Cuando llegó el mes de julio mis padres decidieron realizar un viaje a Italia, antes de irse en agosto a la casa de la playa. Yo había aprobado 4º año de arquitectura pero me quedaba todavía entregar un trabajo en la universidad y además tenía la posibilidad de hacer unas prácticas en un estudio de un amigo de mi padre.
Vivíamos en una vivienda unifamiliar a las afueras de Madrid y me atraía la perspectiva de disfrutar de la casa en silencio y trabajar acompañado del canto de los pájaros y el sonido del agua en la piscina. Aprovecharía también para machacarme un poco haciendo ejercicio y recuperar mi forma perdida con las horas dedicadas al estudio. Debía perder 3 o 4 kgs para recuperar mis setenta y ocho kgs, un peso adecuado a mi uno ochenta.
En realidad no me quedé solo. Marta, la asistenta colombiana se quedó, reduciendo su jornada a media jornada. Marta tenía unos cuarenta años, de un suave color de piel caribeño. No era muy alta pero era una mujer llena de energía. Trabajaba en la casa desde hacía unos meses a jornada completa y se iba a dormir a casa.
Una mujer siempre amable y respetuosa, que hacía su trabajo con profesionalidad y discreción. Mis padres le pidieron que procurara que todo estuviera bien en su ausencia y que evitara distraerme con tareas ajenas a mis estudios.
La primera mañana, al bajar a desayunar, la encontré limpiando la cocina. Vestía el uniforme de trabajo que mi madre le pedía que llevara, el mismo uniforme que usó Liliana, la asistenta anterior que casi estallaba dentro del traje. En cambio, a Marta le sentaba como un guante. Una camisa blanca de manga sobre la que llevaba un trajecito con delantal. Su cabello oscuro estaba recogido de manera informal, dejando su cuello al aire, salvo un par de mechones que le caían sobre el rostro.
—Buenos días, Marta —la saludé en un tono que intentaba ser cariñoso.
—Buenos días, señorito —respondió con su sonrisa amable, sin levantar la mirada.
Aunque sentía un respeto profundo por ella, consideré que yo no era mis padres y debía mostrar cercanía, al menos mientras mis padres estuviesen fuera.
—Marta, no necesitas llamarme señorito. Soy David.
—Bueno...Señor... David.
En julio ya hacía calor a las 9 de la mañana. La veía demasiado abrigada con camisa y delantal, cuando hacía tiempo para ir casi desnudos.
—Y estos días no necesitas usar el uniforme. ¡Hace tanto calor!
—Pero su madre es muy exigente...
Tenía razón, mi madre era un sargento con todos.
—Ahora soy el amo de la casa. Por mí, viste como quieras.
—Muchas gracias seño....David. Siempre ha sido muy amable.
La sonrisa mostró su blanca dentadura, lo que justificó mi ofrecimiento. En ese momento no podía adivinar el cambio que daría nuestra relación.
Decidí situar mi zona de trabajo en el salón, que estaba mucho más fresco que mi dormitorio que estaba orientado a poniente. A lo largo del día, comencé a notar detalles de Marta en los que antes, asumiendo a Marta propiedad de mi madre, no me había fijado: la graciosa manera con la que se movía por la casa, la melodía suave de su acento, la risa natural que mostraba cuando le hablaba. Me quedé pensativo mirándola. ¿Por qué, de repente, la veía diferente? ¿Sería fruto de del calor o de la soledad del verano?
A mediodía, apretó el calor. Decidí salir a la piscina a refrescarme un poco. Fui a cambiarme y regresé con bañador. Al salir, vi a Marta, que ya había terminado de limpiar la planta baja, sentada en la terraza, bebiendo un vaso de agua y mirando hacia la piscina.
—Es insoportable el calor, voy a darme un baño —comenté sonriendo.
Marta me devolvió la sonrisa, mucho más relajada de lo habitual.
—Es cierto. A mí me gustaba mucho ir a nadar en Bogotá.
—¿Por qué no te bañas? —dije sin ninguna intención.
—Su madre no me lo permite. Además no tengo aquí traje de baño.
Me contuve de hacer un chiste sobre bañarse en ropa interior o sin ella.
—Al menos puedes remojarte los pies —añadí en tono juguetón, mostrándole una familiaridad que hasta entonces no teníamos.
Me lancé al agua y la encontré muy fría. Al salir a la superficie, vi a Marta de pie junto al borde de la piscina, mirándome fijamente, como si valorara su decisión.
—Anímate —le dije sin esperar realmente que lo hiciera—. Si quieres puedes usar algún bañador de mi madre...
—Nooo. Si le parece... mañana traeré uno mío.
Marta se quitó las sandalias y se sentó en el borde de la piscina, metiendo solo los pies. Me acerqué nadando hasta ella, manteniendo una cierta distancia. Me miraba con una expresión diferente, con una complicidad que jamás había sentido.
—¿Qué quiere que le haga de comer?
—Deja de llamarme de usted. Y no tienes que hacer nada. Gazpacho y cualquier cosa.
—Eso no es una comida, debería prepararle algo —respondió—. Si su madre comprueba que no le...que no te he atendido, me despide.
Respetaba extraordinariamente a mi madre, como yo me sentía dominado por mi padre.
Entró a la cocina mientras yo seguí disfrutando del agua en la piscina. Cuando entré, la busqué con la mirada y al no encontrarla, supuse que se había marchado. Había dejado una fuente de pasta con atún y salsa de pesto que me gustaba mucho. Apareció desde la salita de estar que usaba como cuarto de descanso cuando se quedaba en casa. No sé si notó mi reacción pero la encontré súper atractiva. Se había soltado su larga melena negra. Un short cubría la parte superior de sus menudas piernas y vestía una camiseta ajustada que realzaba un pecho alto, firme y generoso a través de un marcado escote.
—Hasta mañana, David.
—Hasta mañana...Marta —respondí evitando que se notara mi alteración.
Después de comer me entró una modorra que me llevó al dormitorio a echar una siesta. Antes de dormir su imagen al despedirnos llegó a mi mente. Me pareció una mujer diferente a la que había visto los meses anteriores en casa, siempre con su uniforme y el pelo recogido, a la que no había prestado atención.
Desde que rompí con mi novia hacía un año, aislado por mi dedicación a la carrera, solo había tenido un par de escarceos con chicas, ninguna relación seria.
Me había propuesto disfrutar de una etapa hedonista, lo que me inhabilitaba para comprometerme en relaciones de compromiso.
Me hice un sándwich y salí al jardín con una cerveza, tumbado en la balinesa. Recordé a Marta tímida hasta para meter sus pies en el agua y me alegré de no estar solo esa semana. Mañana llamaría a Pablo para jugar al pádel y para salir a tomar una copa por las noches, con los amigos. El ambiente de Madrid en verano era genial.
Al día siguiente, ya estaba desayunando cuando llegó Marta, con un vestido cortito de verano y no pude evitar admirar lo bien que le sentaba.
—Te queda muy bien ese vestido —comenté con cierta cautela.
Ella rió, sin incomodarse. .
—Siento contigo una libertad que tus padres no me ofrecen.
—Entonces ven, tómate un café conmigo. Yo te lo pongo.
Sin saber bien por qué, sentí la necesidad de conocer detalles de ella, y empezamos a hablar de su vida aquí, donde iba, su familia.
—Mi familia está en Colombia. Tengo una hija de 14 años que vive con mis padres. Cuando acabe la primaria, me lo traeré.
Yo le conté sobre mis estudios y mi ilusión por poder diseñar casas en breve. Entre confesiones y sonrisas, se iba generando una palpable conexión entre ambos.
—¿Vives con alguien? —le pregunté.
—No, comparto piso con otra chica y no he encontrado ningún hombre que me respete como a mí me gusta.
Me marché a mantener una reunión con Luis Garrido, un arquitecto amigo de mi padre que me enseñó su estudio y me abrió las puertas a colaborar en el unos meses como becario. Tras un café con él y otro asociado, regresé a casa.
Llegué a medio día y me senté a trabajar mientras la luz del sol iluminaba todo el salón y Marta estaba terminando de limpiar. Al acabar, dejó los utensilios de limpieza y se sentó frente a mí, suspirando con cansancio.
—Me alegro de estés aquí —le dije.
—A mí me gusta hablar contigo, pareces un buen chico. Los hombres en España no son de fiar.
—No generalices, a veces no se conoce a alguien porque no hay tiempo para escucharse.
La cercanía entre nosotros se hacía más estrecha, los dos parecíamos disfrutar del juego sutil de miradas y palabras sin romper la barrera del respeto.
Seguí trabajando hasta las dos para recuperar el tiempo perdido con la visita. Volví a ponerme el bañador y cuando salí, encontré una estrella diurna, que iluminaba el entorno. Marta tomaba el sol en la terraza en bikini, incapaz de esconder la forma de su cuerpo, mostrando dos pechos que luchaban por salir y un culito que podría usarse como modelo de un culo perfecto.
—No he querido molestarte. Ayer me ofreciste usar la piscina...—exclamó tímida al ver mi reacción de sorpresa.
—¡Claro! Solo me he sorprendido al verte...Vamos al agua.
Esperé que entrara primero y la vi nadar con cierto estilo, coordinando pies y manos. Nos sentamos en el borde de la piscina. La vista de sus amplios pezones marcándose en el top del bañador, me hizo apartar la mirada, incapaz de mantenerla sin alterarme, desviándola al reflejo del cielo en el agua y temiendo que pudiera percibir mi erección.
—¿Puedo quedarme esta tarde? En casa hace calor...
—¡Claro! Ven, vamos a comer algo y luego te puedes quedar aquí mientras yo trabajo un poco.
—Yo comí ya. En mi país comemos antes. Te he dejado un pescado en el horno, a falta de calentar 3 minutos.
Comí solo, sin dejar de mirar de reojo por el ventanal para ver su silueta. Me costó concentrarme en mi trabajo imaginándola sola tumbada en la piscina. ¿Se podía concentrar con nadie con esa vista? ¡Qué le den bola al trabajo! Pensé. Salí con dos cafés a la terraza y un vaso de hielo.
—Gracias...David. Aún no me acostumbro a llamarte así.
—A mí me gusta oírtelo.
Me miró con una sonrisa picarona.
—¿Tienes que trabajar esta tarde?
—No me apetece. Además, no sería un caballero si no atendiera a mi invitada.
—¿Te gustan los mojitos? Me salen de cine.
Interpretó mi sonrisa como un sí a su propuesta, y en unos minutos apareció con una jarra de mojito, con olor a hierba buena.
—Tenías razón, ¡está delicioso!
