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El mejor sexo

Era tarde por la noche, ya casi las diez. Hace rato que había terminado mi jornada laboral, pero seguía en la oficina. Me resistía a irme a casa. Las peleas con mi mujer se hacían cada vez más frecuentes, era vernos y ponernos a pelear. Quería un poco de paz, de tranquilidad, así que una vez que se fueron todos, me preparé un café y me quedé sentado, en silencio, pensando en qué debería hacer de ahora en más. 
El divorcio era una posibilidad, aunque ella se resistía a tocar el tema. Ya me estaba adormilando, cuando me pareció escuchar un ruido. Me pongo en alerta, ya que se supone que no hay nadie más en el piso. El ruido se incrementa y la puerta de mi oficina se abre de repente.
-Perdón, pensé que no había nadie- se disculpa un hombre con uniforme de trabajo.
Me había olvidado que por las noches una empresa se encarga de la limpieza de las oficinas, para no perjudicar la actividad durante el día.
-No te preocupes, ya me estoy yendo- le digo, levantándome y agarrando mis cosas.
-Puedo pasar más tarde- propone.
-No es necesario, ya te dejo libre, solo...- y cuando voy a agarrar el vaso de café, hago un mal movimiento y me lo tiro encima.
Por suerte había poco y estaba frío.
-¡Uy, la puta madre...!- maldigo.
Agarro una servilleta y trato de limpiarme la mancha, pero él peón de limpieza me detiene.
-No, así la va a empeorar, para que no se arruine la tela hay que mojarla enseguida- me dice.
Me quedo mirándolo, sin entender lo que tengo que hacer.
Antes de que pudiera decir algo más, se acercó y con manos firmes me ayudó a desabrochar la camisa. Yo dudé un segundo, pero él insistió, casi con autoridad. El roce de sus dedos contra mi pecho me estremeció de una forma inesperada.
Cuando me quité la camisa, noté que una fina capa de sudor me cubría la piel. Él me miró fijo, sus ojos se detuvieron en mis hombros, en mi torso. Yo no dije nada, él tampoco. El silencio pesaba, cargado de una tensión difícil de describir.
En un momento, nuestras miradas se encontraron. Fue apenas un segundo, pero suficiente para que el aire se llenara de electricidad. Sonreímos, casi involuntariamente, como dos cómplices atrapados en una situación que ninguno había planeado.
-Se le manchó también la camiseta- me dijo, rompiendo el silencio, con una voz que sonaba más grave, distinta.
La mancha era mínima, casi imperceptible, pero aún así me la saqué, quedándome en cuero. Sentí un nudo en el estómago. Nunca había estado con un hombre, jamás me había sentido atraído por alguien de mi mismo sexo… y, sin embargo, la manera en que me miraba me hacía dudar de todo lo que creía sobre mí mismo. Su respiración estaba cerca, podía oler el jabón de sus manos mezclado con el olor metálico de los baldes y los químicos de limpieza.
La situación me parecía de lo más sorpresiva e inesperada, pero por alguna razón, no me incomodaba.
Agarra las dos prendas, las humedece con un líquido, refriega en el lugar de las manchas y las sacude.
-Ahora hay que esperar que se sequen un poco- y cuando me lo dice, no puedo evitar darme cuenta como me recorre con la mirada, como si me desnudara más de lo que ya estaba.
No sé qué me impulsó, pero no retrocedí. Me quedé ahí, quieto, con el corazón golpeando fuerte, mientras esa extraña tensión nos envolvía, esperando a ver quién daría el primer paso.
Yo lo miraba fijo, sintiendo cómo esa atracción crecía sin que pudiera controlarla.
El silencio se volvió insoportable. Me acerqué un paso, apenas, y él no se movió. Solo respiraba más fuerte. Nos miramos otra vez, y fue él quien acortó la distancia: me tomó de la nuca y me besó, con una intensidad que me dejó sin aire.
Al principio fue raro, nuevo, una mezcla de sorpresa y fuego, pero en segundos mi cuerpo respondió. Lo atraje hacia mí con fuerza, sintiendo la rigidez de su pecho contra el mío. Su lengua buscaba la mía con urgencia, con hambre.
No hubo dudas. Mis manos bajaron por su espalda hasta llegar a su cintura, y lo apreté contra mí. Noté su erección marcada bajo el pantalón de trabajo, rozando contra mí. El calor me recorrió entero.
-Yo no…- alcancé a murmurar entre besos.
-¡Shhhh...!- me interrumpió, llevándome contra el escritorio.
Se arrodilló frente a mí y desabrochó mi cinturón con una destreza que me hizo temblar. Me bajó el cierre y sacó la pija, ya dura y palpitante. Me la agarró con una mano, me miró a los ojos un instante, y sin decir nada se la metió en la boca.
