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Secretos del Hogar 6

Me vestí con cuidado, eligiendo cada prenda como si fuera una armadura para la despedida. Un collar de encaje blanco se sentía delicado contra mi piel, las bragas a juego, un atisbo de inocencia que ya no poseía. Sobre él, me puse la larga bata de seda negra. Se abría, contrastando marcadamente con el blanco que llevaba debajo, una metáfora perfecta de mi dualidad: la elegante fachada que ocultaba el deseo puro e íntimo que se escondía bajo ella. 


Secretos del Hogar 6


Me observé en el espejo. Me sentí cómoda, dueña de mi cuerpo, y atrevida, sabiendo exactamente el efecto que quería causar.
Gustavo me esperaba abajo. Cuando me vio bajar, su mirada oscureció de inmediato, recorriendo la abertura de la bata hasta vislumbrar el blanco del encaje. 

—Estás devastadora —murmuró, acercándose y deslizando una mano por dentro de la seda para posarla en mi cintura desnuda—. Lista para tu última lección. El trayecto al club fue un silencio cargado. No era incómodo, sino expectante. Sabía que ese día no sería como los anteriores

Las miradas se clavaron en mí al instante. No eran miradas de curiosidad, sino de reconocimiento hambriento. Un hombre con los hombros anchos y una sonrisa que prometía pecado se separó de la barra y se plantó frente a mí.

—Mierda, mira lo que acaba de entrar —dijo, su voz un rumor grave que cortaba la música. Sus ojos recorrieron la bata abierta, deteniéndose en el collar de encaje. —Pareces un regalo, cariño. ¿Vas a dejarnos desenvolverlo?—

Una sonrisa lenta se dibujó en mis labios. Esta vez no me quedé quieta. Dejé que sus dedos recorrieran la solapa de mi bata, abriéndola un poco más, dejando al descubierto el borde superior del sujetador de encaje blanco. —Depende— dije con voz más firme de lo que sentía. —¿Sabes cómo manejar cosas delicadas?— Su sonrisa se amplió. 

Otro hombre apareció a mi lado, su mano encontrando la parte baja de mi espalda, su toque audaz y seguro. —Oh, tendremos mucho cuidado con la envoltura— , murmuró, son su aliento caliente contra mi oído. —Es lo que hay dentro lo que queremos devorar—

Un escalofrío, agudo y eléctrico, me recorrió. Esto era diferente. Era yo, invitándolo, controlando el juego. Me incliné hacia el toque del segundo hombre, dejando caer la cabeza ligeramente hacia atrás, exponiendo el collar de encaje en mi garganta como una ofrenda.

—Pruebalo— los reté, mi voz un susurro cargado de desafío.

Fue la única invitación que necesitaron. Manos, al principio cautelosas, luego con más confianza, comenzaron a explorar. Una se deslizó dentro de mi bata, su palma cálida y áspera contra la seda de mi bata. Otra recorrió la línea del cuello de encaje con la punta de un dedo, provocándome escalofríos. Un tercer hombre se unió, sus dedos finalmente encontraron el lazo de mi bata y lo soltaron por completo.

La seda negra se arremolinó a mis pies, dejándome de pie en el centro del club, vestida solo con el delicado conjunto de encaje blanco y mis tacones altos. Un gemido colectivo de agradecimiento surgió de los hombres que me rodeaban. Sentí una oleada de calor, no de vergüenza, sino de poder puro y puro. No solo tomaban; yo daba, y estaban asombrados.

El primer hombre, el de los hombros anchos, se arrodilló frente a mí, deslizando sus manos por mis muslos cubiertos por medias. "Dios, eres aún más perfecta de lo que imaginaba", susurró, antes de presionar su boca contra mí a través de las bragas de encaje blanco.

