo describiría como una especie de inquietud, mezclado con un instinto de fuga. Una sensación que me ponía en alerta y no sabía por qué, hasta que, tras reclamar nuestras maletas, reconocí el motivo.

Afuera, en la terminal, nos esperaba Verónica, mi suegra. Sin importar el paso de los años, sigue siendo una mujer atractiva, con los mismos cautivadores ojos verdes de mi esposa; cabellos castaños, en un tono color miel; Una nariz menuda y distinguida y labios finos, como una madura versión de mi esposa.

Once años después…(I)

Su figura era nada menos que envidiable. A sus 54 años, se veía acinturada y maravillosa, con un magnífico busto que todavía capturaba las miradas y unas nalgas torneadas, trabajadas y redondas, que la hacían ver majestuosa.

Sin embargo, lo que más le jugaba a su favor era el ajustado vestido de una pieza que acentuaba su seductora figura, con un atrevido escote y una falda corta que coqueteaba con la parte superior de sus redondeados muslos. Su cintura ceñida resaltaba la espectacular delicadeza de sus caderas, desembocando armónicamente en sus atractivas posaderas.

Mi pene dio un brinco solo con verla a los ojos con su delicada sonrisa y me pareció ver la misma chispa coqueta del tiempo en que nos acostábamos, proyectando esa fortaleza, valentía y pasión que encuentro en mi esposa.

Mis hijas chillaron al reconocer a la abuela, pero Verónica se congeló en el acto al conocer a su primer nieto, que al igual que Bastián (mi hijo con mi jefa Sonia), sacó mi color de ojos.

En el camino a casa conduciendo su camioneta conmigo de copiloto, no podía quitarle los ojos de encima a ese par de pechos que me deslechaban de soltero. Aunque Marisol no tiene nada que envidiarles en tamaño, los de mi suegra son más suaves, blandos y sensibles.

Marisol, por otra parte, se veía radiante y jovial, a pesar de nuestro viaje agotador. Sus cabellos se sacudían suavemente con el aire de la ventana y sus preciosas esmeraldas aun brillaban alegres con anticipación. Escuchaba con paciencia a las niñas conversar animadas de sus planes de quedarse donde el “tata” y la “abu”, ansiosas de volver dormir en mi dormitorio y sus interminables historias sobre mi infancia.

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Así que luego de saludar a mis viejos con un beso y un abrazo afectuoso, les di mis sentidas disculpas por ser un “mal hijo” que le complica hacer videollamadas y que me pongo ansioso caminando de un lado para otro con cada conversación por teléfono. Pero mis viejos me entendían y a pesar de todo, Marisol los ponía al día, haciendo que mi esposa se avergonzara.

Pero la situación cambió drásticamente al acomodarnos en casa de Verónica. Su jardín estaba repleto de flores coloridas y permanecía el olor a empanadas desde la cocina. Nuestro primer hogar matrimonial permanecía casi igual, sin mayores cambios, aunque las paredes estaban adornadas con retratos familiares de las mujeres de mi vida, narrando silenciosamente sus logros en nuestra ausencia.

Y fue en esos momentos que vi a la jovencita intrusa que me contemplaba desde la cocina. Lo primero que me llamó la atención fueron sus intensos ojos verdes, parecidos a los de Marisol, que me pillaron desprevenidos. Sus rasgos, de alguna manera me parecieron conocidos, con labios regordetes maquillados en un llamativo color violeta, una pequeña nariz respingada, cabello corto teñido en un negro intenso.

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Pero a pesar de mis esfuerzos, no podía reconocerla. Estaba de pie, con aire desafiante, brazos cruzados conteniendo un par de generosos y juveniles pechos entre ellos, destacando una figura esbelta y bien proporcionada.

Su vestimenta, por otra parte, me recordaba a Pamela en sus tiempos de gótica: botas negras, minifalda de cuero, blusa sin hombros bastante escotada y una chaqueta de mezclilla.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, la desconocida se puso rígida y me quemó con la mirada.

•¿Y bien? ¿No vas a saludar? – Me exigió la extraña en un tono cortante.

Su atrevimiento me dejó sin palabras.

-Hola. – respondí en un tono dudoso, intentando identificarla. - ¿Acaso te conozco?

