Me quiero comer las tetas de mi hermana

El aire en la casa de mis padresen Coyoacán era espeso, cargado con el olor dulzón de los frijoles de la olla yel eco de todas nuestras infancias. Mi hermana Elena había vuelto, como siempreque su esposo, Rodrigo, se iba por semanas enteras por su trabajo. "Paratenerla más cuidada", decía mi madre, aunque a sus casi veinticinco años,Elena seguía siendo la persona más capaz que conocía. Pero era la excusaperfecta para llenar de nuevo la casa de vida, de esa energía particular quetraía consigo ella y ahora, su hija recién nacida, Sofía.
Elena siempre había sidoguapísima, de una belleza que no era justa. No la de las revistas, sino la deaquellos cuadros donde las mujeres parecen irradiar una luz propia. Lamaternidad había acentuado esa belleza, añadiéndole una curva serena y una pazque la hacía parecer intocable. Estaba recostada en el sillón de la sala, el deterciopelo desgastado donde tantas veces nos habíamos sentado de niños, conSofía en sus brazos. La tarde se colaba pesada por las persianas, iluminando elpolvo danzante en el aire.
Yo intentaba leer, fingirnormalidad, pero mi mundo se había reducido a un único, perturbador punto: elhombro de su vestido estaba bajado, y sobre su pecho, un seno generoso y pálidoque la pequeña Sofía mamaba con un ritmo voraz y primitivo. No era un actosensual, lo sabía, era natural, era vida pura. Pero yo no podía apartar lamirada.
Una obsesión silenciosa yvenenosa comenzó a trepar por mi espina dorsal. No era deseo, al menos no unoque pudiera reconocer o admitir. Era una fascinación hipnótica y enfermiza. Meobsesionaba la suave red de venas azuladas bajo su piel, la textura queimaginaba mustia como terciopelo mojado, la manera perfecta en que la curva desu pecho se arqueaba para llenar la boquita hambrienta. Me obsesionaba suvulnerabilidad, su entrega total, la profunda y animal normalidad de ese actoque, para mis ojos envenenados, se transformaba en el espectáculo másprohibido.
Ella, ajena a la tormenta en micabeza, susurraba canciones de cuna, acariciaba la cabeza cubierta de un finocabello oscuro de su hija y sonreía con una felicidad tan completa que medolía. Yo me quedé allí, paralizado en el umbral, con un libro cerrado en mismanos, sintiendo que cada latido de mi corazón era un martillazo contra mipropio cráneo, traicionándome, preguntándome cómo había llegado a este lugaroscuro donde la belleza de mi hermana se convertía en la jaula de mi propiacordura.
Las tardes se solidificaron en unritual de una intimidad agridulce. A las cinco en punto, después de la últimatoma de la tarde, la casa se sumía en una calma soporífera. Mi madre serefugiaba en la cocina con las telenovelas, y el mundo se reducía a la sala, aElena en el sillón y a mí, pretendiendo leer siempre el mismo libro sin pasaruna sola página.
Una de esas tardes, el silenciose quebró con mi voz, que sonó áspera, forzada.
—¿Duele? —pregunté, sin levantar la vista del libro, fingiendo una curiosidadcasual.
Elena sonrió, distraída,acariciando la cabecita de Sofía.
—Al principio sí. Mucho. Es comosi te mordieran una herida una y otra vez. Pero ya no. Ahora solo es… unasensación rara. Un jalón muy profundo.
Internamente, sus palabras meelectrizaron. "Como si te mordieran". Mi mente,traicionera, conjuró la imagen de mis propios dientes reemplazando los de labebé, no con su suave presión de encías, sino con la fuerza de una mordidareal, posesiva. Sentí un calambre en la mandíbula de apretarla con el deseoprohibido. Quería ser yo quien provocara esa mezcla de dolor y alivio, quienextrajera algo más que leche, quien se saciara de esa fuente que meobsesionaba.
—¿Y… qué se siente? —insistí,arriesgándome a levantar la mirada—. No el dolor, sino… lo otro.
Ella miró al techo, buscando laspalabras, mientras su dedo mecí suavemente a su hija.
—Es difícil de explicar… Es unasensación poderosa. Saber que solo tú puedes darle esto. Es… un hormigueo quete recorre todo el cuerpo, como un suspiro muy hondo que te vacía y te llena almismo tiempo. Se siente… natural. Como el hambre o la sed.
"Un hormigueo que terecorre todo el cuerpo". Sus palabras eran como gasolina en elincendio de mi obsesión. Yo no quería entenderlo, yo quería sentirlo.No desde la perspectiva de ella, sino desde la de Sofía. Anhelaba con unaferocidad que me aterraba ser el que provocara ese suspiro en ella, ser lacausa de ese vaciado y ese llenado. Mi boca se llenó de saliva, imaginando elsabor, la textura, la temperatura. No era hambre, era una necesidad perversa dedevorar, de apropiarme de ese acto de entrega que no me pertenecía.
—Debe ser… extraño —murmuré,volviendo a esconder mi rostro en las páginas inertes del libro.
—Es lo más normal del mundo,hermanito —dijo ella con una sonrisa cálida, ajena por completo al torbellinode oscuridad que sus palabras habían alimentado en mí—. Es solo amor. Puro ysimple.
Amor. La palabra resonó enmí como un golpe. Lo que yo sentía no tenía nada de puro ni de simple. Era unaposesividad corrupta, un deseo torcido que manchaba la escena de belleza serenafrente a mí. Asentí con la cabeza, incapaz de hablar, ahogado por la culpa ypor una envidia rabiosa hacia la pequeña Sofía, que dormía ahora satisfecha,ajena a que su tío ansiaba arrebatarle su lugar, morder la fuente de sualimento y, de alguna manera retorcida, consumir a su propia hermana.
Los días se enredaron comoenredaderas, y mi obsesión encontró nuevos y retorcidos caminos. Había pasadohoras falsificando una base, escarbando en foros marginales y sacando decontexto estudios reales sobre los beneficios inmunológicos de la leche materna.Lo necesitaba. Necesitaba plantear la semilla, ver si germinaba en su mente.