Grité, enredándome las manos en su cabello, no para apartarlo, sino para retenerlo. Esto era lo que deseaba. Esto era lo que tanto anhelaba. Ser deseada, adorada y tener el control absoluto de mi propio placer. Miré por encima de las cabezas y vi a Gustavo observando desde la barra, con una copa en la mano y una sonrisa de orgullo posesivo en los labios

El hombre de rodillas frente a mí no perdía el tiempo. Su boca era ardiente y desesperada a través del delicado encaje blanco de mis bragas, su lengua acariciaba mi clitoris con un ritmo frenético que me hacía ver las estrellas. Apreté su cabello con más fuerza, restregándome contra su rostro, y mis gemidos se unieron a la sinfonía de sonidos del club.

—¡Sí, así! ¡No pares! —grité, abandonándome a la sensación.

Pero un solo hombre no era suficiente. No esta noche. Unas manos me agarraron las caderas por detrás, tirándome hacia atrás hasta que me presioné contra otro cuerpo duro y ansioso. Sentí su erección en la parte baja de mi espalda, una promesa de lo que estaba por venir.

—Date la vuelta, preciosa —una voz diferente se escuchó en mi oído—. Quiero probar esa boca mientras te penetro.

Me dieron la vuelta, de espaldas al hombre de rodillas quien se puso de pie. El nuevo hombre, de ojos oscuros y sonrisa diabólica, rozó sus labios con los míos. Podía saborear el whisky en su lengua y mi propia excitación en sus labios. Era obsceno y embriagador.. Mientras nos besábamos con una furia animal, El hombre detrás de mí finalmente apartó mis bragas de encaje empapadas y penetró mi culo con un movimiento suave y profundo. Grité en la boca del otro hombre, abrumada por la sensación.

—¿Te gusta, putita? —rugió el hombre que me penetraba, agarrando mis caderas con fuerza—. ¿Te gusta tener dos hombres a la vez?

—¡Sí! —jadeé, rompiendo el beso—. ¡Más! ¡Dame más!

Entonces fue ahi que el hombre con quien me besaba metio su dura verga en mi vagina

—¡Sí! —jadeé—. ¡Asii! ¡Dame asii!— Estaba atrapada en un perfecto y pecaminoso sándwich de sensaciones

Mis gemidos parecían ser la señal que todos estaban esperando. Otro hombre se acercó, con la polla ya en la mano, acariciándose mientras observaba el espectáculo. Apartó al hombre al que besaba sin contemplaciones.

—Mi turno —anunció, y me tomó del pelo jalandome de manera que mi cara quedó a centímetros de su verga metió en mi boca. Abrí bien los labios y el la metio sin rodeos. Mi lengua respondio recorriendo su miembro. Su sabor, salado y a piel, mezclado con el persistente sabor a whisky, era adictivo.

—¡Joder, qué boca tiene! —gemía el hombre en mi boca.

—¡Y qué culo más apretado! —añadió el que estaba detrás de mí, acelerando su ritmo.

Perdí la noción del tiempo y la vergüenza. Mi mundo se redujo al ritmo de sus embestidas, al sabor de la piel, a la sensación de manos agarrándome los pechos, mis nalgas y mi pelo.La gente alrededor vitoreaba, animaba, pero eran ruidos lejanos. Yo estaba en mi propio universo de placer.

—¡No pares! —supliqué, cuando sentí que uno de ellos se iba a retirar—. ¡Por favor, no pares! ¡Necesito más!

Otro hombre se acercó, Sus dedos reemplazaron la boca de un hombre que estaba entre mis piernas lamiendo mi vagina

—¿Te Quieres venir, princesa? —preguntó el hombre en mi oído—. ¿Te Quieres venir por nosotros?

—¡Sí! —grité, mi voz quebrada por la sobrecarga sensorial—. ¡Hazme  venir! ¡Por favor!

Eso fue todo lo que necesité. La oleada de placer en mi vientre se rompió. Un orgasmo más poderoso que cualquier otro que hubiera experimentado me atravesó, estremeciéndome hasta la médula. Me convulsioné alrededor del hombre dentro de mí, mi grito fue amortiguado por la polla en mi boca. Mi visión se volvió blanca y, por un momento, pensé que me desmayaría por la intensidad.

