You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Que rica verga tienes papi

Que rica vergatienes papi



Que rica verga tienes papi




El silencio en la casa eraabsoluto, roto solo por el tic-tac lejano del reloj de la cocina. Paulina, dediecisiete años, se retorcía en su cama, el insomnio clavándole sus agujas enla mente. No era el teléfono, ni la ansiedad escolar; era esa vieja, húmeda einsistente necesidad de llenar su boca, de chupar, de sentir una textura firmedeslizándose entre sus labios. Primero fue el chupón, luego sus dedos, despuéslas bananas que devoraba no por hambre sino por la sensación, y las paletas dehielo que derretía con una lentitud agonizante. Pero ahora, esa noche, despuésde haber scrolleado imágenes explícitas en la oscuridad de su habitación, el antojotenía una forma nueva, específica y prohibida: una verga.
Su padre, un albañil que llegabaa casa con las manos callosas y la espalda rendida por cargar blocks y mezclarcemento bajo el sol inclemente, ya había tomado su pastilla. Él y su madre, unaenfermera de turno nocturno, tenían un acuerdo tácito: el cansancio físico deél y el trabajo de ella los mantenían en órbitas separadas, y las pastillasaseguraban que nada, ni el dolor lumbar ni la soledad, le robara el sueño.
Paulina salió de su cuarto con lapunta de los pies desnudos rozando el frío piso de cerámica. La luz tenue delfoco de la sala la guió. Allí estaba él, hundido en el sillón, con la cabezaladeada y una respiración profunda y rítmica. Llevaba un short de algodónholgado, pero en el centro, surgiendo como un monumento a un sueño íntimo, unaerección formidable empujaba la tela, creando una carpa alta, tensa, queparecía querer tocar su propio ombligo. La visión le cortó la respiración.
Una descarga eléctrica lerecorrió el estómago, un calor súbito que se propagó hasta entre sus piernas,que de pronto se sintieron inquietas y húmedas. La boca se le hizo aguainstantáneamente, una necesidad fisiológica, primitiva, de saborear aquello quese insinuaba bajo la tela. Su corazón martilleó contra sus costillas, tanfuerte que temió que el ruido lo despertara. Sentía una mezcla de culpa, unvértigo delicioso y una curiosidad que le nublaba cualquier otropensamiento. ¿A qué olerá? ¿A qué sabrá? Su mente, adicta alos sabores y las sensaciones bucales, no podía evitar formular las preguntas.
Él se movió, gruñó somnoliento, yPaulina se esfumó en la sombra del pasillo, conteniendo el aliento. Lo observó,con el rabillo del ojo, mientras se levantaba pesadamente y se dirigía a suhabitación murmurando que se iba a dormir. Esperó. Contó hasta trescientos, concada número latiendo en su sexo.
Cuando solo el ronquero profundoy regular de su padre se escuchó, actuó. La puerta del cuarto principal cediócon un chasquido mínimo. La habitación olía a sudor limpio, a talco y a sueñopesado. Él estaba de espaldas, pero las sábanas bajas, a la altura de suscaderas, dejaban ver el mismo bulto, ahora liberado parcialmente por la holgurade su pijama. Era más grande de lo que había imaginado, grueso, con venas quese dibujaban bajo la piel y un rojo oscuro y tentador asomando en el glande. Larespiración de Paulina se entrecortó.
Hincada lentamente al lado de lacama, sintiendo la alfombra áspera en sus rodillas, se acercó. El olor eramasculino, terroso, salado. Le encantó. Con una timidez que se evaporabasegundo a segundo, extendió una mano temblorosa y rodeó la base con sus dedos.Era caliente, palpitante. Una gota de líquido perlaba la punta. Sin podercontenerse más, guiada por una obsesión más fuerte que el miedo, inclinó lacabeza y pasó la lengua sobre esa pequeña gota.