Su opulento pecho se hinchó más, claramente enfadada, mientras que sus brazos los estrujaban con palpable irritación.

•¡Qué vergüenza, Marco! – protestó furibunda. - ¿Cómo no puedes acordarte de mí?

Parpadeé atónito, intimidado por el tono de voz y el fuego en sus ojos de esta nueva tormenta tropical, que me recordaba la furia de mi “Amazona española”.

Pero al escuchar el alboroto, Marisol salió en mi defensa…

>¡Hermanita, no nos avisaste que estabas aquí! – Marisol le saludó con calma y familiaridad, abrazándole intensamente, rompiendo la tensión.

A pesar de todo, la “hermanita” me miraba con ojos ardientes…

Y entonces, me pegó de repente, el velo cayendo de mis ojos…

-¿Violeta? – Me atreví a preguntar.

La intrusa, o más bien, la más joven de mis cuñadas, me miró con mayor irritación. Sus fieros ojos verdes me quemaban como si desafiaran a cuestionar su identidad.

Pero en mi defensa, la sorpresa me pegó como si fuese un rayo. Para que entiendan mi punto de vista, la última vez que la vi, era feliz con su disfraz de cenicienta a los ocho años, la representación pura de la ternura e inocencia. Pero ahora, frente a mí estaba una desafiante (y atractiva) adolescente rebelde, cuya presencia demandaba mi reconocimiento.

Y aunque asimilaba su curvilíneo y generoso cuerpo, haciéndome la idea de su impresionante transformación, pude notar que su frustración bullía bajo esta postura desafiante. Después, descubriría que su enfado inicial no fue por desconocerla, sino porque ante mis ojos, todavía veía a la pequeña princesita que dejé años atrás.

Nos establecimos en el antiguo dormitorio de mi ruiseñor, incluso en su vieja cama, a pesar de que Verónica nos ofreció que usásemos el dormitorio matrimonial, en vista que Guillermo, su pareja, estaba de viaje por el verano y no volvería hasta marzo, trabajando como chofer en el sur. Pero mientras desempacábamos, Marisol se reía entretenida acariciando mis muñecas, molestándome por el encuentro que tuve con su hermana horas antes.

Al rato, fuimos a la casa de mis padres, la cual se había amalgamado en una fusión de mi familia con la de mi esposa. Marisol, yo y las niñas estábamos ansiosos por volver a comer pan. Pero cuando llegó mi hermano, pude darme cuenta del paso del tiempo.

Mi sobrino, que cuando me fui, era también un niñito flacucho y consentido, se veía encantado de conversar con Violeta en el jardín, casi a escondidas del resto, igual de flacucho y enclenque, solo que más grande.

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La verdad, hasta a mi hermano se le iban los ojos por la menor de mis cuñadas (De Amelia, hablaré más tarde…) y mi viejo se contenía porque ayudó en su crianza tratándola casi como una hija en mi ausencia.

El asunto fue que, al ver los torpes esfuerzos a la distancia del hijo de mi hermano, me daba cuenta de que Violeta se había convertido en un bombón con el paso de los años: sus pechos parecían incluso más grandes de los que recordaba de Amelia; la falda corta que escogió dejaba entrever unas nalgas carnosas y tersas, con una cintura fina y caderona, que al igual que lo hacía con su hermanastra Pamela a esa edad, probablemente hacía que varios hombres voltearan para mirarla.

Cuando me vio, Violeta trotó para abrazarme por la cintura, sintiendo parte del volumen de sus pechos. Mi sobrino me saludaba de la mano, intimidado por mi presencia. Una vez que él comprendió que ella no le prestaba atención, nos dejó solos y acompañé a mi cuñada al interior de la casa, me agradeció coqueta.

•Al menos, eres bueno para algo. – comentó en un tono burlón, abrazándome por la cintura con confianza. – Tus sobrinos nunca me dejan a solas.

Nos sentamos a la mesa y traté de ponerme al día con mi hermano y con mis padres. Pero frente a mí sentaron a Violeta, entre mi suegra y mi sobrino. Mi sobrino intentaba meterle conversa, pero mi cuñada tenía solo ojos para mí, pestañeando ocasionalmente con sensualidad y dedicándome algunas sonrisas coquetas, fingiendo escuchar la sosa retórica de mi sobrino.