Mi clímax desencadenó el de ellos. El hombre en mi boca gimió primero, la liberación de su semen golpeó el fondo de mi garganta. Tragué con avidez, deseando hasta la última gota. El hombre detrás de mí me siguió, sus embestidas se volvieron erráticas mientras se vaciaba dentro de mí culo con un rugido gutural. El hombre en mi clítoris no se detuvo, prolongando mi propio orgasmo hasta que me convertí en un desastre tembloroso y sollozante.

Cuando finalmente se separaron de mí, Me desplomé sobre la superficie blanda más cercana, con el cuerpo cubierto de una capa de sudor y la evidencia de su deseo. Estaba completamente agotada, completamente utilizada y más feliz que nunca en mi vida. Los hombres se alejaron, dándome palmadas de aprobación, sus elogios sonando como música.

—Dios mío —jadeé, sin aliento, una sonrisa tonta y satisfecha en mis labios—. Eso... eso fue...

—Solo el principio, amor—dijo una voz familiar. Gustavo estaba de pie sobre mí, mirándome con ojos oscuros y llenos de lujuria—. El dia es joven. Y hay muchos más hombres que quieren rendirle culto a su reina.

Miré a mi alrededor, viendo las miradas hambrientas que aún me seguían. Una oleada de poder renovado me recorrió. Abrí las piernas ligeramente, una invitación silenciosa y desafiante.

—Que esperen su turno —dije, con una voz ronca por el uso

Gustavo se plantó frente a mí. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su mirada, cargada de una mezcla de orgullo, lujuria y algo más profundo que no me atrevía a nombrar, fue una orden y una súplica a la vez. Los demás hombres retrocedieron un paso, respetando su lugar, cediendo el protagonismo. Él era el rey, y yo... yo era su reina.

Sin romper el contacto visual, me deslicé de las manos que aún me acariciaban y me arrodillé en la alfombra gruesa del club. La música latía en mis sienes, sincronizada con el ritmo acelerado de mi corazón.Lo miré, la feroz posesión en sus ojos, y supe lo que necesitaba, lo que yo necesitaba darle. Mis dedos temblaban al desabrocharle el cinturón; el sonido del cuero deslizándose por las trabillas era ensordecedor en el silencio cargado que nos rodeaba.

Ya estaba duro, presionando contra sus pantalones. Cuando lo liberé, su miembro se expandió, grueso, venoso e íntimamente familiar. No lo dudé. Me incliné hacia delante y lo tomé en mi boca, tragándolo tan profundo como pude, mi garganta se estiró para acomodarlo. Era una reivindicación, un acto de adoración y sumisión que se sentía más poderoso que cualquier follada. Podía saborear la sal de su piel, sentir el pulso de su deseo contra mi lengua.

Gimió, un sonido profundo y gutural que era puro placer, y sus manos se hundieron en mi cabello, no forzando, sino guiando, marcando un ritmo que era a la vez exigente y reverente. 

—Eso es todo, mi vida— dijo con voz áspera, mirándome. —Cometela por completo. Muéstrales a quién perteneces— Obedecí, tomándolo más profundamente, hasta que se me llenaron los ojos de lágrimas y se me hizo un nudo en la garganta. Las lágrimas, nacidas de la pura intensidad del acto, comenzaron a correr por mis mejillas, trazando caminos a través de mi maquillaje cuidadosamente aplicado. No me importaba. Que lo vieran. Que vieran cuánto amaba esto, cuán completamente era suya en ese momento.

Lo sentí hincharse, su ritmo cada vez más frenético. —Me voy a correr— advirtió con voz tensa. Lo miré, con los ojos nublados por las lágrimas, y lo tomé aún más profundo, presionando mi nariz contra su piel. Su liberación fue caliente y amarga, inundando mi boca, y tragué hasta la última gota, sintiendo una perversa sensación de triunfo y conexión.

Cuando me separé, jadeando, con el maquillaje corrido y los labios hinchados, él me miró como si fuera la única mujer en el universo. Con una mano suave, me ayudó a ponerme de pie. Sin una palabra, me guió para que me pusiera a cuatro patas sobre los cojines bajos. La posición era sumisa, pero yo me sentía poderosa. Él se arrodilló detrás de mí.

