Les dejo la parte III por si no la leyeron. http://www.poringa.net/posts/trans/6021477/Descubriendo-mi-yo-Femenino-Parte-III.html
Capítulo 10: Nuestra primera noche en casa — pasión sin fronteras
Todavía me acuerdo como si fuera ayer el día en que volvimos de Grecia. Teníamos la piel marcada por el sol y las manos por el otro. El cuerpo cansado pero satisfecho, y ese tipo de mirada entre nosotros que no necesita palabras. Nos habíamos cogido en todas las formas posibles, en todas las posiciones imaginables, pero la idea de llegar a casa como marido y mujer tenía algo… distinto. Algo que me derretía por dentro.
Apenas pusimos un pie en casa, se sintió distinto. El mismo lugar donde habíamos compartido tantos momentos, pero ahora… era nuestro hogar matrimonial. Nuestro templo. Mario dejó las valijas apenas entramos, me miró con esa sonrisa entre pícaro y posesivo, y me alzó sin avisar. Me agarró de la cintura con esa fuerza brutal que tanto me puede, y me llevó directo a la habitación, como si no pudiera aguantar ni un segundo más.
—Te voy a desarmar entera hoy. — me susurró al oído, con esa voz gruesa que me moja sin querer.
Me tiró sobre la cama, y no me dio tiempo a nada. Sus manos ya estaban bajando mi vestido, levantando la tela con una ansiedad que me dejaba sin aliento. Yo me reía entre gemidos, acariciándole la cabeza, hundiendo mis dedos en su pelada mientras él me besaba el abdomen, los muslos, los costados, todo. Cada beso suyo era como una mordida de fuego.
Cuando me arrancó la tanga y me abrió las piernas, me sentí expuesta, vulnerable y adorada. Me miró ahí, abierta para él, y soltó un gruñido tan animal que me hizo temblar. Empezó a lamerme la vagina con la lengua lenta y firme, con esa técnica suya que me enloquece. Me agarró las caderas con fuerza para que no me moviera, y me hacía gemir tan fuerte que me daba vergüenza de los vecinos.
—No pares, por favor, no pares... —
le rogaba sin aire, moviéndome contra su boca como si no me alcanzara.
Y no paró. Me hizo acabar temblando, mojándole la cara entera, mientras yo apretaba las sábanas con los ojos cerrados y las piernas tensas. Pero no me dio tregua. Se levantó, sacándose la ropa como una bestia apurada, y cuando vi su miembro duro, grueso, latiendo para mí… no me pude resistir. Me arrodillé y lo tomé con ambas manos, y sin decir palabra, me lo metí en la boca bien profundo, mirándolo desde abajo, viendo su cara de pervertido mientras me miraba chupandosela toda.
Me agarró de la cabeza, empujándome con fuerza, haciéndome tragarla con ganas, con desesperación.
—Así...ASÍ... TRAGATELA TODA PUTA!!!! —
Lo sentía tan caliente, tan lleno de deseo, que me mojé otra vez solo de escucharlo decirme puta mientras se la chupaba hasta la garganta y la masajeaba con la lengua.
Cuando ya no aguantó más, me tumbó de espaldas y me la metió de una, con una fuerza que me hizo gritar. Me llenó de golpe, sin aviso, y yo lo recibí con las piernas abiertas, hundiendo las uñas en su espalda. Me cogía con furia, como si quisiera dejar su marca adentro mío. Cada embestida me sacaba el aire, me hacía chocar contra el colchón, me hacía rogarle que no pare, que me la dé toda.
Me puso en cuatro, me agarró del cuello y me empezo a hacer la cola tan salvajemente que sentí cómo me abría entera, cómo me llenaba hasta el fondo. Sus huevos chocaban contra mí con cada movimiento, y yo gemía con la cara hundida en las sábanas, entregada, rendida, suya.
—Sos mía, ¿entendiste? Mía para siempre —
me decía al oído mientras me daba con fuerza, mientras me escupía la espalda y me agarraba de las caderas con sus manos enormes.
Me llenó toda por dentro, me acabó adentro sin sacarla, y yo lo sentí caliente, palpitante, llenándome con su leche mientras me temblaban las piernas. Caímos juntos, entrelazados, sudados, con los corazones desbocados.
Esa fue nuestra primera noche como esposos. Pero no fue la última en la que nos cogimos así de salvaje, de sucio, de entregados. Porque si algo sabíamos desde ese primer día, era que el fuego que compartíamos no se iba a apagar jamás.
Y al día siguiente, cuando nos despertamos… me lo hizo de nuevo. Sin decir palabra. Me abrió las piernas, se metió entre ellas, y me cogió lento, con los ojos cerrados, como si estuviera orando.
Capítulo 11 : Pelea, lágrimas y una reconciliación que me partió el alma y el cuerpo
Fue una noche de esas pesadas. Había tensión desde la mañana. Yo estaba sensible, vulnerable, y él, con sus formas bruscas, me pinchaba sin querer. Palabras fuera de lugar, respuestas secas, miradas esquivas. Hasta que explotamos.
No me acuerdo ni por qué empezó. Solo sé que de un momento a otro, estábamos los dos gritándonos en la cocina, con los ojos llenos de lágrimas y el pecho lleno de rabia.
—¡No me hables así! ¡No soy una nena, Mario! ¡Ni tu mascota!
—¿Y vos qué querés? ¿Que me quede callado mientras me tratás como una mierda?
Nos heríamos con palabras, pero lo peor no era lo que decíamos… era el dolor de estarnos lastimando. El amor dolía. El orgullo dolía más. En un momento le tiré el repasador al pecho, él lo agarró al vuelo, y nos quedamos en silencio. Me temblaba el mentón. Tenía los ojos vidriosos.
—Andate, o me voy yo, porque esta es tu casa le dije con voz baja, casi rota.—
Los gritos ya eran insoportables. No sé si fueron las palabras que dije, o cómo las dije, pero Mario estalló. Me miró con los ojos encendidos, con la mandíbula tensa, y sin decir nada más, agarró las llaves del auto.
—¡Mario, no te vayas así! —le grité, temblando, sintiendo que el pecho se me comprimía.
Pero él ya estaba saliendo por la puerta. Escuché el portazo. Y después, el motor rugiendo mientras se alejaba.
Me quedé paralizada en medio de la cocina. Sentí el silencio más cruel del mundo. Me temblaban las piernas. No sabía si llorar, gritar, o romper algo.
Claramente los gritos fueron muy fuertes porque vino mi vecina, matrimonio amigo que estuvo desde el comienzo con nosotros.
—Ay, Anto… —me dijo mientras me abrazaba fuerte—. Tranquila, amiga. Ya va a volver.
Lloré en su hombro como una nena. Me acarició el pelo, me habló con calma, me ayudó a respirar.
—Lo amas y lo odiás, ¿no? —susurró sonriendo—. Pero se nota que se aman con el alma. Va a volver. Pero ahora cuidate vos.
Charlamos un rato más. Me preparo un té, me obligó a comer algo, y cuando me vió más tranquila, se levantó del sillón, porque ella tenia 2 hijos y ya eran las 4 de la mañana.
—Si me necesitás, me llamás. En cualquier momento. ¿Sí?
Se fue con una mirada que me sostuvo el alma.
Esa noche dormí sola. Tirada en la cama, abrazando la almohada, con los ojos hinchados de llorar. Le mandé mensajes. Le llamé dos veces. Nada. Ni una respuesta.
Me sentía vacía. Rabiosa. Pero sobre todo… triste.
Me despertaba a cada rato y lo buscaba en la cama, y a veces iba a recorrer la casa esperando que haya vuelto... pero no.
Apenas pude dormir. Cuando me cansé de intentarlo, me levanté de la cama y me fuí a la cocina a limpiar un poco el desastre de la noche anterior.
