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El Fuego Que Quema

El Fuego Que Quema


Era lunes. Como cualquier otro. Hasta que ella entró a la oficina.

El sonido de sus tacones, el movimiento suave pero seguro de sus caderas, y ese vestido ajustado que abrazaba un cuerpo con curvas esculpidas por el mismo diablo… hizo que a Martín, empresario de 42 años, se le secara la boca apenas al verla.

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Morena. Labios gruesos. Pelo liso recogido en una coleta alta. Senos firmes, pero lo que verdaderamente lo hipnotizó fue ese culo: grande, redondo, desafiante. Como si supiera que era su arma más poderosa.

—Buenos días… soy Alma, la nueva secretaria. Me mandó la agencia de personal.

—Sí, claro… —respondió Martín, tragando saliva—. Bienvenida.

Desde ese día, ya no pudo sacársela de la cabeza.


Las semanas pasaron, y la tensión fue creciendo. Alma era provocadora sin ser vulgar. Usaba faldas ajustadas, camisas entreabiertas, cruzaba las piernas con sensualidad letal. Y sobre todo, le hablaba con una mezcla de respeto… y picardía.

—¿Necesita algo más, señor Martín? —decía, inclinándose justo lo suficiente para que su escote hablara por ella.
Pero era ese trasero, tan presente, tan firme, tan lleno de vida, lo que tenía a Martín al borde del delirio. Cada vez que Alma se agachaba para alcanzar un archivo, cada vez que salía de su oficina caminando con ese vaivén hipnótico, él imaginaba cosas que no debía imaginar.
Pero ya no podía evitarlo.

Una tarde, cuando la mayoría del personal ya se había ido, Alma se quedó organizando unos papeles en el archivo. Martín pasó por detrás y se detuvo sin darse cuenta. La miró. La deseó.

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Ella giró el rostro, le sonrió.

—¿Le gusta lo que ve, jefe?

Martín sintió que algo dentro de él se rompía.

—Mucho —dijo, sin filtro—. Me vuelve loco. No dejo de pensar en vos, en ese cuerpo… especialmente en tu culo.

Ella se mordió el labio. No se escandalizó. Le gustó.

—Entonces, ¿por qué no hace algo más que mirar?

Martín cerró la puerta con llave.


La besó con hambre. Contra el escritorio. Sus lenguas se entrelazaron como si llevaran meses deseándose. Le subió la falda de golpe y se encontró con una tanga negra que no cubría nada. La apartó y le metió la mano entre las piernas.

—Estás mojada…

—Por vos, jefe. Desde hace días.

La hizo girar, la inclinó sobre el escritorio y le bajó la ropa interior. Ese culo, al fin desnudo, era una obra de arte. Redondo, firme, provocador.

Martín se arrodilló detrás. Le besó las nalgas. Las mordió. Las separó con ambas manos, y le pasó la lengua entre los pliegues de su concha hasta hacerla temblar.

—¡Ahhh… Dios! —gimió Alma, agarrándose del borde del escritorio—. Así, sí… ¡Cómemelo!

Martín la devoró sin pausa. La lamía como un hambriento, con la lengua hundida entre su culo y su concha, alternando gemidos con chupadas, mientras ella se estremecía y le rogaba más.

—Te voy a coger como nunca te cogieron —le dijo al oído al levantarse y bajarse el cierre.

Sacó su pija dura y palpitante y la frotó contra sus labios mojados. Ella lo guiaba con una mano, temblando.

—Rompeme, jefe. ¡Hacelo ya!

Penetró su concha de un solo golpe. Hondo. Con todo. Ella gritó. De placer. De sorpresa. Y empezó a moverse contra él como si le debiera la vida.

Martín la agarraba de la cintura, de las tetas, de las nalgas, las abría, las miraba, las adoraba. Estaba poseído por ese culo. Le encantaba verlo rebotar, sentirlo chocar contra su pelvis. Le daba nalgadas, embestidas profundas, sucias, húmedas.

—Sos mi puta, Alma. Mi amante. ¿Lo sabés?

—¡Sí! ¡Tuya! ¡Rompeme el culo si querés! ¡Soy tuya, jefe!