Una tarde, mientras el sol teñíade naranja la sala, dije, como arrojando un guijarro al agua tranquila:
—¿Sabías que leí un estudio superinteresante? —Cerré el libro que nunca leía—. Decía que la leche materna es elalimento más completo que existe. No solo para bebés. Para atletas, parahombres jóvenes… como yo. Tiene todo: proteínas, grasas buenas, anticuerpos… Escomo un superalimento.
Elena dejó de mecer suavemente aSofía y me miró, una ceja ligeramente arqueada. Luego, una risa cristalinallenó la habitación.
—¡Ay, por Dios! ¿En serio?—exclamó, divertida—. Deberías contarle a Rodrigo. A él le da un asco horriblehasta que se me acerque cuando estoy lactando. Dice que es raro. ¡Qué tonto,¿no?!
La palabra "tonto"resonó como un latigazo. Tonto él por no valorar el tesoro que tenía asu alcance. Tonto por no ansiar cada gota. La envidia me corroía pordentro, un veneno verde y ardiente que me nubló la razón por un instante.
—No es tonto —dije, y mi voz sonómás cortante de lo que pretendía—. Es… ignorante. No sabe lo que se pierde.
Ella solo siguió riendo,sacudiendo la cabeza como si mi comentario fuera la ocurrencia más graciosa delmundo. Para ella, lo era. Para mí, era una confesión a gritos.
Pero esa risa, en lugar dealejarla, inexplicablemente nos acercó. Ella empezó a verme no solo como suhermano menor, sino como un confidente, alguien con quien compartir lasintimidades de su nueva maternidad sin tabúes. Las tardes se volvieron preciosaspara ella. Me contaba sus miedos, sus cansancios, la felicidad abrumadora detener a Sofía. Se sentía comprendida, acompañada. Yo me convertí en el cómplicede ese ritual sagrado, y ella, ajena al monstruo que alimentaba, me regaló suconfianza más pura. Una confianza que jamás había tenido con nadie, y que paramí era a la vez un paraíso y un infierno.
Llegó el día de mi cumpleañosdieciocho. La mañana olía a pan dulce y café. Mi madre había salido temprano,dejándonos solos. Elena me encontró en la cocina, con Sofía dormida en unportabebés sobre su pecho. Su rostro tenía una sombra de tristeza.
—Hermanito, feliz cumpleaños—dijo, acercándose para darme un beso en la mejilla. Su aroma, a leche y ajabón de almendras, me mareó—. Te pido una disculpa enorme… No tengo regalopara ti. No trabajo, ya sabes, y con la bebé… —hizo un gesto de impotencia conlas manos—. Rodrigo maneja todo el dinero y justo ahora… no tengo ni paracomprarte una playera.
Su genuina pena era un cuchilloen mi conciencia. Ella quería darme algo, y lo único que yo anhelaba era lo queno podía, ni debía, darme.
—No importa —logré decir, con unasonrisa tensa—. Tu compañía es suficiente.
Pero ella seguía allí, mirándomecon esos ojos enormes, cargados de cariño y de frustración por no tener unobsequio material para su hermano querido. El silencio se extendió, denso,cargado con el peso de todo lo no dicho, de todo lo que yo deseaba y que, en laperversa economía de mis fantasías, sería el único regalo que anhelaba.
Sus palabras, "si hubieraalgo que pueda darte, estaría encantada", resonaron en el aire cargado dela cocina, un eco de una inocencia que yo estaba a punto de destrozar. Elcorazón me martillaba en el pecho, tan fuerte que temí que lo escuchara.
—Hay algo… —logré balbucear, mismanos sudorosas se aferraron al borde de la mesada—Pero no sé si quieras.
Ella me miró con sus hermososojos, curiosos, expectantes. La confianza que había construido era el puentedesde el que me iba a arrojar al abismo.
—Me encantaría… probar la lechematerna —solté de un golpe, como arrancándome una venda.
La expresión en su rostro setransformó instantáneamente. La dulzura se congeló, reemplazada por unaincredulidad que rápidamente se tornó en angustia. Su sonrisa se desvaneció.
—¿Qué? No… —negó con la cabeza,retrocediendo un paso instintivamente, como si mis palabras fueran físicas—.Eso no… No se puede, hermanito. No… no debe ser.
Trató de sonreír, de encontraruna salida amable, pero solo consiguió tensar el momento.
—No es… no es para… Es de labebé, es raro, además… —se enredó, buscando razones en el aire, todas ellasmorales, viscerales—. No, de verdad. No puedo. No debo.
La repetición de "no puedo,no debo" me agotó de pronto. La frustración y el rechazo se mezclaron enun cóctel amargo. Sin mediar palabra, di media vuelta y me marché, dejándolaallí, paralizada con su negativa y su confusión.
El resto del día fue un suplicio.En mi pequeña celebración familiar, me mostré serio, distante. Mi madre lepreguntó a Elena en un susurro qué me pasaba. Ella, pálida, respondió "nosé", pero sus ojos decían que sabía perfectamente.
Las tardes siguientes fueron undesierto. Ella estaba en la sala, sola. Yo me encerraba en mi habitación. Lacasa, antes cálida, se llenó de una fría distancia. Hasta la pequeña Sofíaparecía sentirlo, llorando más de lo habitual, como extrañando la presenciasilenciosa de su tío que ya no estaba.
La desesperación de Elena debióde crecer, carcomiendo sus últimos impedimentos morales. Una noche, después deasegurarse de que Sofía estaba profundamente dormida y que mis padresdescansaban, tomó una decisión.
Vestía un camisón fino dealgodón, uno de esos que se atan con un lazo frágil en el cuello. Un atuendoque facilitaba, con un simple tirón, dejar los pechos al descubierto. Caminó ensilencio por el pasillo hasta mi cuarto. Llamó a la puerta con unos golpes tansuaves que apenas se escucharon. Al no obtener respuesta, empujó la puerta yentró.
Yo estaba recostado en la cama,de espaldas, enfurruñado bajo las sábanas, fingiendo dormir.
—Necesitamos hablar —dijo su voz,un hilo de sonido cargado de emoción.
Yo no respondí, endureciendo misilencio como un escudo. La oí respirar entrecortadamente y luego, el chillido.Un llanto desconsolado y ahogado, que se esforzaba por no despertar a nadie.Ese sonido quebró algo en mí. Me di vuelta y la vi allí, de pie, temblando, conel rostro bañado en lágrimas.
Me levanté de un salto y laabracé.