Sus manos me agarraron las caderas y, con una sola embestida segura, me penetró por detrás, llenando un vacío que ni siquiera me había dado cuenta de que existía. Un gemido, largo y estremecedor, escapó de mis labios. Esta vez se sintió diferente. Más profundo. No solo una unión física, sino algo que me partió el alma. Estábamos rodeados de gente, podía sentir otras miradas, otras manos que se atrevían a acariciar mi espalda, mis piernas, pero todo era en vano. Lo único real era sentirlo dentro de mí, el sonido de su respiración entrecortada en mi oído, la forma en que nuestros cuerpos se movían juntos en un ritmo que parecía antiguo y nuevo a la vez.

Se inclinó sobre mí, su pecho presionado contra mi espalda, su boca junto a mi oído. —Te amo— susurró, una verdad cruda, aterradora y hermosa en medio de ese antro de pecado. —Dios me perdone, pero te amo—

Yo no pude responder con palabras. Un sollozo entrecortado fue mi única respuesta, pero mi cuerpo le habló por mí, apretándose alrededor de él, entregándose por completo. En ese momento, rodeada de desconocidos y bañada en sudor y pecado, no me sentí mal. Me sentí como en casa. Me sentí bien. Y por primera vez, con él moviéndose dentro de mí, susurrándome palabras que deberían haberme asustado, me sentí... amada. Era un amor torcido, nacido en la traición y alimentado en la lujuria, pero en ese instante, bajo las luces tenues del club, era la cosa más real que había sentido en toda mi vida.

El mundo se había reducido a jadeos, sudor y la textura de la piel de Gustavo bajo mis uñas. Me embestía con un ritmo frenético y posesivo, nuestros cuerpos chocando en la tenue luz del club. Estaba perdida en ello, en su cruda y sucia realidad, mis gemidos eran fuertes y desinhibidos.

—¡Voy a acabar, Valeria! —rugió de pronto, su voz áspera y cargada con la tensión de su climax inminente.

De repente, me agarró de los hombros y me separó de él. —De rodillas. Ahora —ordenó, dejando espacio para la vacilación en su voz.

Obedecí sin pensarlo dos veces, deslizándome del sofá al suelo, mirándolo con una mezcla de devoción y hambre. Su mano ya estaba trabajando su longitud, acariciándose rápido y con fuerza. Allí estoy, de pie, con el pecho palpitante, esperando mi recompensa.

—Abre la boca. Más— gruñó, tensando el cuerpo. Lo hice, echando la cabeza hacia atrás, lista para saborearlo. Pero él tenía otros planes. Con un último gemido gutural, su orgasmo se disparó, no en mi boca, sino en mi cara. La primera línea caliente y gruesa aterrizó en mi mejilla, la siguiente en mi frente, nublándome la vista. Jadeé, más por sorpresa que por protesta, mientras él pintaba mi piel con su clímax, marcándome.


The slut


Quedé allí, jadeando, con la vista nublada y la cara caliente y pegajosa. Mi visión estaba borrosa, las luces del club se convertían en estrellas borrosas a través de la película pegajosa.. Una excitación retorcida y profunda se apoderó de mí. Comencé a limpiarlo con mis dedos, llevándomelos a la boca con un gemido de pura lujuria.

—Sí… mírame —le dije a Gustavo, mi voz era ronca y vulgar, empoderada por la humillación —Este es tu semen... en toda mi cara... tu buena putita— balbuceé, lamiéndome los labios. —Soy tuya, Gustavo. Solo tuya. Tu puta. Tu nuera convertida en tu juguete sexual personal. De nadie más. Solo...—

Me detuve en seco. Gustavo no me estaba mirando a mí. Su expresión no era de lujuria satisfecha, sino de una alerta glacial. Sus ojos, completamente abiertos, estaban clavados en algún punto detrás de mí, hacia la entrada del reservado. Su cuerpo se había quedado rígido.