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Aparte de eso, la cena fue muy tranquila. Pero a las niñas les pegó el peso del viaje, por lo que tuvimos que terminar la velada.

En el trayecto a casa, Marisol y Verónica conversaban sobre Jacinto, que todavía no asumía el cambio de hora. Violeta aprovechó de acercarse a mi lado.

•¡Todavía me acuerdo cuando me acostabas para dormir! ¿Te acuerdas cuando me ponías el pijama? – preguntó en un tono juguetón.

Sus palabras me dejaron mudo unos segundos. Por supuesto que recordaba esas noches donde tenía que convencer a mi joven cuñadita que debía dormir. El problema era que, en su cuerpo más desarrollado, la idea no parecía tan inocente ahora como en eses entonces…

Limpié mi garganta, recuperando la compostura y ahuyentando los malos pensamientos.

-Claro que me acuerdo. – respondí tenso.

Ella sonrió radiante…

•¡Qué bueno! – comentó en un tono enigmático y coqueto. - ¡Yo todavía pienso en ti cuando me voy a dormir!

Violeta se reía de mi expresión incrédula, intuyendo bien la naturaleza de los pensamientos que cruzaban mi mente.

Pero el momento culminante ocurrió mientras Marisol y mi suegra conversaban en la cocina, intentando de entretener a Jacinto para que durmiera.

Yo estaba cansado. Había sido un día largo y dormitaba frente al televisor, esperando a mi cónyuge, hasta que sentí que alguien se sentaba sobre mí. Sentía un trasero redondo menearse sobre mi pelvis, un par de senos suaves y blandos aplastarse en torno mi pecho y una respiración cálida y tranquila sobre mi cuello.

Once años después…(I)

Al despertar, intentando comprender lo que sucedía, enrojecí inmediatamente, sintiendo mi hombría hincharse al instante dentro de mis pantalones. Lejos de sentirse avergonzada, Violeta me miró con ternura.

•Quería darte las gracias. – comentó en un tono meloso, acomodándose entre mis piernas con mayor confianza.

Sus ojos color esmeralda brillaban con picardía. Sus labios carnosos, rosados y sensuales se curvaron en una sonrisa cómplice mientras su colita se seguía meneando hacia mí y su busto oprimía mi pecho en un maravilloso y prohibido abrazo. Su piel era blanca y delicada, tal cual la porcelana, con una calidez que irradiaba desde su interior y un aroma tan sutil y cautivante, que volvía el ambiente mucho más erótico.

Como podrán imaginar, tragué saliva con el corazón acelerado. Mis instintos despertando de su modorra incentivados por la visual y el tacto de su cuerpo.

-Violeta. – Me las arreglé para esgrimir pusilánimemente, sintiendo mi pene hincharse bajo sus redondas nalgas. – Eres mi cuñada. Esto no está bien.

Pero el calor entre nosotros era incontrolable y la manera que se meneaba sobre mis piernas le hacía imposible ignorar el creciente bulto en mis pantalones.

Sus ojos me miraron fijos. Su respiración reavivando los vellos de mi piel. Sus susurros, cosquilleando sensualmente sobre mi oreja.

•¡Lo sé! – dijo en una voz suave, sedosa y cautivante, que por poco me hace saltarle encima. – Pero se siente tan rico…

Entonces, su mano se deslizó entre nosotros, sacándome el alma del cuerpo. Su delicada mano se movió de mi muslo al bulto hinchado en mis pantalones. A pesar de que su toque era tímido al principio, insegura respecto a cuánta presión debía aplicar, se notaba que tenía una mayor experiencia que la que tenían sus hermanas a su edad.

Empezó a masajearme con confianza, con movimientos delicados que ganaban mayor intención y ritmo con el pasar de los minutos. Suspiraba yo agitado, mordiéndome el labio para no gemir, pensando en lo habilidosa que era mi dulce cuñadita.

Mis manos terminaron en sus pechos por efecto de la gravedad. Se sentían celestiales entre mis manos, la firmeza de sus pezones volviéndose más pronunciada con el movimiento de mis pulgares. Su piel era suave como la seda, un calor joven semejante al cálido sol veraniego cuando entra por las ventanas. La línea de la cordura se desvanecía rápidamente de mi mente con cada segundo, la frontera del bien y el mal deshaciéndose en el borde de un febril sueño.