—Perdóname, Elena, lo siento, nodebí… —murmuré en su pelo, sintiendo cómo se aferraba a mí.
—No quiero que estemos así—sollozó contra mi pecho—. La bebé y yo te extrañamos mucho por las tardes. Tenecesitamos con nosotras.
Luego, con una determinación quecortó la respiración, se separó un poco. Sus ojos, aún llorosos, me miraron conuna intensidad nueva. Sin mediar más palabra, se desató con manos temblorosasel lazo de su camisón. La tela se abrió y cayó a sus lados, dejando aldescubierto sus senos, magníficos, pálidos y pesados en la penumbra.
—Ven —susurró con una voz que erauna mezcla de ternura, dulzura y algo terriblemente sexy—. Prueba... Es turegalo... —añadió, con un hilo de voz cargado de emoción—. Un poco tarde, peroa veces más vale tarde que nunca.
La miré pasmado. Esas palabras,"es tu regalo", transformaron el acto. Ya no era solo una concesióndesesperada; era una ofrenda, un reconocimiento tácito de mi deseo y unaaceptación brutal de ello. Era la cosa más hermosa, prohibida y excitante quehabía visto en mi vida.
Me puse de pie, tambaleándome.
—No tienes por qué hacerlo,hermanita… —protesté débilmente, pero mis manos, traicioneras, ya se alzabanhacia ella, contradiciendo mis palabras.
Mis dedos se cerraron alrededorde sus senos. Eran tan suaves y firmes como siempre imaginé. Los amasé con unamezcla de devoción y hambre, sintiendo su peso, su calor. Ella gimióinvoluntariamente, un sonido profundo y gutural que escapó de su garganta. Suspechos siempre habían sido su punto débil, y mi tacto experto, alimentado pormeses de observación obsesiva, encontró de inmediato la manera de hacerlaarder.
Una gota de leche, blanca ybrillante, asomó en la punta de su pezón y resbaló por la curva pálida. Eso fuesuficiente para que mi control se desvaneciera. Hambriento, sin pedir permiso,me incliné y cubrí su pecho con mi boca.
El sabor fue increíblementedulce, cálido, una esencia pura de ella que me inundó. Mamé con una fuerza queno pude controlar, con una necesidad animal que había estado reprimiendodurante semanas. Ella gemía incontrolablemente, ahogando los sonidos en supropia lengua, que se mordía para no gritar. Sus manos se aferraron a micabeza, enterrando los dedos en mi cabello, presionándome más contra ella,alentándome sin palabras.
De tanto mamar, me sacié de suleche, pero no me detuve. La sensación, el sonido de sus gemidos, el olor de supiel, me llevaron a un éxtasis posesivo. Y entonces, sintió cómo su cuerpo setensaba de una manera diferente. Un temblor la recorrió de pies a cabeza, susgemidos se convirtieron en un quejido largo y ahogado, y sus piernas cedieron.Yo la sostuve contra mí mientras ella experimentaba un orgasmo intenso,involuntario, más potente que cualquier otro anterior, provocado únicamente porla succión de su hermano en sus senos, liberando toda la tensión física yemocional de esos días de angustia y deseo reprimido.
Ella se quedó jadeando contra mipecho, sus piernas aún temblorosas. Un suspiro profundo escapó de sus labios.
—No puedo creerlo... —murmuró, con una voz ronca, cargada de asombro y unaconfusión deliciosa.
—Yo sí —respondí, acariciando suespalda—. Y te agradezco mucho. Ha sido el mejor regalo de mi vida.
Esbozó una sonrisa leve, tímida,y en ese instante de vulnerabilidad, sin darle tiempo a pensar, me atreví.Incliné mi cabeza y deposité un beso en sus labios. Fue corto, pero intenso,cargado con todo el peso de lo que acababa de suceder. Un beso que dejabaclaro, sin lugar a dudas, que nada volvería a ser como antes.
Ella se separó súbitamente, comosi una descarga eléctrica la hubiera recorrido.
—Con permiso... buenas noches—atinó a decir, nerviosa, ajustando su camisón con manos trémulas.
Yo, embriagado por el momento, letomé la mano y le susurré en un tono de broma que no ocultaba mi deseo:
—¿No quieres dormir aquí conmigo?
Ella esbozó una sonrisa nerviosa,jugando con el borde de la sábana.
—Le dicen 'mi amor' y quiere sucasa, hermanito —dijo, usando el refrán para evadir la proposición con unadulce ironía—. Me retiro porque tu sobrina no tarda en despertar...
La solté de la mano y la dejéirse, viendo cómo su figura desaparecía en la penumbra del pasillo, el lazo desu camisón aún colgando suelto.
Al día siguiente, cuando llegué ala sala, noté sus ojos brillosos, evitando los míos al principio, pero luego laconversación fluyó como antes. O casi. Porque ahora yo no disimulaba; mirabadescaradamente sus pechos bajo la tela, recordando su sabor, su textura. Cuandollegó la hora de retirarse, tras recibir un beso en la mejilla de buenasnoches, le dije en un susurro:
—Te espero en mi cuarto, igualque ayer?
Ella me sonrió, un destello decomplicidad y temor en su mirada.
—Quizás en tu próximo cumple...
La dejé marchar, y no pude evitarmirar cómo se movía su culo bajo la falda, redondo y firme. La bestia dentro demí estaba ya completamente desatada, la lujuria corría por mis venas comofuego. Esa noche no podía dormir, ansioso, necesitando más de su leche, de sucalor.
Estaba a punto de salir delcuarto cuando volvieron a llamar a la puerta. Abrí y allí estaba ella otra vez,envuelta en la misma seda delgada que parecía invitarme a desatar su lazo.Sonreímos, una sonrisa cómplice y nerviosa. Apenas la jalé dentro y cerré lapuerta, mi boca buscó ávidamente sus pechos a través de la tela, luego bajoella. La escuché gemir, sintiendo cómo su cuerpo respondía de inmediato. Mamécon un hambre feroz, provocando de nuevo esos sonidos que me enloquecían, yotra vez sentí cómo su cuerpo se estremecía en un orgasmo intenso y silenciosocontra mi boca.
Al terminar, le di un tierno besoen los labios, un sello a nuestro secreto. Ella parecía dispuesta a irse, peroesta vez no la solté.
—No, aún no —dije, mi voz grave—.Yo también tengo algo para ti.