—¿Gustavo? —pregunté, mi voz de repente pequeña.

Con una mano temblorosa, me limpié frenéticamente los ojos, frotándome con el dorso de la mano para poder ver. La sustancia blanca se emborronó, difuminando mi visión por un segundo más. Parpadeé, forcé la vista…Y entonces lo vi.

De pie en la entrada del reservado, silencioso como un espectro, estaba Adrián.

No se movía. No gritaba. Solo estaba allí, plantado, con el rostro pálido como la muerte y los puños apretados a los lados. Su mirada no estaba fija en Gustavo. Estaba clavada en mí. En mi rostro manchado, en mi cuerpo arrodillado, en la escena de degradación absoluta que se desarrollaba frente a él.

El silencio fue más ensordecedor que cualquier gemido. El mundo entero se detuvo. Yo me quedé congelada en el suelo, semidesnuda, marcada, mirando a los ojos de mi marido mientras toda mi nueva vida se desmoronaba en el lapso de un solo segundo. La mirada de Adrián no era de ira. Era de un vacío, de una desolación tan profunda que me heló el alma. Él ya no me veía a mí. Veía a un fantasma.


El ruido seco de la puerta principal al cerrarse de golpe fue como un disparo que atravesó la burbuja de placer en la que estaba inmersa. Todo se detuvo. La música, los jadeos, las risas bajas... todo se apagó, o quizás solo fue mi mente entrando en un estado de shock.

Adrián estaba plantado en el umbral de la sala principal del club. No estaba rojo de ira, no gritaba. Su rostro estaba pálido, devastado por una decepción tan profunda que me golpeó con más fuerza que cualquier grito. Sus ojos, esos ojos que alguna vez me habían mirado con amor, ahora recorrían mi cuerpo semidesnudo, la bata de seda negra en el suelo, el conjunto de encaje blanco que era una burla a todo lo que habíamos sido, los hombres que me rodeaban como buitres.

Me quedé paralizada. La sangre pareció congelárseme en las venas. Intenté decir algo, una palabra, una sílaba, pero mi boca no respondió. Era como si mis pies estuvieran clavados en el suelo. No podía moverme, no podía ni siquiera despegarme del hombre que tenía a mis pies. Yo estaba desnuda de una manera que no tenía nada que ver con la falta de ropa; estaba desnuda por el peso absoluto y aplastante de su decepción.

—Valeria —dijo. Era solo un susurro, pero cortó el aire como un cuchillo. No era una pregunta. Era una constatación. Una sentencia.

Los hombres a mi alrededor se apartaron lentamente, como si se alejaran de un cadáver contagioso. El silencio era absoluto, solo roto por el zumbido en mis oídos.

—¿Esto? —continuó Adrián, y su voz empezó a elevarse, no con furia, sino con un dolor agudo que era mil veces peor—. ¿Esto es lo que eras? ¿Esto es lo que escondías detrás de tus mentiras y tus cenas perfectas? Una... una puta de club. Una cualquiera.

Cada palabra era una puñalada. "Puta". "Cualquiera". Yo quería hundirme en el suelo, desaparecer. Quería gritar que no, que era más que eso, pero la vergüenza me tenía inmovilizada. Bajé la mirada, incapaz de soportar el peso de su desprecio. Las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas, calientes y silenciosas.

—¡Mírame! —rugió de repente, y el escándalo hizo que hasta los más ebrios se estremecieran—. ¡Mírame a los ojos, Valeria! ¿No tienes valor ni para eso? ¿Para mirar a la cara a tu marido después de... de esto?

Intenté levantar la cabeza, lo intenté con todas mis fuerzas, pero no pude. Solo podía ver sus zapatos, manchados de la calle, en el suelo limpio del club. Él seguía gritando, su voz quebrándose entre el dolor y la rabia, pero sus palabras ya no eran más que un ruido lejano, un eco en la cámara de tortura en la que mi mente se había convertido.

—¡Toda nuestra vida! ¡Una mentira! ¡Y con mi...! —No pudo terminarlo. La idea de su padre era un veneno que no podía pronunciar. Hizo un sonido entre ahogado y de asco, y dio media vuelta.