Era una tarde calurosa que se prestaba a quedarse allí, charlando tumbados. Me sentía interesado por su origen desde que nuestra relación había cambiado.
—¿Extrañas Colombia, Marta?
Me miró, sorprendida.
—Claro que la extraño, David —respondió, con voz suave y un toque de nostalgia en los ojos—. Colombia es… es parte de quién soy. A veces siento que llevo el olor del café en la piel.
Yo la escuchaba embelesado en la pasión de sus palabras.
—Cuéntame un poco de tu país, de cómo era tu vida allá.
Tenía su mirada perdida en el agua, como si tratara de encontrar las palabras precisas. Después de un momento, comenzó a hablar, con mezcla de tristeza y melancolía.
—Nací en un pueblito, en la zona cafetera, donde mis padres trabajaban en una pequeña finca. Desde niña, aprendí a levantarme temprano y ayudar en las cosechas. Las montañas estaban cubiertas de plantas de café y las tardes olían siempre a tierra mojada después de la lluvia. Mi madre hacía el mejor café que he probado en mi vida; siempre decía que el secreto era recoger las cerezas en su punto exacto de maduración.
Imaginé las montañas y el olor del café, como si estuviera allí con ella. Recordaba el anuncio de Juan Valdés en la TV.
—Mi familia no tenía mucho dinero —continuó Marta, con un brillo en los ojos—. Al final del día, nos reuníamos todos en el patio a charlar y a escuchar música. Mi padre tocaba la guitarra, mi madre cantaba y mi hermana y yo, bailábamos. La vida era dura, pero éramos felices.
—¿Y cuándo decidiste venir aquí? —le pregunté con curiosidad.
Marta suspiró.
—Fue una decisión difícil. Me casé, tuve dos hijos y llevé una vida feliz. Hace tres años mi marido se fue con otra mujer más joven, allí es normal. Mi hijo mayor se quedó con él. Mi padre falleció y madre me animó a venir a buscar un futuro mejor para mi hija. Al principio fue muy duro. Extrañaba cada rincón de mi tierra y muchas veces me preguntaba si había hecho bien en dejar todo atrás. Pero sé que con el dinero que yo envío a la familia se mantienen mi madre y mi hermana. Y mi hija pronto vendrá.
Marta tenía los ojos brillantes hablando de su pasado y, por un momento, sentí una ternura profunda por ella. No veía en ella la asistenta de la familia, sino una mujer llena de sacrificios y sueños.
—¿Has pensado en volver? —pregunté, intentando disimular la emoción en mi voz.
Ella asintió, con una sonrisa melancólica.
—Todos los días. Colombia siempre está conmigo, en cada canción que canto mientras trabajo, en cada café que tomo. Pero... ¿sabes? También me siento bien aquí, sobre todo, cuando me cruzo con personas como tú. Y sé que debo echar raíces para ofrecerle un futuro mejor a mi hija.
Esa tarde, descubrí que Marta era una mujer de una fuerza inmensa, alguien que había sacrificado tanto por su familia, y que, a pesar de todo, conservaba intacta sus ganas de vivir.
—No quiero ponerme seria. ¿Te gusta la bachata?
Conectó su móvil y comenzó a sonar una música caribeña que oía en todas las discos cuando salía. Me tomó de la mano y comenzó a bailar.
—¡No sé bailar! —dije moviéndome torpemente.
—Déjate llevar...No dejes el cuerpo rígido, suéltalo.
Parecía mejor plan, ella y mojitos, que el tablero de dibujo y el ordenador.
—De acuerdo. Favor por favor, piscina por baile —le ofrecí, sabiendo que me sería muy útil saber bailar.
—Encantada de enseñarte. Me siento feliz, esto es un paraíso. Y tú te estás portando genial conmigo —terminó bajando la voz—. Y eres muy guapo, por si no lo sabías.
—Ahora vuelvo —le dije como simple excusa para bajar el calentón provocado por el contacto con Marta en bikini, medio desnuda.
¿Estaba ella tratando de conseguir algo? No podía caer en los brazos de una chica por muy melosa que fuera, así, por las buenas. Aunque también me podrían acusar de gilipoyas por renunciar a disfrutar de un rato de risas y mojitos con una mujer con ese cuerpo.
Llamé a Pablo para confirmarle que nos veríamos esa noche. Cuando salí, encontré a Marta dormida, tomando el sol en top less. Mostraba unas tetas perfectas, que contemplé ensimismado. Hacía meses que no pasaban por mis ojos ni por mis manos, ni por mi boca, unos pechos comparables a los de esta chica, con su piel tostadita.
Entreabrió los ojos, y al verme, no hizo ningún gesto de taparse.
—Espero no haberte molestado —se excusó, con una tímida sonrisa.
—En absoluto, estos días podrás hacerlo. Si lo haces delante de mi madre, llama a la policía, por alteración de las normas de convivencia.
—Gracias, por ella no habría problema, el rígido es tu padre. Admiro su clase, debió ser una mujer bellísima de joven. Y lo sigue siendo.
—Sí, mi padre dice que era la admiración de Madrid. Tuvo suerte de enamorarla.
—Ahora se nota demasiado la diferencia de años entre ellos. Tu padre debería tener cuidado.
—¿Tú crees? —pregunté sorprendido.
—Las mujeres notamos lo que siente otra. Tu madre es una mujer que no renuncia todavía a los placeres de la carne y tu padre es demasiado mayor.
No había reparado en que los quince años de diferencia de edad pudieran poner en riesgo su matrimonio. Era cierto que mi madre a sus cincuenta años era muy atractiva todavía y mi padre comenzaba a renquear.
—Ellos se llevan bien —remarqué.
—¡Por tus padres! ¡Para que tarden en regresar! —brindó.
Rellenó las copas de mojitos. Seleccionó música, se subió a sus tacones, elevando su escaso uno sesenta, acercando sus desafiantes ojos a la altura de los míos y empezó a moverse de una manera sensual.
—Me encanta esta terraza, protegida de miradas —susurró sin dejar de mover ese cuerpo animal—. Es bonito ver desde aquí el atardecer con sus colores naranjas y violetas y el sol desapareciendo por el horizonte sin que nadie pueda retenerlo.
—No me había fijado nunca —dije preso de su sensibilidad.
Se marchó, cuando la noche había cubierto el cielo de la terraza. Me sentía tan bien que no me apetecía salir, llamé a Pablo para disculparme. Iba a cambiar el gin tonic por mojito. Me tomé el último mojito que quedaba en la jarra.
Mi estado de ánimo cambió a partir de ahí. Disfrutar de Marta fue como haberme pinchado un chute de heroína en vena. Los dos días siguientes fueron una continuación de lo vivido. Ya me defendía muy bien bailando. Cada vez mostraba más confianza y nos gastábamos bromas de todo tipo.
El viernes disfrutábamos de una tarde en la piscina cuando le pregunté.
—Me extraña que no haya ningún chico que te invite a salir.
—¿Quién te ha dicho que no lo hagan? Los hombres en España sois muy clasistas. El último que conocí, no le gustaba ir conmigo a los sitios que frecuenta.
—No lo entiendo...
—Es muy fácil. ¿Tú me invitarías a salir con tus amigos?
—Bueno, mis amigos son de mi edad, jóvenes... Pero no tendría problema—respondí viendo que se rompía de buena.
—¿Ves? Tú eres diferente. ¡Qué pena que seas tan joven!
¿Qué importancia tenía salir una noche y bailar salsa? La semana siguiente volverían mis padres y no podría hacerlo
—¡Qué más da la edad! Es viernes, apúntate esta noche con mis amigos.
Se levantó, y vino a darme dos besos en señal de alegría, provocando una convulsión en mi cuerpo y notando en ese acercamiento, el despertar de mi polla.
—Mmm eres joven pero no eres de piedra… —sonrió picarona.
Se marchó a casa a cambiarse. Pasé a recogerla y me sorprendió verla con un aspecto tan juvenil. Su vestuario no era de marca pero ella lo lucía con mucho estilo. Cogió una cajita de maquillaje y con el espejo del parasol, se hizo unas rayitas en los ojos, y se perfiló los labios. El resultado fue increíble.
—Voy a ser la envidia de mis amigos —le dije.
—Gracias. Me hace ilusión salir con chicos españoles.
Cuando llegamos al Brito, donde había quedado con mis amigos, comprobé su cara de sorpresa y como Marta sintió protagonista entre tanto piropo y vacile. El resto de las chicas la acogieron bien, porque había que reconocer que Marta era simpática a rabiar y, quizás por su edad, no sentían celos por muy buena que estuviera.
Me sonreía, y me decía que era la primera salida que hacía con un grupo así desde que llegó a España.
—A lo mejor tienes muy altas expectativas.
—No lo sé, pero tú cumples muchas —se quedó callada—. ¿Te he sorprendido?
—Me siento feliz, sois geniales —me dijo en un apartado.
—Yo también. Hacía tiempo que no salía.
—A tu edad no es bueno encerrarse. Tienes que celebrar que acabarás pronto la carrera.
—Ahora contigo ya no necesito salir de casa.
—No olvides quienes somos. Cuando regresen tus padres no podremos ni ser amigos.
Me sentía confundido. Recordaba su cuerpo en la piscina, y mirando alrededor, no había una tía más buena. Quiso desviar la conversación.
—Tus amigos son muy divertidos. Estoy cansada de chicos maleducados
—Aquí valoramos mucho la novedad, y tú eres diferente a todas las chicas que conocen.
—Podría ser la madre superiora.
—Eres superior a todas las madres —y riendo continué—. Y a sus hijas.
—Ja,ja,ja. ¡Qué adulador! ¡Como se entere tu madre! —respondió sin dejar de reír—, se supone que estás a mi cuidado. Tendríamos que traerla una noche.
—¿A mi madre? No la veo.
—He conocido mujeres en su situación. ¡Te sorprenderías!
Su comentario me retrotrajo a mi adolescencia, cuando veía a mi madre como una mujer maravillosa y fantaseaba con ella. ¿Cómo se comportaría mi madre en un lugar como ese, con chicos de mi edad? Deseaba dar un paso adelante y me sentía inseguro.
—¿Qué crees que pensarán tus amigos de nosotros? —miró al resto del grupo.
—¡Me importa un rábano! ¿A ti te preocupa?
La aparición de Lucas, un amigo que presumía de ligón, nos separó y trató de monopolizarla.
—Vamos a bailar —sin pedir permiso, la cogió y la llevó a una improvisada pista que se había formado al final de la barra.