Guiando su mano temblorosa, lallevé hasta el borde de mi bóxer. Con un movimiento, lo bajé, liberando miverga, que ya estaba dura y palpitante. Era gruesa, larga, con una venaprominente que recorría su longitud y un saco testicular pesado que colgabaimponente debajo.
Ella miró, y sus ojos se abrieronpor completo, con un asombro que rayaba en el shock. Su boca se abrióligeramente.
—¿Nunca habías visto una así?—pregunté, ya sabiendo la respuesta.
Su mirada lo decía todo. No.Nunca. Ni de cerca. Con una ternura que me sorprendió, la acomodé derodillas frente a mí. Ella, con una mezcla de curiosidad y nerviosismo, tomó mimiembro con una mano, notando cómo sus dedos apenas lo rodeaban. "Esel doble, si no es que más, que la de mi esposo", debió pensar, y laidea la excitó visiblemente.
Comenzó a chupar, al principiocon torpeza, batallando con el grosor. Su boca era pequeña, y cada intento porabarcarme más la hacía gemir ahogada, excitándose ella misma con el desafío. Yole guíe la cabeza suavemente, sintiendo cómo su lengua exploraba cadacentímetro, cómo sus labios se estiraban alrededor de mi circunferencia. Fue lamejor mamada de mi vida, no por su técnica, sino por el tabú, por la rendicióntotal en sus ojos.
Mientras ella chupaba con unadedicación cada vez más ferviente, yo no pude contenerme. Mis manos seenredaron en su cabello y, acercándome a su oído, le susurré con una voz ronca,perversa:
—Así, mi amor... cómete bien atus hermanitos...
La frase, grotesca y llena de unaintencionalidad retorcida, resonó en la habitación. Ella hizo un sonidoahogado, un gemido de protesta y excitación mezclados, pero no se detuvo. Alcontrario, su boca se volvió más voraz, como si las palabras la hubieranempujado más allá del límite.
Finalmente, con un gruñidoprofundo, le avisé y dejé que mi semilla caliente llenara su boca. Ella tragó,al principio con sorpresa, luego con una sumisión que me dejó sin aliento.Mientras chupaba los últimos restos, yo miraba cómo sus mejillas estaban enrojecidas,sus labios hinchados y brillantes.
Esa noche, no se fue. Se quedódormida contra mi pecho, y supe que la bestia no solo había sido liberada, sinoque había encontrado su compañera.
La mañana siguiente tuvo latextura de un secreto delicioso. Ella salió de mi cuarto antes del amanecer,deslizándose como una sombra por el pasillo, justo antes de que los llantos demi sobrina o los pasos de mi madre anunciaran el nuevo día. Para el desayuno,sentados alrededor de la mesa, nuestros ojos se encontraron por encima de lastazas de café. Me sonrió, una sonrisa rápida, llena de una coquetería nueva yclandestina que solo yo podía descifrar, un guiño cómplice escondido a plenavista de mamá.
Para medio día, la tensión erainsoportable. Con la casa en silencio y Sofía dormida plácidamente en suportabebés en la sala, la cocina se convirtió en nuestro territorio. La empinécontra la alacena, entre los olores de cilantro y limón, y nos besamos con unapasión devoradora. Ya era el dueño absoluto de sus senos; mis manos recorríansu cuerpo con un derecho que no admitía discusión. Se los mamaba, mordía suspezones hasta hacerla gemir, los amasaba con una posesividad que a ella laenloquecía. A veces, jadeando, me decía entre risas y quejidos: "Ya, dalechance a tu sobrina de comer, que no le vas a dejar nada".
Esa noche, en la intimidad de mihabitación, repetimos el ritual, pero elevado a una potencia nueva. Le comí lossenos con un hambre que no conocía límites, mordisqueando y succionando suspezones hasta que estaban sensibles e hinchados. Ella, perdida en la sensación,se bajó sola y se llevó mi verga a la boca, atragantándose con su tamañomientras sus manos sobaban mis huevos con una urgencia que delataba su propiodeseo.
Pero esta vez no me detuve allí.La levanté y la tumbé sobre la cama. La follé de una manera majestuosa,posesiva, cada embestida una reclamación. Ella se sentía tan llena, tanestirada y satisfecha como nunca en su vida, gritando en mi hombro para ahogarsus sonidos.
-AAHHHHH HMMMMM QUE RICOOO MEESTAS PARTIENDOOOO HMMMM
Antes de venirse, le anuncié miorgasmo inminente. Ella, con los ojos vidriosos por el placer, jadeó unasúplica: "Afuera... afuera, hermanito, que si no me preñas de nuevo... ¿yqué explicación le doy a mi esposo?".
Sus palabras, en lugar de unaadvertencia, sonaron como la invitación abierta que yo ansiaba. En cuestión desegundos, ignorando su ruego, hundí mi miembro hasta el fondo y solté olas yolas de semen caliente que inundaron hasta el rincón más profundo y fértil desu vientre, marcándola por dentro.
Luego, cuando ella, exhausta ytemblorosa, intentó levantarse para irse, la jalé de nuevo hacia mí."Todavía no", gruñí. Y la volví a follar. Y otra vez. Y otra. Esanoche no dormimos. Para cuando el alba asomó, ella salió de mi cuarto con las piernasdébiles y la panocha literalmente llena, llevando dentro al menos cincodescargas de mi semen.
"Ahora sí, ve con misobrina", le dije con un humor negro y retorcido, "y cuéntale queestamos haciendo a su hermanito".
Ella me miró, despeinada ygloriosa, con una mezcla de lujuria extrema y complicidad total. "Lo dicesen broma", susurró, "pero sí me siento bien embarazada desdeahorita... ¿Qué explicación le daremos a mi esposo cuando llegue?"
Con todo el vale madrismo y eldescaro que me daba la posesión absoluta de su cuerpo y su lealtad, le sonreí ydije:
"Que aporte la pensión de misobrina y se olvide del resto. De mi futuro hijo y de ti... yo me hago cargo. Ysi no se quiere hacer cargo de mi sobrina también yo la mantengo… "
La vi palidecer por un segundo,no por miedo, sino por el shock del acto final de dominación. Luego, unasonrisa lenta, de aceptación y hasta de liberación, se dibujó en sus labios. Elpacto estaba sellado. Pero sería así de fácil?