Eran cerca de las 10 de la mañana, estaba lavando los platos en silencio, como si cada movimiento fuera un ritual para no pensar. El agua tibia corría entre mis dedos y se mezclaba con el temblor que todavía no se me iba del cuerpo. Estaba descalza, con el pelo enredado, la cara hinchada por haber llorado tanto. Llevaba puesta una de sus camisetas largas, esa gris que me llegaba hasta medio muslo y que olía a él.
Y entonces lo escuché.
La puerta se abrió despacio, como si no supiera si entrar o irse. No me di vuelta. Me quedé ahí, en trance, dejando que el sonido del agua llenara todo, como si fuera una cortina que me protegiera del mundo.
Sus pasos se hicieron presentes. Lentos, pesados, como si cargaran todo lo que no habíamos dicho anoche. Lo sentí detrás de mí, cerca, pero sin tocarme.
No dijo nada.
Me giré despacio. Orgullosa. Dolida. Vulnerable. No quería que me viera así. Quería estar entera. Pero no lo estaba.
Él tampoco lo estaba.
Se fue a sentar al sillón. Prendió la tele como si no pasara nada. Como si no me hubiera roto el alma. Pero sus ojos, cuando se cruzaron con los míos, dijeron otra cosa. No había dormido. Había tomado mucho, . Y tenía la cara de un hombre que se estaba desmoronando por dentro.
Entonces me quebré. Intenté decir algo, cualquier cosa, pero la garganta se me cerró. Lo miré con los ojos llenos de agua, con la boca entreabierta, pero no me salía la voz. Apenas un sollozo seco, ahogado, que me desgarró desde adentro. Las manos me temblaban tanto que los vasos que tenía se me resbalaron sin que pudiera hacer nada, y el sonido del vidrio estallando contra el piso fue como una detonación que lo sacó del trance.
Él se levantó de golpe.
—¿Antonella...? —dijo, con la voz entrecortada, como si no supiera si acercarse o quedarse ahí.
Yo solo lloraba más fuerte. Como si ese sonido hubiera roto una represa. El llanto me sacudía entera, me costaba respirar, como si todo el peso de la noche anterior me aplastara de golpe.
—Amor… —intentó de nuevo, dando un paso hacia mí.
Pero cuanto más intentaba hablarme, más crecía mi angustia. Me tapé la cara con las manos, los hombros me temblaban sin control, el aire no me alcanzaba, entraba en una crisis de nervios que no podía detener. Me sentía ridícula, sola, rota. Como si ya no tuviera fuerzas ni para estar de pie.
Y entonces él me abrazó.
No me lo esperaba. Fue como si de pronto el mundo dejara de girar. Me rodeó con los brazos con una fuerza que no me asfixiaba, pero que me sostuvo toda. Yo seguía llorando, pero ahora entre su pecho y su olor a alcohol. No hablamos. No hacía falta. Ese abrazo no era una disculpa. Era una súplica muda. Un grito silencioso de "acá estoy", de "perdoname", de "no te vayas".
Lo abracé también. Con toda mi desesperación. Con toda mi tristeza. Nos apretamos tanto que casi dolía, pero no queríamos soltarnos. Como si uno se pudiera recomponer pegando sus pedazos con los del otro.
Cuando me soltó, mis piernas ya no respondían. Me dejé caer de rodillas sobre el suelo, desbordada, con las lágrimas cayéndome sin control. Me llevé una mano al pecho, como si intentara sostener mi corazón que latía a mil por hora, como si de verdad sintiera que me moría.
Y ahí, en ese instante, él me miró como nunca antes.
Se agachó frente a mí. Me levantó con los brazos, sin decir una palabra, con esa fuerza que siempre me desarma. Me alzó como si yo no pesara nada, como si en vez de una mujer rota fuera lo más valioso que tenía.
—¡Mario! —grité entre lágrimas, sorprendida, pero ya estaba contra su pecho, sostenida como si no pesara nada.
Me apoyó con firmeza sobre la mesada de mármol. El frío me recorrió la espalda, pero fue apenas un segundo. Porque ya me estaba arrancando la camiseta con desesperación, rompiendola por completo y bajándomela hasta dejarme completamente expuesta. Sus labios me buscaban con rabia, con bronca, como si necesitara poseerme para perdonarse a sí mismo.
Yo no dije que sí. Tampoco dije que no. Pero mi cuerpo respondió antes que cualquier palabra. Mis piernas se abrieron solas. Mis labios buscaron los suyos. Mis manos se aferraron a su cuello como si de eso dependiera seguir respirando.
Me miró entre las piernas como si esa parte de mí fuera suya —y lo era—. Y sin dudarlo, me escupió ahí. Ese sonido, ese gesto, me hizo estremecer.
No esperó. Me la metió de una sola embestida, brutal, profunda. Tanto así que me dolió.
El grito que solté fue puro instinto, desgarrador, un grito que rebotó en las paredes de la cocina como un eco de lo que éramos.
—¡Haceme mierda, amor! —le gemí entre dientes, con la voz cargada de bronca, deseo y necesidad, todo mezclado.
Y eso fue todo lo que necesitó.
Me miró con los ojos encendidos, oscuros como tormenta, y me agarró de las caderas con una fuerza que me arrancó el aire. Me embistió sin piedad, con un ritmo salvaje, como si necesitara destruir y reconstruir todo lo que éramos en ese instante. Cada golpe de su pelvis contra la mía hacía temblar la mesada y me hacía chocar la espalda contra la pared. Los azulejos vibraban, igual que mi cuerpo.
Todo lo que había sobre la mesada, los platos recién lavados, las sartenes, una olla, algunos vasos que no se habían roto, empezó a sacudirse por la violencia de nuestros cuerpos. Primero se tambaleaban, luego se caían. Uno tras otro, estallaban contra el suelo: platos que se partían en mil pedazos, ollas que retumbaban metálicas, utensilios que saltaban al vacío como si también ellos se rindieran al caos.
Era un desastre. Un estruendo constante. El eco del vidrio y el acero chocando contra las baldosas se mezclaba con nuestros gemidos, nuestros jadeos, el golpeteo húmedo de su cuerpo entrando en el mío.
Pero no nos importaba. No veíamos nada más que a nosotros.
Porque en ese mismo desorden, entre la cocina desmoronándose, estábamos recomponiendo lo nuestro. Como si el mundo pudiera caerse a pedazos a nuestro alrededor y a nosotros solo nos bastara con ese contacto brutal, esa entrega desesperada, para volver a ser.
Yo me aferraba a su cuello, a su espalda. Sentía el calor de su aliento sobre mi piel, el ardor de sus embestidas rompiéndome el alma y el cuerpo. Él me cogía como si fuera la última vez, con una furia que dolía pero que también sanaba. Cada pedazo de lo que rompíamos afuera servía para unir lo que estaba roto adentro.
Era su manera de pedirme perdón. Y la mía de decirle que todavía lo amaba.
El sonido era obsceno. Su cuerpo golpeando contra el mío, el chasquido húmedo de nuestras pieles, mi respiración entrecortada y sus jadeos roncos, animales. Me mordía el cuello con desesperación, dejándome marcas que ardían como fuego. Me tiraba fuerte del pelo hacia atrás, haciéndome arquear la espalda hasta el límite, exponiéndome entera, abierta, vulnerable y completamente suya.
Sus manos eran como garras: me agarraban fuerte, me dejaban moretones. Se aferraban a mis muslos, a mi cintura, a mis senos, como si quisiera memorizarme con los dedos. Me devoraba. Me cogía con bronca, con amor, con una urgencia que venía desde el fondo de los dos.
Y yo... yo lloraba. Pero ya no de enojo. No de tristeza.