No me golpeó. No se abalanzó sobre mí. Simplemente se fue. Sus pasos resonaron en el pasillo y luego el portazo final, que selló mi condena.

Yo me quedé allí, tirada en el suelo del club, rodeada de desconocidos, cubierta solo por un encaje blanco que ahora me parecía la prenda más sucia del mundo. No me moví. No podía. La decepción en los ojos de Adrián me había dejado hecha añicos, y no había fuerza en este mundo o en el infierno que pudiera juntarlos de nuevo. El escándalo había terminado. Solo quedaba el silencio, y yo, paralizada en el centro, sabiendo que había perdido algo mucho más valioso que mi dignidad: había perdido el respeto del único hombre que, en el fondo, aún me importaba.

El portazo resonó en mi alma mucho después de que el sonido físico se hubiera disipado. La imagen de los ojos de Adrián, no enfadados, sino destrozados por una decepción que me atravesó como un cristal, me tenía clavada en el suelo del club. La música había vuelto, los murmullos también, pero para mí el mundo seguía en un silencio absoluto y helado.

Estaba desnuda, pero la exposición de mi cuerpo no era nada comparada con el brutal despojo que su mirada había realizado de mi alma.. Las lágrimas caían calientes y silenciosas por mis mejillas, mezclándose con el sudor y el rímel. Los hombres que momentos antes me rodeaban como devotos se habían dispersado, incómodos, dejándome sola en el centro de mi propia vergüenza.

Fueron unas manos firmes, no suaves, las que me envolvieron en una manta áspera y me levantaron del suelo. Gustavo. No dijo una palabra. Su rostro estaba serio, sus ojos brillaban con una mezcla de triunfo y preocupación. Me guió a través de la multitud, que apartaba la mirada o nos miraba con morbosa curiosidad, hasta una pequeña habitación privada en la parte de atrás.

—Basta —dijo por fin, cerrándola puerta y dejándome caer en un sofá de cuero desgastado. Su voz era áspera—. Se acabó, Valeria. Te ha visto. Te ha visto por lo que realmente eres, por lo que realmente quieres ser. Ya no hay vuelta atrás.

—Él... él me odia —logré balbucear, temblando sin control.

—¡Peor! —exclamó él, agachándose frente a mí para mirarme fijamente a los ojos—. ¡Le das igual! La decepción mata más rápido que el odio. Eres una página pasada para él. Ahora solo te queda una opción: ser la dueña de esta nueva vida o arrastrarte de vuelta a la que acaba de morir para suplicar un perdón que nunca llegará.

Sus palabras, duras como piedras, tenían la fría lógica de la verdad. ¿Volver a casa? ¿Afrontar esa mirada vacía cada día? Era una sentencia peor que la muerte.

La noche siguiente al escándalo la pasé en un hotel barato con Gustavo. No hubo sexo. No hubo consuelo. Yo estaba tiesa, en estado de shock, y él se movía con una cautela inusual, como si mi fractura fuera tan evidente que temía hacerme añicos por completo. Me abrazó por detrás en la cama, pero su cuerpo era una barricada, no un refugio. Sus brazos alrededor de mí parecían restricciones, no un consuelo. El silencio entre nosotros estaba impregnado de la verdad tácita: él había ganado, pero el premio estaba roto.

—Duerme, Valeria —murmuró contra mi nuca—. Mañana todo se verá diferente. Sin él, podrás ser quien realmente eres.

Sus palabras querían ser un bálsamo, pero sonaron a epitafio. ¿Quién era yo realmente? En ese momento, solo era un vacío doloroso.

A la mañana siguiente, una tenue y gris luz entró por la ventana del hotel. Un último, desesperado y estúpido rayo de esperanza se encendió en mi pecho. Tal vez… tal vez si veía a Adrián, si le suplicaba, si le explicaba… algo. No sabía qué, pero algo. Necesitaba verlo.

—Tengo que ir a la casa —dije, levantándome de la cama con una determinación fantasma.