La giró, la alzó sobre la mesa y se la cogió con las piernas de ella sobre sus hombros, las tetas temblando, los ojos cerrados de placer. La besó con furia. Le chupó los pezones. Le escupió entre las tetas. Y luego, cuando sintió el orgasmo venir, le preguntó entre jadeos:

—¿Dónde querés que te lo dé?

—En mi culo, jefe… ¡acabame ahí!

Él la giró de nuevo, se arrodilló tras ella, se lo metió lentamente en el culo. Ella gritó, se arqueó, pero lo aceptó todo. Y cuando él empezó a bombear, apretado y salvaje, no tardó en derramarse con fuerza, profundo.

Quedaron sudados, temblando, jadeando. Ella se limpió con una sonrisa maliciosa.

—¿Y ahora qué, jefe?

Martín la miró, con los ojos aún brillando de lujuria.

—Ahora… sos mi obsesión. Mi puta Y no pienso parar.

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Martín ya no podía trabajar con normalidad. Desde el primer encuentro con Alma, cada día se convertía en un infierno. La miraba, la deseaba, y recordaba cómo se movía, cómo gemía, cómo lo miraba mientras él la rompía desde atrás.

La obsesión crecía. Ya no le alcanzaba el escritorio. Necesitaba más.

Por eso, esa mañana, entró a una de las viejas oficinas que nadie usaba desde hacía meses. Polvo, un escritorio antiguo, una silla sin respaldo. Pero en el rincón… infló un colchón que había traído en una caja. Le puso una sábana.
El templo del pecado estaba listo.

Horas después, la llamó con tono serio:

—Alma, te necesito urgente en la sala 312. Tráeme los informes del último trimestre.

—¿La 312? Esa oficina está cerrada, ¿no?

—Abrí. Estoy ahí.

Cuando ella entró, lo encontró desnudo. Parado junto al colchón inflable, con su pene erecto, palpitando. La mirada fija. Dominante. Animal.

Alma se quedó en la puerta, con los papeles en la mano, sin poder evitar sonreír con lascivia.

—¿Qué carajo…?

—Cerrá la puerta.

Ella obedeció. Y él se acercó, lento.

—Aquí no viene nadie. Nadie escucha. Nadie interrumpe.

—¿Y qué se supone que haremos acá, jefe?

—Vas a desnudarte… completamente. Ahora.

Ella se mordió el labio, encendida, y empezó a sacarse la blusa. Luego la falda. Después la ropa interior. Sin apuro, mirándolo con deseo creciente. Cuando quedó completamente desnuda, sus pezones erguidos y su culo moreno brillaban con la luz que entraba por la persiana rota.

Martín se acercó y sin decir más, la tomó de la nuca y la empujó suavemente hacia abajo. Ella entendió.

Se arrodilló frente a él, le agarró la pija con ambas manos y lo mamó con hambre, con pasión. Lo succionaba con fuerza, tragando hasta el fondo, mirándolo desde abajo con ojos llenos de lujuria.

—Mmm… te gusta tenerme así, ¿eh, jefe?

—No tenés idea cuánto. Sos mi puta favorita.

Ella sonrió con la boca llena y lo lamió con más ganas.

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Martín la alzó de golpe, la tomó de las nalgas y la llevó al colchón. La acostó boca arriba, le abrió las piernas, y le metió la pija en su concha de una sola embestida. Alma gritó, se arqueó, lo envolvió con las piernas.

—¡Sí, cogeme! ¡Me encanta!

Él la cogía con todo su peso, con fuerza, sudando, jadeando. Le mordía los pezones, le hablaba sucio al oído, le pegaba nalgadas mientras se lo metía cada vez más profundo.

—Este culo… es mío. ¿Entendés?

—¡SÍ! ¡Tuyo, solo tuyo!

Luego ella lo empujó, lo hizo recostarse y se subió sobre él. Lo cabalgaba con ritmo de diosa, moviendo ese culo grande como una tormenta. Él se lo agarraba con ambas manos, le besaba las tetas, se las mordía mientras ella se sacudía con gemidos salvajes.

—¡Así, Alma! ¡Movelo! ¡Dame ese culo!

