
La tentación de la hacienda
Segunda parte
El mes siguiente fue un infierno silencioso y bien decorado en la casa de los Beltrán. Los gritos habían sido reemplazados por susurros venenosos y miradas de reproche. La madre de María, convertida en una furia vindicativa, dirigía un ejército de abogados con una sola misión: asegurarse de que Ajax se pudriera en la cárcel por violación agravada. La familia, en un coro de hipocresía, maldecía su nombre en cada reunión, convirtiéndolo en el monstruo perfecto para ocultar sus propias podredumbres.
El abuelo Beltrán se había instalado como el patriarca consolador. Visitaba a diario a María, siempre con un regalo, un dulce o una palabra amable. Pero detrás de la máscara del abuelo cariñoso, la lujuria crecía como una enredadera venenosa. Cada vez que ella se inclinaba para recibir su beso en la mejilla, sus ojos se clavaban en el escote o en la curva de sus nalgas bajo el vestido.
—Está bien buena la condenada —pensaba, ajustándose incómodo el pantalón, sintiendo cómo su "gladiador", como llamaba en secreto a su erección, despertaba con una fuerza que lo sorprendía—. Que no daría por volver a hacerla mía… Le daría toda mi fortuna si aceptara ser mi puta personal hasta que me muera.
La idea de preñarla lo electrizaba. A su edad, cuando la muerte ya susurraba cerca, la posibilidad de sembrar vida en un vientre tan joven y fértil era el último acto de poder, una inmortalidad grotesca y carnal. Sería la prueba final de que su virilidad, como su dinero, seguía dominando todo a su alrededor. La imagen de María, hinchada con su hijo, era el sueño perverso de un viejo que quería poseerla más allá del placer momentáneo, marcarla para siempre como su propiedad.
Su mirada se desvió entonces hacia Luciano, el padre de María, que pasaba por el pasillo con el rostro demacrado y una taza de café en la mano. Todos creían que era el post-trauma de un padre devoto, pero el abuelo sabía la verdad. Reconocía la sombra de la culpa y, sobre todo, el brillo de un deseo insatisfecho en sus ojos.
—Pero creo que estoy olvidando a alguien… —murmuró para sí, una idea retorcida comenzando a formarse en su mente.
Luciano, por su parte, apenas podía dormir. El recuerdo de la violación a su hija lo atormentaba y, para su horror, lo excitaba. En la soledad de su cuarto, se masturbaba pensando en la resistencia elástica de su ano, en los gemidos ahogados que le arrancó.
—Nunca me había disfrutado tanto un cuerpo… —confesó a la oscuridad una noche, sudoroso y avergonzado—. Tronarle el culo fue… lo mejor que me ha pasado en la vida.
Esa sensación de conquista absoluta, de violar un límite tan íntimo y social, había sido un éxtasis prohibido que lo había dejado temblando. Era un amante del sexo anal por la sumisión total que implicaba, por el dolor y el placer mezclados. Pero con su hija… con su hija había sido diferente. Saber que era su canalito apretado, virgen en ese sentido para él, que él era el primero en reclamar esa intimidad brutal, había potenciado el acto hasta lo inimaginable. Había sido poseerla de la manera más obscena y verdadera, romperla y marcarla como suya en el lugar más recóndito.
María, mientras tanto, vivía en una burbuja de algodón y somníferos. Por las noches, entre la neblina de los sedantes, emergían recuerdos fracturados. Ya no eran de miedo, sino de una calidez húmeda y vergonzosa. Recordaba el peso de Ajax sobre ella, no como una opresión, sino como una caricia brutal. Sus manos, grandes y toscas, recorriendo sus caderas, apretando sus nalgas con una necesidad que la hizo sentir deseada como nunca. Aunque borracha, un rincón de su cuerpo recordaba la verga de Ajax dentro de ella, un dolor que se transformaba en un placer profundo y primitivo que ahora, en la soledad de su cama, la hacía humedecerse con una culpa que la devoraba. Nunca había pensado así en él, pero su cuerpo traicionero anhelaba revivir esa posesión salvaje.
Su casa se había convertido en una sucursal de terapias alternativas. Coachs de vida le hablaban de "empoderamiento", terapeutas intentaban hipnotizarla para "recuperar los recuerdos reprimidos" que siempre apuntaban a Ajax, y hasta un chamán había intentado limpiar su aura con humo de copal. A través de todo ello, una neblina de confusión y medicamentos nublaba su mente.