Gustavo frunció el ceño. —Es una mala idea, Valeria. No vas a encontrar lo que buscas.

—¡Tengo que intentarlo! —casi grité, la voz quebrada por las lágrimas reprimidas.

Él suspiró, resignado. —Está bien. Pero yo te acompaño y espero fuera. No quiero que estés sola.

El trayecto en coche fue un silencio opresivo. Cada calle familiar era un cuchillo. Al doblar la esquina de nuestra calle, mi corazón se aceleró con un miedo esperanzado. Pero entonces, lo vi.

No fue la casa lo que vi primero. Fueron las cajas. Media docena de cajas de cartón, apiladas de cualquier manera junto a la puerta principal de mi hogar. Mi hogar. La puerta estaba cerrada. Las cortinas, corridas.

Gustavo detuvo el coche a una distancia prudencial. —Valeria… —comenzó a advertir, pero yo ya había abierto la puerta y salía corriendo.

Las piernas me temblaban tanto que casi caigo. Me acerqué a las cajas como quien se acerca al borde de un acantilado. En la caja de arriba, escrita con un rotulador negro y una letra que reconocí al instante (la de Adrián), había una sola palabra: "VALERIA".

Con manos temblorosas, abrí la solapa. Ahí estaba. Mi suéter favorito, el que usaba los domingos por la mañana. Un par de zapatos. Mis cremas del baño, metidas sin cuidado en una bolsa. Mis libros de cocina. Fotografías nuestras, enmarcadas, pero con el vidrio roto en una de ellas, como si hubiera sido arrojada a la caja con rabia. No eran solo mis cosas. Eran los pedazos de mi vida, de nuestra vida junta, empaquetados y expulsados a la calle como basura.

Me desplomé de rodillas en la acera, enterrando el rostro en el suéter que aún olía vagamente a nuestro hogar, a él. Un sollozo seco y desgarrador me sacudió. No había ni siquiera una nota. Solo las cajas. El mensaje era más claro que cualquier insulto: Ya no eres bienvenido aquí. Ya no significas nada para mí.

La puerta de la casa no se abrió. Adrián no apareció para ver mi dolor. Ese fue el golpe final. Mi sufrimiento le era indiferente. Ya no importaba.

No sé cuánto tiempo estuve allí, abrazada a esa caja. Finalmente, unos brazos fuertes me rodearon. Gustavo. Esta vez, no me levantó con brusquedad. Se arrodilló a mi lado y me sostuvo mientras yo lloraba todo el dolor, la vergüenza y la pérdida.

—Ya está —murmuró, y su voz sonó extrañamente suave—. Ya pasó. Lo peor ya pasó. Ahora, ¿vas a quedarte aquí llorando sobre lo que tiró a la basura, o vas a venir conmigo a construir algo que sea solo tuyo?

Levanté la vista. Mis lágrimas habían manchado el rotulador de la caja, difuminando mi nombre. Miré la puerta cerrada de la casa que había sido mi vida. Y en ese momento, algo se quebró dentro de mí para siempre. La última chispa de esperanza se apagó.

Me levanté, con esfuerzo, apoyándome en él. Di un último vistazo a las cajas. Luego, con una calma que nació del vacío total, me di la vuelta.

—Vámonos de aquí —dije, y mi voz no temblaba—. No hay nada para mí aquí.

Subí al coche sin mirar atrás. Mientras nos alejábamos, supe que la mujer que había sido Valeria, la esposa, se había quedado allí, arrodillada en la acera. La que se iba con Gustavo era otra. Una mujer vacía, sí, pero también libre. 

El Reed Door dejó de ser un lugar y se convirtió en mi piel. Mi nueva dirección. Gustavo tenía razón: después de que Adrián dejara mis cosas en cajas en la acera, no me quedaba nada, excepto esto. Y esto resultó ser todo lo que necesitaba.