Salado. Dulce. Mineral. El sabormás excitante que había probado en su vida.
Un gemido ronco escapó de supadre, pero no se despertó, sumido en el letargo químico. Paulina, embriagadapor el sabor y la osadía, abrió los labios y se llevó la punta a la boca,chupando suavemente, como si fuera la mejor de sus paletas. La textura erasuave y firme a la vez. La llenaba. La satisfacía de un modo que nada antes lohabía hecho.
Movió la cabeza con avidez,tomando más longitud, sintiendo cómo golpeaba suavemente el fondo de sugarganta. Una mano, pesada y adormecida, se posó en su nuca. Paulina separalizó, los ojos muy abiertos, pero no fue un gesto de rechazo. Fue unapresión suave, inconsciente, que la empujó con más fuerza hacia él.
Eso fue todo lo que necesitó.Siguió mamando, con devoción, con la adicción de siempre pero ahora dirigida almiembro de su padre, sintiendo cómo crecía aún más en su boca húmeda y experta.Sabía que era un territorio prohibido, pero en la oscuridad, con él dormido yella despierta y hambrienta, solo existían el sabor, la textura y el sonidohúmedo de su boca obsesionada trabajando en silencio. Finalmente, habíaencontrado su paleta favorita.
La presión de esa mano pesada ensu nuca, aunque dormida, fue el permiso que su mente necesitó para abandonarsepor completo. Ya no había espacio para el miedo o la duda, solo para lanecesidad voraz que le ardía en la boca y entre las piernas.
Paulina se hundió con másdeterminación, tomando más de su padre en su boca. Sus labios se sellaronalrededor de la base, creando un vacío que hacía que cada centímetro de su pielse estremeciera. Movía la cabeza con un ritmo lento pero insaciable, arriba yabajo, sintiendo cómo las venas palpaban contra su lengua, cómo la texturafirme y aterciopelada se entregaba a su dominio. Sus manos, antes temblorosas,ahora se aferraban a sus muslos, anclándose en la carne firme del hombre que lahabía traído al mundo y que ahora le daba el placer más oscuro y delicioso.
Un sonido gutural, profundo,escapó de la garganta de su padre. Su cuerpo se tensó levemente, unacontracción involuntaria que Paulina sintió en toda la longitud que teníadentro. Ella aceleró el ritmo, sabiendo instintivamente lo que se avecinaba. Lapunta de su lengua jugueteaba con el frenillo, lamiendo y succionando con unaavidez que la hacía babear.
De pronto, la mano en su nuca secrispó. Él arqueó la espalda, aún dormido pero su cuerpo respondiendo a unestímulo primordial. Paulina lo sintió hincharse aún más, volverse de unadureza pétrea, y entonces... la explosión.
Un chorro caliente y espesogolpeó el paladar de Paulina. El sabor, salado y único, inundó su boca. Tragóansiosa, con avidez, sin dejar de mover la cabeza para extraer hasta la últimagota. Cada pulsación era una oleada de placer prohibido que se deslizaba por sugarganta, saciando una sed que había tenido toda su vida sin saberlo. No dejóescapar nada, bebiendo con devoción, como una golosina obscena que la hacíagemir suavemente contra su carne.
Cuando las últimas contraccionescesaron y él se relajó por completo, sumido en un sueño aún más profundo,Paulina se desprendió con un popeteo suave. Jadeó en la oscuridad, sus labiosbrillaban húmedos e hinchados. Con una ternura perversa, inclinó la cabeza ydepositó un beso sonoro y húmedo en la punta sensible.
"Que rica verga tienes,papi..." murmuró, con una voz ronca, cargada de adoración y complicidad,como si hubiera compartido un secreto delicioso y no un acto tan transgresor.
Con movimientos rápidos perocuidadosos, como la perfecta ladrona del placer ajeno que era, le subió elcalzón de su pijama, ocultando la evidencia de lo sucedido. Arregló las sábanascon precisión, dejando todo exactamente como lo había encontrado. Se levantó, ycon una última mirada llena de una mezcla de asombro y triunfo, salió de lahabitación cerrando la puerta sin hacer ruido.