Cuando él estaba por acabar, ella se giró, se apoyó en cuatro sobre el colchón y miró hacia atrás.

—Terminame por atrás, jefe. ¡Ahora!

Él escupió, la lubricó, y le metió la pija despacio en el culo. Ella se estremeció, pero no se quejó. Lo quería todo. Él comenzó a mover las caderas, embistiéndola fuerte, apretando las nalgas, sudando como un loco.

—¡Dios, te amo el culo! ¡Sos mi perdición!

Y con una última embestida, Martín acabó adentro, profundo, rugiendo. Ambos cayeron rendidos sobre el colchón, temblando, sudados, agitados.

Ella se acomodó sobre su pecho y dijo con voz sexy:

—Si me seguís cogiendo así… voy a hacer todo lo que me pidas.

Él sonrió, acariciándole las nalgas con devoción.

—Perfecto. Porque no pienso parar.


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Era una mañana cualquiera. Alma había llegado con una falda ajustada, blusa blanca y sin sostén, como a Martín le encantaba. Cada paso suyo era un imán. Cada sonrisa, una provocación. Se acercó a su oficina con una taza de café y una mirada peligrosa.

—¿Así le gusta, jefe? ¿O quiere que me la saque toda de una vez? —susurró, dejando la taza sobre su escritorio mientras se inclinaba, con el escote abierto y el perfume dulce que lo enloquecía.

Martín tragó saliva. Se acercó por detrás, listo para morderle el cuello, cuando…

—¡Martín!

La voz lo congeló.
Fría. Seca. Con perfume de poder.

Su esposa.

Lucía estaba en la puerta. Rubia, impecable, vestida con un conjunto caro y maquillaje perfecto. Entró sin saludar a nadie, como una reina sin pueblo. Observó a Alma con una expresión que mezclaba asco y superioridad.

—¿Y esta quién es? ¿Tu nueva secretaria?

Martín intentó hablar, pero Lucía no lo dejó.

—Te convendría vestirla mejor. Está demasiado vulgar para una firma seria. O vas a terminar con toda la oficina empalmada —dijo con desdén, mirando a Alma de arriba abajo—. Qué falta de clase.

Alma solo sonrió con falsa cortesía, pero sus ojos brillaban de fuego.

—¿Necesitás algo, Lucía? —dijo Martín, incómodo.

—No. Solo vine a llevarme los papeles del abogado. Y ver si seguís respirando. Ya veo que sí… aunque con distracciones de este tipo, quién sabe por cuánto.

Le dio un beso seco en la mejilla, agarró los papeles, y se fue sin mirar atrás.


El silencio fue tenso. Alma cerró la puerta con calma. Caminó hacia Martín, con los tacones retumbando sobre el piso como disparos. Se paró frente a él, seria, pero con una chispa ardiente en los ojos.

—¿Cómo podés seguir con alguien así? Fría. Altanera. Vacía.

—Es mi esposa, Alma. No es tan simple…

—¿No? Yo pensaba que lo único que no era simple… era aguantarte con la pija dura todo el día —le susurró al oído, pegando su cuerpo al de él—. Pero si querés seguir fingiendo con ella… vos sabrás.

Martín la miró con los ojos clavados en los suyos.
Ella le dio la espalda y se alejó.

—Voy a esperarte en la oficina secreta. Si tenés huevos, vení.

Martín no dudó ni dos minutos.

Cuando entró a la sala 312, Alma estaba completamente desnuda, sentada sobre el colchón inflable con las piernas abiertas y una sonrisa pecadora.

—¿Esto te calienta más, jefe? ¿Que tu esposa venga y yo te espere así?

—Me vuelve loco —respondió él, desabrochándose el cinturón con furia.

Ella se acercó gateando, como una fiera. Le bajó el pantalón y le mamó la pija al instante, profunda, sucia, desesperada. Le hablaba entre chupadas:

—Pensá en ella mientras me llenás la boca… en lo frígida que es… y en cómo yo te trago entero…

Martín no aguantó. La alzó en brazos, la tiró al colchón y le abrió las piernas. Le metió la pija en la concha y la cogió con rabia. Ella lo recibía con gritos y jadeos.