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-¡Violeta! – traté de decirle con el último vástago tratando de recuperar el control, aunque ella solo sonrió, su mano moviéndose más rápido, su agarre apretando más fuerte.

Sus ojos me derretían a través de sus sensuales pestañas, una mirada de inocencia y calentura que me deshacía con su mano. Sus dientes rozaron el lóbulo de mi oreja, dándome escalofríos en la espalda.

•¡Quiero hacerte sentir bien! ¡Quiero mostrarte cuánto he crecido! Que ya no soy una niñita. – dijo en un tono sensual y desafiante, su respiración quemándome el cuello. – Te he visto con mi hermana. Pero también he visto cómo me miras.

Sus palabras me encendían como gasolina sobre un fuego incontrolable, una llamarada intensa de pasión desconocida emergiendo de mí. Me terminé rindiendo a los impulsos con un quejido, haciendo caso omiso a las consecuencias.

Mi mano se deslizó por el borde de su falda, mi pulgar palpando la suavidad y frescura de su muslo interior. Soltó un gemido discreto, su respiración acelerándose al encontrarse mojada y lista para mí.
De a poco fui enterrando los recuerdos de Violeta como la hermanita pequeña de mi esposa. Ahora, estaba haciendo suspirar a esta hermosa mujer mientras mi dedo incitaba su tesoro más sagrado y húmedo entre sus piernas.

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Sus suspiros se volvieron más profundos y lastimeros, su mano deteniendo la exploración de mi cuerpo, rindiéndose al placer que mis dedos le brindaban al empujar sus labios húmedos. Estaba tan mojada que podía meter y sacar mis dedos con relativa facilidad. El sonido de su calentura, un bálsamo para mis oídos. La idea que mi esposa y mi suegra estuvieran a pasos de nosotros no me detenía, sino que alimentaba la adrenalina del momento.

Sus ojos me encontraron, buscando besarme, pero me sentía complicado. Ciertamente era una preciosa jovencita, tan calentona como su madre y sus hermanas. Pero al igual que once años atrás, ya me sentía bastante atrevido por meterle el dedo y besarla empeoraría el nivel de infidelidad.
No obstante, toda moral se perdió el momento que su tibia lengua tocó mi cuello. Mi cuerpo respondió por instinto, volteando para verla, nuestros labios chocando juntos en un fogoso beso que parecía derretir las inhibiciones y las edades. Su boca sabía levemente a menta y su lengua, curiosa y juguetona, ansiosa de acariciar y explorar la mía.

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La puerta crujió y nos congelamos en el acto. El gato de mierda que tenían me puso cardíaco.

Pero lo interpreté como una señal que teníamos que detenernos. Aparté a Violeta levemente, sus ojos enormes por la calentura.

-Alguien puede pillarnos. – planteé mi preocupación.

Me besó de nuevo y sonrió.

•Entonces, tenemos que hacerla corta…

Y diciendo eso, volvió a tocar la forma en mis pantalones. Empezó a masajearla con mayor ahínco, atraída por el grosor. Sus ojos se enfocaron en los míos.

•¡Muéstramela entera! – me ordenó.

Yo dudé. Me había prendido verla horas antes cómo mantenía a mi sobrino a raya mientras le coqueteaba. Pero, aunque quería tirármela con locura, sabía que no habría vuelta atrás si lo hacía.

Notando mi indecisión, tomó mi mano y la ubicó firmemente entre sus piernas, aclarándome que no quería retractarse. Podía sentir el calor y la humedad desbordando su ropa interior.

Como podrán imaginar, mi verga pulsaba, queriendo entrar. Pero de alguna manera, sentía que estaba perdiendo el control y decidí recuperarlo manejando hábilmente su húmedo sexo y levemente apretando su clítoris. Gimió levemente, pero mis labios la contuvieron.

Empecé a masturbarla de una manera que nunca lo había hecho ella misma u otro chico que pudo haber conocido, haciéndole poner los ojos en blanco. Se apoyó sobre mí, su respiración agitada saliendo de la garganta. Gimió con mayor intensidad y sus brazos envolvieron mi cuello, sujetándome con fuerza como temiendo que me apartara. Su cuerpo entero temblaba y sabía que le faltaba poco. Aceleré el ritmo, mi pulgar trazando círculos sobre su clítoris mientras mis dedos se deslizaban y salían acompasados de su cálido y apretado interior.