El aire en la casa de mis padresen Coyoacán era espeso, cargado con el olor dulzón de los frijoles de la olla yel eco de todas nuestras infancias. Mi hermana Elena había vuelto, como siempreque su esposo, Rodrigo, se iba por semanas enteras por su trabajo. "Paratenerla más cuidada", decía mi madre, aunque a sus casi veinticinco años,Elena seguía siendo la persona más capaz que conocía. Pero era la excusaperfecta para llenar de nuevo la casa de vida, de esa energía particular quetraía consigo ella y ahora, su hija recién nacida, Sofía.
Elena siempre había sidoguapísima, de una belleza que no era justa. No la de las revistas, sino la deaquellos cuadros donde las mujeres parecen irradiar una luz propia. Lamaternidad había acentuado esa belleza, añadiéndole una curva serena y una pazque la hacía parecer intocable. Estaba recostada en el sillón de la sala, el deterciopelo desgastado donde tantas veces nos habíamos sentado de niños, conSofía en sus brazos. La tarde se colaba pesada por las persianas, iluminando elpolvo danzante en el aire.
Yo intentaba leer, fingirnormalidad, pero mi mundo se había reducido a un único, perturbador punto: elhombro de su vestido estaba bajado, y sobre su pecho, un seno generoso y pálidoque la pequeña Sofía mamaba con un ritmo voraz y primitivo. No era un actosensual, lo sabía, era natural, era vida pura. Pero yo no podía apartar lamirada.
Una obsesión silenciosa yvenenosa comenzó a trepar por mi espina dorsal. No era deseo, al menos no unoque pudiera reconocer o admitir. Era una fascinación hipnótica y enfermiza. Meobsesionaba la suave red de venas azuladas bajo su piel, la textura queimaginaba mustia como terciopelo mojado, la manera perfecta en que la curva desu pecho se arqueaba para llenar la boquita hambrienta. Me obsesionaba suvulnerabilidad, su entrega total, la profunda y animal normalidad de ese actoque, para mis ojos envenenados, se transformaba en el espectáculo másprohibido.
Ella, ajena a la tormenta en micabeza, susurraba canciones de cuna, acariciaba la cabeza cubierta de un finocabello oscuro de su hija y sonreía con una felicidad tan completa que medolía. Yo me quedé allí, paralizado en el umbral, con un libro cerrado en mismanos, sintiendo que cada latido de mi corazón era un martillazo contra mipropio cráneo, traicionándome, preguntándome cómo había llegado a este lugaroscuro donde la belleza de mi hermana se convertía en la jaula de mi propiacordura.
Las tardes se solidificaron en unritual de una intimidad agridulce. A las cinco en punto, después de la últimatoma de la tarde, la casa se sumía en una calma soporífera. Mi madre serefugiaba en la cocina con las telenovelas, y el mundo se reducía a la sala, aElena en el sillón y a mí, pretendiendo leer siempre el mismo libro sin pasaruna sola página.
Una de esas tardes, el silenciose quebró con mi voz, que sonó áspera, forzada.
—¿Duele? —pregunté, sin levantar la vista del libro, fingiendo una curiosidadcasual.
Elena sonrió, distraída,acariciando la cabecita de Sofía.
—Al principio sí. Mucho. Es comosi te mordieran una herida una y otra vez. Pero ya no. Ahora solo es… unasensación rara. Un jalón muy profundo.
Internamente, sus palabras meelectrizaron. "Como si te mordieran". Mi mente,traicionera, conjuró la imagen de mis propios dientes reemplazando los de labebé, no con su suave presión de encías, sino con la fuerza de una mordidareal, posesiva. Sentí un calambre en la mandíbula de apretarla con el deseoprohibido. Quería ser yo quien provocara esa mezcla de dolor y alivio, quienextrajera algo más que leche, quien se saciara de esa fuente que meobsesionaba.
—¿Y… qué se siente? —insistí,arriesgándome a levantar la mirada—. No el dolor, sino… lo otro.
Ella miró al techo, buscando laspalabras, mientras su dedo mecí suavemente a su hija.
—Es difícil de explicar… Es unasensación poderosa. Saber que solo tú puedes darle esto. Es… un hormigueo quete recorre todo el cuerpo, como un suspiro muy hondo que te vacía y te llena almismo tiempo. Se siente… natural. Como el hambre o la sed.
"Un hormigueo que terecorre todo el cuerpo". Sus palabras eran como gasolina en elincendio de mi obsesión. Yo no quería entenderlo, yo quería sentirlo.No desde la perspectiva de ella, sino desde la de Sofía. Anhelaba con unaferocidad que me aterraba ser el que provocara ese suspiro en ella, ser lacausa de ese vaciado y ese llenado. Mi boca se llenó de saliva, imaginando elsabor, la textura, la temperatura. No era hambre, era una necesidad perversa dedevorar, de apropiarme de ese acto de entrega que no me pertenecía.
—Debe ser… extraño —murmuré,volviendo a esconder mi rostro en las páginas inertes del libro.
—Es lo más normal del mundo,hermanito —dijo ella con una sonrisa cálida, ajena por completo al torbellinode oscuridad que sus palabras habían alimentado en mí—. Es solo amor. Puro ysimple.
Amor. La palabra resonó enmí como un golpe. Lo que yo sentía no tenía nada de puro ni de simple. Era unaposesividad corrupta, un deseo torcido que manchaba la escena de belleza serenafrente a mí. Asentí con la cabeza, incapaz de hablar, ahogado por la culpa ypor una envidia rabiosa hacia la pequeña Sofía, que dormía ahora satisfecha,ajena a que su tío ansiaba arrebatarle su lugar, morder la fuente de sualimento y, de alguna manera retorcida, consumir a su propia hermana.
Los días se enredaron comoenredaderas, y mi obsesión encontró nuevos y retorcidos caminos. Había pasadohoras falsificando una base, escarbando en foros marginales y sacando decontexto estudios reales sobre los beneficios inmunológicos de la leche materna.Lo necesitaba. Necesitaba plantear la semilla, ver si germinaba en su mente.
Una tarde, mientras el sol teñíade naranja la sala, dije, como arrojando un guijarro al agua tranquila:
—¿Sabías que leí un estudio superinteresante? —Cerré el libro que nunca leía—. Decía que la leche materna es elalimento más completo que existe. No solo para bebés. Para atletas, parahombres jóvenes… como yo. Tiene todo: proteínas, grasas buenas, anticuerpos… Escomo un superalimento.