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—¡Dámelo todo, jefe! ¡Haceme tuya otra vez!

Ella se subió sobre él, lo cabalgó con fuerza, sus tetas rebotando y el sudor cayendo. Luego se puso en cuatro, y él le metió la pija por el culo, con toda la intensidad que guardaba.

La empujaba fuerte, sujetando, esas nalgas que lo tenían obsesionado, mientras ella gritaba:

—¡Eso! ¡Rómpeme el culo! ¡Y después andá y mentile a tu mujer otra vez!

Martín acabó, hundido hasta el fondo, mientras ella temblaba, loca de placer.

Quedaron tirados, agitados, mirándose.

—Vos sí me hacés sentir viva —susurró Alma.

—Vos me hacés sentir hombre. De verdad.


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La oficina secreta olía a sudor, a piel, a deseo recién descargado. Martín seguía acostado, con el pecho agitado, mientras Alma lo montaba suavemente, todavía rozando su pene flácido, con el cuerpo desnudo cubierto por una fina capa de sudor.

Ella no sonreía. Esta vez su mirada no era solo lujuria.

Era algo más.

—¿Sabés qué estuve pensando? —dijo con voz baja, ronca.

Martín la miró, acariciándole las caderas aún calientes.

—¿Qué cosa?

Ella se inclinó sobre su pecho, con las tetas presionando contra él.

—Que me gusta estar con vos. Me gustás vos. Y me gusta coger contigo . Pero ya no sé si quiero seguir siendo solo eso… la puta de la oficina secreta.

Martín tragó saliva. No dijo nada.

—Quiero más —continuó ella, con calma, acariciándole el rostro—. Me gustaría que la dejes… y que me lleves a mí en su lugar. Quiero ser la oficial. No la que esperás con las piernas abiertas en una habitación escondida.

Martín se quedó en silencio unos segundos. No podía negar que Alma le revolvía la cabeza. Su cuerpo era una droga. Pero no solo eso… su presencia, su fuego, su forma de decir las cosas, lo tenían atrapado como nunca nadie antes.

—Es complicado —respondió, bajando la vista.

—Lo sé —dijo ella, sin enojo—. Pero yo también valgo. No solo por cómo te chupó la pija . No solo por este culo que te vuelve loco. Valgo como mujer. Y si me vas a tener, que sea entera.

Se levantó del colchón, lentamente. Se vistió en silencio, sin apuro. Lo miró una última vez desde la puerta.

—Vos sabrás si querés seguir cogiendo escondido… o si querés sentir lo mismo pero sin esconderte. Yo te quiero, Martín. Y te espero. Pero no pienso quedarme eternamente en la sombra.

Cerró la puerta.

Martín quedó solo, desnudo, con el pene semi duro y la cabeza hirviendo.

¿Era eso lo que quería? ¿Dejar todo y tenerla a ella… no solo en el colchón, sino en su vida?

El fuego que lo quemaba… ahora también estaba dentro del pecho.


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Pasaron los días. Martín trataba de acercarse. De tocarla. De besarla. De tenerla como antes.
Pero Alma ya no se lo permitía.

—Hasta que no tomes una decisión, no hay más cama, ni oficina secreta, ni tu pija en mi boca —decía, seria pero sensual, con una mirada desafiante—. Ya no soy tu juguetito, jefe.

Él intentaba suplicarle. La seguía con la mirada. Le pedía en voz baja.

—Por favor, Alma. Déjame sentirte otra vez. Solo un poco…

Pero ella cruzaba las piernas, se ponía de pie y lo dejaba con las ganas.

Martín no dormía bien. Tenía los huevos cargados y la cabeza confundida. Su esposa, Lucía, seguía con su frialdad habitual. La casa era silencio. La cama, hielo. Pero la decisión… le pesaba.

Alma lo notaba. Y eso le hervía la sangre.

Hasta que un viernes por la tarde, Alma se entero que la mujer iria a la oficina, asi que ideo un plan.

Se acercó con una expresión diferente. Se agachó, le susurró al oído:

—¿Sabés qué? Yo también tengo ganas

Martín se puso tenso. Alma sonrió con malicia.

