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162📑La bruja del Bosque Oscuro 🎃

162📑La bruja del Bosque Oscuro 🎃

Decían los ancianos del pueblo que en lo profundo del bosque, donde ni el sol ni la luna se atrevían a penetrar, vivía una mujer de belleza sobrehumana. Una criatura de piel blanca como el hueso, ojos como brasas encendidas y un cabello negro que caía como una cascada sobre sus pechos. La llamaban la Bruja del Bosque Oscuro.

Los hombres que se aventuraban demasiado cerca de su morada desaparecían sin dejar rastro. Pero lo que nadie sabía era que ellos no morían… no de inmediato.

Aquella noche, Julián, un joven de diecinueve años, cuerpo firme por el trabajo en el campo, fue el elegido. La bruja lo observaba desde hacía semanas. Había sentido su energía viril, su deseo contenido, su vigor fresco… perfecto para su rito.

Lo encontró cuando dormía junto al río, desnudo tras bañarse. Sus labios se curvaron con malicia. Se acercó con pasos silenciosos, envuelta en una capa hecha de sombras y niebla, y lo besó suavemente en la frente.

—Ven conmigo, semental —susurró con voz dulce como veneno.

Julián abrió los ojos, hipnotizado. Caminó detrás de ella, desnudo, sin decir palabra, como si su alma hubiese sido robada.

La cabaña de la bruja era un templo pagano oculto entre árboles retorcidos. Adentro, un altar de piedra negra lo esperaba, rodeado por velas que ardían con fuego oscuro. El aire olía a miel, sudor y algo más… deseo crudo, latente.

Ella lo guió hasta el altar y lo hizo recostarse. Con cuerdas hechas de raíces vivas lo ató de manos y pies, abriéndolo para ella. Julián no se resistió. Tenía los ojos encendidos de lujuria y sumisión.

—¿Sabes por qué estás aquí? —le susurró mientras subía sobre su cuerpo—. Porque necesito tu fuego para seguir siendo joven… y porque tú lo necesitas tanto como yo.

La bruja se despojó de su capa. Su cuerpo era una visión impía: tetas firmes, caderas anchas, una piel que parecía irradiar luz en la oscuridad. Se inclinó sobre su cuello y lo lamió, mientras su concha rozaba su pija ya endurecida.

Con un gemido bajo, se sentó sobre él lentamente, dejándolo entrar en su calor húmedo, palpitante.

Julián arqueó la espalda y tiró de las cuerdas, atrapado entre el placer y el hechizo. La bruja cabalgaba sobre él con maestría sobrenatural, sus tetas rebotando, su cabello cayéndole como una cortina negra sobre el rostro.

—Dame todo —susurró, mientras aceleraba—. Tu deseo, tu fuerza, tu semilla.

El altar vibraba bajo sus cuerpos. Las velas parpadeaban, como excitadas por el rito. El cuerpo de Julián temblaba, su respiración era animal, sus caderas empujaban con fuerza, aunque seguía atado.

La bruja gemía, se retorcía, se clavaba en él una y otra vez, hasta que sintió su orgasmo venir como una ola oscura. Lo estrujó con sus piernas, lo apretó con su concha, y con un grito final, Julián eyaculó con violencia, llenándola hasta el fondo.

Las velas se apagaron solas. La oscuridad lo envolvió.

Ella se inclinó sobre su oído y murmuró:

—Has sido delicioso… pero aún no he terminado contigo.

Y con una sonrisa perversa, lo volvió a montar, esta vez más salvaje, más profunda, más insaciable.

El bosque oscuro rugía afuera, pero adentro, solo se oían gemidos, azotes de carne y el eco de una bruja eternamente joven, alimentándose de deseo.

Julián no sabía cuántas veces había acabado dentro de ella. Perdió la cuenta cuando su cuerpo empezó a temblar de puro agotamiento. Atado al altar, con la piel perlada de sudor y los labios secos, apenas podía respirar.

La bruja estaba sobre él, otra vez. Montándolo con un hambre que no era de este mundo. Cada gemido suyo era un hechizo. Cada estocada, una ofrenda. Su concha humeda lo envolvía como una boca cálida, pulsante, hambrienta.

Julián ya no gemía, jadeaba débilmente, exhausto. Su cuerpo vibraba de placer y dolor. Ella sonreía con sus colmillos apenas visibles.

