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La visita de mi madre

Mi mamá vino a visitarnos en enero para pasar mi cumpleaños y aprovechar el final de las vacaciones, justo antes de que empezara mi último año de colegio. Como ya les conté, desde los tres años vivía con mi abuela materna, porque cuando mi mamá se volvió a casar, mi padrastro no quiso que me llevara con ellos. Y como se mudaron a Recife, una ciudad muy lejos de Manaus, y los pasajes de avión eran caros, solo podíamos vernos cada dos o tres años. La última vez había sido poco más de dos años atrás, cuando ocurrieron aquellos eventos que ya les conté.

Ya superaba con holgura el metro ochenta y había ganado masa muscular, sobre todo gracias al vóley y al jiu-jitsu, que se había puesto de moda en mi ciudad. Pero lo más importante era otra cosa: me había cogido todo lo que se dejaba, sin vueltas ni miramientos. Lindas o feas, gordas o flacas, viejas o jóvenes… como decimos allá, lo que caía en la red era pescado. Y en esa movida, algunas mujeres de la familia también cayeron.

Por eso, antes de su viaje, en una llamada mi madre se puso más seria conmigo. Me habló del tema de nuestro pasado y me dijo que había sido un error grande, que no podía repetirse, que había sido culpa suya por falta de firmeza, pero que ahora estaba activa en la iglesia. Me pidió que yo me portara bien durante su visita. Yo le dije que sí a todo; al fin y al cabo, había pasado tanta cosa que eso ya parecía de otra vida, aunque en mi cabeza seguía bien vivo. Tengo memoria para todo. Pero no quise ponerla incómoda. Igual yo ya estaba en otra: tenía novia, iglesia, banda… en fin.

Al principio intentamos mantener cierta distancia, sobre todo porque mi abuela tenía la mirada siempre encima nuestro. Pero ya en los primeros días ese hielo empezó a romperse. El detonante fue cuando ella entró a mi cuarto para llevarse las sábanas a lavar. Yo ya estaba acostumbrado a vivir solo, porque mi abuela pasaba más tiempo en la quinta, y no me fijaba siempre en cerrar la puerta, más todavía porque mi pieza quedaba en un rinconcito del pasillo donde casi nadie pasaba. Pero justo ella entró y me vio en bolas, con una erección matutina. Fue un accidente, de esos que pasan en cualquier familia, pero esa puerta abierta terminó siendo la que dio paso a todo lo que vendría después.

Después, ella me dijo:
—Mantené la puerta cerrada cuando te estés secando, oye. Creciste mucho.
—¿Te parece?

Ella notó la ironía en mi expresión y se apuró a corregirse:
—Moderate… no hablaba de eso. Pero sí, creciste… hasta en eso también.

A partir de ahí empezaron las miradas cada vez más atrevidas de mí parte, hasta que una mañana la vi de espaldas en la cocina, con un vestido que dejaba adivinar el calzón. Me acerqué despacio. Al principio siguió ocupada en lo suyo, como si nada, y yo me animé a acariciarle la espalda. Como ella siguió charlando normal, bajé un poco más la mano, hasta sentir la tela de su calzón a través de la ropa. No dijo nada, así que terminé agarrándole la nalga.
La visita de mi madre


—¿Qué hacés?
—Nada… solo averiguando.
—¿Averiguando qué, Matheus?
—No sé… creo ya haber visto ese vestido. ¿Es de la tía Mónica, no?
—Sí. Es que no me traje mucha ropa, ella me prestó.

No pude evitar acordarme de aquella vez que intenté avanzar con la tía Mónica, después de haberme ido bien con tía Lucía y con tía Andrea, todo confianzudo… y ella me puso en mi lugar. 

Las dos eran gemelas idénticas, aunque con distinto carácter y forma de vestir.

Pero yo seguía con la mano en su nalga.

—Sacala, Matheus.
—¿Por qué? Se siente bien.

Me miró seria, pero en sus ojos vi un atisbo de rendición.

—Ya hablamos de esto, hijo. No empieces.
—Lo sé, pero…
—Tu abuela nos va a ver. Basta.
—Ok.