Lloraba de alivio. De entrega. Porque ahí, en medio del desastre, entre la furia y la lujuria, lo estaba recuperando. Estábamos volviendo a ser uno. Aunque fuera a los gritos. Aunque fuera a golpes de carne.
Acabé de golpe, con un espasmo que me sacudió desde el centro del pecho hasta los dedos de los pies. El orgasmo me partió entera, grité con los ojos cerrados y la boca abierta, mientras mi cuerpo temblaba contra el suyo y me aferraba a él con desesperación. Le clavé tanto las uñas que le deje toda la espalda marcada, y algunos lugares hasta sangrando. Sentí mi piel arder, mi vientre contraerse, y las lágrimas fluir sin control.
Pero él no paró.
Me seguía dando, cada vez más profundo, más duro, como si no pudiera detenerse, como si el mundo fuera a acabarse si dejaba de poseerme. Me hablaba al oído con voz ronca, jadeando entre palabra y palabra.
—Me volvés loco, ¿sabés...? —me dijo mientras me embestía sin pausa— Te odio cuando me hacés esto, cuando nos peleamos... pero es cuando más te deseo. Cuando más te necesito.
Yo apenas podía responder. Mis gemidos se mezclaban con mis lágrimas y con ese segundo orgasmo que ya venía galopando desde el fondo. Mi cuerpo se arqueó de nuevo, descontrolado, vulnerable, rendido.
—¡Ay Amor! —grité, con la voz rota— ¡Me vas a hacer acabar otra vez!
Y entonces me vino de nuevo. Más fuerte. Más crudo. Un grito desgarrador que me explotó en el pecho, mientras él seguía adentro mío, bombeando como una bestia. Me aferré a sus hombros, a su espalda, a su cuello, mientras mi cuerpo se convulsionaba de placer. Lo sentí tensarse, endurecerse. Su respiración se volvió irregular, hasta que un gruñido largo, grave, profundo, le salió desde lo más hondo del pecho, y me acabó adentro con una descarga caliente, brutal.
Se dejó caer sobre mí, temblando, sudado, agotado.
Respirábamos con fuerza. Yo seguía sollozando. Tenía la cara apoyada contra su cuello, el corazón al borde del colapso, las piernas temblorosas, la piel marcada y la típica respiración entrecortada del sollozo. Él me envolvió con los brazos y se quedó quieto. Su semen todavía me goteaba entre los muslos, tibio, mientras yo lo sostenía como si se me fuera a ir. No podía soltarlo, donde intentaba moverse lo apretaba con mas fuerza contra mi cuerpo.
Nos quedamos así. Fundidos. Mezclados. Sin decir palabra. El me daba besitos tiernos en la cabeza, la frente, pero no me animaba a mirarlo a la cara. Sentía vergüenza por lo que le había dicho, de haberlo echado no solo de su casa, sino de mi vida.
Era sexo, sí. Pero también era reconciliación. Era amor brutal. Era ese idioma que solo entendíamos los dos, cuando ya no quedaban palabras.
No se cuanto tiempo pasó, pero fue mucho. Llegue a calmarme un poco y lo mire a los ojos, intentando decir algo pero sentía que si modulaba media palabra, iba a romper en llanto otra vez. El, que tanto me conocía, tomó la iniciativa:
—Perdón, amor. No quiero lastimarte nunca más. Sos todo lo que tengo... todo lo que soy.
No pude contestar. Solo lo abracé fuerte, con las piernas aún temblorosas, su semen escurriéndose entre mis muslos, y el alma un poco menos rota.
Afuera, era la hora del almuerzo. Pero ninguno tenía hambre.
Me bajé de la mesada sin soltar su mano. Lo llevé a la ducha. Necesitábamos el agua. Necesitábamos los besos. Nos lavamos con caricias. Nos abrazamos bajo el chorro caliente como si ahí adentro el tiempo se detuviera. No podía soltarlo, como si tuviera miedo que se fuera a ir, que ese hubiera sido el famoso polvo de despedida. Me repetía mil veces que me amaba, me pedía perdón, pero yo no podía hablar.
Lo sequé con amor, con cariño. Me sequé yo. Y sin decir palabra, lo tomé de la mano otra vez y fuimos a la cama, desnudos, vulnerables, reales.
Nos acostamos. Nos abrazamos. Y nos dormimos así, como si después de todo, el amor todavía supiera encontrarnos. Incluso entre las ruinas.
Capítulo 12: El despertar, la herida y la promesa
Cuando abrí los ojos, la luz ya era tenue. El sol se filtraba entre las cortinas con ese color dorado del atardecer que siempre me dio un poco de melancolía. Lo primero que sentí fue el cuerpo de Mario, desnudo, tibio, envuelto entre las sábanas conmigo. Estábamos enredados, piel con piel, como recién salidos del baño que nos habíamos dado después de esa reconciliación brutal en la cocina. Dormidos, sí, pero no en paz. No del todo.
Me dolían los músculos. Tenía el cuello tenso, la espalda tirante. Y no era solo por cómo me había cogido. Era más profundo. Era cansancio del alma.
Me giré con cuidado. Él seguía con los ojos cerrados, pero su respiración era irregular. Sabía que no había dormido bien. Igual que yo. Éramos dos cuerpos agotados, no por falta de amor, sino por todo lo que habíamos tragado en silencio.
Me levante y fuí hacia la ventana, empezó a llover y un trueno lo despertó. Intentó hablarme pero yo no podía responderle, tenía algo clavado en el pecho que no me dejaba modular una palabra. Dejó de intentar que responda pero estaba claro que le preocupaba, no era normal en mi estar tan callada.
Estábamos así, en mutismo compartido, cuando sentí su mano acariciarme la cintura. Me abrazó por detrás y apoyó la frente en mi nuca. Su aliento tibio me rozó la piel y sentí una punzada en el pecho.
—Ya casi es la hora de cenar —dije, sin muchas ganas, solo para romper el peso del aire, y a su vez dejarlo tranquilo que podía hablar. Cuando en realidad, me sentía una mierda, no solo por las cosas horribles que le dije, sino por algo que venia incubando dentro mio desde hacia mucho.
—No tengo hambre —murmuró él, con la voz ronca, cargada de sueño y algo más… algo triste.
Nos quedamos en silencio otro rato, acurrucados como dos náufragos en la misma tabla. Hasta que no aguanté más. Tenía que decirlo. Tenía que sacar ese dolor que me venía carcomiendo hacía semanas. Tal vez meses.
—Amor… —dije bajito, tragando saliva, con un nudo en la garganta.
Él no respondió con palabras. Solo levantó la cabeza un poco y me miró. Esos ojos oscuros que siempre habían sabido leerme, incluso cuando yo no sabía explicarme.
—¿Vos te das cuenta que todos nuestros amigos ya tienen hijos? —dije, evitando su mirada—. Agus y Clara, los chicos… Mauro y Paula también. Y nosotros... nada.
Sentí que las lágrimas me querían traicionar. Mordí el labio. Pero ya no iba a callarme.
—Yo sé que vos nunca me lo reprochás, y que me amás así como soy. Pero... yo sí me lo reprocho. Siento que te fallé. Que te casaste conmigo y no puedo darte algo tan simple como un hijo. Estamos juntos desde antes que si quiera tuviera este cuerpo, y pense que me sentía completa despues de la operación pero me doy cuenta que no es así. Vos siempre estuviste a mi lado, desde el primer momento y nunca me reprochaste ni reclamaste nada, y no te doy todo lo que te merecés.—
El silencio fue tan espeso que me dolió. Cerré los ojos. Pensé que se iba a alejar, que iba a levantarse, que iba a decirme que no dijera estupideces.
Pero en vez de eso, me abrazó más fuerte. Su mano fue directo a mi pecho, como queriendo calmar los latidos furiosos.