En el pasillo, se apoyó contra lapared fría. Su corazón aún latía a toda prisa, pero ahora era por una emocióncompletamente diferente. Se pasó la lengua por los labios, aún saboreando losrestos de su padre. Una sonrisa traviesa, llena de deseo y anticipación, sedibujó en su rostro. La noche había sido perfecta. Y lo mejor de todo era quemañana sería otra noche.
Las semanas se convirtieron en unritual clandestino de sombras y susurros húmedos. Para el padre, un hombrecansado que había encontrado una fuente inesperada de vigor, las mañanas eranahora una revelación. Se despertaba con una energía que no sentía desde hacíaveinte años, con la mente despejada y el cuerpo ligero, listo para enfrentar elsol y el cemento con una productividad que asombraba a sus compañeros de obra."Si sigo así," pensaba mientras amasaba la mezcla con fuerzarenovada, "las pastillas para dormir ya no serán necesarias."Biológicamente, la explicación era simple pero profunda: Paulina, al vaciarlocada noche, estaba estimulando una renovación acelerada de su esperma. Lapróstata, al ser drenada con regularidad, funcionaba de manera óptima,reduciendo la congestión y mejorando el flujo sanguíneo en la zona. Su cuerpo,al producir semen nuevo constantemente, activaba una cascada hormonal–testosterona, endorfinas– que le daban esa sensación de juventud y vitalidadrecobrada. Ella no solo le sacaba el estrés; le estaba renovando la esenciamisma de su virilidad.
Una noche, decidido a reducir ladosis de su pastilla, se acostó con la mente más alerta de lo habitual. Lasomnolencia era pesada, pero no el coma químico al que estaba acostumbrado. Oyóel crujido de la puerta. Sus sentidos, amortiguados pero presentes, registraronuna silueta que se deslizaba en la penumbra. Llevaba una bata de seda corta,que se abría con cada paso para revelar destellos de piel pálida. No podía verquién era, pero su instinto sabía que esa figura esbelta no era su esposa.
Paulina, creyéndolo sumido en elsueño profundo, se arrodilló junto a la cama. Pero esta vez, en lugar de irdirecto a su premio, se inclinó y, con una audacia nueva, llevó su boca al sacoescrotal. Con unos labios húmedos y cálidos, lo envolvió por completo,mordisqueando suavemente las bolas con una delicadeza que rayaba en lo divino.El padre contuvo el aliento, un escalofrío eléctrico recorriéndole la espinadorsal. Luego, ella ascendió y tomó su miembro ya palpitante en su bocacaliente.
—OHHH— No pudo evitarlo. Ungemido ronco, cargado de sorpresa y placer, escapó de sus labios.
Paulina se paralizó por unamilésima de segunda, sus ojos se encontraron con los de él entre las sombras.Pero los de él estaban semi cerrados, vidriosos, y ella, intoxicada por lalujuria y la costumbre, interpretó el sonido como uno más de sus gemidos desueño. Decidió ignorarlo y continuó, succionando con una ferocidad dulce que lehizo olvidar cualquier duda.
Fue entonces cuando sucedió. Unamano, grande y callosa por el trabajo, se deslizó por debajo de su bataabierta. No era un movimiento brusco, sino lento, explorador. Sus dedosencontraron primero la curva de su cintura, luego ascendieron hasta amasar unode sus senos pequeños pero firmes, jóvenes y sensibles.
Estos no son los senos de mimujer... La mente del padre, nadando entre el sueño y la realidad,hizo la comparación al instante. Imposible... están deliciosos, firmesy suculentos... ¡qué manjar!