— Que tal un rapidito… pero aquí en tu oficina.


Martín se quedó en silencio. La pija ya empezaba a endurecerse por sí sola. El peligro… lo excitaba. El fuego volvía a encenderse con fuerza.

—Vamos —dijo Alma, abriendo los botones de su blusa y se levantaba la pollera.


Cuando su esposa entró a la oficina se encontró con una escena pornográfica.

Alma, con la falda levantada, apoyada contra el escritorio, con las manos agarradas al borde, y Martín embistiéndola por detrás con rabia contenida, con la camisa desabrochada y el pantalón a la altura de las rodillas.

—¡Te extrañaba tanto, hija de puta! —le decía al oído, mordiéndola, sujetándole ese culo que lo tenía enloquecido.

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—¡Dale, cogeme! ¡Rompeme como antes! —gimía ella, empujando hacia atrás, mirándolo por encima del hombro.


—Martín… —dijo Lucía, helada, con un folder en la mano.

Martín quedó congelado, dentro de Alma, con las manos en sus caderas y los ojos aterrados.

Lucía miró la escena en silencio por unos eternos segundos. Luego bajó la vista. Observó el culo desnudo de Alma, el cuerpo sudado de su marido, el temblor en el aire.

Alma ni se movió. Sonrió.

—Disculpe, señora… no sabíamos que iba a venir.

Lucía apretó la mandíbula. Dejó el folder sobre la mesa sin decir palabra. Dio media vuelta, y salió cerrando la puerta con un golpe seco.


Martín se quedó parado, jadeando. Pálido.

Alma giró el rostro hacia él, con una mezcla de desafío y dulzura.

—¿Y ahora, jefe? ¿Vas a decidirte?

Martín no contestó. Solo volvió a cogerla con más fuerza, como si ya no tuviera nada que perder.

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El lunes siguiente al escándalo fue un infierno.

Lucía no gritó. Fue peor. Llegó con un abogado, un listado de propiedades, cuentas, inversiones… y un rostro de mármol.

—Te vas de la casa esta misma noche —dijo, fría—. Quiero el divorcio. Y como ya lo sabés, me corresponde la mitad. De todo.

Martín intentó hablar, negociar, bajar el tono. Pero ella no lo dejó.

—No me interesa lo que sentís por esa pendeja. Quedate con ella. Y cogétela si querés, pero la casa, los autos, y la mitad de la firma me los quedo igual. Vos tomaste la decisión cuando se la metiste delante mío.


Firmó sin dudar. El orgullo lo obligaba a no arrastrarse más. Esa noche, Martín salió de su casa con una maleta y el corazón partido… pero el cuerpo todavía ardiendo por Alma.


Días después, se mudó a un departamento en zona céntrica, moderno, discreto. Alma lo estaba esperando en la puerta, con una sonrisa algo culpable… pero feliz.

—¿Estás enojado? —preguntó, mientras él entraba con las últimas cajas—. Sé que fue una locura, pero… si no pasaba algo así, nunca ibas a decidirte.

Martín cerró la puerta y dejó las cajas.

La miró fijo. Luego caminó hasta ella, serio.

—No estoy enojado —dijo con voz grave—. Estoy pelado. La mitad de mis bienes, mi casa, mis ahorros… volaron. Todo, por cogerte el culo en una oficina.

Ella tragó saliva. Pero antes de que pudiera disculparse de nuevo, Martín la empujó contra la pared con una sonrisa torcida.

—Así que ahora… vas a tener que pagarme con ese mismo culo.

Alma se mordió el labio.

—Encantada, jefe.

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La desvistió ahí mismo, contra la pared. Le arrancó la blusa, le bajó los jeans. No hubo caricias. Solo deseo salvaje. Le apretó las tetas, le mordió los pezones, la giró, y sin decir nada más, le escupió el culo, lo lubricó con los dedos, y le metió la pija de una sola embestida.

Ella gritó. De gusto. De placer culposo.

—¡Sí, castígame! ¡Hacelo tuyo, lo merezco!

La cogió contra la pared, apretándole las nalgas con fuerza, jadeando sobre su nuca.

