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Descubriendo mi yo Femenino (Parte III)

Les dejo la parte II por si no la leyeron

http://www.poringa.net/posts/relatos/6020897/Descubriendo-mi-yo-Femenino-Parte-II.html


Capítulo 7: Bajo la luna, la promesa 

Las vacaciones eran algo que veníamos planeando hacía tiempo. Después de meses de rutina, de trabajo, de días y noches donde la vida pasaba rápido, necesitábamos parar, respirar… y volver a encontrarnos con calma. Decidimos escaparnos a una playa del sur, de esas que prometen atardeceres largos, brisa salada y noches cálidas bajo el cielo estrellado.
El hotel era perfecto. Tenía ese aire entre sencillo y romántico, con balcones que daban al mar, sábanas blancas que bailaban con el viento, y un aroma constante a brisa marina y madera. Apenas llegamos, me asomé por la ventana y sentí una felicidad profunda, tranquila… como si el alma me dijera “acá estás bien”.
La primera noche salimos a cenar. Yo me puse ese vestidito blanco simple pero precioso, que tanto le gusta a él. Me dejé el pelo suelto con una vincha celeste, y me maquillé apenas. Mario estaba hermoso. Su camisa clara remangada, el pantalón beige que le marcaba fuerte las piernas, y esa expresión suya entre serena y dominante que siempre me derrite. Caminaba con seguridad, su mano rodeando mi cintura, y cada tanto me tiraba una mirada que me dejaba sin aire.
Cenamos en un restaurante al aire libre, entre farolitos cálidos colgados de los árboles, con el murmullo del mar de fondo. Comimos mariscos, brindamos con vino blanco, y nos reímos mucho. En un momento, él me tomó la mano, la besó despacito, y no me soltó más.
Después de cenar, me propuso dar una caminata por la playa. A lo lejos se veían luces, música, puestos. Era una feria nocturna que tomaba la costa: artesanos, foodtrucks, gente bailando, olores dulces, risas. Parecía una película.
Caminamos entre la gente, tomados de la mano. Mirábamos pulseritas, cuadros, lámparas hechas a mano, todo con esa energía de noche viva. La arena estaba tibia aún, y yo sentía mi corazón feliz. En un momento nos alejamos un poco del ruido, bajamos hacia la orilla, y caminamos cerca del mar, solos. El sonido de las olas era hipnótico.
De pronto, él se detuvo.
—¿Qué pasa? —le pregunté sonriendo.
No dijo nada. Se metió la mano en el bolsillo… y se arrodilló.
Yo no podía creerlo. En plena playa, con gente alrededor, con las luces de la feria atrás, y el mar brillando por la luna frente a nosotros. Algunas personas empezaron a mirar. Otras se detuvieron.
—Anto… ¿te querés casar conmigo?
Abrió una cajita. Había un anillo tan hermoso, pero más hermoso aún era su rostro. Mario, ese hombre fuerte, serio, seguro… estaba con los ojos húmedos, arrodillado frente a mí, pidiéndome que sea su esposa.
Me tapé la boca. Me reí, lloré, me temblaban las piernas. La gente alrededor empezó a aplaudir, algunos filmaban, otros gritaban cosas como “¡dale que es un bombón!” o “¡decile que sí!”
Y yo, como si lo supiera desde siempre, como si todo en mí estuviera destinado a ese momento, le dije:
—¡SÍ! ¡Obvio que sí!
Me abrazó, me giró en el aire, me besó con fuerza mientras todos festejaban como si fuéramos estrellas de una historia de amor soñada. Yo no podía parar de llorar ni de reír. El anillo brillaba en mi dedo, pero más brillaban sus ojos, y la certeza de que ese era el comienzo de todo.


Descubriendo mi yo Femenino (Parte III)



Volvimos al hotel tomados de la mano, en silencio. Pero era ese silencio pleno, dulce, donde las palabras sobran. Entramos a la habitación, cerramos la puerta, y nos abrazamos largo, y empezamos a hacer el amor como hacía mucho no lo haciamos, fue como esa primera vez que me convirtió en mujer, tenia mil miedos pero siempre firme para seguir adelante, me deje poseer una vez mas. Me saco el vestido y sin esperar o dejarme hacer nada me saco la tanga. Me abrió las piernas, y me empezo a coger muy suave. Estuvimos así, mucho beso, mucho abrazo, mucho de todo. Yo sentía que el mundo se había detenido. Hasta que en medio de todo sin detenerse me dijo:


—Ahora sí —me dijo Mario en voz baja, pegado a mi oído—. Sos mía para siempre.
—Siempre lo fui —le respondí, con el alma entera en la voz.