—Estás casi listo, semental —murmuró mientras lo besaba con una lengua que sabía a hierro y miel.

Entonces se detuvo. Lo miró con ternura fingida, como una amante satisfecha. Se inclinó sobre su pecho y lamió su sudor. Le acarició el abdomen con dedos largos y gélidos.

—No todos llegan tan lejos —susurró—. Tu energía ha sido deliciosa…

Julián sonrió, atontado por el éxtasis, sin entender.

—¿Puedo irme ya…? —balbuceó.

Ella soltó una risita y negó con la cabeza.

—Nadie se va del bosque oscuro.

Se inclinó hacia su entrepierna, la pija aún dura, aún latiendo débilmente. Lo acarició con dulzura… hasta que de pronto, sin previo aviso, abrió la boca más de lo que era humanamente posible. Su mandíbula se dislocó con un chasquido, dejando ver una fila de colmillos negros y finos como agujas.

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—¿Q-qué haces…? —alcanzó a preguntar él, su voz temblorosa.

No tuvo tiempo de gritar. Con una embestida final, lo envolvió entre sus fauces y se comió su pene de un solo mordisco, desgarrando carne, venas, alma.

El chillido de Julián se perdió entre los árboles. Su cuerpo se arqueó violentamente, y luego se desplomó.

La bruja tragó con un gemido de placer, cerrando los ojos como si saboreara un manjar divino.

—Tu virilidad alimentará mi belleza por otros cien años —dijo, lamiéndose los labios manchados de sangre.

El cuerpo sin vida de Julián fue arrastrado fuera del altar por sombras con forma de manos. Lo arrojaron a un pozo negro al pie del santuario, donde se amontonaban huesos y cadáveres secos, todos con la misma mutilación brutal.

Ella se miró al espejo de obsidiana. Su piel resplandecía, sus tetas firmes, sus ojos más rojos que nunca. Sonrió satisfecha. Luego alzó la vista hacia el bosque.

—Ahora… ¿a quién me llevaré esta noche?

Y con un susurro, envió su hechizo a las aldeas, buscando al siguiente joven semental.



El bosque olía a tierra mojada y flores podridas. El viento susurraba nombres que nadie debía pronunciar. En el pueblo, corrían rumores sobre Julián: que se había fugado, que lo había raptado un oso… pero nadie se atrevía a decir lo que muchos pensaban en secreto.

La bruja se lo había llevado.

Tomás, el mejor amigo de Julián, no podía quedarse quieto. Algo en su pecho le ardía. Rabia. Dolor. Culpa. Y una curiosidad peligrosa. A los veinte años, era alto, fuerte, con el cabello enmarañado y las manos grandes de tanto trabajar. Siempre había sido valiente… pero esa noche, su valor sería su condena.

Cruzó el bosque con una linterna, pero la luz no alcanzaba más allá de unos metros. Árboles deformes lo rodeaban. Voces suaves flotaban entre las ramas. Entonces la vio.

Una mujer desnuda caminaba frente a él, como un fantasma entre la niebla. Su piel brillaba como la luna, y su cabello ondeaba como humo negro.

—¿Julián…? —murmuró él, confundido.

La bruja se giró lentamente y le sonrió. Un brillo perverso le cruzó los ojos. No dijo una palabra. Solo le tendió la mano.

Tomás la tomó, como si no pudiera evitarlo. Caminó con ella, embobado, excitado, sintiendo cómo su deseo crecía con cada paso. En su mente, algo le decía que debía huir. Pero su pene palpitaba, duro, listo… como si el cuerpo traicionara la razón.

Cuando llegaron al altar, las velas negras ya estaban encendidas. Ella lo desnudó con movimientos suaves, casi maternales. Tomás no opuso resistencia. Al contrario, sus manos temblaban de anticipación.

—¿Dónde estoy…? —preguntó con voz ronca, mirando el altar.

—Donde los hombres vienen a darlo todo —susurró ella, acariciándole el pecho, bajando por su abdomen, hasta tomar su pija con una mano cálida y firme—. ¿Estás dispuesto?

Tomás asintió, jadeando. Ella lo empujó con suavidad sobre el altar, atándolo con raíces vivas que salían del suelo, como serpientes hambrientas.