—Todo lo que perdí, Alma… ¡te lo voy a cobrar así! ¡Culo por culo!

Ella reía entre gemidos, salvaje.

—¡Tomá todo, jefe! ¡Es tuyo! ¡Mi culo es tuyo! ¡Siempre fue tuyo!

Se vinieron juntos. Fuerte. Llenos de sudor y rabia y deseo. Y cuando cayeron sobre el sofá, abrazados, temblando… Martín ya sabía la verdad:

Había perdido mucho.
Pero había ganado el fuego que realmente lo quemaba.

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La vida con Alma no era calma. Era incendio.

Cada noche terminaba con gemidos, posiciones nuevas, gritos de placer contra las paredes del nuevo departamento. Martín, a sus 42 años, sentía que había vuelto a nacer.
Todo gracias a ese cuerpo, a ese culo y esa boca que lo tenían devoto.

Ese sábado, después de una cena ligera, Alma lo llevó de la mano al sofá. Se subió encima, lo besó lento y lo empezó a cabalgar despacio, con la mirada fija, los pezones duros, su trasero moviéndose con ritmo de diosa.

—Sos mío, jefe… ¿verdad?

—Completamente —jadeó él, sujetándola fuerte—. Me arruinaste la vida, pero también me la salvaste.

Ella rió, acelerando el movimiento de caderas.

—Entonces no me pidas permiso… rompeme. Hacelo como te gusta.

Él la giró, la empujó contra el respaldo y se la metió desde atrás con furia, sujetando esas nalgas gloriosas con ambas manos. Se la cogía con ganas, con peso, con fuego. El sonido de los cuerpos chocando llenaba el lugar.

—¡Qué rico te siento! —gimió ella—. ¡No pares, cogeme!

Martín la agarró del pelo, le lamió la espalda y terminó adentro, temblando, mordiendo su cuello mientras ella acababa con un gemido largo, casi animal.

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Esa misma noche, tirados en la cama, Martín la miró. Sin ropa. Sin barreras.

—Ven a vivir conmigo —dijo, tocándole el rostro—. Ya no quiero más departamentos de paso. Quiero que sea nuestro hogar.

Ella sonrió.

—¿Y si me quedo y te rompo todos los días hasta que no puedas ni caminar?

—Entonces confirmo —dijo él, besándole las tetas—. Mudate hoy.


Pasaron los días y Alma empezó a formar parte de su mundo. Ya no era un secreto.
Martín la llevaba a cenas, eventos, reuniones.
Ella, con sus curvas, su risa escandalosa, su culo perfecto en esos vestidos ajustados, no pasaba desapercibida.

Los socios, amigos, conocidos… todos lo miraban con la misma mezcla de respeto y envidia.
“¿Cómo hizo este tipo para agarrarse a semejante bomba?”

Martín lo notaba. Y le encantaba.

Ella le apretaba la entrepierna en el ascensor. Le susurraba cosas sucias en la oreja durante las cenas.
Y en cuanto volvían a casa… él la rompía como si se le fuera la vida en eso.


Una tarde, después de una sesión intensa en la ducha —él de rodillas, lamiéndole el culo, y ella acabándose en su lengua—, Alma lo abrazó por detrás y le susurró:

—Ya tenés mi cuerpo, mi casa, mi alma…
Ahora quiero que me des algo más.

—¿Qué cosa? —preguntó él, acariciándole las nalgas, aún húmedas.

—Quiero que me dejes embarazada. Quiero que me llenes de vos.

Martín la miró.
Su pija ya empezaba a reaccionar de nuevo.

—Entonces… abrí bien esas piernas —dijo—. Que esta noche te dejo mi apellido y algo más.

Ella rió, se acostó boca arriba en la cama, con las piernas abiertas, los ojos brillando.

—Hacelo, jefe. Llename. Haceme mamá con tu leche.

Y esa noche, entre embestidas profundas, besos sucios, gemidos y promesas calientes, Martín lo entendió todo:

Había perdido dinero. Status. Una vida falsa.

Pero había ganado una mujer real. Un fuego que lo quemaba… y que ahora quería convertir en familia.

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