Marta estaba divertida, simpática, no pensaba en otra cosa que no fuera reírse. Su pecho botaba al bailar, los rizos de su pelo se le enredaban, me hacía ojitos desde la improvisada pista, sin saber si lo hacía por provocarme o era su forma de mostrar su alegría. Les dejé cuerda, pero no les perdía ojo.
Mientras reía con Pablo que insinuaba que rollo me llevaba con Marta les perdí la pista. ¿Donde se habían metido? Tardé en ubicar a Lucas, al fondo de la barra, tratando de ligar con una chica. Me acerqué a él.
—¿Y Marta?
—¿Marta? ¿Esa zorrita latina? Se ha ido.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, es una histérica.
No me cuadraba ese comentario. La llamé y no conseguí respuesta. Repetí tres veces el intento y finalmente encontré su móvil desconectado. ¿O falta de batería? No parecía lógico que se fuera sin despedirse.
Me levanté preocupado y fui directamente a la cocina. La encontré sentada en la cocina, bebiendo despacio un sorbo de la taza de café.
—Anoche no te despediste.
—No.
—¿Lo pasaste bien?
Su mirada podría haberme matado.
—¿Es una broma?
No entendía nada.
—¿Puedes explicarme tu actitud?
—¿Mi actitud? ¿O la del cabrón de tu amigo?
Me contó como Lucas pretendió tocarla mientras bailaban y como la insultó diciéndole puta criada latina y que si solo me la podía follar yo.
—¡Le voy a dar una hostia cuando lo vea!
—No debí acompañarte. No es la primera vez que me ocurre algo así.
—¡Te juro que no lo vi! Lucas es un chulo presumido, pero mis amigos no son así
No conseguí convencerla. La mañana se me hizo larga en ese ambiente de tensión entre ambos. Cuando llegó la teórica hora de salida, se cambió y se dispuso a marcharse.
—¿No te quedas esta tarde?
—No. No debo mezclarme con los «señoritos».
—¿Cómo te puedo convencer de que no tengo nada que ver con lo sucedido anoche? —le dije sujetándola de los hombros.
—¡Me sentí una puta barata!...
La abracé para calmarla. Le di un lexatín y la hice que se acostara. Me costó concentrarme en mi trabajo sin quitarme de la cabeza al hijo de puta de Lucas. ¿Cómo podría hacerle olvidar a Marta lo vivido? Se levantó sonriendo. Ya era un cambio.
—Te ha sentado bien la siesta —la saludé.
—Sí. He sido injusta contigo, lo siento.
—Pues tienes que repararlo Condenada a cenar conmigo esta noche.
Ella me miró, un poco confundida, con una sonrisa tímida.
—¿Que me quede a cenar? —repitió sin entender mi oferta—. Ya me encuentro bien, no es necesario.
—No me has entendido. ¡Salir a cenar!
—No soportaría otro desplante —respondió aún molesta.
—Solos tú y yo. Iremos a un sitio especial —confirmé dándole a entender que no aceptaría una negativa.
—¿No te importaría aparecer conmigo en un sitio elegante?
Además de atractiva, Marta formaba parte de esos miles de buenas personas, atrapada en un país extraño. Leí una vez que debíamos tratar siempre a una mujer como si fuera una princesa. Si lo era, no nos equivocaríamos, y si no lo era, lo agradecería de la misma manera. Marta tenía derecho a ser feliz una noche.
—Me sentiré orgulloso de salir con una mujer tan valiente.
Convencida de que era una invitación seria, su semblante cambió y estalló de alegría.
—Ay, David. No puedo ir a un sitio elegante. No tengo ropa adecuada.
Era cierto que su vestuario le sentaba muy bien pero para salir de copas y aún así, daba que pensar. ¿Por qué no ofrecerle una noche especial?
Le sonreí y le hice una seña para que me siguiera. Le abrí el vestidor.
—Mi madre tiene muchos vestidos que no usa. Escoge el que más te guste.
Marta miró sorprendida, y un poco incómoda, la cantidad de trajes a su vista, pero en sus ojos brillaba un toque de emoción.
No puedo... —exclamó con un entusiasmo contenido al ver los vestidos y accesorios que llenaban el espacio.
—Hoy vas a ser la señora de la casa... —dije decidido a hacerla feliz
—Tú eres más joven y guapo que tu padre —reaccionó, como si tuviera que defenderme.
—Y tú mucho más sexy que mi madre.
—Me halaga que me compares con ella. Es una gran señora.
Dudó un momento, pero finalmente, con una sonrisa agradecida, comenzó a revisar los vestidos.
—Dame un tiempo —me pidió para arreglarse.
Salí de la habitación para darle privacidad, reservé una mesa en una terraza frecuentada por gente famosa, Cuando Marta llegó al salón, una hora después, apenas pude creer lo que veía.
Eligió un traje de vestir blanco con estampados negros de grandes flores que le había visto a mi madre con pantalón pero ella no lo consideró necesario. Mi madre era más alta y delgada que ella a la que el traje se le ajustaba a su cuerpo, le llegaba a medio muslo, destacando un culito muy firme. Había elegido unos zapatos abiertos, con tacón alto y un bolso.
—Impresionante —reconocí.
Marta había dejado suelto su cabello, se había maquillado los ojos y pintado de un suave rosa con brillo los labios, lo que le daba un aire tremendamente elegante. Consideré que le faltaba algo.
Le di la mano para regresar al dormitorio. Abrí el joyero de piezas cotidianas de mi madre. Elegí una gargantilla que le coloqué en el cuello. Le ofrecí unos sencillos pendientes de pequeños diamantes con una pulsera a juego.
—David, yo....—tartamudeó al mirarse al espejo.
Parecía una auténtica señora de la alta sociedad, aunque más morenita y más exuberante. ¡Se rompía de buena!
Marta merecía sentirse una princesa, al menos un día en la vida.
—Te ves… ¡increíble! —le dije, sin poder disimular mi admiración.
Marta se sonrojó y bajó la mirada, con una sonrisa que reflejaba agradecimiento.
Reservé en el café de Oriente, frente al Palacio Real, donde por la noche desde su terraza se contemplaba toda la plaza, con un restaurante de alto nivel. Cuando llegamos, Marta se mostró un poco incómoda al principio, no acostumbrada a ese tipo de sitio. Al descubrir que el camarero era también latino, le hice una recomendación al oído de que la tratara como a una princesa. Sonrió entendiendo el mensaje y la importancia de esa noche para ella. Durante toda la noche se desvivió con ella, que acabó relajándose.
Se la veía encantada escuchandome hablar sobre las vistas de aquella terraza y los alrededores.
—El Palacio tiene siglos de historia pero desde Alfonso XIII, nadie vive en él. Ahí a la derecha, el Palacio de la Ópera, desde cuya terraza alguna vez se interpreta alguna obra para el gran público.
Disfrutó de las vistas y de las explicaciones, a la vez que yo, sin necesidad de explicaciones, disfruté de su vista.
La noche invitaba a hablar de todo tipo de cosas, olvidando las diferencias entre nuestras vidas y sintiéndose por esa noche una dama que merecía ser tratada con el mayor de los respetos. A medida que pasaba la noche, fue soltándose, olvidándose de su papel en la casa.
—No te he contado toda de mi vida. En Bogotá acudía a sitios muy elegantes, como éste. Mi esposo era un conocido doctor y yo le ayudaba en la clínica que codirigía con él.
» Un día cambió de planes, se le murió un paciente y para evitar responsabilidades penales, decidió irse a Miami, con una amante de la que yo ignoraba su existencia —su rostro se tornó más serio—. Me dejó sin nada.
La suerte le cambió, y pasó de ser la esposa de un doctor, con una vida estupenda, a tener que emigrar para empezar de cero.
—¿Qué edad tienes? —le pregunté.
—Tengo cuarenta y dos años.
—Yo 23 —dije con cierto temor.
—Lo sé. Pero te comportas como un tío muy maduro. Me alegro de haber venido. La noche es preciosa.
—La noche...y tú —le dije mirándola a los ojos deseándola con toda mi alma.
Marta, me miró, tratando de procesar las emociones que sentía. Entonces, tomó mi mano brevemente sobre la mesa y, con una sonrisa llena de calidez, me dijo.
—Gracias. Esta noche no la olvidaré jamás. Me has hecho sentir de verdad como si fuera la señora de la casa.
—Y tú me has hecho sentirme orgulloso de ser tu pareja.
La química entre nosotros era evidente, y por un momento, el mundo exterior dejó de existir.
—Sé que no pretendías nada más que hacerme feliz..
—Yo...
—Calla. Ahora me toca a mí hacerte feliz a ti—se detuvo un instante—. Quiero ser tu pareja hasta el final. ¿Me invitas a dormir en tu casa?
Mi corazón se alteró. ¡Me la iba a follar! Retiré su silla y al levantarse, se giró y me dio un suave y prolongado beso. El beso de Cenicienta, la mujer más atractiva esa noche, que hacía solo unas horas estaba limpiando en mi casa y ahora, cualquiera de los presentes, habría querido ocupar mi lugar.
Al llegar a casa, mientras ella devolvía las joyas, yo le preparé una copa. Conectó el equipo de música del salón, se deshizo de los zapatos y comenzó a bailar. Viendo ese cuerpo moviéndose frente a mí, decidí perder el control de mi destino. Me invitó a seguirla a la pista de baile de su cuerpo, acercándome y separándome de ella y en uno de los últimos movimientos, tiró de mí y me besó con rabia y necesidad.
Me miró picarona, se bajó la cremallera del vestido y moviéndose un poco, lo dejó caer, quedando vestida solamente con un tanga.
—¿Te gusta la señora de la casa? —preguntó sugerente.
Inició un pequeño desfile por el salón, en tacones y el tanga blanco en claro contraste con su piel.
—No he visto un cuerpo igual nunca. Estoy deseando follarte.
—Para eso no necesitabas hacer todo lo que has hecho.
—Quería verte feliz.
Me miró con gratitud en sus ojos.
—Ponte cómodo, voy a dejar este vestido en su sitio —me ordenó sin saber yo dónde estaría el límite con ella
Apareció con un sugerente salto de cama negro, bajo el cual solo se divisaba su mini tanga. Yo ya estaba en boxer.
—¿Te gusta lo que ves?
—¡Me tienes loco...!.
—La noche es perfecta —dijo dándome la mano y saliendo a la terraza.
Me tumbó sobre la balinesa, cogió su copa de gin tonic, bajó mi boxer, lo esparció sobre mi pene, y agachándose, comenzó a rodearlo con su lengua por el glande, relamiéndose, manteniendo con sus manos la firmeza de mi polla.