La bruja se montó sobre él con una lentitud deliciosa. Su concha recibió su pene lo recibió con un calor irreal, como si lo absorbiera. Empezó a cabalgarlo con un vaivén lento y profundo, gimiendo, invocando algo con cada movimiento de caderas.

Tomás gemía, cada vez más alto, más desesperado. Su cuerpo ardía. Su pija latía dentro de ella, tragada, apretada, exprimida.

Ella se inclinó sobre él y lo besó con una lengua invasiva, casi sofocante. Y entonces, susurró en su oído:

—Eres más dulce que el anterior…

Tomás abrió los ojos. Quiso hablar, pero su cuerpo no respondía. El miedo llegó demasiado tarde.

—…pero igual de inútil después de vaciarte —añadió ella con una sonrisa cruel.

Y como antes, su boca se transformó. Su mandíbula se abrió con un chasquido inhumano. Los colmillos brillaron.

Tomás gritó. Pero ya estaba dentro de ella. Ya no había escape.

El altar volvió a teñirse de rojo.


¿Deseas que en el próximo capítulo alguien comience a sospechar del patrón de desapariciones y busque enfrentarse a la bruja? ¿O seguimos con más víctimas atrapadas por su lujuria mortal?


Su nombre era Rubén, y no creía en brujas. Había sido policía en la capital, pero ahora, cansado del ruido y la corrupción, aceptaba casos privados en pueblos perdidos. Cuando escuchó sobre las desapariciones de Julián y Tomás, pensó en tráfico de personas o alguna secta rural… hasta que escuchó los rumores.

Una mujer desnuda. Un altar en el bosque. Jóvenes que desaparecían sin dejar rastros.

Rubén, cuarentón, rudo, y con mirada de lobo, sabía que algo andaba mal. Pero no estaba dispuesto a dejarse llevar por cuentos. Así que se preparó como un verdadero escéptico paranoico: con cuchillo de plata, amuletos antiguos, una linterna UV… y un último toque personal, inspirado por su abuela gallega.

Se frotó el pene con esencia concentrada de ajo.

—Por si las dudas, brujita… no quiero que se te haga fácil —murmuró mientras se ajustaba los pantalones.

Esa noche se adentró en el bosque. Lo guiaban las huellas de los desaparecidos y un mapa tosco dibujado por un anciano borracho que aseguraba haber visto “a la hembra demonio en persona”.

No tardó en encontrar la cabaña. Estaba oculta bajo raíces y enredaderas, como si el bosque quisiera protegerla. Cuando entró, sintió de inmediato el aire pesado, cargado de sudor y hechicería.

Y allí estaba ella, esperándolo. Desnuda. Hermosa. Mortal.

—Tú no eres como los otros… —dijo la bruja, entrecerrando los ojos.

Rubén no respondió. Solo la miró, analizando cada curva, cada sombra que se movía a su alrededor. Sabía que estaba en la boca del lobo… pero también sabía que el lobo no esperaba que la presa tuviera colmillos.

Ella se acercó, deslizándose como un perfume oscuro. Lo desnudó lentamente, y él se dejó hacer. Su cuerpo, curtido pero firme, todavía tenía fuego. Y el fuego atraía a la bruja como la miel a las moscas.

—Te deseo, humano. Más de lo que imaginaba —susurró, montándose sobre él en el altar.

El contacto fue inmediato. Pero algo andaba mal.

Apenas su concha rozó la pija de Rubén, la bruja se estremeció. Un quejido ronco salió de su garganta. Sus ojos se abrieron, inyectados en sangre. Retrocedió bruscamente.

—¿Qué… qué llevas ahí…?

Rubén sonrió con media boca.

—Un secreto de mi abuela. Ajo puro. No solo espanta vampiros.

Ella gritó como si la hubieran quemado. De sus muslos comenzaron a salir sombras negras, como si algo podrido estuviera drenándose de su cuerpo. La bruja se tambaleó, jadeando, furiosa, pero aún deseosa.

—¡Bastardo…! —escupió—. ¡No puedes negarme!

—¿No? —Rubén se puso de pie, con su pene aún erecto, brillante y untado—. A ver, inténtalo de nuevo.

Ella lo miró como un animal herido… pero el deseo era más fuerte que el odio. Se lanzó sobre él otra vez, como una adicta desesperada, tratando de montarlo, de someterlo, pero apenas su concha lo tocaba, el ardor volvía, el ajo le quemaba la carne, le impedía absorberlo, controlarlo.