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La cantidad de jugos femeninos era sobresaliente. Mi verga estaba dura y tiesa como una espada, pero en mi locura, sabía que todavía no podía hacerlo. No ese día, al menos. Por lo que la dejé besarme, sus gemidos apasionados hundiéndose en mi garganta.

•¡Marco, por favor! – se quejó, su mano alcanzando de nuevo mi erección. - ¡Te necesito!

Sus ojos buscaron desesperados los míos, implorando por más, pero la empuje hacia atrás con gentileza y por unos segundos, me detuve.

•¡Hoy no, Violeta! – Le dije con firmeza, apartando mi pene de su mano. – Esto no está bien.

La voz de mi ruiseñor se hizo más cercana. El riesgo de ser sorprendido solo agregaba la adrenalina. Podía sentir la inminente presión en su cuerpo y sabía que le faltaba poco

Violeta llegó al punto que me miraba casi suplicando, deseando que la hiciera acabar. Incrementé el ritmo, su mirada perdiendo el foco intentando contener su voz. Sus gemidos eran ahogados, pero su lenguaje corporal hablaba por montones. Su espalda se estiró y su cuerpo estalló en éxtasis. Un gemido desesperado logró escapar, sus caderas convulsionando y convulsionando, liberando todo.

Ahogué sus suspiros a besos. Su ardiente lengua buscando la mía, entregándose al placer completamente. Pero para mi sorpresa, el inacabable placer le ocasionó una dulce y delicada modorra, en donde su suave respiración la hizo quedarse dormida.

Al poco rato, Marisol salió del baño, encontrándome atrapado bajo su hermana dormida.

Once años después…(I)

>¿Y qué pasó aquí? – preguntó mi ruiseñor con una voz juguetona.

•No tengo idea. – le respondí, suplicando que el aroma de su hermana no fuese tan evidente. – Se sentó sobre mí y se quedó dormida.

Marisol sonrió, con un destello en sus ojos que no veía hace once años. Una mirada de complicidad, comprendiendo la situación…

>¿Puedes cargarla a su dormitorio? – preguntó con una sonrisa.

-¡Por supuesto! – respondí, levantándola sin mayor esfuerzo.

Mientras le agarraba el trasero a mi cuñada y su escote se abría lo suficiente casi para mostrarme un pecho, Violeta soltó un ronquido que nos hizo reír.

Pero en el momento que Marisol estaba abriendo la puerta del dormitorio de su hermana, Violeta habló entredormida.

•Marco… te quiero. – confesó, acomodándose más hacia mí.

Marisol y yo nos miramos. Aquel destello fatuo en sus ojos se encendió como un faro. Esa mirada, lujuriosa y enfermiza, que diluía la línea que separa los lazos familiares de la tentación.

De revivir las cosas como las dejamos 11 años atrás…

La puerta del dormitorio de Violeta crujió al abrirse y mi esposa salió con una sonrisa radiante. Sus ojos buscaban entretenidos una explicación que no me atrevía a darle…

>¿Y qué fue eso? – preguntó, tratando de hacerme sentir más culpable.

Impaciente y nervioso, logré esbozar…

-No fue nada…

Pero como ya podrán imaginar, en realidad, era el reinicio de todo.


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2 comentarios - Once años después…(I)

lenguafacil +1
Fiesta!
Estaba a punto de escribirte que extrañaba mucho leerte. Que suerte que volviste a relatarnos tu increible vida.
Saludos amistosos
metalchono
Gracias por comentar. Fueron 2 meses bien vividos y descansamos mucho, pero las niñas ya echaban de menos la escuela y a Bastián y nosotros teníamos que volver al trabajo.
pepeluchelopez +1
Por un momento al iniciar pensé que era Amelia, no recordaba ya la otra hermana, chicos tiempos sin leer por cosas de trabajo, increíble que 11 años lejos de casa, el tiempo no regresa no hay que dejar de visitar a la familia
metalchono
Hola. Tranquilo. Como dices, la vida sigue y sí, como te diste cuenta, tampoco la reconocí en el momento.