—Te ha salido buenísimo este gin tonic —balbuceaba, dirigiendo su mirada intermitentemente abajo y a mis ojos—. Ven, pruébalo tú ahora.
Se despojó del salto de cama y derramó un poco de mi copa sobre sus bronceados pechos. Comencé a beber de esas copas caribeñas. Para evitar desperdiciar nada, inclinó mi boca a beber en el pozo de los deseos, para aprovechar el licor derramado a lo largo de su cuerpo. Saboreé el cóctel más excitante que ningún tender barman pudiera preparar. Absorbí sus jugos hasta oírla gritar, mientras ella levantaba la pelvis, arqueaba su espalda y yo, abrazando sus muslos, hundía en ella mi cabeza.
—¿Estás preparada para que te folle, morenita? —pregunté retóricamente, sabiendo su respuesta.
—Anoche ya lo estaba, antes de que tu amigo nos jodiera la noche —respondió sensual.
Me dio la mano y desnudos los dos nos dirigimos a la piscina. El agua estaba más caliente que por la mañana.
—Está estupenda.
Se metió al agua, sin apenas salpicar, deslizándose de una punta a otra. Chapoteó un poco, riéndose. Me incitó a seguirla. Nadé un par de largos. Se acercó a mí despacio, triunfadora. Estaba tensando la cuerda, hablaba de una forma tranquila, sin nerviosismo. ¿Qué pretendía? No me había sentido tan inseguro desde hacía mucho tiempo. Me sentía un pelele en sus manos.
Logré vencer mi parálisis y la abracé besándola con toda la pasión que el momento requería, percibiendo su entrega, mientras yo trataba de recorrer todo su cuerpo con mis manos.
Bajé mi boca por su escote hasta encontrar sus redondos y morenitos pechos, que mis labios jugando con sus areolas recorrieron despacio y sintiendo su cuerpo estremecerse. Ella se dejaba llevar hasta que decidió tomar las riendas.
Nos sumergimos en la piscina jugando a comernos todo con sabor a cloro. Nos abrazamos, nos besamos, la llevé a la zona donde podíamos estar de pie y la subí al borde de la piscina.
Saboree su sedienta cueva a la vez que ella apretaba mi cabeza, empujando hasta que mi lengua entró completa. Cuando le vino el orgasmo su cuerpo se convulsionó y se dejó caer en la piscina.
Desde dentro del agua, deslizó su mano a mi polla, nos fuimos desplazando hasta la parte donde unos peldaños facilitaban la entrada a la piscina. Me sentó allí hasta dejar mi polla la vista como si fuera el mástil de un velero.
—Tienes una buena herramienta —escuché decirme. Seguí pasivo esperando su movimiento.
Sin soltar la polla, me atrajo hacia sí y me besó, al ritmo en el que sus manos masajeaban mi polla y mi deseo despertaba por momentos. Atrapó mi lengua, mordió mis labios, y sentí que un rayo descargaba sobre mí.
Me tumbó la cabeza sobre el borde de la piscina, dejándome semi acostado en los peldaños. Me besó por todas las partes de mi cuerpo. Acerqué mis manos para acariciarla, arranqué sin miramientos su tanga.
—Me gusta...sigue —dijo sin dejar de menear mi cola.
Jugaba con mi polla como si fuera un barco a la deriva. Subía y bajaba, como el émbolo de una plataforma petrolífera. Rodee su espectacular culo con mis manos y traté de apretarla contra mí.
—Quieto, yo mando.
Enfrentarse a ese animal sexual era misión imposible. Cuando comprobó que no debía seguir arriesgando antes de que me corriera, se la metió en su boca y con un suave pero continuo movimiento de succión expulsión, acompañado de las caricias de sus manos en mis genitales, provocó un alud de nieve como si hubiera sonado un disparo en la montaña.
Sin retirar su boca, fue recibiendo la descarga hasta que comprobó que había cesado la montaña de emitir nieve y repeló todo el semen que quedaba con su lengua, como si fuera un vaso de leche antes de dormir.
—Lo siento, no he podido controlarme más —me disculpé.
Ella me sonrió, con rastros de semen cayéndole por la comisura de sus labios.
—Tranquilo. Quería que descargaras tu primera andanada y así puedas hacerme disfrutar cuando me folles.
—Pareces una experta...
—No soy una mujer fácil de conquistar. Pero cuando me entrego, muero en la cama. Vamos al dormitorio de tu madre, quiero que me folles en su cama.
Llegué con la polla a medio despertar. Pero si tenía alguna duda de que pudiera funcionar, tardó unos segundos en masajearla y ponerla casi a tono.
—Llevo mucho atraso, necesito un buen polvazo.
Se alzó sobre mí, de rodillas en la cama, me acercó su copa para que bebiera. Su piel tostadita del sol, contrastaba con el blanco de sus labios vaginales. Sus movimientos reflejaban la sed de su coño, que había sido tomado siempre sin rendirle la pleitesía que merecía. Saboree sus dos pechos que estaban firmes esperando que se les pasara revista. Desplacé mi lengua por el inicio de sus labios vaginales, sintiendo su humedad. Chequee a fondo su coñito, que sabía a cloro. Apretaba contra mi boca, como si quiera ser penetrada por mi lengua. Repelé todo el sabor de ese súper coño, que traía música incorporada de serie, porque cuando se acercaba a su climax, comenzó a cantar como una sirena. Tocó mi polla y sonrió.
—Ahora está al punto, fóllame jovencito, demuestra tu juventud.
Me ofreció su espectacular cuerpo por entero. Ya habíamos jugado, ahora empezaba el torneo serio. Abrió sus piernas para que entrara entera.
—No has dejado de martirizarme desde que hemos llegado —dije al penetrarla.
—¿Te ponía follarte a la señora?
—Quería follarte a ti.
Mi polla ya era suya, contrajo su pelvis y la sentí encarcelada. Dejé que ella marcara el ritmo, venía de una larga travesía solitaria y necesitaba desfogarse.
—Tranquila mi vida—le pedí.
Pedirle tranquilidad a Marta en ese momento, era decirle al viento que parara. Perdí la sintonía con ella, no podía seguirle sus acelerones. Parecía un potro escapado de un rodeo americano, pugnando por descabalgarme, pero yo la tenía metida hasta dentro y pude seguirle su ritmo. Su cara se había transformado, estaba asalvajada, gritando, suspirando. No se conformaba con mi ritmo y cogió mi polla con su mano, acelerando mis movimientos. Yo apreté con mis dedos su clítoris porque sentía que con las ganas que galopaba no iba a poder rematarla, y no quería fracasar.
Acabamos a la vez entre gritos de ella, sin dejar de agitarse. Cuando conseguí sacar la polla, la acogió con sus manos y se la metió en la boca con hambre.
—¡Qué bruta eres!
—Tranquilo, te has portado. Acaba de expulsar toda tu lechecita.
—Eres un terremoto —le dije sin apenas poder hablar.
—Me encanta el sexo. Pero necesito complicidad...y potencia. Tú me has dado las dos cosas.
—Tenemos toda la semana Marta...
—Sí, es cierto. Mañana tómatelo libre de tu proyecto —me dijo—. Tenemos el frigorífico lleno y mi coño hambriento.
Cuando se despertó, se dio una ducha en el baño de la habitación y salió hecha una reina, su pelo húmedo y su coñito chorreando.
—Ha sido una noche increíble —la saludé.
—Lo ha sido. Me hiciste sentir especial.
—Eres especial. Anoche no vi una mujer más atractiva y te comportaste con educación y estilo.
Comprobé como podía disfrutar compartiendo una cena con una chica tan sencilla como Marta, experimentar ternura y pasión, follarla y hacerle el amor. No se resumía en un problema de edades, ni de educaciones, consistía simplemente en una cuestión de sentir, de piel. Marta me mostró el camino.
—No solo eres buena persona, también eres bueno en la cama— dijo palpando mi cuerpo acariciándome la polla.
—Si, pero antes hay que recuperar, vamos a desayunar.
Bajó mi pantalón de dormir y se sirvió directamente de mi polla.
—Yo tengo ya el desayuno.
—Para, para, ya conozco tu habilidad con la boca. Déjame probar a mí también —le dije.
Me tendí a su lado y como contorsionistas, nos giramos, para que desayunara de mi polla a pelo, mientras yo me regalaba una cata de ese coñito tan húmedo, que empezaba a recobrar la normalidad. No hacía falta haber acabado la carrera para reconocer que era el mejor 69 que había disfrutado en mi vida.
Pero habiendo disfrutado de su coño, no podía renunciar a penetrarla de nuevo. Me alcé, en ese estado erecto en el que no deseas otra cosa salvo terminar corriéndote, con la intención de echar dentro de ella mi semilla. Cuando estaba a punto de meterla, se retiró lo suficiente para que no pudiera penetrarla.
Se le había ocurrido una idea.
—Si quieres follarme seguiré siendo la señora hasta que regrese tu madre.
—¿Y quién va a hacer las faenas de la casa?
—Tú. Tú vas a ser mi asistente. ¿Aceptas?
Estaba deseando follármela de nuevo. Hubiera dicho que sí al mismo Satanás.
—Hecho.
Se puso de rodillas contra el cabecero, ofreciéndome la espalda. Me coloqué tras ella y en esa posición, sin esperar un segundo, la apreté por las tetas, situé mi mástil en la entrada de la bocana de su vagina, y no fui capaz de embestirla. Retrasó su mano para orientar mi polla hasta la entrada de su orificio, elevando su culo para facilitarlo y viendo la punta dentro, de una embestida se la metí entera, cabalgándola desesperadamente antes de correrme. ¡Como me gustaba el movimiento de su culo!
—Empuja con todas tus ganas cabrón, soy tuya —estaba completamente entregada.
La oí gritar sin control... y acabé soltando mi líquido blanco en la despensa de su coño donde pensaba echar muchos más esa semana.
—Me matas Marta.
—Si me tratas como a una señora...seré para ti una puta en la cama.
Pensaba tratarla como a una señora. A mi madre le encantaba que le llevaran el desayuno a la cama, así que bajé a la cocina y le preparé el desayuno que subí al dormitorio.
—La señora desayunará en la cama.
—De acuerdo, pero me pido ser una señora viuda. Quiero sentirme libre de seducir a mi asistente —dijo en su papel de mujer provocadora, con el salto de cama de anoche y completamente desnuda debajo de él.
—Me tiene para lo que necesite señora.
Imaginé a mi madre en su lugar, con su salto de cama y desayunando tras un polvazo. ¿Disfrutaba ella del sexo como Marta? No veía a mi padre muy capaz de alimentarla.