Paulina jadeó contra su verga, elplacer de esa caricia prohibida electrizándola. Se incorporó un poco, arqueandola espalda para ofrecer más de sí, y en ese movimiento, la mano de su padrevoló de su pecho a la nalga, apretando la carne con avidez, y luego, con unaintuición devastadora, se deslizó hacia el centro de su calor. Sus dedosencontraron su sexo virgen, empapado y palpitante. Con una maestría que parecíaolvidada, comenzó a dedearla, rodeando el clítoris con movimientos circularesantes de introducir suavemente un dedo en esa panochita apretada ysagrada, como él pensó, sin romper el himen pero llevándola al borde deldelirio.
¡Esto es el cielo! ¡Quédelicia tan apretadita…!
Paulina, enloquecida, mamaba conuna devoción frenética, ahogando sus gemidos en la carne de su padre. El ritmode ambos se sincronizó; la boca de ella subiendo y bajando, la mano de éljugando en su sexo. La tensión en el aire quieto de la habitación hasta queestallaron al unísono. Un gruñido profundo y gutural de él se mezcló con elgemido ahogado y vibrante de ella, ambos convulsionando en un orgasmocompartido y cataclísmico.
En la quietud posterior,jadeantes, él flotaba en un limbo de incredulidad y éxtasis. Entonces, sintiólo que había llegado a esperar, a anhelar incluso en su confusión: unos labiossuaves besando sonoramente la punta sensible de su miembro, y la vozsusurrante, cargada de adoración y triunfo:
—Que rica verga tienes, papi...
Misterio resuelto...!!!
La voz. Esa voz joven, dulce,adoradora. No había duda. Los ojos del padre se abrieron por completo en laoscuridad, pero ya no hizo ningún movimiento. Solo yació allí, con el corazónmartilleando en su pecho, sabiendo la verdad. La culpable de su rejuvenecimiento,la ladrona nocturna, la devoradora de su verga... era su propia hija. Y ahora,él lo sabía.
El amanecer llegó con una luzcruda que iluminó el desayuno de una manera completamente nueva. Para el padre,cada movimiento de Paulina, cada risa nerviosa, cada sorbo de jugo, estabacargado de un significado eléctrico. La observaba como si la viera por primeravez: la curva de su nuca cuando se inclinaba, la humedad de sus labiosalrededor del vaso, la forma en que su blusa holgada se pegaba a sus pequeñossenos cuando se estiraba. Saber que esa belleza joven y fresca era ladevoradora nocturna de su verga lo enloquecía de excitación. Un fuego lento ypesado se encendió en su bajo vientre, alimentado por la certeza y laanticipación.
Esta noche corono... pensó,mordiendo un pedazo de pan con una ferocidad contenida. Esta noche mela monto encima y la hago mujer.
La noche se hizo esperar, peropor fin llegó. El ritual se puso en marcha. Él tomó solo media pastilla, losuficiente para fingir, pero no para perderse ni un segundo de lo que estabapor venir. Se acostó y esperó, cada músculo en tensión, cada sentido alerta.
El crujido de la puerta fuemúsica. Paulina entró, pero esta vez no llevaba la bata de seda. Avanzócompletamente desnuda, segura de su invisibilidad en la penumbra. Su cuerpo,pálido y esbelto a la luz de la luna que se filtraba por la ventana, era una visiónque le quitó el aliento. Se movía con una confianza nueva, sabiendo el poderque tenía sobre el hombre dormido.
Se arrodilló junto a la cama y,sin preámbulos, se lanzó sobre su miembro, que ya estaba erecto y palpitante deanticipación. Lo mamó con una devoción experta, de la base a la punta,saboreándolo, envolviéndolo con una lengua ávida. Él contuvo un gemido, dejandoque sus manos, como movidas por el sueño, comenzaran a acariciarla.
Sus dedos callosos recorrieron lasuave piel de su espalda, descendieron hasta las nalgas firmes y redondas, lasapretaron con avidez. Paulina gimió contra su verga, interpretando las cariciascomo los movimientos inconscientes de las noches anteriores. Animada, se subióa la cama, arqueándose sobre él, frotando su sexo virgen y empapado contra sumuslo.