Las primeras semanas fueron un borrón de sensaciones destinadas a anestesiar el dolor. Me convertí en un recipiente para el placer, tanto dado como recibido. Mis días se difuminaron en noches, marcadas no por las horas, sino por las diferentes manos, bocas y cuerpos que me adoraban. Ya no era la esposa de nadie. Era "Valeria, la del vestido sexy", "Valeria, la que no dice que no", "Valeria, la diosa".

Gustavo era mi sumo sacerdote. Me presentaba, cuidaba que nadie cruzara líneas que yo no quisiera cruzar (y yo, en mi caída libre, rara vez ponía límites), y me observaba con un orgullo perverso que, contra toda lógica, me hacía sentir observada. En el ojo de aquel huracán de carne y sudor, me sentí, por primera vez, genuinamente deseada. Y en esa desesperada necesidad de ser deseada, confundí el síntoma con la enfermedad: me sentí amada.

Exploré todas mis fantasías secretas y otras que jamás hubiera imaginado. Hubo noches con varios hombres en las que perdí la cuenta de dónde estaban las manos, mañanas en las que servía a desconocidos como un ritual lento y despertado, y tardes dedicadas a satisfacer fetiches específicos e intrincados que me hacían sentir poderosa en mi absoluta sumisión. Cada susurro sucio era un rezo, cada gemido un cántico. Este era mi evangelio, escrito sobre mi piel.q

Y entonces, un día, el mundo giró. No fue un mareo por exceso, sino una náusea persistente, una fatiga que se colaba entre los orgasmos. Una sospecha absurda se instaló en mi mente. En el baño del club, entre el olor a desinfectante y perfume caro, la pequeña cruz azul en la prueba de embarazo apareció como una sentencia divina, o quizás, una última y retorcida bendición.

Se lo dije a Gustavo esa misma noche, mientras me pintaba los labios de rojo frente al espejo de su despacho privado. Se quedó quieto, y por un segundo, vi el miedo en sus ojos. Luego, una sonrisa lenta, amplia y genuina, iluminó su rostro.

—Es mío —afirmó, con una certeza que no admitía discusión, abrazándome con una fuerza que no usaba desde hacía meses—. Tiene que ser mío. Será un rey aquí. Nuestro rey.

No lo corregí. ¿Para qué? La duda era mi pequeño secreto, mi último fragmento de poder en este mundo que él me había dado. ¿Era suyo? ¿Era de algún cliente anónimo de una noche cualquiera? ¿Era, por algún milagro macabro, de Adrián? La incógnita era un eco de mi vida pasada que ahora vivía dentro de mí.

Ahora, mi vientre es una curva dura y redonda bajo mis vestidos de seda, que ahora elijo más holgados. El club no se detiene por mí. Al contrario. Mi embarazo se ha convertido en el fetiche supremo.Los hombres me miran con una nueva clase de ansia, un asombro reverente, casi primitivo. Sus caricias son más posesivas, sus susurros más cargados de promesas. Me ven como el símbolo supremo de la fertilidad, la madre de todos sus pecados. Gustavo me observa con más atención; su posesividad ha renacido con la promesa de un heredero.

Y yo… yo sigo aquí. Mi cuerpo, ahora pesado de vida, todavía se arquea bajo los extraños, todavía encuentra su liberación en medio del caos. El sexo es diferente, más lento, a veces más incómodo, pero es la única constante que me queda. Es el ritmo de mi corazón. Esta criatura nacerá entre el humo y la música, en medio de este templo de placer inmediato. No sé qué clase de madre seré. Solo sé que esta es la vida que elegí, o que me eligió a mí. Y mientras un hombre cuyo nombre ya no recuerdo me susurra obscenidades al oído y sus manos acarician mi vientre, cierro los ojos y sonrío. Esta es mi normalidad. Este es mi ahora. Y, por ahora, es suficiente...FIN


Así finaliza Secretos del Hogar. Agradezco profundamente a todos los que siguieron este viaje lleno de pasión, traición y consecuencias. Me tomaré un par de semanas para descansar y planificar nuevas narrativas antes de traer otra historia. Cualquier comentario, puntos, aportes o ideas que quieran compartir sobre esta serie u otras son más que bienvenidos. ¡Gracias!

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