—Anto... mi amor —me dijo en voz baja, acariciándome el pelo. — No me fallaste en nada. Vos sos todo lo que soñé en una mujer. Sos mi vida entera. Tener un hijo no define eso. Pero entiendo que lo sientas así. Ahora me doy cuenta que hace mucho que te sentís así, y me enoja que no me lo hayas dicho. Sabés que me podés contar cualquier cosa, que siempre te voy a escuchar y a buscar juntos una solución.—
Sentí cómo se le quebraba la voz al decirlo. Me giré para mirarlo. Tenía los ojos húmedos. Me tocó la cara con la yema de los dedos y me besó.
—Adoptemos —respondió con firmeza, como si esa palabra le hubiese nacido del alma.
Me quedé helada. No lo esperaba. Lo había pensado muchas veces, pero nunca me animé a decirlo. Siempre tuve miedo de que él no quisiera, de que lo sintiera como un “plan B”, como una imposición. Pero ahí estaba. Diciéndolo él. Con los ojos llenos de amor. Con esa fuerza que tiene cuando toma una decisión.
—¿Vos lo decís en serio? —le pregunté, con voz temblorosa.
—Claro que sí. Si hay un alma allá afuera esperando una familia, ¿quién mejor que nosotros? Somos imperfectos, sí… pero nos amamos de verdad. Y eso es lo único que necesita un hijo.—
Lloré. Lloré en silencio. Lo abracé con todo mi cuerpo, lo besé con la boca mojada de lágrimas saladas, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que la herida que me acompañaba empezaba a cerrarse.
Ese fue el día en que decidimos que íbamos a ser padres.
Pasaron meses después de eso. Rellenamos formularios, fuimos a entrevistas, a talleres, a reuniones con psicólogos. Hubo momentos de esperanza y momentos de angustia. Gente que nos hacía sentir que no era posible. Que por ser quienes éramos, no encajábamos en el sistema.
Pero resistimos. Luchamos. Lloramos más de una vez abrazados en la cama, pensando que nunca llegaría el día.
Comprabamos de todo, desde una cama infantil, cuna, mamaderas, juguetes, TODO. No sabíamos si era nena o varón, si era un bebe o un niño grande. Pero hacíamos de todo para estar preparados, pensando que cuanto mas lo deseás, mas rapido llega.
Hasta que llegó la llamada.
Una tarde gris, de esas que parecen no prometer nada. Yo estaba cocinando. Mario estaba ordenando el patio. Y sonó el teléfono.
Cuando atendí y escuché las palabras “tenemos una nena para ustedes”, me arrodillé en el piso. Empecé a llorar con una mezcla de felicidad, nervios, vértigo, alivio. Mario me miró desde la puerta. No entendía. Pero cuando me vio sonreír con los ojos desbordados, se acercó corriendo.
—¿Qué pasa, amor?
No pude decir nada, otra vez estaba shockeada como boluda. El tomo el telefono y siguió la llamada.
Nos abrazamos en el piso, llorando como dos chicos. Ese fue el momento exacto en que nuestras vidas cambiaron para siempre.
La espera había terminado.
Y yo… por primera vez, me sentí madre.
Capítulo 13: La primera vez que la vi… y supe que era mía
El día que nos dieron la fecha, no dormí en toda la noche. Me quedé mirando el techo, con la mano de Mario sobre mi vientre, y el corazón galopándome en el pecho como si fuera a explotar. No sabía si tenía miedo o emoción. O todo junto.
—¿Y si no le gusto? ¿Y si no me quiere? —le susurré a Mario, con la voz bajita, temblorosa.
—Anto, mi amor… ¿cómo no te va a querer? Si sos puro amor —me dijo, besándome el hombro.
—¿Y si esto nos condiciona a ser tan fogosos? ¿Y si perdemos la pasión? ¿Y si dejamos de querernos? —
El me miro sonriendo, sin decir nada pero con su expresión me estaba diciendo "deja de decir boludeces".
El auto hacia la institución fue en silencio. Solo nos tomábamos la mano fuerte, como si tuviéramos que sostenernos uno al otro para no salir volando. Tenía las uñas clavadas en la palma. Sentía náuseas. Las piernas me temblaban.
Nos hicieron pasar a una sala pequeña. Había una alfombra colorida, juguetes en el piso, algunos dibujos colgados en la pared. Todo era simple, pero lleno de ternura. Yo estaba sentada en una silla bajita, con las manos húmedas, los ojos llenos de agua.
Y entonces… la puerta se abrió.
Una mujer entró con una bebé de 8 meses en brazos. Tenía el pelo castaño claro, y unos ojos enormes, oscuros, tan profundos que me sentí atrapada al instante. Estaba seria. Curiosa. Desconfiada.
—Anto, Mario… ella es Sofía.
Me quedé sin aire. Literalmente. Sentí como si todo el mundo se apagara y solo quedáramos ella y yo. No dije nada. Solo la miré. Me llevé las manos al pecho, tratando de no quebrarme, pero las lágrimas ya caían sin permiso.
Sofía me observó desde los brazos de la mujer. Y después, sin que nadie le dijera nada, estiró su manito hacia mí.
—¿Me puedo acercar? —pregunté con un hilo de voz.
La asistente asintió. Me acerqué de rodillas, con el corazón latiéndome en la garganta. Le ofrecí mi mano. Ella la tocó con los deditos, suave, como si me reconociera de algún sueño.
—Hola, mi amor… —le susurré—. Me dejás ser tu mamá?
Mario se acercó detrás mío, y ella lo miró también. No dijo palabra. Pero después de unos segundos, sin que nadie lo esperara… se tiró a mis brazos.
La apreté contra mí como si se me fuera la vida. Sentí su olor, su peso, su calorcito. Era real. Estaba ahí. Me temblaban los brazos del llanto. Mario se arrodilló a mi lado y nos abrazó a las dos. Nunca vi sus ojos tan llenos de lágrimas.
—Te estábamos esperando —le dije, acariciándole el pelo—. Toda la vida te buscamos.
Nos quedamos los tres ahí, en el piso, fundidos en un abrazo que no necesitaba palabras.
Los días siguientes fueron como un sueño. El papeleo, las entrevistas finales, los controles, las visitas. Todo lo hicimos con una mezcla de vértigo y esperanza. Yo le armé su habitación con una devoción que nunca imaginé. Le elegí cada peluche, cada almohadón, cada estrellita en la pared. Mario se encargó de armar la cuna y de colgar una foto de los tres juntos en un portarretrato que decía: “Familia”.
Y entonces, llegó el día en que por fin… la llevamos a casa.
Mario la alzó en brazos mientras yo abría la puerta. Cuando entramos, Sofía se quedó callada, con los ojos muy abiertos, mirándolo todo. La bajamos en el living. Gateó despacito, con su osito bajo el brazo, tocando las cosas con miedo.
—Esta es tu casa, Sofi —le dije, agachándome a su altura.
Ella se me quedó mirando, como procesando esas palabras. Y después de unos segundos… me abrazó por el cuello. Con fuerza. Con ese amor primitivo que no necesita ser explicado.
Y ahí supe que lo habíamos logrado.
Éramos una familia.
Yo, una mujer trans, aquella que empezó como un chico confundido, aquel chico que Mario descubrió guió en este camino, que me acompañó en toda mi transformación, esa, que toda la vida soñó con ser mamá. Él, un hombre que me amó más allá de los prejuicios. Y Sofía, nuestra hija… nuestra luz.
UNA VEZ MAS... NADA VOLVERIA A SER IGUAL....
Dedicado a todas esas chicas como yo, y a todas las personas que lean esto, que nunca se rindan, que siempre con dedicación, amor, deseo, ganas, fuerza y mucho corazón, LOS SUEÑOS SE VUELVEN REALIDAD.