Elena dejó de mecer suavemente aSofía y me miró, una ceja ligeramente arqueada. Luego, una risa cristalinallenó la habitación.
—¡Ay, por Dios! ¿En serio?—exclamó, divertida—. Deberías contarle a Rodrigo. A él le da un asco horriblehasta que se me acerque cuando estoy lactando. Dice que es raro. ¡Qué tonto,¿no?!
La palabra "tonto"resonó como un latigazo. Tonto él por no valorar el tesoro que tenía asu alcance. Tonto por no ansiar cada gota. La envidia me corroía pordentro, un veneno verde y ardiente que me nubló la razón por un instante.
—No es tonto —dije, y mi voz sonómás cortante de lo que pretendía—. Es… ignorante. No sabe lo que se pierde.
Ella solo siguió riendo,sacudiendo la cabeza como si mi comentario fuera la ocurrencia más graciosa delmundo. Para ella, lo era. Para mí, era una confesión a gritos.
Pero esa risa, en lugar dealejarla, inexplicablemente nos acercó. Ella empezó a verme no solo como suhermano menor, sino como un confidente, alguien con quien compartir lasintimidades de su nueva maternidad sin tabúes. Las tardes se volvieron preciosaspara ella. Me contaba sus miedos, sus cansancios, la felicidad abrumadora detener a Sofía. Se sentía comprendida, acompañada. Yo me convertí en el cómplicede ese ritual sagrado, y ella, ajena al monstruo que alimentaba, me regaló suconfianza más pura. Una confianza que jamás había tenido con nadie, y que paramí era a la vez un paraíso y un infierno.
Llegó el día de mi cumpleañosdieciocho. La mañana olía a pan dulce y café. Mi madre había salido temprano,dejándonos solos. Elena me encontró en la cocina, con Sofía dormida en unportabebés sobre su pecho. Su rostro tenía una sombra de tristeza.
—Hermanito, feliz cumpleaños—dijo, acercándose para darme un beso en la mejilla. Su aroma, a leche y ajabón de almendras, me mareó—. Te pido una disculpa enorme… No tengo regalopara ti. No trabajo, ya sabes, y con la bebé… —hizo un gesto de impotencia conlas manos—. Rodrigo maneja todo el dinero y justo ahora… no tengo ni paracomprarte una playera.
Su genuina pena era un cuchilloen mi conciencia. Ella quería darme algo, y lo único que yo anhelaba era lo queno podía, ni debía, darme.
—No importa —logré decir, con unasonrisa tensa—. Tu compañía es suficiente.
Pero ella seguía allí, mirándomecon esos ojos enormes, cargados de cariño y de frustración por no tener unobsequio material para su hermano querido. El silencio se extendió, denso,cargado con el peso de todo lo no dicho, de todo lo que yo deseaba y que, en laperversa economía de mis fantasías, sería el único regalo que anhelaba.
Sus palabras, "si hubieraalgo que pueda darte, estaría encantada", resonaron en el aire cargado dela cocina, un eco de una inocencia que yo estaba a punto de destrozar. Elcorazón me martillaba en el pecho, tan fuerte que temí que lo escuchara.
—Hay algo… —logré balbucear, mismanos sudorosas se aferraron al borde de la mesada—Pero no sé si quieras.
Ella me miró con sus hermososojos, curiosos, expectantes. La confianza que había construido era el puentedesde el que me iba a arrojar al abismo.
—Me encantaría… probar la lechematerna —solté de un golpe, como arrancándome una venda.
La expresión en su rostro setransformó instantáneamente. La dulzura se congeló, reemplazada por unaincredulidad que rápidamente se tornó en angustia. Su sonrisa se desvaneció.
—¿Qué? No… —negó con la cabeza,retrocediendo un paso instintivamente, como si mis palabras fueran físicas—.Eso no… No se puede, hermanito. No… no debe ser.
Trató de sonreír, de encontraruna salida amable, pero solo consiguió tensar el momento.
—No es… no es para… Es de labebé, es raro, además… —se enredó, buscando razones en el aire, todas ellasmorales, viscerales—. No, de verdad. No puedo. No debo.
La repetición de "no puedo,no debo" me agotó de pronto. La frustración y el rechazo se mezclaron enun cóctel amargo. Sin mediar palabra, di media vuelta y me marché, dejándolaallí, paralizada con su negativa y su confusión.
El resto del día fue un suplicio.En mi pequeña celebración familiar, me mostré serio, distante. Mi madre lepreguntó a Elena en un susurro qué me pasaba. Ella, pálida, respondió "nosé", pero sus ojos decían que sabía perfectamente.
Las tardes siguientes fueron undesierto. Ella estaba en la sala, sola. Yo me encerraba en mi habitación. Lacasa, antes cálida, se llenó de una fría distancia. Hasta la pequeña Sofíaparecía sentirlo, llorando más de lo habitual, como extrañando la presenciasilenciosa de su tío que ya no estaba.
La desesperación de Elena debióde crecer, carcomiendo sus últimos impedimentos morales. Una noche, después deasegurarse de que Sofía estaba profundamente dormida y que mis padresdescansaban, tomó una decisión.
Vestía un camisón fino dealgodón, uno de esos que se atan con un lazo frágil en el cuello. Un atuendoque facilitaba, con un simple tirón, dejar los pechos al descubierto. Caminó ensilencio por el pasillo hasta mi cuarto. Llamó a la puerta con unos golpes tansuaves que apenas se escucharon. Al no obtener respuesta, empujó la puerta yentró.
Yo estaba recostado en la cama,de espaldas, enfurruñado bajo las sábanas, fingiendo dormir.
—Necesitamos hablar —dijo su voz,un hilo de sonido cargado de emoción.
Yo no respondí, endureciendo misilencio como un escudo. La oí respirar entrecortadamente y luego, el chillido.Un llanto desconsolado y ahogado, que se esforzaba por no despertar a nadie.Ese sonido quebró algo en mí. Me di vuelta y la vi allí, de pie, temblando, conel rostro bañado en lágrimas.
Me levanté de un salto y laabracé.