Me corrí. Y ella siguió como si nada.
—Sentate ahí, que te sirvo. Está riquísimo.

Yo, con ironía:
—Ya comprobé que sí.

Ella se rió.
—¡Sos terrible!

Cuando se acercó, volví a apretarle el culo, con más ganas.
—Ya, suficiente —me dijo.

​Al ser una madre ausente, ella siempre fue incapaz de ponerme límites. Esa debilidad fue precisamente la causa de lo que sucedió la vez pasada, y la razón de lo que inevitablemente volvería a pasar.


La tarde de pileta en la casa de tía Mónica nos acercó un poco más al peligro. Como era el único hombre en el junte, me tocó encargarme del asado… mientras disfrutaba de la vista. Tía Mónica era la más despampanante: dueña de una tienda de ropa femenina, siempre aparecía con los últimos modelos de bikini, o sea, diminutos, y obsesionada con las marquitas de sol. Tía Lucía iba detrás, aunque su cuerpo no era tan voluptuoso. Mamá estaba toda cubierta, pero daba igual: Ella y tía Mónica son idénticas, y verla a mi tía entangada era como ver a mi madre. Una sensación muy morbosa.

Pero la abuela, en cambio, no me quitaba los ojos de encima: me vigilaba de cerca, sabiendo exactamente lo que me pasaba por la cabeza.

Lo chistoso es que tía Mónica se dió cuenta de mis miradas. Un rato a solas, en la lavandería, se me plantó y me dijo:

—Oye, dejá de mirarme el culo, muchacho; que mamá lo está notando.

En un atisbo de coraje le solté:
—No jodas, tía, con ese hilo que te cargás y esas gomas , como no le voy a mirar?

Ella, que nunca me había oído hablar así, se quedó sorprendida y después respondió, medio al borde:
—¿Pero qué te pasa? ¿Va a ser así ahora, eh?
Me hice el opa y le dije que era broma.

—Más te vale —me soltó.

Después de una tarde entera mirando culos, fui a visitar a mi novia y me descargué. Pero al volver a la casa de mi tía, donde íbamos a dormir, ví a mamá en la lavandería donde antes había charlado con tía Mónica. No lo pensé dos veces y la sorprendí con la mano en el culo. El hambre era tanto que ni me fijé que podría ser mi tía. Fue mamá quién me hizo pensar.
madura


—Modérate, oye. Déjame ya.

—Sólo un ratito, ma.

—No. Imagínate si fuera Mónica.

—Me da igual.

—Pues ella está que te quiere matar. Ya nos contó lo que le dijiste, y estuvo muy mal. Tú no eres así.

—Que chismosa. Sólo era una broma.

—¿Broma? Ni que broma, Matheus. Le contó a mamá, viste. Ya, pará. Alguien puede venir, no seas tonto.

—Nadie va a venir. Están viendo tele en el cuarto.

—Matheus, moderáte, eso es incesto! Dijo la palabra susurrando como si tuviera vergüenza de escucharla. Y confieso que escucharla me hizo estremecer también, como si recién me diera cuenta de eso.

—¿Sabes qué es eso? 
Cómo no contesté ella continuó:

—No hay que tocar así… a las madres…

—Lo sé, ma. La corté para que no continuase.

—Entonces ¿por qué sigues? Ya vas mucho tiempo, andá.

Me fui, pero al pasar por la puerta del cuarto de mi tía vi que seguían viendo la película, así que regresé. No iba a perder la oportunidad: las dos veces que la había tocado no había hecho nada más que hablar, sin ningún gesto realmente convincente, y además parecía que lo disfrutaba. La encontré en la misma posición, como pensativa, y al verme me preguntó qué hacía de nuevo allí. Yo fui directo con la mano a su culo, pero esa vez me atreví a meterla dentro del calzón, mientras ella seguía, tratando de convencerme de que parara.

Cuando puse un dedo en su agujero, me miró sorprendida, incluso con una sonrisa.

—Ey, ¿qué haces? No es ahí… ese es mi culo —dijo bajito en la última palabra.