PARTE FINAL!!!!!! http://www.poringa.net/posts/relatos/6022653/Descubriendo-mi-yo-Femenino-Parte-V.html
Capítulo 10: Nuestra primera noche en casa — pasión sin fronteras
Todavía me acuerdo como si fuera ayer el día en que volvimos de Grecia. Teníamos la piel marcada por el sol y las manos por el otro. El cuerpo cansado pero satisfecho, y ese tipo de mirada entre nosotros que no necesita palabras. Nos habíamos cogido en todas las formas posibles, en todas las posiciones imaginables, pero la idea de llegar a casa como marido y mujer tenía algo… distinto. Algo que me derretía por dentro.
Apenas pusimos un pie en casa, se sintió distinto. El mismo lugar donde habíamos compartido tantos momentos, pero ahora… era nuestro hogar matrimonial. Nuestro templo. Mario dejó las valijas apenas entramos, me miró con esa sonrisa entre pícaro y posesivo, y me alzó sin avisar. Me agarró de la cintura con esa fuerza brutal que tanto me puede, y me llevó directo a la habitación, como si no pudiera aguantar ni un segundo más.
—Te voy a desarmar entera hoy. — me susurró al oído, con esa voz gruesa que me moja sin querer.
Me tiró sobre la cama, y no me dio tiempo a nada. Sus manos ya estaban bajando mi vestido, levantando la tela con una ansiedad que me dejaba sin aliento. Yo me reía entre gemidos, acariciándole la cabeza, hundiendo mis dedos en su pelada mientras él me besaba el abdomen, los muslos, los costados, todo. Cada beso suyo era como una mordida de fuego.
Cuando me arrancó la tanga y me abrió las piernas, me sentí expuesta, vulnerable y adorada. Me miró ahí, abierta para él, y soltó un gruñido tan animal que me hizo temblar. Empezó a lamerme la vagina con la lengua lenta y firme, con esa técnica suya que me enloquece. Me agarró las caderas con fuerza para que no me moviera, y me hacía gemir tan fuerte que me daba vergüenza de los vecinos.
—No pares, por favor, no pares... —
le rogaba sin aire, moviéndome contra su boca como si no me alcanzara.
Y no paró. Me hizo acabar temblando, mojándole la cara entera, mientras yo apretaba las sábanas con los ojos cerrados y las piernas tensas. Pero no me dio tregua. Se levantó, sacándose la ropa como una bestia apurada, y cuando vi su miembro duro, grueso, latiendo para mí… no me pude resistir. Me arrodillé y lo tomé con ambas manos, y sin decir palabra, me lo metí en la boca bien profundo, mirándolo desde abajo, viendo su cara de pervertido mientras me miraba chupandosela toda.
Me agarró de la cabeza, empujándome con fuerza, haciéndome tragarla con ganas, con desesperación.
—Así...ASÍ... TRAGATELA TODA PUTA!!!! —
Lo sentía tan caliente, tan lleno de deseo, que me mojé otra vez solo de escucharlo decirme puta mientras se la chupaba hasta la garganta y la masajeaba con la lengua.
Cuando ya no aguantó más, me tumbó de espaldas y me la metió de una, con una fuerza que me hizo gritar. Me llenó de golpe, sin aviso, y yo lo recibí con las piernas abiertas, hundiendo las uñas en su espalda. Me cogía con furia, como si quisiera dejar su marca adentro mío. Cada embestida me sacaba el aire, me hacía chocar contra el colchón, me hacía rogarle que no pare, que me la dé toda.
Me puso en cuatro, me agarró del cuello y me empezo a hacer la cola tan salvajemente que sentí cómo me abría entera, cómo me llenaba hasta el fondo. Sus huevos chocaban contra mí con cada movimiento, y yo gemía con la cara hundida en las sábanas, entregada, rendida, suya.
—Sos mía, ¿entendiste? Mía para siempre —
me decía al oído mientras me daba con fuerza, mientras me escupía la espalda y me agarraba de las caderas con sus manos enormes.
Me llenó toda por dentro, me acabó adentro sin sacarla, y yo lo sentí caliente, palpitante, llenándome con su leche mientras me temblaban las piernas. Caímos juntos, entrelazados, sudados, con los corazones desbocados.
Esa fue nuestra primera noche como esposos. Pero no fue la última en la que nos cogimos así de salvaje, de sucio, de entregados. Porque si algo sabíamos desde ese primer día, era que el fuego que compartíamos no se iba a apagar jamás.
Y al día siguiente, cuando nos despertamos… me lo hizo de nuevo. Sin decir palabra. Me abrió las piernas, se metió entre ellas, y me cogió lento, con los ojos cerrados, como si estuviera orando.
Capítulo 11 : Pelea, lágrimas y una reconciliación que me partió el alma y el cuerpo
Fue una noche de esas pesadas. Había tensión desde la mañana. Yo estaba sensible, vulnerable, y él, con sus formas bruscas, me pinchaba sin querer. Palabras fuera de lugar, respuestas secas, miradas esquivas. Hasta que explotamos.
No me acuerdo ni por qué empezó. Solo sé que de un momento a otro, estábamos los dos gritándonos en la cocina, con los ojos llenos de lágrimas y el pecho lleno de rabia.
—¡No me hables así! ¡No soy una nena, Mario! ¡Ni tu mascota!
—¿Y vos qué querés? ¿Que me quede callado mientras me tratás como una mierda?
Nos heríamos con palabras, pero lo peor no era lo que decíamos… era el dolor de estarnos lastimando. El amor dolía. El orgullo dolía más. En un momento le tiré el repasador al pecho, él lo agarró al vuelo, y nos quedamos en silencio. Me temblaba el mentón. Tenía los ojos vidriosos.
—Andate, o me voy yo, porque esta es tu casa le dije con voz baja, casi rota.—
Los gritos ya eran insoportables. No sé si fueron las palabras que dije, o cómo las dije, pero Mario estalló. Me miró con los ojos encendidos, con la mandíbula tensa, y sin decir nada más, agarró las llaves del auto.
—¡Mario, no te vayas así! —le grité, temblando, sintiendo que el pecho se me comprimía.
Pero él ya estaba saliendo por la puerta. Escuché el portazo. Y después, el motor rugiendo mientras se alejaba.
Me quedé paralizada en medio de la cocina. Sentí el silencio más cruel del mundo. Me temblaban las piernas. No sabía si llorar, gritar, o romper algo.
Claramente los gritos fueron muy fuertes porque vino mi vecina, matrimonio amigo que estuvo desde el comienzo con nosotros.
—Ay, Anto… —me dijo mientras me abrazaba fuerte—. Tranquila, amiga. Ya va a volver.
Lloré en su hombro como una nena. Me acarició el pelo, me habló con calma, me ayudó a respirar.
—Lo amas y lo odiás, ¿no? —susurró sonriendo—. Pero se nota que se aman con el alma. Va a volver. Pero ahora cuidate vos.
Charlamos un rato más. Me preparo un té, me obligó a comer algo, y cuando me vió más tranquila, se levantó del sillón, porque ella tenia 2 hijos y ya eran las 4 de la mañana.
—Si me necesitás, me llamás. En cualquier momento. ¿Sí?
Se fue con una mirada que me sostuvo el alma.
Esa noche dormí sola. Tirada en la cama, abrazando la almohada, con los ojos hinchados de llorar. Le mandé mensajes. Le llamé dos veces. Nada. Ni una respuesta.
Me sentía vacía. Rabiosa. Pero sobre todo… triste.
Me despertaba a cada rato y lo buscaba en la cama, y a veces iba a recorrer la casa esperando que haya vuelto... pero no.
Apenas pude dormir. Cuando me cansé de intentarlo, me levanté de la cama y me fuí a la cocina a limpiar un poco el desastre de la noche anterior.