—Perdóname, Elena, lo siento, nodebí… —murmuré en su pelo, sintiendo cómo se aferraba a mí.
—No quiero que estemos así—sollozó contra mi pecho—. La bebé y yo te extrañamos mucho por las tardes. Tenecesitamos con nosotras.
Luego, con una determinación quecortó la respiración, se separó un poco. Sus ojos, aún llorosos, me miraron conuna intensidad nueva. Sin mediar más palabra, se desató con manos temblorosasel lazo de su camisón. La tela se abrió y cayó a sus lados, dejando aldescubierto sus senos, magníficos, pálidos y pesados en la penumbra.
—Ven —susurró con una voz que erauna mezcla de ternura, dulzura y algo terriblemente sexy—. Prueba... Es turegalo... —añadió, con un hilo de voz cargado de emoción—. Un poco tarde, peroa veces más vale tarde que nunca.
La miré pasmado. Esas palabras,"es tu regalo", transformaron el acto. Ya no era solo una concesióndesesperada; era una ofrenda, un reconocimiento tácito de mi deseo y unaaceptación brutal de ello. Era la cosa más hermosa, prohibida y excitante quehabía visto en mi vida.
Me puse de pie, tambaleándome.
—No tienes por qué hacerlo,hermanita… —protesté débilmente, pero mis manos, traicioneras, ya se alzabanhacia ella, contradiciendo mis palabras.
Mis dedos se cerraron alrededorde sus senos. Eran tan suaves y firmes como siempre imaginé. Los amasé con unamezcla de devoción y hambre, sintiendo su peso, su calor. Ella gimióinvoluntariamente, un sonido profundo y gutural que escapó de su garganta. Suspechos siempre habían sido su punto débil, y mi tacto experto, alimentado pormeses de observación obsesiva, encontró de inmediato la manera de hacerlaarder.
Una gota de leche, blanca ybrillante, asomó en la punta de su pezón y resbaló por la curva pálida. Eso fuesuficiente para que mi control se desvaneciera. Hambriento, sin pedir permiso,me incliné y cubrí su pecho con mi boca.
El sabor fue increíblementedulce, cálido, una esencia pura de ella que me inundó. Mamé con una fuerza queno pude controlar, con una necesidad animal que había estado reprimiendodurante semanas. Ella gemía incontrolablemente, ahogando los sonidos en supropia lengua, que se mordía para no gritar. Sus manos se aferraron a micabeza, enterrando los dedos en mi cabello, presionándome más contra ella,alentándome sin palabras.
De tanto mamar, me sacié de suleche, pero no me detuve. La sensación, el sonido de sus gemidos, el olor de supiel, me llevaron a un éxtasis posesivo. Y entonces, sintió cómo su cuerpo setensaba de una manera diferente. Un temblor la recorrió de pies a cabeza, susgemidos se convirtieron en un quejido largo y ahogado, y sus piernas cedieron.Yo la sostuve contra mí mientras ella experimentaba un orgasmo intenso,involuntario, más potente que cualquier otro anterior, provocado únicamente porla succión de su hermano en sus senos, liberando toda la tensión física yemocional de esos días de angustia y deseo reprimido.
Ella se quedó jadeando contra mipecho, sus piernas aún temblorosas. Un suspiro profundo escapó de sus labios.
—No puedo creerlo... —murmuró, con una voz ronca, cargada de asombro y unaconfusión deliciosa.
—Yo sí —respondí, acariciando suespalda—. Y te agradezco mucho. Ha sido el mejor regalo de mi vida.
Esbozó una sonrisa leve, tímida,y en ese instante de vulnerabilidad, sin darle tiempo a pensar, me atreví.Incliné mi cabeza y deposité un beso en sus labios. Fue corto, pero intenso,cargado con todo el peso de lo que acababa de suceder. Un beso que dejabaclaro, sin lugar a dudas, que nada volvería a ser como antes.
Ella se separó súbitamente, comosi una descarga eléctrica la hubiera recorrido.
—Con permiso... buenas noches—atinó a decir, nerviosa, ajustando su camisón con manos trémulas.
Yo, embriagado por el momento, letomé la mano y le susurré en un tono de broma que no ocultaba mi deseo:
—¿No quieres dormir aquí conmigo?
Ella esbozó una sonrisa nerviosa,jugando con el borde de la sábana.
—Le dicen 'mi amor' y quiere sucasa, hermanito —dijo, usando el refrán para evadir la proposición con unadulce ironía—. Me retiro porque tu sobrina no tarda en despertar...
La solté de la mano y la dejéirse, viendo cómo su figura desaparecía en la penumbra del pasillo, el lazo desu camisón aún colgando suelto.
Al día siguiente, cuando llegué ala sala, noté sus ojos brillosos, evitando los míos al principio, pero luego laconversación fluyó como antes. O casi. Porque ahora yo no disimulaba; mirabadescaradamente sus pechos bajo la tela, recordando su sabor, su textura. Cuandollegó la hora de retirarse, tras recibir un beso en la mejilla de buenasnoches, le dije en un susurro:
—Te espero en mi cuarto, igualque ayer?
Ella me sonrió, un destello decomplicidad y temor en su mirada.
—Quizás en tu próximo cumple...
La dejé marchar, y no pude evitarmirar cómo se movía su culo bajo la falda, redondo y firme. La bestia dentro demí estaba ya completamente desatada, la lujuria corría por mis venas comofuego. Esa noche no podía dormir, ansioso, necesitando más de su leche, de sucalor.
Estaba a punto de salir delcuarto cuando volvieron a llamar a la puerta. Abrí y allí estaba ella otra vez,envuelta en la misma seda delgada que parecía invitarme a desatar su lazo.Sonreímos, una sonrisa cómplice y nerviosa. Apenas la jalé dentro y cerré lapuerta, mi boca buscó ávidamente sus pechos a través de la tela, luego bajoella. La escuché gemir, sintiendo cómo su cuerpo respondía de inmediato. Mamécon un hambre feroz, provocando de nuevo esos sonidos que me enloquecían, yotra vez sentí cómo su cuerpo se estremecía en un orgasmo intenso y silenciosocontra mi boca.
Al terminar, le di un tierno besoen los labios, un sello a nuestro secreto. Ella parecía dispuesta a irse, peroesta vez no la solté.
—No, aún no —dije, mi voz grave—.Yo también tengo algo para ti.