Cuando retiró la bandeja de la cama y me sonrió, supe lo que venía detrás.
—¿Preparado? —susurró extendiendo sus brazos hacia mí.
Vivíamos en una vivienda unifamiliar a las afueras de Madrid y me atraía la perspectiva de disfrutar de la casa en silencio y trabajar acompañado del canto de los pájaros y el sonido del agua en la piscina. Aprovecharía también para machacarme un poco haciendo ejercicio y recuperar mi forma perdida con las horas dedicadas al estudio. Debía perder 3 o 4 kgs para recuperar mis setenta y ocho kgs, un peso adecuado a mi uno ochenta.
En realidad no me quedé solo. Marta, la asistenta colombiana se quedó, reduciendo su jornada a media jornada. Marta tenía unos cuarenta años, de un suave color de piel caribeño. No era muy alta pero era una mujer llena de energía. Trabajaba en la casa desde hacía unos meses a jornada completa y se iba a dormir a casa.
Una mujer siempre amable y respetuosa, que hacía su trabajo con profesionalidad y discreción. Mis padres le pidieron que procurara que todo estuviera bien en su ausencia y que evitara distraerme con tareas ajenas a mis estudios.
La primera mañana, al bajar a desayunar, la encontré limpiando la cocina. Vestía el uniforme de trabajo que mi madre le pedía que llevara, el mismo uniforme que usó Liliana, la asistenta anterior que casi estallaba dentro del traje. En cambio, a Marta le sentaba como un guante. Una camisa blanca de manga sobre la que llevaba un trajecito con delantal. Su cabello oscuro estaba recogido de manera informal, dejando su cuello al aire, salvo un par de mechones que le caían sobre el rostro.
—Buenos días, Marta —la saludé en un tono que intentaba ser cariñoso.
—Buenos días, señorito —respondió con su sonrisa amable, sin levantar la mirada.
Aunque sentía un respeto profundo por ella, consideré que yo no era mis padres y debía mostrar cercanía, al menos mientras mis padres estuviesen fuera.
—Marta, no necesitas llamarme señorito. Soy David.
—Bueno...Señor... David.
En julio ya hacía calor a las 9 de la mañana. La veía demasiado abrigada con camisa y delantal, cuando hacía tiempo para ir casi desnudos.
—Y estos días no necesitas usar el uniforme. ¡Hace tanto calor!
—Pero su madre es muy exigente...
Tenía razón, mi madre era un sargento con todos.
—Ahora soy el amo de la casa. Por mí, viste como quieras.
—Muchas gracias seño....David. Siempre ha sido muy amable.
La sonrisa mostró su blanca dentadura, lo que justificó mi ofrecimiento. En ese momento no podía adivinar el cambio que daría nuestra relación.
Decidí situar mi zona de trabajo en el salón, que estaba mucho más fresco que mi dormitorio que estaba orientado a poniente. A lo largo del día, comencé a notar detalles de Marta en los que antes, asumiendo a Marta propiedad de mi madre, no me había fijado: la graciosa manera con la que se movía por la casa, la melodía suave de su acento, la risa natural que mostraba cuando le hablaba. Me quedé pensativo mirándola. ¿Por qué, de repente, la veía diferente? ¿Sería fruto de del calor o de la soledad del verano?
A mediodía, apretó el calor. Decidí salir a la piscina a refrescarme un poco. Fui a cambiarme y regresé con bañador. Al salir, vi a Marta, que ya había terminado de limpiar la planta baja, sentada en la terraza, bebiendo un vaso de agua y mirando hacia la piscina.
—Es insoportable el calor, voy a darme un baño —comenté sonriendo.
Marta me devolvió la sonrisa, mucho más relajada de lo habitual.
—Es cierto. A mí me gustaba mucho ir a nadar en Bogotá.
—¿Por qué no te bañas? —dije sin ninguna intención.
—Su madre no me lo permite. Además no tengo aquí traje de baño.
Me contuve de hacer un chiste sobre bañarse en ropa interior o sin ella.
—Al menos puedes remojarte los pies —añadí en tono juguetón, mostrándole una familiaridad que hasta entonces no teníamos.
Me lancé al agua y la encontré muy fría. Al salir a la superficie, vi a Marta de pie junto al borde de la piscina, mirándome fijamente, como si valorara su decisión.
—Anímate —le dije sin esperar realmente que lo hiciera—. Si quieres puedes usar algún bañador de mi madre...
—Nooo. Si le parece... mañana traeré uno mío.
Marta se quitó las sandalias y se sentó en el borde de la piscina, metiendo solo los pies. Me acerqué nadando hasta ella, manteniendo una cierta distancia. Me miraba con una expresión diferente, con una complicidad que jamás había sentido.
—¿Qué quiere que le haga de comer?
—Deja de llamarme de usted. Y no tienes que hacer nada. Gazpacho y cualquier cosa.
—Eso no es una comida, debería prepararle algo —respondió—. Si su madre comprueba que no le...que no te he atendido, me despide.
Respetaba extraordinariamente a mi madre, como yo me sentía dominado por mi padre.
Entró a la cocina mientras yo seguí disfrutando del agua en la piscina. Cuando entré, la busqué con la mirada y al no encontrarla, supuse que se había marchado. Había dejado una fuente de pasta con atún y salsa de pesto que me gustaba mucho. Apareció desde la salita de estar que usaba como cuarto de descanso cuando se quedaba en casa. No sé si notó mi reacción pero la encontré súper atractiva. Se había soltado su larga melena negra. Un short cubría la parte superior de sus menudas piernas y vestía una camiseta ajustada que realzaba un pecho alto, firme y generoso a través de un marcado escote.
—Hasta mañana, David.
—Hasta mañana...Marta —respondí evitando que se notara mi alteración.
Después de comer me entró una modorra que me llevó al dormitorio a echar una siesta. Antes de dormir su imagen al despedirnos llegó a mi mente. Me pareció una mujer diferente a la que había visto los meses anteriores en casa, siempre con su uniforme y el pelo recogido, a la que no había prestado atención.
Desde que rompí con mi novia hacía un año, aislado por mi dedicación a la carrera, solo había tenido un par de escarceos con chicas, ninguna relación seria.
Me había propuesto disfrutar de una etapa hedonista, lo que me inhabilitaba para comprometerme en relaciones de compromiso.
Me hice un sándwich y salí al jardín con una cerveza, tumbado en la balinesa. Recordé a Marta tímida hasta para meter sus pies en el agua y me alegré de no estar solo esa semana. Mañana llamaría a Pablo para jugar al pádel y para salir a tomar una copa por las noches, con los amigos. El ambiente de Madrid en verano era genial.
Al día siguiente, ya estaba desayunando cuando llegó Marta, con un vestido cortito de verano y no pude evitar admirar lo bien que le sentaba.
—Te queda muy bien ese vestido —comenté con cierta cautela.
Ella rió, sin incomodarse. .
—Siento contigo una libertad que tus padres no me ofrecen.
—Entonces ven, tómate un café conmigo. Yo te lo pongo.
Sin saber bien por qué, sentí la necesidad de conocer detalles de ella, y empezamos a hablar de su vida aquí, donde iba, su familia.
—Mi familia está en Colombia. Tengo una hija de 14 años que vive con mis padres. Cuando acabe la primaria, me lo traeré.
Yo le conté sobre mis estudios y mi ilusión por poder diseñar casas en breve. Entre confesiones y sonrisas, se iba generando una palpable conexión entre ambos.
—¿Vives con alguien? —le pregunté.
—No, comparto piso con otra chica y no he encontrado ningún hombre que me respete como a mí me gusta.
Me marché a mantener una reunión con Luis Garrido, un arquitecto amigo de mi padre que me enseñó su estudio y me abrió las puertas a colaborar en el unos meses como becario. Tras un café con él y otro asociado, regresé a casa.
Llegué a medio día y me senté a trabajar mientras la luz del sol iluminaba todo el salón y Marta estaba terminando de limpiar. Al acabar, dejó los utensilios de limpieza y se sentó frente a mí, suspirando con cansancio.
—Me alegro de estés aquí —le dije.
—A mí me gusta hablar contigo, pareces un buen chico. Los hombres en España no son de fiar.
—No generalices, a veces no se conoce a alguien porque no hay tiempo para escucharse.
La cercanía entre nosotros se hacía más estrecha, los dos parecíamos disfrutar del juego sutil de miradas y palabras sin romper la barrera del respeto.
Seguí trabajando hasta las dos para recuperar el tiempo perdido con la visita. Volví a ponerme el bañador y cuando salí, encontré una estrella diurna, que iluminaba el entorno. Marta tomaba el sol en la terraza en bikini, incapaz de esconder la forma de su cuerpo, mostrando dos pechos que luchaban por salir y un culito que podría usarse como modelo de un culo perfecto.
—No he querido molestarte. Ayer me ofreciste usar la piscina...—exclamó tímida al ver mi reacción de sorpresa.
—¡Claro! Solo me he sorprendido al verte...Vamos al agua.
Esperé que entrara primero y la vi nadar con cierto estilo, coordinando pies y manos. Nos sentamos en el borde de la piscina. La vista de sus amplios pezones marcándose en el top del bañador, me hizo apartar la mirada, incapaz de mantenerla sin alterarme, desviándola al reflejo del cielo en el agua y temiendo que pudiera percibir mi erección.
—¿Puedo quedarme esta tarde? En casa hace calor...
—¡Claro! Ven, vamos a comer algo y luego te puedes quedar aquí mientras yo trabajo un poco.
—Yo comí ya. En mi país comemos antes. Te he dejado un pescado en el horno, a falta de calentar 3 minutos.
Comí solo, sin dejar de mirar de reojo por el ventanal para ver su silueta. Me costó concentrarme en mi trabajo imaginándola sola tumbada en la piscina. ¿Se podía concentrar con nadie con esa vista? ¡Qué le den bola al trabajo! Pensé. Salí con dos cafés a la terraza y un vaso de hielo.
—Gracias...David. Aún no me acostumbro a llamarte así.
—A mí me gusta oírtelo.
Me miró con una sonrisa picarona.
—¿Tienes que trabajar esta tarde?
—No me apetece. Además, no sería un caballero si no atendiera a mi invitada.
—¿Te gustan los mojitos? Me salen de cine.
Interpretó mi sonrisa como un sí a su propuesta, y en unos minutos apareció con una jarra de mojito, con olor a hierba buena.
—Tenías razón, ¡está delicioso!
Era una tarde calurosa que se prestaba a quedarse allí, charlando tumbados. Me sentía interesado por su origen desde que nuestra relación había cambiado.