Gemí, echando la cabeza hacia atrás. La sensación era intensa, húmeda, profunda. Nunca había experimentado algo así, y sin embargo me estaba volviendo loco. Sus labios se deslizaban arriba y abajo, su lengua jugaba con la punta, y yo tuve que apoyarme en el borde del escritorio para no perder el equilibrio.
Lo agarré de los pelos, marcando el ritmo, y él aceptó, tragándome entero, con un gemido ahogado que me hizo estremecer.
El placer me dominaba, pero también la necesidad. Lo levanté con un tirón suave, lo besé de nuevo con mi sabor todavía en su boca, y lo desvestí rápido, con torpeza, sacándole la camisa de trabajo y bajándole los pantalones hasta los tobillos.
Lo tenía frente a mí, desnudo, excitado, los ojos brillantes, su erección palpitando contra mi muslo. Nos mirábamos jadeando, como dos hombres que habían roto una barrera invisible. 
Entonces lo giré suavemente y lo incliné sobre el escritorio. Su cuerpo se arqueó de inmediato, ofreciéndose. El contraste de su piel contra la madera oscura, el brillo de su sudor, me encendía aún más. Con una mano lo sujeté por la cadera, con la otra recorrí su espalda hasta la nuca.
-¡Cogeme...!- me pidió con la voz temblorosa, al notar que dudaba por un instante.
Me puse un preservativo que tenía guardado en el escritorio, y apoyé mi erección entre sus nalgas, deslizándome apenas. Su cuerpo se estremeció bajo mi contacto. Escupí en mi mano y lo humedecí, preparándolo como pude en ese momento. El roce fue lento al inicio, solo frotando, sintiendo cómo temblaba de expectativa.
Cuando empujé de verdad, un gemido profundo salió de su garganta. Entré despacio, sintiendo la presión, el calor que lo envolvía. Yo apretaba los dientes, conteniendo el impulso de ir con violencia, disfrutando cada centímetro que lo iba invadiendo.
Él se aferraba al escritorio, arqueando la espalda, ofreciéndose más.
-¡Sí... dame más... más duro...!- gimió en algún momento, y esas palabras me desataron.
Empecé a embestirlo con fuerza, sujetándolo de la cintura para no dejarlo escapar. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la oficina, mezclado con sus jadeos y mis gruñidos. La tensión contenida de días, de años quizá, salía ahora en cada movimiento.
Lo penetraba profundo, una y otra vez, mientras lo escuchaba gemir, suplicar, rendirse a mi ritmo. Sentía sus músculos ajustarse alrededor de mi tamaño, su piel arder bajo mis manos. La oficina, el café derramado, la vida afuera… todo desapareció. Solo quedábamos él y yo, en ese choque brutal y perfecto.
Lo agarré del pelo y lo obligué a mirarme de reojo. Sus ojos estaban vidriosos, llenos de deseo. Lo besé fuerte, mordiéndole los labios mientras seguía entrando en él sin detenerme.
El clímax me recorrió como un rayo. Lo sentí subir desde el vientre hasta explotar con un gemido grave, descargando como no había descargado nunca antes. 
Mis embestidas se hicieron más lentas, más pausadas, hasta que quedé pegado a su cuerpo, respirando contra su cuello.
Él se dejó caer sobre el escritorio, sudoroso, con la piel enrojecida y el cuerpo aún temblando. Yo permanecí unos segundos dentro de él, disfrutando de la sensación de haberlo poseído por completo, como creo nunca haber poseído a una mujer.
El silencio volvió, pero ya no era el mismo. No era incómodo. Era denso, íntimo. Me aparté despacio, lo giré y lo besé de nuevo, suave esta vez.
Sentía el cuerpo húmedo y el corazón me latía en el pecho como un tambor.
Él se acomodó la ropa con movimientos lentos, como queriendo ganar tiempo antes de volver a la realidad. Yo me puse la camisa manchada, ya sin importarme el café seco que había detonado todo aquello. Nos miramos en medio de ese desorden: el escritorio desalineado, los papeles caídos al suelo, el olor a sexo flotando en el aire.
No dijimos nada durante unos segundos. Había demasiado en juego, demasiadas preguntas para las que ninguno tenía respuesta. Pero en su mirada encontré algo que no era solo deseo: era complicidad, la certeza de que los dos habíamos cruzado una frontera invisible, y que ya no éramos los mismos.
Tomé mi saco, él recogió el balde y los implementos de limpieza. Antes de salir, se detuvo en la puerta, me lanzó una media sonrisa y dijo en voz baja:
-Hasta mañana...-
La puerta se cerró y me quedé solo, con el eco de esas palabras golpeándome por dentro. Me serví otro café, ya frío de nuevo, y mientras lo bebía, entendí que no quería regresar a casa. No todavía.
Había algo distinto en mí. Una grieta abierta, peligrosa y excitante a la vez. Y, aunque intentara negarlo, sabía que esa noche se repetiría.

5 comentarios - El mejor sexo

galo582
Muy bueno el relato! Espero la segunda parte!