—Perdón. Confieso que lo hice a propósito. Siempre se sorprendían. Pero ella dijo:

—Eso no se hace por ahí. No andes haciendo eso, ¿eh? Es sucio. Señal de que no lo había hecho, o no lo hacía mucho.

Sonreí acordándome de las veces en las que había destrozado el culo a la abuela. 

Saqué mi mano de atrás pero puse la otra adelante, directo en su calzón y aunque ella haya tratado de obstaculizar el paso , logré alcanzar su coño totalmente húmedo.

—Ma, estás mojadisima.

—Como no voy a estar si no dejas de tocarme!

—Que rico. Me dan ganas de comerte. 

—No digas eso. Estás loco? Dios…

—Ay no pongas a Dios en eso, ma.

Estuvimos poco tiempo en eso porque escuchamos mi abuela. Paramos y nos acomodamos rapidísimo. Al pasar por la puerta ella me fulminó con los ojos, pero desde el pasillo la escuché hablar con mi madre como si nada y tuve la sensación de que no había visto nada, pero fue un error.

Al día siguiente llevé a mi mamá al zoológico. Fuimos solos y yo esperaba encontrar un rincón para manosearla, pero ella amaneció rara. Yo sabía que era por lo de la noche anterior pero no me pareció la gran cosa, hasta que, cuando por fin estuvimos a solas, ella me contó que la abuela sí nos había visto. Y no solo eso: que la tía Celia (hermana menor de mi madre ) le había dicho hace mucho que nos había encontrado en pleno acto aquella vez en el sofá de su departamento. Lo había contado como si hubiéramos cogido, cuando en realidad nunca pasamos del manoseo y mamadas de tetas. Mamá tuvo que negarlo, pero su madre no le creyó o no le importó y le tiró la peor tratada.

Yo me quedé molesto, al punto de casi contarle en ese mismo instante todo lo que había pasado entre mí y la abuela. Qué hipócrita: haciéndola sentir a mi madre la peor mujer del mundo, cuando ella misma… Me contuve. Decidí buscar a la abuela después y decirle unas verdades. El paseo ni se dio en realidad: Mamá estaba malhumorada y yo apenas intentaba calmarla.

Al llegar a la casa, se fue a dormir temprano. Yo fui directo al cuarto de la abuela. Le dije que se había portado muy mal y que pensaba contarle a mamá lo que había pasado entre nosotros. Mí abuela se puso muy molesta, aunque hablaba en susurros para no despertar a mamá. Me dijo que no le dijera nada, que solo había hablado porque nos había visto y quería evitar que pasara a más. Que no estaba bien, que aquello era un pecado horrible, que éramos cristianos, y que lo nuestro también había sido un error tremendo, por mi culpa y mi insistencia (y en parte era verdad).

Pero yo estaba demasiado enojado y le solté:

—¿Qué decís, si me pedías que te follara como esposo?

Recordé aquella vez en que la estaba dando por la cola en la del misionero y me miró fijo, diciendo que la follara como esposa. Yo entendí que era por el coño, sí, pero no era solo eso: quería besos, romanticismo… y ese día gozó como nunca, dejó el colchón empapado. El recuerdo la hizo enojar y me dio un manazo. Yo me quedé quieto, mirándola. El golpe me despertó un poco: ella tenía razón. 

Alcé la vista y vi el espejo del baño; ella también miró hacia allá. Creo que los dos recordamos lo mismo: aquella vez que la follé mirándonos en el espejo, procesando lo que hacíamos mientras mi verga se perdía en lo más hondo de su culo.

Y entonces, en medio de ese silencio, me dijo algo tan descolgado que casi me hace reír:

—Me reventaste toda, me dejaste tan floja que entra como si nada.

—Pero te gusta —le respondí.

—¿Y eso qué importa? No es algo de lo que uno debería disfrutar.

Desperté del recuerdo con ella diciéndome en serio:

—Mira, hicimos muchas cosas mal, pero ya está. Solo no sigas.

Me fui a mi cuarto cabreado. No podía dormir: la cabeza me daba vueltas, entre el enfado, el deseo y la culpa. Al final me levanté y fui al cuarto de mí madre. No quería cogerla; quería abrazarla, porque me venía a la mente su carita triste de la tarde y me daba tanta pena como ternura. ¿Qué me importaba la abuela, por más razón que tuviera?