—¿Extrañas Colombia, Marta?
Me miró, sorprendida.
—Claro que la extraño, David —respondió, con voz suave y un toque de nostalgia en los ojos—. Colombia es… es parte de quién soy. A veces siento que llevo el olor del café en la piel.
Yo la escuchaba embelesado en la pasión de sus palabras.
—Cuéntame un poco de tu país, de cómo era tu vida allá.
Tenía su mirada perdida en el agua, como si tratara de encontrar las palabras precisas. Después de un momento, comenzó a hablar, con mezcla de tristeza y melancolía.
—Nací en un pueblito, en la zona cafetera, donde mis padres trabajaban en una pequeña finca. Desde niña, aprendí a levantarme temprano y ayudar en las cosechas. Las montañas estaban cubiertas de plantas de café y las tardes olían siempre a tierra mojada después de la lluvia. Mi madre hacía el mejor café que he probado en mi vida; siempre decía que el secreto era recoger las cerezas en su punto exacto de maduración.
Imaginé las montañas y el olor del café, como si estuviera allí con ella. Recordaba el anuncio de Juan Valdés en la TV.
—Mi familia no tenía mucho dinero —continuó Marta, con un brillo en los ojos—. Al final del día, nos reuníamos todos en el patio a charlar y a escuchar música. Mi padre tocaba la guitarra, mi madre cantaba y mi hermana y yo, bailábamos. La vida era dura, pero éramos felices.
—¿Y cuándo decidiste venir aquí? —le pregunté con curiosidad.
Marta suspiró.
—Fue una decisión difícil. Me casé, tuve dos hijos y llevé una vida feliz. Hace tres años mi marido se fue con otra mujer más joven, allí es normal. Mi hijo mayor se quedó con él. Mi padre falleció y madre me animó a venir a buscar un futuro mejor para mi hija. Al principio fue muy duro. Extrañaba cada rincón de mi tierra y muchas veces me preguntaba si había hecho bien en dejar todo atrás. Pero sé que con el dinero que yo envío a la familia se mantienen mi madre y mi hermana. Y mi hija pronto vendrá.
Marta tenía los ojos brillantes hablando de su pasado y, por un momento, sentí una ternura profunda por ella. No veía en ella la asistenta de la familia, sino una mujer llena de sacrificios y sueños.
—¿Has pensado en volver? —pregunté, intentando disimular la emoción en mi voz.
Ella asintió, con una sonrisa melancólica.
—Todos los días. Colombia siempre está conmigo, en cada canción que canto mientras trabajo, en cada café que tomo. Pero... ¿sabes? También me siento bien aquí, sobre todo, cuando me cruzo con personas como tú. Y sé que debo echar raíces para ofrecerle un futuro mejor a mi hija.
Esa tarde, descubrí que Marta era una mujer de una fuerza inmensa, alguien que había sacrificado tanto por su familia, y que, a pesar de todo, conservaba intacta sus ganas de vivir.
—No quiero ponerme seria. ¿Te gusta la bachata?
Conectó su móvil y comenzó a sonar una música caribeña que oía en todas las discos cuando salía. Me tomó de la mano y comenzó a bailar.
—¡No sé bailar! —dije moviéndome torpemente.
—Déjate llevar...No dejes el cuerpo rígido, suéltalo.
Parecía mejor plan, ella y mojitos, que el tablero de dibujo y el ordenador.
—De acuerdo. Favor por favor, piscina por baile —le ofrecí, sabiendo que me sería muy útil saber bailar.
—Encantada de enseñarte. Me siento feliz, esto es un paraíso. Y tú te estás portando genial conmigo —terminó bajando la voz—. Y eres muy guapo, por si no lo sabías.
—Ahora vuelvo —le dije como simple excusa para bajar el calentón provocado por el contacto con Marta en bikini, medio desnuda.
¿Estaba ella tratando de conseguir algo? No podía caer en los brazos de una chica por muy melosa que fuera, así, por las buenas. Aunque también me podrían acusar de gilipoyas por renunciar a disfrutar de un rato de risas y mojitos con una mujer con ese cuerpo.
Llamé a Pablo para confirmarle que nos veríamos esa noche. Cuando salí, encontré a Marta dormida, tomando el sol en top less. Mostraba unas tetas perfectas, que contemplé ensimismado. Hacía meses que no pasaban por mis ojos ni por mis manos, ni por mi boca, unos pechos comparables a los de esta chica, con su piel tostadita.
Entreabrió los ojos, y al verme, no hizo ningún gesto de taparse.
—Espero no haberte molestado —se excusó, con una tímida sonrisa.
—En absoluto, estos días podrás hacerlo. Si lo haces delante de mi madre, llama a la policía, por alteración de las normas de convivencia.
—Gracias, por ella no habría problema, el rígido es tu padre. Admiro su clase, debió ser una mujer bellísima de joven. Y lo sigue siendo.
—Sí, mi padre dice que era la admiración de Madrid. Tuvo suerte de enamorarla.
—Ahora se nota demasiado la diferencia de años entre ellos. Tu padre debería tener cuidado.
—¿Tú crees? —pregunté sorprendido.
—Las mujeres notamos lo que siente otra. Tu madre es una mujer que no renuncia todavía a los placeres de la carne y tu padre es demasiado mayor.
No había reparado en que los quince años de diferencia de edad pudieran poner en riesgo su matrimonio. Era cierto que mi madre a sus cincuenta años era muy atractiva todavía y mi padre comenzaba a renquear.
—Ellos se llevan bien —remarqué.
—¡Por tus padres! ¡Para que tarden en regresar! —brindó.
Rellenó las copas de mojitos. Seleccionó música, se subió a sus tacones, elevando su escaso uno sesenta, acercando sus desafiantes ojos a la altura de los míos y empezó a moverse de una manera sensual.
—Me encanta esta terraza, protegida de miradas —susurró sin dejar de mover ese cuerpo animal—. Es bonito ver desde aquí el atardecer con sus colores naranjas y violetas y el sol desapareciendo por el horizonte sin que nadie pueda retenerlo.
—No me había fijado nunca —dije preso de su sensibilidad.
Se marchó, cuando la noche había cubierto el cielo de la terraza. Me sentía tan bien que no me apetecía salir, llamé a Pablo para disculparme. Iba a cambiar el gin tonic por mojito. Me tomé el último mojito que quedaba en la jarra.
Mi estado de ánimo cambió a partir de ahí. Disfrutar de Marta fue como haberme pinchado un chute de heroína en vena. Los dos días siguientes fueron una continuación de lo vivido. Ya me defendía muy bien bailando. Cada vez mostraba más confianza y nos gastábamos bromas de todo tipo.
El viernes disfrutábamos de una tarde en la piscina cuando le pregunté.
—Me extraña que no haya ningún chico que te invite a salir.
—¿Quién te ha dicho que no lo hagan? Los hombres en España sois muy clasistas. El último que conocí, no le gustaba ir conmigo a los sitios que frecuenta.
—No lo entiendo...
—Es muy fácil. ¿Tú me invitarías a salir con tus amigos?
—Bueno, mis amigos son de mi edad, jóvenes... Pero no tendría problema—respondí viendo que se rompía de buena.
—¿Ves? Tú eres diferente. ¡Qué pena que seas tan joven!
¿Qué importancia tenía salir una noche y bailar salsa? La semana siguiente volverían mis padres y no podría hacerlo
—¡Qué más da la edad! Es viernes, apúntate esta noche con mis amigos.
Se levantó, y vino a darme dos besos en señal de alegría, provocando una convulsión en mi cuerpo y notando en ese acercamiento, el despertar de mi polla.
—Mmm eres joven pero no eres de piedra… —sonrió picarona.
Se marchó a casa a cambiarse. Pasé a recogerla y me sorprendió verla con un aspecto tan juvenil. Su vestuario no era de marca pero ella lo lucía con mucho estilo. Cogió una cajita de maquillaje y con el espejo del parasol, se hizo unas rayitas en los ojos, y se perfiló los labios. El resultado fue increíble.
—Voy a ser la envidia de mis amigos —le dije.
—Gracias. Me hace ilusión salir con chicos españoles.
Cuando llegamos al Brito, donde había quedado con mis amigos, comprobé su cara de sorpresa y como Marta sintió protagonista entre tanto piropo y vacile. El resto de las chicas la acogieron bien, porque había que reconocer que Marta era simpática a rabiar y, quizás por su edad, no sentían celos por muy buena que estuviera.
Me sonreía, y me decía que era la primera salida que hacía con un grupo así desde que llegó a España.
—A lo mejor tienes muy altas expectativas.
—No lo sé, pero tú cumples muchas —se quedó callada—. ¿Te he sorprendido?
—Me siento feliz, sois geniales —me dijo en un apartado.
—Yo también. Hacía tiempo que no salía.
—A tu edad no es bueno encerrarse. Tienes que celebrar que acabarás pronto la carrera.
—Ahora contigo ya no necesito salir de casa.
—No olvides quienes somos. Cuando regresen tus padres no podremos ni ser amigos.
Me sentía confundido. Recordaba su cuerpo en la piscina, y mirando alrededor, no había una tía más buena. Quiso desviar la conversación.
—Tus amigos son muy divertidos. Estoy cansada de chicos maleducados
—Aquí valoramos mucho la novedad, y tú eres diferente a todas las chicas que conocen.
—Podría ser la madre superiora.
—Eres superior a todas las madres —y riendo continué—. Y a sus hijas.
—Ja,ja,ja. ¡Qué adulador! ¡Como se entere tu madre! —respondió sin dejar de reír—, se supone que estás a mi cuidado. Tendríamos que traerla una noche.
—¿A mi madre? No la veo.
—He conocido mujeres en su situación. ¡Te sorprenderías!
Su comentario me retrotrajo a mi adolescencia, cuando veía a mi madre como una mujer maravillosa y fantaseaba con ella. ¿Cómo se comportaría mi madre en un lugar como ese, con chicos de mi edad? Deseaba dar un paso adelante y me sentía inseguro.
—¿Qué crees que pensarán tus amigos de nosotros? —miró al resto del grupo.
—¡Me importa un rábano! ¿A ti te preocupa?
La aparición de Lucas, un amigo que presumía de ligón, nos separó y trató de monopolizarla.
—Vamos a bailar —sin pedir permiso, la cogió y la llevó a una improvisada pista que se había formado al final de la barra.
Marta estaba divertida, simpática, no pensaba en otra cosa que no fuera reírse. Su pecho botaba al bailar, los rizos de su pelo se le enredaban, me hacía ojitos desde la improvisada pista, sin saber si lo hacía por provocarme o era su forma de mostrar su alegría. Les dejé cuerda, pero no les perdía ojo.