Fue entonces cuando él, fingiendovoltearse en sueños, la rodeó con sus brazos y, con una fuerza suave peroirrevocable, la posicionó encima de él. Paulina contuvo la respiración, undestello de confusión y miedo cruzando su rostro. ¿Se había despertado? Perosus ojos permanecían cerrados, su respiración era profunda.
Él guió su cadera, alineando lapunta de su verga, enorme y pulsátil, con la entrada apretada y virginal de suhija.
—Papi... —susurró ella, con unavoz quebrada por el placer y el temor.
Y entonces, con un empuje suavepero definitivo, la coronó. Un grito ahogado, mezcla de dolor agudo y placerinsondable, se escapó de sus labios. Él sintió cómo el delgado obstáculo cedía,cómo su carne era invadida por completo por la suya. Una lluvia de sensacionescontradictorias cayó sobre Paulina: el dolor la inmovilizó por un instante,pero luego, una oleada de calor, de posesión, de placer tan intenso que eclipsóel dolor, la recorrió. Él permaneció quieto, permitiéndole adaptarse, pero susmanos no dejaban de acariciar sus caderas, sus nalgas, su espalda.
Poco a poco, el dolor setransformó en un cosquilleo eléctrico. Paulina, poseída por una lujuria quenunca antes había sentido, comenzó a moverse. Tentativamente al principio,luego con más confianza, montándolo como si hubiera nacido para eso. Sus caderasencontraron un ritmo primal, subiendo y bajando, ahogándose en su propia carne.Él la ayudaba, levantando las caderas para encontrarla en cada embestida,profundizando cada vez más la conexión prohibida.
El cuarto se llenó de los sonidosde sus respiraciones entrecortadas, de la piel golpeando contra piel, de losgemidos bajos de él y los quejidos agudos de placer de ella. La cama crujióbajo el ritmo frenético de su acoplamiento. Paulina cabalgaba como una posesa,con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, entregada por completo ala sensación de ser tomada, rellenada, hecha mujer por su propio padre.
La llegada del clímax fueviolenta y simultánea. Él la sujetó con fuerza por las caderas, clavándose enlo más profundo de ella mientras un torrente caliente de semen inundaba suvientre virgen. Paulina gritó, convulsionando sobre él, un orgasmo que le hizover estrellas.
En la quietud jadeante quesiguió, él abrió los ojos. La miró fijamente, con una intensidad que no dejabalugar a dudas. Paulina, aún jadeando, lo miró aterrorizada al darse cuenta deque estaba completamente despierto.
Pero antes de que pudiera deciralgo, él la tomó de la nuca y la atrajo hacia sí, sellando sus labios con unbeso profundo, apasionado, lleno de la verdad que ahora compartían. Sabía aellos, a sudor y a pecado. Cuando se separaron, jadeantes, él le susurró conuna voz ronca, cargada de admiración y gratitud:
—Que rica panocha acabo dedesvirgar, hija... ¡Gracias!
Paulina, en un éxtasis devergüenza, culpa y placer absoluto, enterró su rostro en su cuello, sabiendoque nada volvería a ser igual, y que no quería que lo fuera.
Desde esa noche, sobra decir queel hogar encontró una nueva e intensa armonía. Las visitas nocturnas sevolvieron constantes, un secreto a voces que llenaba la casa de unaelectricidad palpable. Y, como si la energía de su nueva vida hubierarejuvenecido su vigor y ambición, el padre comenzó a recibir aumento trasaumento en su trabajo, ascendiendo como nunca antes. La felicidad, al parecer,se medía en orgasmos compartidos y en pesos extra en la cartera.

3 comentarios - Que rica verga tienes papi

Franks19lj +1
Las ganas de que mi hija me diga así