Eran cerca de las 10 de la mañana, estaba lavando los platos en silencio, como si cada movimiento fuera un ritual para no pensar. El agua tibia corría entre mis dedos y se mezclaba con el temblor que todavía no se me iba del cuerpo. Estaba descalza, con el pelo enredado, la cara hinchada por haber llorado tanto. Llevaba puesta una de sus camisetas largas, esa gris que me llegaba hasta medio muslo y que olía a él.
Y entonces lo escuché.
La puerta se abrió despacio, como si no supiera si entrar o irse. No me di vuelta. Me quedé ahí, en trance, dejando que el sonido del agua llenara todo, como si fuera una cortina que me protegiera del mundo.
Sus pasos se hicieron presentes. Lentos, pesados, como si cargaran todo lo que no habíamos dicho anoche. Lo sentí detrás de mí, cerca, pero sin tocarme.
No dijo nada.
Me giré despacio. Orgullosa. Dolida. Vulnerable. No quería que me viera así. Quería estar entera. Pero no lo estaba.
Él tampoco lo estaba.
Se fue a sentar al sillón. Prendió la tele como si no pasara nada. Como si no me hubiera roto el alma. Pero sus ojos, cuando se cruzaron con los míos, dijeron otra cosa. No había dormido. Había tomado mucho, . Y tenía la cara de un hombre que se estaba desmoronando por dentro.
Entonces me quebré. Intenté decir algo, cualquier cosa, pero la garganta se me cerró. Lo miré con los ojos llenos de agua, con la boca entreabierta, pero no me salía la voz. Apenas un sollozo seco, ahogado, que me desgarró desde adentro. Las manos me temblaban tanto que los vasos que tenía se me resbalaron sin que pudiera hacer nada, y el sonido del vidrio estallando contra el piso fue como una detonación que lo sacó del trance.
Él se levantó de golpe.
—¿Antonella...? —dijo, con la voz entrecortada, como si no supiera si acercarse o quedarse ahí.
Yo solo lloraba más fuerte. Como si ese sonido hubiera roto una represa. El llanto me sacudía entera, me costaba respirar, como si todo el peso de la noche anterior me aplastara de golpe.
—Amor… —intentó de nuevo, dando un paso hacia mí.
Pero cuanto más intentaba hablarme, más crecía mi angustia. Me tapé la cara con las manos, los hombros me temblaban sin control, el aire no me alcanzaba, entraba en una crisis de nervios que no podía detener. Me sentía ridícula, sola, rota. Como si ya no tuviera fuerzas ni para estar de pie.
Y entonces él me abrazó.
No me lo esperaba. Fue como si de pronto el mundo dejara de girar. Me rodeó con los brazos con una fuerza que no me asfixiaba, pero que me sostuvo toda. Yo seguía llorando, pero ahora entre su pecho y su olor a alcohol. No hablamos. No hacía falta. Ese abrazo no era una disculpa. Era una súplica muda. Un grito silencioso de "acá estoy", de "perdoname", de "no te vayas".
Lo abracé también. Con toda mi desesperación. Con toda mi tristeza. Nos apretamos tanto que casi dolía, pero no queríamos soltarnos. Como si uno se pudiera recomponer pegando sus pedazos con los del otro.
Cuando me soltó, mis piernas ya no respondían. Me dejé caer de rodillas sobre el suelo, desbordada, con las lágrimas cayéndome sin control. Me llevé una mano al pecho, como si intentara sostener mi corazón que latía a mil por hora, como si de verdad sintiera que me moría.
Y ahí, en ese instante, él me miró como nunca antes.
Se agachó frente a mí. Me levantó con los brazos, sin decir una palabra, con esa fuerza que siempre me desarma. Me alzó como si yo no pesara nada, como si en vez de una mujer rota fuera lo más valioso que tenía.
—¡Mario! —grité entre lágrimas, sorprendida, pero ya estaba contra su pecho, sostenida como si no pesara nada.
Me apoyó con firmeza sobre la mesada de mármol. El frío me recorrió la espalda, pero fue apenas un segundo. Porque ya me estaba arrancando la camiseta con desesperación, rompiendola por completo y bajándomela hasta dejarme completamente expuesta. Sus labios me buscaban con rabia, con bronca, como si necesitara poseerme para perdonarse a sí mismo.
Yo no dije que sí. Tampoco dije que no. Pero mi cuerpo respondió antes que cualquier palabra. Mis piernas se abrieron solas. Mis labios buscaron los suyos. Mis manos se aferraron a su cuello como si de eso dependiera seguir respirando.
Me miró entre las piernas como si esa parte de mí fuera suya —y lo era—. Y sin dudarlo, me escupió ahí. Ese sonido, ese gesto, me hizo estremecer.
No esperó. Me la metió de una sola embestida, brutal, profunda. Tanto así que me dolió.
El grito que solté fue puro instinto, desgarrador, un grito que rebotó en las paredes de la cocina como un eco de lo que éramos.
—¡Haceme mierda, amor! —le gemí entre dientes, con la voz cargada de bronca, deseo y necesidad, todo mezclado.
Y eso fue todo lo que necesitó.
Me miró con los ojos encendidos, oscuros como tormenta, y me agarró de las caderas con una fuerza que me arrancó el aire. Me embistió sin piedad, con un ritmo salvaje, como si necesitara destruir y reconstruir todo lo que éramos en ese instante. Cada golpe de su pelvis contra la mía hacía temblar la mesada y me hacía chocar la espalda contra la pared. Los azulejos vibraban, igual que mi cuerpo.
Todo lo que había sobre la mesada, los platos recién lavados, las sartenes, una olla, algunos vasos que no se habían roto, empezó a sacudirse por la violencia de nuestros cuerpos. Primero se tambaleaban, luego se caían. Uno tras otro, estallaban contra el suelo: platos que se partían en mil pedazos, ollas que retumbaban metálicas, utensilios que saltaban al vacío como si también ellos se rindieran al caos.
Era un desastre. Un estruendo constante. El eco del vidrio y el acero chocando contra las baldosas se mezclaba con nuestros gemidos, nuestros jadeos, el golpeteo húmedo de su cuerpo entrando en el mío.
Pero no nos importaba. No veíamos nada más que a nosotros.
Porque en ese mismo desorden, entre la cocina desmoronándose, estábamos recomponiendo lo nuestro. Como si el mundo pudiera caerse a pedazos a nuestro alrededor y a nosotros solo nos bastara con ese contacto brutal, esa entrega desesperada, para volver a ser.
Yo me aferraba a su cuello, a su espalda. Sentía el calor de su aliento sobre mi piel, el ardor de sus embestidas rompiéndome el alma y el cuerpo. Él me cogía como si fuera la última vez, con una furia que dolía pero que también sanaba. Cada pedazo de lo que rompíamos afuera servía para unir lo que estaba roto adentro.
Era su manera de pedirme perdón. Y la mía de decirle que todavía lo amaba.
El sonido era obsceno. Su cuerpo golpeando contra el mío, el chasquido húmedo de nuestras pieles, mi respiración entrecortada y sus jadeos roncos, animales. Me mordía el cuello con desesperación, dejándome marcas que ardían como fuego. Me tiraba fuerte del pelo hacia atrás, haciéndome arquear la espalda hasta el límite, exponiéndome entera, abierta, vulnerable y completamente suya.
Sus manos eran como garras: me agarraban fuerte, me dejaban moretones. Se aferraban a mis muslos, a mi cintura, a mis senos, como si quisiera memorizarme con los dedos. Me devoraba. Me cogía con bronca, con amor, con una urgencia que venía desde el fondo de los dos.
Y yo... yo lloraba. Pero ya no de enojo. No de tristeza.
Lloraba de alivio. De entrega. Porque ahí, en medio del desastre, entre la furia y la lujuria, lo estaba recuperando. Estábamos volviendo a ser uno. Aunque fuera a los gritos. Aunque fuera a golpes de carne.