Guiando su mano temblorosa, lallevé hasta el borde de mi bóxer. Con un movimiento, lo bajé, liberando miverga, que ya estaba dura y palpitante. Era gruesa, larga, con una venaprominente que recorría su longitud y un saco testicular pesado que colgabaimponente debajo.
Ella miró, y sus ojos se abrieronpor completo, con un asombro que rayaba en el shock. Su boca se abrióligeramente.
—¿Nunca habías visto una así?—pregunté, ya sabiendo la respuesta.
Su mirada lo decía todo. No.Nunca. Ni de cerca. Con una ternura que me sorprendió, la acomodé derodillas frente a mí. Ella, con una mezcla de curiosidad y nerviosismo, tomó mimiembro con una mano, notando cómo sus dedos apenas lo rodeaban. "Esel doble, si no es que más, que la de mi esposo", debió pensar, y laidea la excitó visiblemente.
Comenzó a chupar, al principiocon torpeza, batallando con el grosor. Su boca era pequeña, y cada intento porabarcarme más la hacía gemir ahogada, excitándose ella misma con el desafío. Yole guíe la cabeza suavemente, sintiendo cómo su lengua exploraba cadacentímetro, cómo sus labios se estiraban alrededor de mi circunferencia. Fue lamejor mamada de mi vida, no por su técnica, sino por el tabú, por la rendicióntotal en sus ojos.
Mientras ella chupaba con unadedicación cada vez más ferviente, yo no pude contenerme. Mis manos seenredaron en su cabello y, acercándome a su oído, le susurré con una voz ronca,perversa:
—Así, mi amor... cómete bien atus hermanitos...
La frase, grotesca y llena de unaintencionalidad retorcida, resonó en la habitación. Ella hizo un sonidoahogado, un gemido de protesta y excitación mezclados, pero no se detuvo. Alcontrario, su boca se volvió más voraz, como si las palabras la hubieranempujado más allá del límite.
Finalmente, con un gruñidoprofundo, le avisé y dejé que mi semilla caliente llenara su boca. Ella tragó,al principio con sorpresa, luego con una sumisión que me dejó sin aliento.Mientras chupaba los últimos restos, yo miraba cómo sus mejillas estaban enrojecidas,sus labios hinchados y brillantes.
Esa noche, no se fue. Se quedódormida contra mi pecho, y supe que la bestia no solo había sido liberada, sinoque había encontrado su compañera.
La mañana siguiente tuvo latextura de un secreto delicioso. Ella salió de mi cuarto antes del amanecer,deslizándose como una sombra por el pasillo, justo antes de que los llantos demi sobrina o los pasos de mi madre anunciaran el nuevo día. Para el desayuno,sentados alrededor de la mesa, nuestros ojos se encontraron por encima de lastazas de café. Me sonrió, una sonrisa rápida, llena de una coquetería nueva yclandestina que solo yo podía descifrar, un guiño cómplice escondido a plenavista de mamá.
Para medio día, la tensión erainsoportable. Con la casa en silencio y Sofía dormida plácidamente en suportabebés en la sala, la cocina se convirtió en nuestro territorio. La empinécontra la alacena, entre los olores de cilantro y limón, y nos besamos con unapasión devoradora. Ya era el dueño absoluto de sus senos; mis manos recorríansu cuerpo con un derecho que no admitía discusión. Se los mamaba, mordía suspezones hasta hacerla gemir, los amasaba con una posesividad que a ella laenloquecía. A veces, jadeando, me decía entre risas y quejidos: "Ya, dalechance a tu sobrina de comer, que no le vas a dejar nada".
Esa noche, en la intimidad de mihabitación, repetimos el ritual, pero elevado a una potencia nueva. Le comí lossenos con un hambre que no conocía límites, mordisqueando y succionando suspezones hasta que estaban sensibles e hinchados. Ella, perdida en la sensación,se bajó sola y se llevó mi verga a la boca, atragantándose con su tamañomientras sus manos sobaban mis huevos con una urgencia que delataba su propiodeseo.
Pero esta vez no me detuve allí.La levanté y la tumbé sobre la cama. La follé de una manera majestuosa,posesiva, cada embestida una reclamación. Ella se sentía tan llena, tanestirada y satisfecha como nunca en su vida, gritando en mi hombro para ahogarsus sonidos.
-AAHHHHH HMMMMM QUE RICOOO MEESTAS PARTIENDOOOO HMMMM
Antes de venirse, le anuncié miorgasmo inminente. Ella, con los ojos vidriosos por el placer, jadeó unasúplica: "Afuera... afuera, hermanito, que si no me preñas de nuevo... ¿yqué explicación le doy a mi esposo?".
Sus palabras, en lugar de unaadvertencia, sonaron como la invitación abierta que yo ansiaba. En cuestión desegundos, ignorando su ruego, hundí mi miembro hasta el fondo y solté olas yolas de semen caliente que inundaron hasta el rincón más profundo y fértil desu vientre, marcándola por dentro.
Luego, cuando ella, exhausta ytemblorosa, intentó levantarse para irse, la jalé de nuevo hacia mí."Todavía no", gruñí. Y la volví a follar. Y otra vez. Y otra. Esanoche no dormimos. Para cuando el alba asomó, ella salió de mi cuarto con las piernasdébiles y la panocha literalmente llena, llevando dentro al menos cincodescargas de mi semen.
"Ahora sí, ve con misobrina", le dije con un humor negro y retorcido, "y cuéntale queestamos haciendo a su hermanito".
Ella me miró, despeinada ygloriosa, con una mezcla de lujuria extrema y complicidad total. "Lo dicesen broma", susurró, "pero sí me siento bien embarazada desdeahorita... ¿Qué explicación le daremos a mi esposo cuando llegue?"
Con todo el vale madrismo y eldescaro que me daba la posesión absoluta de su cuerpo y su lealtad, le sonreí ydije:
"Que aporte la pensión de misobrina y se olvide del resto. De mi futuro hijo y de ti... yo me hago cargo. Ysi no se quiere hacer cargo de mi sobrina también yo la mantengo… "
La vi palidecer por un segundo,no por miedo, sino por el shock del acto final de dominación. Luego, unasonrisa lenta, de aceptación y hasta de liberación, se dibujó en sus labios. Elpacto estaba sellado. Pero sería así de fácil?
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