Mientras reía con Pablo que insinuaba que rollo me llevaba con Marta les perdí la pista. ¿Donde se habían metido? Tardé en ubicar a Lucas, al fondo de la barra, tratando de ligar con una chica. Me acerqué a él.
—¿Y Marta?
—¿Marta? ¿Esa zorrita latina? Se ha ido.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, es una histérica.
No me cuadraba ese comentario. La llamé y no conseguí respuesta. Repetí tres veces el intento y finalmente encontré su móvil desconectado. ¿O falta de batería? No parecía lógico que se fuera sin despedirse.
Me levanté preocupado y fui directamente a la cocina. La encontré sentada en la cocina, bebiendo despacio un sorbo de la taza de café.
—Anoche no te despediste.
—No.
—¿Lo pasaste bien?
Su mirada podría haberme matado.
—¿Es una broma?
No entendía nada.
—¿Puedes explicarme tu actitud?
—¿Mi actitud? ¿O la del cabrón de tu amigo?
Me contó como Lucas pretendió tocarla mientras bailaban y como la insultó diciéndole puta criada latina y que si solo me la podía follar yo.
—¡Le voy a dar una hostia cuando lo vea!
—No debí acompañarte. No es la primera vez que me ocurre algo así.
—¡Te juro que no lo vi! Lucas es un chulo presumido, pero mis amigos no son así
No conseguí convencerla. La mañana se me hizo larga en ese ambiente de tensión entre ambos. Cuando llegó la teórica hora de salida, se cambió y se dispuso a marcharse.
—¿No te quedas esta tarde?
—No. No debo mezclarme con los «señoritos».
—¿Cómo te puedo convencer de que no tengo nada que ver con lo sucedido anoche? —le dije sujetándola de los hombros.
—¡Me sentí una puta barata!...
La abracé para calmarla. Le di un lexatín y la hice que se acostara. Me costó concentrarme en mi trabajo sin quitarme de la cabeza al hijo de puta de Lucas. ¿Cómo podría hacerle olvidar a Marta lo vivido? Se levantó sonriendo. Ya era un cambio.
—Te ha sentado bien la siesta —la saludé.
—Sí. He sido injusta contigo, lo siento.
—Pues tienes que repararlo Condenada a cenar conmigo esta noche.
Ella me miró, un poco confundida, con una sonrisa tímida.
—¿Que me quede a cenar? —repitió sin entender mi oferta—. Ya me encuentro bien, no es necesario.
—No me has entendido. ¡Salir a cenar!
—No soportaría otro desplante —respondió aún molesta.
—Solos tú y yo. Iremos a un sitio especial —confirmé dándole a entender que no aceptaría una negativa.
—¿No te importaría aparecer conmigo en un sitio elegante?
Además de atractiva, Marta formaba parte de esos miles de buenas personas, atrapada en un país extraño. Leí una vez que debíamos tratar siempre a una mujer como si fuera una princesa. Si lo era, no nos equivocaríamos, y si no lo era, lo agradecería de la misma manera. Marta tenía derecho a ser feliz una noche.
—Me sentiré orgulloso de salir con una mujer tan valiente.
Convencida de que era una invitación seria, su semblante cambió y estalló de alegría.
—Ay, David. No puedo ir a un sitio elegante. No tengo ropa adecuada.
Era cierto que su vestuario le sentaba muy bien pero para salir de copas y aún así, daba que pensar. ¿Por qué no ofrecerle una noche especial?
Le sonreí y le hice una seña para que me siguiera. Le abrí el vestidor.
—Mi madre tiene muchos vestidos que no usa. Escoge el que más te guste.
Marta miró sorprendida, y un poco incómoda, la cantidad de trajes a su vista, pero en sus ojos brillaba un toque de emoción.
No puedo... —exclamó con un entusiasmo contenido al ver los vestidos y accesorios que llenaban el espacio.
—Hoy vas a ser la señora de la casa... —dije decidido a hacerla feliz
—Tú eres más joven y guapo que tu padre —reaccionó, como si tuviera que defenderme.
—Y tú mucho más sexy que mi madre.
—Me halaga que me compares con ella. Es una gran señora.
Dudó un momento, pero finalmente, con una sonrisa agradecida, comenzó a revisar los vestidos.
—Dame un tiempo —me pidió para arreglarse.
Salí de la habitación para darle privacidad, reservé una mesa en una terraza frecuentada por gente famosa, Cuando Marta llegó al salón, una hora después, apenas pude creer lo que veía.
Eligió un traje de vestir blanco con estampados negros de grandes flores que le había visto a mi madre con pantalón pero ella no lo consideró necesario. Mi madre era más alta y delgada que ella a la que el traje se le ajustaba a su cuerpo, le llegaba a medio muslo, destacando un culito muy firme. Había elegido unos zapatos abiertos, con tacón alto y un bolso.
—Impresionante —reconocí.
Marta había dejado suelto su cabello, se había maquillado los ojos y pintado de un suave rosa con brillo los labios, lo que le daba un aire tremendamente elegante. Consideré que le faltaba algo.
Le di la mano para regresar al dormitorio. Abrí el joyero de piezas cotidianas de mi madre. Elegí una gargantilla que le coloqué en el cuello. Le ofrecí unos sencillos pendientes de pequeños diamantes con una pulsera a juego.
—David, yo....—tartamudeó al mirarse al espejo.
Parecía una auténtica señora de la alta sociedad, aunque más morenita y más exuberante. ¡Se rompía de buena!
Marta merecía sentirse una princesa, al menos un día en la vida.
—Te ves… ¡increíble! —le dije, sin poder disimular mi admiración.
Marta se sonrojó y bajó la mirada, con una sonrisa que reflejaba agradecimiento.
Reservé en el café de Oriente, frente al Palacio Real, donde por la noche desde su terraza se contemplaba toda la plaza, con un restaurante de alto nivel. Cuando llegamos, Marta se mostró un poco incómoda al principio, no acostumbrada a ese tipo de sitio. Al descubrir que el camarero era también latino, le hice una recomendación al oído de que la tratara como a una princesa. Sonrió entendiendo el mensaje y la importancia de esa noche para ella. Durante toda la noche se desvivió con ella, que acabó relajándose.
Se la veía encantada escuchandome hablar sobre las vistas de aquella terraza y los alrededores.
—El Palacio tiene siglos de historia pero desde Alfonso XIII, nadie vive en él. Ahí a la derecha, el Palacio de la Ópera, desde cuya terraza alguna vez se interpreta alguna obra para el gran público.
Disfrutó de las vistas y de las explicaciones, a la vez que yo, sin necesidad de explicaciones, disfruté de su vista.
La noche invitaba a hablar de todo tipo de cosas, olvidando las diferencias entre nuestras vidas y sintiéndose por esa noche una dama que merecía ser tratada con el mayor de los respetos. A medida que pasaba la noche, fue soltándose, olvidándose de su papel en la casa.
—No te he contado toda de mi vida. En Bogotá acudía a sitios muy elegantes, como éste. Mi esposo era un conocido doctor y yo le ayudaba en la clínica que codirigía con él.
» Un día cambió de planes, se le murió un paciente y para evitar responsabilidades penales, decidió irse a Miami, con una amante de la que yo ignoraba su existencia —su rostro se tornó más serio—. Me dejó sin nada.
La suerte le cambió, y pasó de ser la esposa de un doctor, con una vida estupenda, a tener que emigrar para empezar de cero.
—¿Qué edad tienes? —le pregunté.
—Tengo cuarenta y dos años.
—Yo 23 —dije con cierto temor.
—Lo sé. Pero te comportas como un tío muy maduro. Me alegro de haber venido. La noche es preciosa.
—La noche...y tú —le dije mirándola a los ojos deseándola con toda mi alma.
Marta, me miró, tratando de procesar las emociones que sentía. Entonces, tomó mi mano brevemente sobre la mesa y, con una sonrisa llena de calidez, me dijo.
—Gracias. Esta noche no la olvidaré jamás. Me has hecho sentir de verdad como si fuera la señora de la casa.
—Y tú me has hecho sentirme orgulloso de ser tu pareja.
La química entre nosotros era evidente, y por un momento, el mundo exterior dejó de existir.
—Sé que no pretendías nada más que hacerme feliz..
—Yo...
—Calla. Ahora me toca a mí hacerte feliz a ti—se detuvo un instante—. Quiero ser tu pareja hasta el final. ¿Me invitas a dormir en tu casa?
Mi corazón se alteró. ¡Me la iba a follar! Retiré su silla y al levantarse, se giró y me dio un suave y prolongado beso. El beso de Cenicienta, la mujer más atractiva esa noche, que hacía solo unas horas estaba limpiando en mi casa y ahora, cualquiera de los presentes, habría querido ocupar mi lugar.
Al llegar a casa, mientras ella devolvía las joyas, yo le preparé una copa. Conectó el equipo de música del salón, se deshizo de los zapatos y comenzó a bailar. Viendo ese cuerpo moviéndose frente a mí, decidí perder el control de mi destino. Me invitó a seguirla a la pista de baile de su cuerpo, acercándome y separándome de ella y en uno de los últimos movimientos, tiró de mí y me besó con rabia y necesidad.
Me miró picarona, se bajó la cremallera del vestido y moviéndose un poco, lo dejó caer, quedando vestida solamente con un tanga.
—¿Te gusta la señora de la casa? —preguntó sugerente.
Inició un pequeño desfile por el salón, en tacones y el tanga blanco en claro contraste con su piel.
—No he visto un cuerpo igual nunca. Estoy deseando follarte.
—Para eso no necesitabas hacer todo lo que has hecho.
—Quería verte feliz.
Me miró con gratitud en sus ojos.
—Ponte cómodo, voy a dejar este vestido en su sitio —me ordenó sin saber yo dónde estaría el límite con ella
Apareció con un sugerente salto de cama negro, bajo el cual solo se divisaba su mini tanga. Yo ya estaba en boxer.
—¿Te gusta lo que ves?
—¡Me tienes loco...!.
—La noche es perfecta —dijo dándome la mano y saliendo a la terraza.
Me tumbó sobre la balinesa, cogió su copa de gin tonic, bajó mi boxer, lo esparció sobre mi pene, y agachándose, comenzó a rodearlo con su lengua por el glande, relamiéndose, manteniendo con sus manos la firmeza de mi polla.
—Te ha salido buenísimo este gin tonic —balbuceaba, dirigiendo su mirada intermitentemente abajo y a mis ojos—. Ven, pruébalo tú ahora.
