Verónica no era solo la hermana menor de mi madre; Era el tabú silencioso de mi juventud, un secreto que yo guardaba en el rincón más oscuro y caliente de mis fantasías. A mis veintiún años, la admiración que sentía por ella había madurado en una necesidad más compleja, más urgente.
Ella, a sus treinta y seis, irradiaba esa confianza serena que solo la madurez concede, y sus dos hijos no habían hecho más que refinar la silueta que yo memorizaba cada vez que la veía. Su trabajo como enfermera jefe le daba una autoridad y una disciplina que, fuera de la bata, se traducían en una seguridad electrizante. En reuniones familiares, me convertía en un observador meticuloso: el modo en que se reía, el gesto de llevarse el pelo hacia un lado, y sobre todo, la arquitectura perfecta de sus piernas cuando se sentaba, siempre cruzadas, siempre a la vista.
Verónica jugaba con las miradas. No era una provocación abierta, sino una indiferencia calculada que hacía que el deseo pareciera una falta de respeto, un pecado prohibido. Y yo, su sobrino, estaba condenado a ser el más respetuoso de todos.
Pero esa noche era diferente. El sol se había puesto sobre la casa campestre, y la familiaridad del ambiente, el calor del tequila compartido y la música baja estaban erosionando los límites de la cortesía. Algo en la forma en que ella me había devuelto la mirada un par de veces me hizo sentir que mi fantasía, por una vez, había sido correspondida a través de la distancia.
Cuando Verónica se acercó a mí, la respiración se me contuvo. Su petición fue simple, banal:
—Sobrino, ¿me harías un favor? Cuando te vayas, ¿podrías acercarme a casa?
En ese momento, la formalidad de "sobrino" se sintió como una burla deliciosa. Ambos sabíamos que el viaje de vuelta, hora y media de oscuridad y carretera, era más que un simple favor. Era una invitación sellada. Y yo, con un sentimiento que me sentía demasiado formal, acepté entrar en ese túnel de lo prohibido.
Diez minutos después, nos deslizamos hacia mi coche. Al abrirle la puerta, el movimiento fugaz de su falda y el destello de lencería blanca me dieron un golpe de calor. Necesité un segundo para recomponerme.
El trayecto se sintió como un túnel privado, denso de silencio y fantasías. La atmósfera, propiciada por ella, lo hacía imposible de ignorar. Ella se encargó de que la tela de su falda se ajustara más contra su muslo. La sentí como una invitación.
—Verónica —dije, sintiendo la gravedad en mi voz—, tienes unas piernas increíbles. Toda la noche fueron el centro de la atención.
—¿De verdad? —Su voz era un susurro divertido—. Gracias.
La audacia me sobrevino: —Me... me permitirías tocarlas?
La pausa fue eterna, pero su respuesta fue desarmante: —Si eso quieres, hazlo.
Dirigí mi mano a su muslo. El contacto con su piel era sorprendentemente cálido. Comencé una caricia lenta, que se acercaba centímetro a centímetro a la prohibición. Ella recostó la cabeza, cerró los ojos y, sin decir palabra, separó ligeramente las piernas. Con el dedo, me atreví a rozar el borde de su lencería. Ella soltó un suspiro contenido, y su respiración se hizo corta.
El deseo era demasiado grande para el auto. Le propuse ir a un motel. Ella recibió con un asentimiento breve y silencioso.
Al entrar en la habitación, la luz baja y la música suave crearon nuestra burbuja. Bailamos pegados, el roce de sus pezones duros a través de la tela, el contacto de mi pelvis contra la suya. La tensión se convirtió en un idioma, una conversación de presiones y movimientos lentos que se hizo más íntima a cada compás.
Luego, la pausa. Ella se inclinó sobre el jacuzzi, y el ángulo de su cuerpo reveló la promesa de su figura a través de la tela ajustada. Al verme observándola, ella sonriendo con un aire de victoria. Yo levante. No me molestó que la tela de mi bóxer revelara mi estado; a ella tampoco le importó.
En el jacuzzi, la espuma nos dio un velo de intimidad. Me quité la ropa interior y entre primero. Ella molestó, aceptó la regla y se deshizo de su lencería. Se metió en el agua, y el roce de piel desnuda fue eléctrico.
—Ese trasero que tienes, me gusta lo que me imagino hacerle —dije, y ella me preguntó qué.