Capítulo 8: El Día en Que Todo se Volvió Eternidad


Los días previos a la boda fueron un torbellino de emociones, nervios y miles de detalles que tenían que coordinarse para que nada se escapara de ese sueño que estaban por vivir. Nos sumergimos en la planificación con la mezcla perfecta de ilusión y complicidad. Entre llamadas, pruebas de menú, elección de flores y la prueba del vestido, cada pequeño paso acercaba el momento que tanto habían esperado.
La noche antes de la boda, no pudimos dormir. Nos mandabamos mensajes secretos y llenos de amor, recordándonos por qué estabamos dando ese paso tan enorme. Mario, con su voz firme pero llena de ternura, me decía: “Mañana te voy a hacer la mujer más feliz del mundo”. Yo, entre lágrimas, sentía cómo el corazón me explotaba de alegría y ansiedad.
Cuando llegó el día, el sol apareció radiante, como si el universo mismo nos diera su bendición. Me desperté con mariposas en el estómago, me miré en el espejo y vi la mujer fuerte, hermosa y amada que era. El vestido largo que había elegido con tanto cariño caía perfecto sobre mi figura, realzando cada curva y dejando ver la confianza y sensualidad que siempre me acompañaron.
Mario, por su parte, se vistió con su traje negro impecable, el mismo que había guardado para la ocasión, y se miró en el espejo sintiendo que cada minuto que había vivido hasta ese momento había sido para llegar justo allí, a ese instante donde todo tendría sentido.
La ceremonia fue un sueño hecho realidad. El lugar elegido, una capilla íntima decorada con flores blancas y rosas, tenía un aire de calma y paz que contrarrestaba la emoción que ambos sentíamos. Cuando aparecí en el pasillo, tímida, todos giraron a mirarme, sentí que el tiempo se detenía. Camine del brazo de mi padre hacia él con paso firme, cada mirada un pacto silencioso de amor eterno.
Las palabras del oficiante resonaron con fuerza, pero también con delicadeza, recordándonos la importancia del compromiso, del respeto y la pasión que habíamos decidido sellar ante amigos y familia. El intercambio de anillos fue el momento cúlmine, con nuestras manos temblorosas y corazones latiendo a mil, jurándonos amor infinito.


La fiesta que siguió fue una explosión de alegría y baile. Amigos y familiares celebraban con risas, brindis y lágrimas de felicidad. La pista de baile vibró con cada canción que sonaba, y Mario no dejó me de mirar con la devoción que sólo el verdadero amor puede generar. En cada abrazo, en cada beso robado, se reafirmaba que ese día no era sólo un paso, sino el comienzo de una vida juntos.
Al caer la noche, cuando las luces bajaron y la música se volvió más suave, nos escapamos un momento para estar a solas. Nos miramos a los ojos y sin palabras nos entendimos: ese día nos había cambiado para siempre, pero lo mejor estaba por venir. El amor que nos unía brillaba con fuerza, como un faro que nos guiaría en cada desafío y alegría que la vida les pusiera delante.
Y así, entre susurros y promesas, terminó el día en que ambos hicimos de nuestro amor una eternidad.