Pero al llegar al cuarto, la puerta estaba trancada. Si tocaba, seguro despertaba a la abuela, que tenía el sueño muy liviano. Al volver hacia mi cuarto pasé por la puerta de mi abuela. Un pensamiento me cruzó la cabeza. Retrocedí unos pasos y probé la manija. Estaba abierta. Aquello era raro: ella siempre cerraba. Entré, cerré detrás de mí, encendí la luz… y la vi.

Estaba echada de espaldas hacia la puerta. Saqué la verga y la mojé con saliva antes de subirme a la cama. Me tiré a su lado, la destapé, subí su camisón, corrí el calzón para un costado y la clavé.
Incesto Familiar


Siempre me sorprendía cómo, después de parir cinco hijas, seguía siendo tan apretada. La sentí despertarse antes de que se diera la vuelta. Esperé la full reprimenda, pero solo se me quedó mirando fijamente, como a veces lo hacía. 

Ya les conté: Mi abuela todavía era relativamente joven, rondaba los cincuenta, pero seguía siendo una mujer atractiva de rostro, con unos ojos hermosos que mi madre había heredado. Y de cuerpo… tenía unas tetas y un culazo que daban envidia a cualquiera de sus hijas.

Traté de besarla pero no quería.

—Mira que es para callarte, que ahorita vas a empezar a chillar y a hacer ruido.

Entonces ella se dejó. Besaba increíble, cómo mujer apasionada. Me atrevo a decir que hasta aquella edad nadie me había besado como ella. Yo sabía que era por mi fallecido padre, ya que había sido su amante y todos decían que yo era su copia viva, aunque, cuando se lo pregunté, se enojó. Y para mí, esa reacción había sido la confirmación. Gemía en mi boca, yo sentía su aliento caliente, pero no dejaba de mirarme con los ojos bien abiertos. Esas reacciones raras, intensas, de mí abuela, yo nunca me olvidé. 

Es imposible describir el morbo que siento hasta ahora al recordarme. De hecho acabo de verla. Está con 79 años, y en las muy pocas veces que hacemos referencia a esas épocas nos hace reír. Pero eso es solo ahora, por mucho tiempo sentimos mucha culpa, sobre todo yo. Porque ella siempre fue para mí más madre que mi madre. La que me creó. Y en aquél entonces esa sensación era más fuerte todavía. Y allí estaba yo, cogiéndola y besándola. 
madre


Cambiamos de posición a la del misionero, que en Brasil se llama papá y mamá.

—Eso está muy mal, Matheus. Muy mal.

—Lo sé.

En poco tiempo ella buscó mi boca para ahogar los gemidos, pero no la dí.

—Me vas a hacer gritar.

—Grita.

—Nooo.

Aumenté la velocidad. Ella empezó a jadear. Yo pensaba en mi madre en el otro cuarto. Estaría escuchando? Ojalá que sí. Que sepa lo que le va a tocar. Lo dije en voz alta porque mi abuela dijo:

—Sos un bárbaro. Cómo podés pensar en eso. Pecas y nos haces pecar todavía. Ella lo decía entrecortado, entre gemidos cada vez más fuertes.

Un rato, mirándola, el rostro contraído, todo sudado, a punto de venir. Le pedí que abra la boca. Ella lo hizo y yo le tiré un escupitajo. Uno, después otro y otro. Sentí su fuego al venirse. Yo también me vine, pero no paramos. Fuimos hasta la madrugada adentro, nos quedamos exhaustos.
incesto


Al despertar me di cuenta de que estaba en su cama. Pasaba las 10 de la mañana. Me fui corriendo y aún medio sonámbulo a mi cuarto. Oriné, me lavé la cara. Me fui a la cocina y mi mamá estaba allí.

—Hola. Le dije.

Le di un besito en el cachete y me senté en la mesa. Ella me miró fijamente y yo ya supe que me iba a decir.

—Los escuché ayer.



Continuará…
 

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