—Si te lo digo, tendrás que dejarme hacerlo.
Ella aceptó. Nos dirigimos a la cama.
Me senté y le pedí que se pusiera a cuatro patas en la cama. Ella obedeció con una timidez que se disolvió en el deseo. Le pedí que se tocara. Yo, mientras la observaba en esa posición de entrega total, saqué mi teléfono, activé la cámara y tomé un par de fotos, un registro privado y furtivo de ese instante prohibido.
Luego me acerqué. Le di una palmada, ella arqueó la espalda, y al acercar mi cuerpo, el movimiento fue inevitable. Me deslicé dentro, un movimiento suave y completo que ella acogió con un gemido delicioso y fuerte. Me monté sobre ella, y el ritmo se aceleró. El sonido de nuestros cuerpos chocando, el slap húmedo, se convirtió en nuestra banda sonora.
Al final, me liberé sobre ella. Ella jadeó, sintiendo el calor. Luego se subió a horcajadas sobre mí, y el placer continuó con el control en sus manos. Finalmente, me acerqué a ella, y la devoré, exploré cada curva hasta que sus gritos se hicieron agudos, descontrolados. Estaba teniendo un orgasmo tremendo. Luego, cayó agotada a mi lado.
Nos vestimos. En el auto, la atmósfera era diferente: una mezcla de cansancio y satisfacción profunda. Cuando llegamos a su casa, ella me rodeó el cuello, me dio un beso tierno pero profundo, y susurró: —Me has hecho sentir mujer de nuevo. Espero verte pronto.
A la mañana siguiente, no me encontré con recibir una notificación en mi teléfono. Era un mensaje de Verónica: una foto sugerente en su uniforme de enfermera en el pasillo de lo que parecía ser una farmacia del hospital, con la leyenda: "Mi marido nunca me dio esta atención. Esto es para ti".
Le respondí con una de las fotos que había tomado anoche.
Nuestra relación, iniciada en el secreto de un viaje de vuelta a casa, se había convertido en una conexión digital furtiva. Ella, la disciplinada enfermera jefe, recibió en su turno la chispa que necesitaba, y yo, su sobrino, me convertía en el destinatario de su deseo oculto, la razón de su riesgo y su placer.


Ella, a sus treinta y seis, irradiaba esa confianza serena que solo la madurez concede, y sus dos hijos no habían hecho más que refinar la silueta que yo memorizaba cada vez que la veía. Su trabajo como enfermera jefe le daba una autoridad y una disciplina que, fuera de la bata, se traducían en una seguridad electrizante. En reuniones familiares, me convertía en un observador meticuloso: el modo en que se reía, el gesto de llevarse el pelo hacia un lado, y sobre todo, la arquitectura perfecta de sus piernas cuando se sentaba, siempre cruzadas, siempre a la vista.
Verónica jugaba con las miradas. No era una provocación abierta, sino una indiferencia calculada que hacía que el deseo pareciera una falta de respeto, un pecado prohibido. Y yo, su sobrino, estaba condenado a ser el más respetuoso de todos.
Pero esa noche era diferente. El sol se había puesto sobre la casa campestre, y la familiaridad del ambiente, el calor del tequila compartido y la música baja estaban erosionando los límites de la cortesía. Algo en la forma en que ella me había devuelto la mirada un par de veces me hizo sentir que mi fantasía, por una vez, había sido correspondida a través de la distancia.
Cuando Verónica se acercó a mí, la respiración se me contuvo. Su petición fue simple, banal:
—Sobrino, ¿me harías un favor? Cuando te vayas, ¿podrías acercarme a casa?
En ese momento, la formalidad de "sobrino" se sintió como una burla deliciosa. Ambos sabíamos que el viaje de vuelta, hora y media de oscuridad y carretera, era más que un simple favor. Era una invitación sellada. Y yo, con un sentimiento que me sentía demasiado formal, acepté entrar en ese túnel de lo prohibido.
Diez minutos después, nos deslizamos hacia mi coche. Al abrirle la puerta, el movimiento fugaz de su falda y el destello de lencería blanca me dieron un golpe de calor. Necesité un segundo para recomponerme.