Capítulo 9: Nuestra luna de miel en Grecia — fuego, mar y deseo sin fin



Todavía siento el cosquilleo en la piel al recordar cómo, en medio de la fiesta de casamiento, nos escapamos sin avisar a nadie. Mario y yo, con una sonrisa cómplice, dejamos atrás las risas y los brindis para agarrar un vuelo directo a un rincón secreto del mundo: una isla en Grecia llamada Milos, donde el mar turquesa se fundía con el cielo y el único sonido que importaba era nuestro propio jadeo.
Desde que aterrizamos, supe que no iba a ser una luna de miel cualquiera. El aire salado mezclado con el calor del sol ya me ponía en un estado de excitación constante. Apenas cruzamos la puerta de esa habitación con vistas infinitas, no pude evitar caer en sus brazos. Él me miraba con esa intensidad que siempre me derrite, sus manos recorriéndome como si quisiera memorizar cada curva, cada marca, cada lugar donde mi piel se erizaba.
No hubo ni tiempo para desvestirnos con calma. El vestido que había elegido para la boda, todavía pegado a mi cuerpo, fue lo primero que él arrancó con urgencia, dejando al descubierto mi piel suave y caliente. Mario me besaba con una voracidad que me volvía loca, su lengua buscando mi boca, su aliento mezclándose con el mío en un ritmo frenético que solo aumentaba el deseo.
Nos tiramos sobre la cama, y sentí sus manos firmes y grandes bajando por mi espalda hasta llegar a mi cola, apretándola con fuerza mientras yo gemía, arqueando mi cuerpo hacia él, buscando más. Él no tardó en empezar a cogerme, suave al principio, dejando que me adaptara a su tamaño y calor, y después más profundo, más rápido, con un ritmo que me hacía perder la cabeza.
Me agarraba del pelo, tirando de él para que lo mirara, y yo no podía hacer otra cosa que dejar escapar un gemido profundo, sintiendo cómo cada embestida me llevaba más cerca del cielo. Nos perdimos en ese vaivén de piel y saliva, de cuerpos que se buscan y se encuentran, de bocas que se devoran y susurran promesas al oído.
No era solo hacer el amor, era un ritual que repetimos una y otra vez, en cada rincón de esa habitación que se convirtió en nuestro santuario. Nos amamos en la terraza mientras la brisa marina acariciaba nuestras pieles sudadas, con el mar iluminando el fondo y la luna mirándonos cómplice.
Nos metimos en la ducha juntos, dejando que el agua caliente resbalara sobre nuestros cuerpos, mezclando el sonido del agua con nuestros suspiros y jadeos. Mario me empujó contra la pared, sus manos deslizándose por mi cuerpo mojado, y yo me entregué a ese placer sin límites, sintiendo el calor crecer dentro de mí con cada caricia.
Cada noche terminaba con nosotros agotados, pero con ganas de más, con las sábanas revueltas y el cuerpo ardiendo, con la piel marcada por las uñas y los labios manchados de besos. Hacer el amor no era solo una necesidad física, era una forma de decirnos todo lo que sentíamos, de reafirmar que lo nuestro era pasión, era fuego, era entrega total.
Durante esos días, cada despertar era una nueva oportunidad para buscar el placer en los cuerpos del otro. No había momento ni lugar que no pudiéramos convertir en un juego sexual: desde la mañana, cuando los rayos del sol se colaban por la ventana y él me agarraba fuerte para que no me escape, hasta la noche, cuando nuestras manos se exploraban bajo las sábanas, jugueteando, provocando, deseando.
Mario siempre me decía, con esa voz grave que me derrite: “Con vos, no hay descanso, solo fuego”. Y yo le respondía con besos ardientes y un gemido bajo que le daba permiso para perderse en mí otra vez.
Esa luna de miel en Grecia fue el escape perfecto, la explosión de amor y erotismo que nos necesitábamos después de tanto tiempo soñando con ser uno. No solo fue un viaje, fue el bautismo de nuestra unión, una experiencia donde el deseo se volvió rutina y la rutina se volvió placer.
Y ahora, cada vez que cierro los ojos, vuelvo a sentir la arena tibia bajo mis pies, el viento en mi pelo, y sobre todo, el cuerpo de Mario encima mío, reclamando, amando, haciendo de cada noche una aventura infinita.


Pero hubo una noche, una sola, que guardo en un rincón especial de mi memoria. Después de un día entero explorando la isla, cansados pero con ese fuego intacto, entramos a la habitación y la puerta apenas se cerró atrás nuestro cuando Mario me lanzó contra la pared con una fuerza que me dejó sin aliento.
Sus manos no tuvieron piedad, tirando de mi pelo, bajando por mi espalda hasta apretar mi cola con tal fuerza que sentí un temblor recorrer mi cuerpo. Sin mediar palabra, me obligo a agacharme para que se la chupara, y obvio que lo hice como nunca, despues de un rato, me dobló sobre la mesa que habíamos puesto en la terraza para cenar, y yo gemí alto, sintiendo la mezcla perfecta entre dolor y placer.
Mario me penetró con profundidad y ritmo brutal, cada embestida un golpe de puro deseo. Yo me agarraba de la mesa, arqueando la espalda, gimiendo con cada movimiento, con la piel encendida y la respiración entrecortada. Su boca encontró mi cuello, mordiendo, chupando, dejando marcas que serían para siempre testigos de esa noche salvaje.
Pero no terminó ahí. Con una mano firme, comenzó a jugar con mi clítoris, girándolo, apretándolo, mientras su ritmo frenético me llevaba directo al borde. Grité su nombre con fuerza, sintiendo que me derretía entre sus brazos, y él no aflojó ni un segundo, empujándome hacia ese placer que explotó en un orgasmo que me hizo temblar entera.
Pensé tontamente que habiamos terminado, pero no, el quería mas, aunque yo estaba completamente exhausta, me puso en cuatro y como hacía mucho no hacia, me empezo a dilatar la cola, untó lubricante y me la metió tan de una q dolió. Pero como siempre no me importó, me entregue completamente hasta que el dolor cediera y apareciera el placer. Estuvimos asi un buen rato hasta que por fin, su pene exploto adentro de mi cola dejandome una vez mas llena de semen. 
Cuando finalmente nos desplomamos juntos, sudados, jadeantes y con las sábanas revueltas, supe que esa noche habíamos cruzado un límite. No era solo amor ni solo sexo, era una conexión tan profunda que me dejó marcada para siempre.

Así, entre susurros de deseo y promesas de nuevas locuras, cerramos ese capítulo de nuestra luna de miel, sabiendo que, una vez mas, nada volvería a ser igual.








Les dejo la parte IV
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