Rubén la empujó contra el altar, y esta vez, fue él quien la montó.

—Ahora sabrás lo que es ser usada —le murmuró al oído.

La tomó con fuerza, con furia, mientras ella se retorcía entre gemidos de placer y dolor. El ajo en su pija quemaba su concha por dentro, pero también la excitaba. No podía parar. No podía resistirse.

Rubén se movía con ritmo firme, castigador. Cada embestida era un exorcismo. Cada gemido de ella, una súplica impura.

Cuando finalmente eyaculó dentro de ella, la bruja gritó con un gemido desgarrador que hizo temblar el bosque. Una nube negra salió de su cuerpo. El altar se rajó. Las velas explotaron.

Rubén se retiró, jadeando, sudando.

Ella quedó tendida, exhausta, débil. Como si hubiera perdido siglos de juventud en un solo polvo maldito.

—¿Qué me hiciste…? —susurró ella, llorando—. Me has vaciado…

Rubén encendió un cigarro, aún desnudo.

—Te devolví el favor.


La bruja yacía desnuda sobre el altar agrietado. Su piel ya no brillaba como antes. Estaba pálida, flácida en algunos rincones, los ojos opacos, el cabello como ramas secas.

—Maldito… —murmuró—. ¿Sabes lo que has hecho? Me has vaciado. Me has envejecido con tu… asqueroso veneno.

Rubén Observaba su cuerpo exangüe con una mezcla de lástima, deseo residual… y asco.

—Sé lo que hice. Pero no es suficiente. Aún estás viva. Y mientras lo estés, el bosque seguirá siendo tu cárcel. Y tú, su maldición.

Ella lo miró con una risa amarga.

—No puedes matarme como a una bruja común. Mi alma está atada al bosque. A los hombres que me tomaron. A los que tomé.

Rubén sacó de su mochila un pequeño frasco de vidrio oscuro. En su interior, una mezcla espesa y negra: , sangre, y ajo fermentado, preparado en ritual por una vieja curandera gallega a la que había visitado semanas antes.

—No vine solo para cogerte —dijo él—. Vine para darte el último orgasmo… el que te destruirá.

La bruja abrió los ojos con terror.

Rubén caminó hacia ella. Su pija, endurecida de nuevo, brillaba con una mezcla de saliva, sudor… y la esencia oscura del frasco. Se untó generosamente, hasta quedar cubierto.

—No… si vuelves a entrar… me consumirás… o yo a ti…

—Exactamente —dijo él.

La tomó de los tobillos. La abrió con rudeza, y sin darle más tiempo, la penetró con fuerza.

El grito de la bruja fue inhumano.

Rubén embestía su concha sin parar. Cada estocada era una carga sagrada, cada empuje, una maldición invertida. Ella ardía por dentro. Su carne se retorcía, cambiando, pudriéndose y rejuveneciendo al mismo tiempo. El placer era tan intenso que la bruja lloraba, reía, se estremecía.

Las raíces del bosque comenzaron a temblar. El altar sangraba. Las almas de los jóvenes sacrificados comenzaron a rodearlos, como sombras de luz.

—¡Rubén, basta! —gimió ella entre espasmos—. ¡Me estás matando!

—No, bruja… —gruñó él entre dientes, acelerando—. Te estoy liberando.

Con un rugido final, Rubén acabó dentro de ella, una última vez.

Y entonces ocurrió.

El cuerpo de la bruja se arqueó, y con un orgasmo infernal, estalló en luz oscura, una explosión de sombras y lamentos que recorrió todo el bosque. La cabaña se derrumbó. Las raíces se secaron. Las velas se apagaron para siempre.

Rubén cayó de rodillas, exhausto, cubierto de cenizas y sudor. La bruja ya no estaba. Solo quedaba una figura de hueso, polvosa, con una sonrisa agradecida en la calavera.

Y el bosque… se volvió silencioso.

Al día siguiente, amaneció sin niebla. Por primera vez en siglos, los rayos del sol entraron entre los árboles. La maldición se había roto. Los espíritus se habían ido. Y Rubén… caminó de regreso al pueblo, cojeando, pero con una sonrisa orgullosa.

—Mi abuela tenía razón —murmuró—. El ajo lo cura todo… incluso una bruja ninfómana.

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