El trayecto se sintió como un túnel privado, denso de silencio y fantasías. La atmósfera, propiciada por ella, lo hacía imposible de ignorar. Ella se encargó de que la tela de su falda se ajustara más contra su muslo. La sentí como una invitación.
—Verónica —dije, sintiendo la gravedad en mi voz—, tienes unas piernas increíbles. Toda la noche fueron el centro de la atención.
—¿De verdad? —Su voz era un susurro divertido—. Gracias.
La audacia me sobrevino: —Me... me permitirías tocarlas?
La pausa fue eterna, pero su respuesta fue desarmante: —Si eso quieres, hazlo.
Dirigí mi mano a su muslo. El contacto con su piel era sorprendentemente cálido. Comencé una caricia lenta, que se acercaba centímetro a centímetro a la prohibición. Ella recostó la cabeza, cerró los ojos y, sin decir palabra, separó ligeramente las piernas. Con el dedo, me atreví a rozar el borde de su lencería. Ella soltó un suspiro contenido, y su respiración se hizo corta.
El deseo era demasiado grande para el auto. Le propuse ir a un motel. Ella recibió con un asentimiento breve y silencioso.
Al entrar en la habitación, la luz baja y la música suave crearon nuestra burbuja. Bailamos pegados, el roce de sus pezones duros a través de la tela, el contacto de mi pelvis contra la suya. La tensión se convirtió en un idioma, una conversación de presiones y movimientos lentos que se hizo más íntima a cada compás.
Luego, la pausa. Ella se inclinó sobre el jacuzzi, y el ángulo de su cuerpo reveló la promesa de su figura a través de la tela ajustada. Al verme observándola, ella sonriendo con un aire de victoria. Yo levante. No me molestó que la tela de mi bóxer revelara mi estado; a ella tampoco le importó.
En el jacuzzi, la espuma nos dio un velo de intimidad. Me quité la ropa interior y entre primero. Ella molestó, aceptó la regla y se deshizo de su lencería. Se metió en el agua, y el roce de piel desnuda fue eléctrico.
—Ese trasero que tienes, me gusta lo que me imagino hacerle —dije, y ella me preguntó qué.
—Si te lo digo, tendrás que dejarme hacerlo.
Ella aceptó. Nos dirigimos a la cama.
Me senté y le pedí que se pusiera a cuatro patas en la cama. Ella obedeció con una timidez que se disolvió en el deseo. Le pedí que se tocara. Yo, mientras la observaba en esa posición de entrega total, saqué mi teléfono, activé la cámara y tomé un par de fotos, un registro privado y furtivo de ese instante prohibido.
Luego me acerqué. Le di una palmada, ella arqueó la espalda, y al acercar mi cuerpo, el movimiento fue inevitable. Me deslicé dentro, un movimiento suave y completo que ella acogió con un gemido delicioso y fuerte. Me monté sobre ella, y el ritmo se aceleró. El sonido de nuestros cuerpos chocando, el slap húmedo, se convirtió en nuestra banda sonora.
Al final, me liberé sobre ella. Ella jadeó, sintiendo el calor. Luego se subió a horcajadas sobre mí, y el placer continuó con el control en sus manos. Finalmente, me acerqué a ella, y la devoré, exploré cada curva hasta que sus gritos se hicieron agudos, descontrolados. Estaba teniendo un orgasmo tremendo. Luego, cayó agotada a mi lado.
Nos vestimos. En el auto, la atmósfera era diferente: una mezcla de cansancio y satisfacción profunda. Cuando llegamos a su casa, ella me rodeó el cuello, me dio un beso tierno pero profundo, y susurró: —Me has hecho sentir mujer de nuevo. Espero verte pronto.
A la mañana siguiente, no me encontré con recibir una notificación en mi teléfono. Era un mensaje de Verónica: una foto sugerente en su uniforme de enfermera en el pasillo de lo que parecía ser una farmacia del hospital, con la leyenda: "Mi marido nunca me dio esta atención. Esto es para ti".
Le respondí con una de las fotos que había tomado anoche.
Nuestra relación, iniciada en el secreto de un viaje de vuelta a casa, se había convertido en una conexión digital furtiva. Ella, la disciplinada enfermera jefe, recibió en su turno la chispa que necesitaba, y yo, su sobrino, me convertía en el destinatario de su deseo oculto, la razón de su riesgo y su placer.



4 comentarios - La hermana de mi mamá 🔥