Se despojó del salto de cama y derramó un poco de mi copa sobre sus bronceados pechos. Comencé a beber de esas copas caribeñas. Para evitar desperdiciar nada, inclinó mi boca a beber en el pozo de los deseos, para aprovechar el licor derramado a lo largo de su cuerpo. Saboreé el cóctel más excitante que ningún tender barman pudiera preparar. Absorbí sus jugos hasta oírla gritar, mientras ella levantaba la pelvis, arqueaba su espalda y yo, abrazando sus muslos, hundía en ella mi cabeza.
—¿Estás preparada para que te folle, morenita? —pregunté retóricamente, sabiendo su respuesta.
—Anoche ya lo estaba, antes de que tu amigo nos jodiera la noche —respondió sensual.
Me dio la mano y desnudos los dos nos dirigimos a la piscina. El agua estaba más caliente que por la mañana.
—Está estupenda.
Se metió al agua, sin apenas salpicar, deslizándose de una punta a otra. Chapoteó un poco, riéndose. Me incitó a seguirla. Nadé un par de largos. Se acercó a mí despacio, triunfadora. Estaba tensando la cuerda, hablaba de una forma tranquila, sin nerviosismo. ¿Qué pretendía? No me había sentido tan inseguro desde hacía mucho tiempo. Me sentía un pelele en sus manos.
Logré vencer mi parálisis y la abracé besándola con toda la pasión que el momento requería, percibiendo su entrega, mientras yo trataba de recorrer todo su cuerpo con mis manos.
Bajé mi boca por su escote hasta encontrar sus redondos y morenitos pechos, que mis labios jugando con sus areolas recorrieron despacio y sintiendo su cuerpo estremecerse. Ella se dejaba llevar hasta que decidió tomar las riendas.
Nos sumergimos en la piscina jugando a comernos todo con sabor a cloro. Nos abrazamos, nos besamos, la llevé a la zona donde podíamos estar de pie y la subí al borde de la piscina.
Saboree su sedienta cueva a la vez que ella apretaba mi cabeza, empujando hasta que mi lengua entró completa. Cuando le vino el orgasmo su cuerpo se convulsionó y se dejó caer en la piscina.
Desde dentro del agua, deslizó su mano a mi polla, nos fuimos desplazando hasta la parte donde unos peldaños facilitaban la entrada a la piscina. Me sentó allí hasta dejar mi polla la vista como si fuera el mástil de un velero.
—Tienes una buena herramienta —escuché decirme. Seguí pasivo esperando su movimiento.
Sin soltar la polla, me atrajo hacia sí y me besó, al ritmo en el que sus manos masajeaban mi polla y mi deseo despertaba por momentos. Atrapó mi lengua, mordió mis labios, y sentí que un rayo descargaba sobre mí.
Me tumbó la cabeza sobre el borde de la piscina, dejándome semi acostado en los peldaños. Me besó por todas las partes de mi cuerpo. Acerqué mis manos para acariciarla, arranqué sin miramientos su tanga.
—Me gusta...sigue —dijo sin dejar de menear mi cola.
Jugaba con mi polla como si fuera un barco a la deriva. Subía y bajaba, como el émbolo de una plataforma petrolífera. Rodee su espectacular culo con mis manos y traté de apretarla contra mí.
—Quieto, yo mando.
Enfrentarse a ese animal sexual era misión imposible. Cuando comprobó que no debía seguir arriesgando antes de que me corriera, se la metió en su boca y con un suave pero continuo movimiento de succión expulsión, acompañado de las caricias de sus manos en mis genitales, provocó un alud de nieve como si hubiera sonado un disparo en la montaña.
Sin retirar su boca, fue recibiendo la descarga hasta que comprobó que había cesado la montaña de emitir nieve y repeló todo el semen que quedaba con su lengua, como si fuera un vaso de leche antes de dormir.
—Lo siento, no he podido controlarme más —me disculpé.
Ella me sonrió, con rastros de semen cayéndole por la comisura de sus labios.
—Tranquilo. Quería que descargaras tu primera andanada y así puedas hacerme disfrutar cuando me folles.
—Pareces una experta...
—No soy una mujer fácil de conquistar. Pero cuando me entrego, muero en la cama. Vamos al dormitorio de tu madre, quiero que me folles en su cama.
Llegué con la polla a medio despertar. Pero si tenía alguna duda de que pudiera funcionar, tardó unos segundos en masajearla y ponerla casi a tono.
—Llevo mucho atraso, necesito un buen polvazo.
Se alzó sobre mí, de rodillas en la cama, me acercó su copa para que bebiera. Su piel tostadita del sol, contrastaba con el blanco de sus labios vaginales. Sus movimientos reflejaban la sed de su coño, que había sido tomado siempre sin rendirle la pleitesía que merecía. Saboree sus dos pechos que estaban firmes esperando que se les pasara revista. Desplacé mi lengua por el inicio de sus labios vaginales, sintiendo su humedad. Chequee a fondo su coñito, que sabía a cloro. Apretaba contra mi boca, como si quiera ser penetrada por mi lengua. Repelé todo el sabor de ese súper coño, que traía música incorporada de serie, porque cuando se acercaba a su climax, comenzó a cantar como una sirena. Tocó mi polla y sonrió.
—Ahora está al punto, fóllame jovencito, demuestra tu juventud.
Me ofreció su espectacular cuerpo por entero. Ya habíamos jugado, ahora empezaba el torneo serio. Abrió sus piernas para que entrara entera.
—No has dejado de martirizarme desde que hemos llegado —dije al penetrarla.
—¿Te ponía follarte a la señora?
—Quería follarte a ti.
Mi polla ya era suya, contrajo su pelvis y la sentí encarcelada. Dejé que ella marcara el ritmo, venía de una larga travesía solitaria y necesitaba desfogarse.
—Tranquila mi vida—le pedí.
Pedirle tranquilidad a Marta en ese momento, era decirle al viento que parara. Perdí la sintonía con ella, no podía seguirle sus acelerones. Parecía un potro escapado de un rodeo americano, pugnando por descabalgarme, pero yo la tenía metida hasta dentro y pude seguirle su ritmo. Su cara se había transformado, estaba asalvajada, gritando, suspirando. No se conformaba con mi ritmo y cogió mi polla con su mano, acelerando mis movimientos. Yo apreté con mis dedos su clítoris porque sentía que con las ganas que galopaba no iba a poder rematarla, y no quería fracasar.
Acabamos a la vez entre gritos de ella, sin dejar de agitarse. Cuando conseguí sacar la polla, la acogió con sus manos y se la metió en la boca con hambre.
—¡Qué bruta eres!
—Tranquilo, te has portado. Acaba de expulsar toda tu lechecita.
—Eres un terremoto —le dije sin apenas poder hablar.
—Me encanta el sexo. Pero necesito complicidad...y potencia. Tú me has dado las dos cosas.
—Tenemos toda la semana Marta...
—Sí, es cierto. Mañana tómatelo libre de tu proyecto —me dijo—. Tenemos el frigorífico lleno y mi coño hambriento.
Cuando se despertó, se dio una ducha en el baño de la habitación y salió hecha una reina, su pelo húmedo y su coñito chorreando.
—Ha sido una noche increíble —la saludé.
—Lo ha sido. Me hiciste sentir especial.
—Eres especial. Anoche no vi una mujer más atractiva y te comportaste con educación y estilo.
Comprobé como podía disfrutar compartiendo una cena con una chica tan sencilla como Marta, experimentar ternura y pasión, follarla y hacerle el amor. No se resumía en un problema de edades, ni de educaciones, consistía simplemente en una cuestión de sentir, de piel. Marta me mostró el camino.
—No solo eres buena persona, también eres bueno en la cama— dijo palpando mi cuerpo acariciándome la polla.
—Si, pero antes hay que recuperar, vamos a desayunar.
Bajó mi pantalón de dormir y se sirvió directamente de mi polla.
—Yo tengo ya el desayuno.
—Para, para, ya conozco tu habilidad con la boca. Déjame probar a mí también —le dije.
Me tendí a su lado y como contorsionistas, nos giramos, para que desayunara de mi polla a pelo, mientras yo me regalaba una cata de ese coñito tan húmedo, que empezaba a recobrar la normalidad. No hacía falta haber acabado la carrera para reconocer que era el mejor 69 que había disfrutado en mi vida.
Pero habiendo disfrutado de su coño, no podía renunciar a penetrarla de nuevo. Me alcé, en ese estado erecto en el que no deseas otra cosa salvo terminar corriéndote, con la intención de echar dentro de ella mi semilla. Cuando estaba a punto de meterla, se retiró lo suficiente para que no pudiera penetrarla.
Se le había ocurrido una idea.
—Si quieres follarme seguiré siendo la señora hasta que regrese tu madre.
—¿Y quién va a hacer las faenas de la casa?
—Tú. Tú vas a ser mi asistente. ¿Aceptas?
Estaba deseando follármela de nuevo. Hubiera dicho que sí al mismo Satanás.
—Hecho.
Se puso de rodillas contra el cabecero, ofreciéndome la espalda. Me coloqué tras ella y en esa posición, sin esperar un segundo, la apreté por las tetas, situé mi mástil en la entrada de la bocana de su vagina, y no fui capaz de embestirla. Retrasó su mano para orientar mi polla hasta la entrada de su orificio, elevando su culo para facilitarlo y viendo la punta dentro, de una embestida se la metí entera, cabalgándola desesperadamente antes de correrme. ¡Como me gustaba el movimiento de su culo!
—Empuja con todas tus ganas cabrón, soy tuya —estaba completamente entregada.
La oí gritar sin control... y acabé soltando mi líquido blanco en la despensa de su coño donde pensaba echar muchos más esa semana.
—Me matas Marta.
—Si me tratas como a una señora...seré para ti una puta en la cama.
Pensaba tratarla como a una señora. A mi madre le encantaba que le llevaran el desayuno a la cama, así que bajé a la cocina y le preparé el desayuno que subí al dormitorio.
—La señora desayunará en la cama.
—De acuerdo, pero me pido ser una señora viuda. Quiero sentirme libre de seducir a mi asistente —dijo en su papel de mujer provocadora, con el salto de cama de anoche y completamente desnuda debajo de él.
—Me tiene para lo que necesite señora.
Imaginé a mi madre en su lugar, con su salto de cama y desayunando tras un polvazo. ¿Disfrutaba ella del sexo como Marta? No veía a mi padre muy capaz de alimentarla.
Cuando retiró la bandeja de la cama y me sonrió, supe lo que venía detrás.
—¿Preparado? —susurró extendiendo sus brazos hacia mí.

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