Acabé de golpe, con un espasmo que me sacudió desde el centro del pecho hasta los dedos de los pies. El orgasmo me partió entera, grité con los ojos cerrados y la boca abierta, mientras mi cuerpo temblaba contra el suyo y me aferraba a él con desesperación. Le clavé tanto las uñas que le deje toda la espalda marcada, y algunos lugares hasta sangrando. Sentí mi piel arder, mi vientre contraerse, y las lágrimas fluir sin control.
Pero él no paró.
Me seguía dando, cada vez más profundo, más duro, como si no pudiera detenerse, como si el mundo fuera a acabarse si dejaba de poseerme. Me hablaba al oído con voz ronca, jadeando entre palabra y palabra.
—Me volvés loco, ¿sabés...? —me dijo mientras me embestía sin pausa— Te odio cuando me hacés esto, cuando nos peleamos... pero es cuando más te deseo. Cuando más te necesito.
Yo apenas podía responder. Mis gemidos se mezclaban con mis lágrimas y con ese segundo orgasmo que ya venía galopando desde el fondo. Mi cuerpo se arqueó de nuevo, descontrolado, vulnerable, rendido.
—¡Ay Amor! —grité, con la voz rota— ¡Me vas a hacer acabar otra vez!
Y entonces me vino de nuevo. Más fuerte. Más crudo. Un grito desgarrador que me explotó en el pecho, mientras él seguía adentro mío, bombeando como una bestia. Me aferré a sus hombros, a su espalda, a su cuello, mientras mi cuerpo se convulsionaba de placer. Lo sentí tensarse, endurecerse. Su respiración se volvió irregular, hasta que un gruñido largo, grave, profundo, le salió desde lo más hondo del pecho, y me acabó adentro con una descarga caliente, brutal.
Se dejó caer sobre mí, temblando, sudado, agotado.
Respirábamos con fuerza. Yo seguía sollozando. Tenía la cara apoyada contra su cuello, el corazón al borde del colapso, las piernas temblorosas, la piel marcada y la típica respiración entrecortada del sollozo. Él me envolvió con los brazos y se quedó quieto. Su semen todavía me goteaba entre los muslos, tibio, mientras yo lo sostenía como si se me fuera a ir. No podía soltarlo, donde intentaba moverse lo apretaba con mas fuerza contra mi cuerpo.
Nos quedamos así. Fundidos. Mezclados. Sin decir palabra. El me daba besitos tiernos en la cabeza, la frente, pero no me animaba a mirarlo a la cara. Sentía vergüenza por lo que le había dicho, de haberlo echado no solo de su casa, sino de mi vida.
Era sexo, sí. Pero también era reconciliación. Era amor brutal. Era ese idioma que solo entendíamos los dos, cuando ya no quedaban palabras.
No se cuanto tiempo pasó, pero fue mucho. Llegue a calmarme un poco y lo mire a los ojos, intentando decir algo pero sentía que si modulaba media palabra, iba a romper en llanto otra vez. El, que tanto me conocía, tomó la iniciativa:
—Perdón, amor. No quiero lastimarte nunca más. Sos todo lo que tengo... todo lo que soy.
No pude contestar. Solo lo abracé fuerte, con las piernas aún temblorosas, su semen escurriéndose entre mis muslos, y el alma un poco menos rota.
Afuera, era la hora del almuerzo. Pero ninguno tenía hambre.
Me bajé de la mesada sin soltar su mano. Lo llevé a la ducha. Necesitábamos el agua. Necesitábamos los besos. Nos lavamos con caricias. Nos abrazamos bajo el chorro caliente como si ahí adentro el tiempo se detuviera. No podía soltarlo, como si tuviera miedo que se fuera a ir, que ese hubiera sido el famoso polvo de despedida. Me repetía mil veces que me amaba, me pedía perdón, pero yo no podía hablar.
Lo sequé con amor, con cariño. Me sequé yo. Y sin decir palabra, lo tomé de la mano otra vez y fuimos a la cama, desnudos, vulnerables, reales.
Nos acostamos. Nos abrazamos. Y nos dormimos así, como si después de todo, el amor todavía supiera encontrarnos. Incluso entre las ruinas.
Capítulo 12: El despertar, la herida y la promesa
Cuando abrí los ojos, la luz ya era tenue. El sol se filtraba entre las cortinas con ese color dorado del atardecer que siempre me dio un poco de melancolía. Lo primero que sentí fue el cuerpo de Mario, desnudo, tibio, envuelto entre las sábanas conmigo. Estábamos enredados, piel con piel, como recién salidos del baño que nos habíamos dado después de esa reconciliación brutal en la cocina. Dormidos, sí, pero no en paz. No del todo.
Me dolían los músculos. Tenía el cuello tenso, la espalda tirante. Y no era solo por cómo me había cogido. Era más profundo. Era cansancio del alma.
Me giré con cuidado. Él seguía con los ojos cerrados, pero su respiración era irregular. Sabía que no había dormido bien. Igual que yo. Éramos dos cuerpos agotados, no por falta de amor, sino por todo lo que habíamos tragado en silencio.
Me levante y fuí hacia la ventana, empezó a llover y un trueno lo despertó. Intentó hablarme pero yo no podía responderle, tenía algo clavado en el pecho que no me dejaba modular una palabra. Dejó de intentar que responda pero estaba claro que le preocupaba, no era normal en mi estar tan callada.
Estábamos así, en mutismo compartido, cuando sentí su mano acariciarme la cintura. Me abrazó por detrás y apoyó la frente en mi nuca. Su aliento tibio me rozó la piel y sentí una punzada en el pecho.
—Ya casi es la hora de cenar —dije, sin muchas ganas, solo para romper el peso del aire, y a su vez dejarlo tranquilo que podía hablar. Cuando en realidad, me sentía una mierda, no solo por las cosas horribles que le dije, sino por algo que venia incubando dentro mio desde hacia mucho.
—No tengo hambre —murmuró él, con la voz ronca, cargada de sueño y algo más… algo triste.
Nos quedamos en silencio otro rato, acurrucados como dos náufragos en la misma tabla. Hasta que no aguanté más. Tenía que decirlo. Tenía que sacar ese dolor que me venía carcomiendo hacía semanas. Tal vez meses.
—Amor… —dije bajito, tragando saliva, con un nudo en la garganta.
Él no respondió con palabras. Solo levantó la cabeza un poco y me miró. Esos ojos oscuros que siempre habían sabido leerme, incluso cuando yo no sabía explicarme.
—¿Vos te das cuenta que todos nuestros amigos ya tienen hijos? —dije, evitando su mirada—. Agus y Clara, los chicos… Mauro y Paula también. Y nosotros... nada.
Sentí que las lágrimas me querían traicionar. Mordí el labio. Pero ya no iba a callarme.
—Yo sé que vos nunca me lo reprochás, y que me amás así como soy. Pero... yo sí me lo reprocho. Siento que te fallé. Que te casaste conmigo y no puedo darte algo tan simple como un hijo. Estamos juntos desde antes que si quiera tuviera este cuerpo, y pense que me sentía completa despues de la operación pero me doy cuenta que no es así. Vos siempre estuviste a mi lado, desde el primer momento y nunca me reprochaste ni reclamaste nada, y no te doy todo lo que te merecés.—
El silencio fue tan espeso que me dolió. Cerré los ojos. Pensé que se iba a alejar, que iba a levantarse, que iba a decirme que no dijera estupideces.
Pero en vez de eso, me abrazó más fuerte. Su mano fue directo a mi pecho, como queriendo calmar los latidos furiosos.
—Anto... mi amor —me dijo en voz baja, acariciándome el pelo. — No me fallaste en nada. Vos sos todo lo que soñé en una mujer. Sos mi vida entera. Tener un hijo no define eso. Pero entiendo que lo sientas así. Ahora me doy cuenta que hace mucho que te sentís así, y me enoja que no me lo hayas dicho. Sabés que me podés contar cualquier cosa, que siempre te voy a escuchar y a buscar juntos una solución.—
Sentí cómo se le quebraba la voz al decirlo. Me giré para mirarlo. Tenía los ojos húmedos. Me tocó la cara con la yema de los dedos y me besó.
—Adoptemos —respondió con firmeza, como si esa palabra le hubiese nacido del alma.
Me quedé helada. No lo esperaba. Lo había pensado muchas veces, pero nunca me animé a decirlo. Siempre tuve miedo de que él no quisiera, de que lo sintiera como un “plan B”, como una imposición. Pero ahí estaba. Diciéndolo él. Con los ojos llenos de amor. Con esa fuerza que tiene cuando toma una decisión.
—¿Vos lo decís en serio? —le pregunté, con voz temblorosa.
—Claro que sí. Si hay un alma allá afuera esperando una familia, ¿quién mejor que nosotros? Somos imperfectos, sí… pero nos amamos de verdad. Y eso es lo único que necesita un hijo.—
Lloré. Lloré en silencio. Lo abracé con todo mi cuerpo, lo besé con la boca mojada de lágrimas saladas, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que la herida que me acompañaba empezaba a cerrarse.
Ese fue el día en que decidimos que íbamos a ser padres.
Pasaron meses después de eso. Rellenamos formularios, fuimos a entrevistas, a talleres, a reuniones con psicólogos. Hubo momentos de esperanza y momentos de angustia. Gente que nos hacía sentir que no era posible. Que por ser quienes éramos, no encajábamos en el sistema.
Pero resistimos. Luchamos. Lloramos más de una vez abrazados en la cama, pensando que nunca llegaría el día.
Comprabamos de todo, desde una cama infantil, cuna, mamaderas, juguetes, TODO. No sabíamos si era nena o varón, si era un bebe o un niño grande. Pero hacíamos de todo para estar preparados, pensando que cuanto mas lo deseás, mas rapido llega.
Hasta que llegó la llamada.
Una tarde gris, de esas que parecen no prometer nada. Yo estaba cocinando. Mario estaba ordenando el patio. Y sonó el teléfono.
Cuando atendí y escuché las palabras “tenemos una nena para ustedes”, me arrodillé en el piso. Empecé a llorar con una mezcla de felicidad, nervios, vértigo, alivio. Mario me miró desde la puerta. No entendía. Pero cuando me vio sonreír con los ojos desbordados, se acercó corriendo.
—¿Qué pasa, amor?
No pude decir nada, otra vez estaba shockeada como boluda. El tomo el telefono y siguió la llamada.
Nos abrazamos en el piso, llorando como dos chicos. Ese fue el momento exacto en que nuestras vidas cambiaron para siempre.
La espera había terminado.
Y yo… por primera vez, me sentí madre.
Capítulo 13: La primera vez que la vi… y supe que era mía
El día que nos dieron la fecha, no dormí en toda la noche. Me quedé mirando el techo, con la mano de Mario sobre mi vientre, y el corazón galopándome en el pecho como si fuera a explotar. No sabía si tenía miedo o emoción. O todo junto.
—¿Y si no le gusto? ¿Y si no me quiere? —le susurré a Mario, con la voz bajita, temblorosa.
—Anto, mi amor… ¿cómo no te va a querer? Si sos puro amor —me dijo, besándome el hombro.
—¿Y si esto nos condiciona a ser tan fogosos? ¿Y si perdemos la pasión? ¿Y si dejamos de querernos? —
El me miro sonriendo, sin decir nada pero con su expresión me estaba diciendo "deja de decir boludeces".
El auto hacia la institución fue en silencio. Solo nos tomábamos la mano fuerte, como si tuviéramos que sostenernos uno al otro para no salir volando. Tenía las uñas clavadas en la palma. Sentía náuseas. Las piernas me temblaban.
Nos hicieron pasar a una sala pequeña. Había una alfombra colorida, juguetes en el piso, algunos dibujos colgados en la pared. Todo era simple, pero lleno de ternura. Yo estaba sentada en una silla bajita, con las manos húmedas, los ojos llenos de agua.
Y entonces… la puerta se abrió.
Una mujer entró con una bebé de 8 meses en brazos. Tenía el pelo castaño claro, y unos ojos enormes, oscuros, tan profundos que me sentí atrapada al instante. Estaba seria. Curiosa. Desconfiada.
—Anto, Mario… ella es Sofía.
Me quedé sin aire. Literalmente. Sentí como si todo el mundo se apagara y solo quedáramos ella y yo. No dije nada. Solo la miré. Me llevé las manos al pecho, tratando de no quebrarme, pero las lágrimas ya caían sin permiso.
Sofía me observó desde los brazos de la mujer. Y después, sin que nadie le dijera nada, estiró su manito hacia mí.
—¿Me puedo acercar? —pregunté con un hilo de voz.
La asistente asintió. Me acerqué de rodillas, con el corazón latiéndome en la garganta. Le ofrecí mi mano. Ella la tocó con los deditos, suave, como si me reconociera de algún sueño.
—Hola, mi amor… —le susurré—. Me dejás ser tu mamá?
Mario se acercó detrás mío, y ella lo miró también. No dijo palabra. Pero después de unos segundos, sin que nadie lo esperara… se tiró a mis brazos.
La apreté contra mí como si se me fuera la vida. Sentí su olor, su peso, su calorcito. Era real. Estaba ahí. Me temblaban los brazos del llanto. Mario se arrodilló a mi lado y nos abrazó a las dos. Nunca vi sus ojos tan llenos de lágrimas.
—Te estábamos esperando —le dije, acariciándole el pelo—. Toda la vida te buscamos.
Nos quedamos los tres ahí, en el piso, fundidos en un abrazo que no necesitaba palabras.
Los días siguientes fueron como un sueño. El papeleo, las entrevistas finales, los controles, las visitas. Todo lo hicimos con una mezcla de vértigo y esperanza. Yo le armé su habitación con una devoción que nunca imaginé. Le elegí cada peluche, cada almohadón, cada estrellita en la pared. Mario se encargó de armar la cuna y de colgar una foto de los tres juntos en un portarretrato que decía: “Familia”.
Y entonces, llegó el día en que por fin… la llevamos a casa.
Mario la alzó en brazos mientras yo abría la puerta. Cuando entramos, Sofía se quedó callada, con los ojos muy abiertos, mirándolo todo. La bajamos en el living. Gateó despacito, con su osito bajo el brazo, tocando las cosas con miedo.
—Esta es tu casa, Sofi —le dije, agachándome a su altura.
Ella se me quedó mirando, como procesando esas palabras. Y después de unos segundos… me abrazó por el cuello. Con fuerza. Con ese amor primitivo que no necesita ser explicado.
Y ahí supe que lo habíamos logrado.
Éramos una familia.
Yo, una mujer trans, aquella que empezó como un chico confundido, aquel chico que Mario descubrió guió en este camino, que me acompañó en toda mi transformación, esa, que toda la vida soñó con ser mamá. Él, un hombre que me amó más allá de los prejuicios. Y Sofía, nuestra hija… nuestra luz.
UNA VEZ MAS... NADA VOLVERIA A SER IGUAL....
Dedicado a todas esas chicas como yo, y a todas las personas que lean esto, que nunca se rindan, que siempre con dedicación, amor, deseo, ganas, fuerza y mucho corazón, LOS SUEÑOS SE VUELVEN REALIDAD.
PARTE FINAL!!!!!! http://www.poringa.net/posts/relatos/6022653/Descubriendo-mi-yo-Femenino-Parte-V.html

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