—No recuerdo mucho —declaraba con honestidad a quien preguntara—. Solo recuerdo que Ajax no me forzó… tampoco es que quisiera estar con él, pero fui yo quien se le lanzó.
La primera y única vez que lo dijo, su madre la agarró del brazo con una fuerza que le dejó moretones.
—¡¡Jamás repitas eso, María!! ¿Entendiste? ¡¡Jamás!! —le escupió en la cara, con los ojos inyectados en sangre—. Él te violó. Estabas alcoholizada. No sabías lo que hacías. ¿Quieres que ese monstro salga libre?
María, asustada, había enmudecido. La narrativa estaba escrita.
El abuelo, sin embargo, se cansó de esperar. El tiempo se le acababa y su "gladiador" le exigía acción. Una tarde, mandó llamar a Luciano a su estudio, una habitación forrada de madera oscura y oliente a coñac y naftalina.
—Cierra la puerta —ordenó el viejo, sin preámbulos.
Luciano obedeció, intranquilo. El abuelo sirvió dos copas de un brandy caro y le pasó una.
—Sé lo que hiciste —dijo el abuelo, tomando un sorbo. Su voz era calmada, pero sus ojos no se apartaban de Luciano.
Luciano se atragantó con el licor. —¿Q-Qué? No sé de qué…
—¡Cállate! —cortó el viejo con un golpe seco de su mano arrugada sobre el escritorio—. Sé que fuiste tú quien la folló por el culo después de que Max la dejara allí. No te culpo, hijo. Yo también probé ese manjar antes de que tú llegaras. Le reventé el coño virgen. Fue glorioso.
Luciano palideció. Se hundió en la silla, mirando a su padre con una mezcla de terror y… ¿complicidad?
—Pero tengo algo que confesarte —continuó el abuelo, acercándose—. No puedo vivir sin probarlo de nuevo. La necesito taladrar otra vez. Y tú… tú me vas a ayudar.
—¡¿Estás loco?! —estalló Luciano, levantándose—. ¡Es mi hija! ¡Ya basta! ¡No puedo! ¡No voy a…!
—¡Sí vas a hacerlo! —rugió el abuelo, y ahora su voz era el de el patriarca que había construido un imperio a base de intimidación— Por dos razones. La primera: si te niegas, desentierro toda la verdad. Le cuento a tu esposa, a la policía, a todos, cómo violaste a tu propia hija. Ajax saldrá libre y tú irás a la cárcel. Y créeme, para un violador de hijas, la cárcel es un infierno que no puedes ni imaginar.
Luciano se estremeció, visualizando la pesadilla.
—Y la segunda… —el abuelo bajó la voz, adoptando un tono casi seductor—. Es que te voy a pagar. Un millón de dólares. En efectivo. Suficiente para desaparecer de México y empezar una nueva vida en cualquier lugar del mundo, lejos de esta familia de mierda y de tu esposa bruja. O… suficiente para quedarte y comprarte todos los lujos que quieras.
Luciano miró fijamente la alfombra persa. La moral, el amor paterno, todo se desvanecía ante el doble filo de la navaja: la amenaza de la ruina total y el cebo de una fortuna y libertad. Respiró hondo. El recuerdo del ano apretado de María, la sensación de posesión absoluta, se mezcló con el miedo y la avaricia.
Cerró los ojos. Cuando los abrió, ya no había duda en ellos. Solo una resignación corrupta.
—¿Un millón? —preguntó, con la voz ronca.
—En efectivo. La mitad por adelantado —confirmó el abuelo, una sonrisa triunfal y depravada curvando sus labios finos.
Luciano asintió lentamente.
—¿Y… cómo lo haremos?
El abuelo se recostó en su sillón, victorioso.
—Eso, hijo mío, ya lo tengo todo planeado. Solo necesito que distraigas a tu esposa esta noche. Yo me encargo del resto.- "Tu esposa, esa bruja entrometida, es la llave", comenzó el abuelo, entrelazando sus dedos sobre el escritorio. "Esta noche, la Fundación Gutiérrez celebra su cena de gala anual. Es el evento social del año para ella, el único lugar donde puede fardar de su falsa caridad y su moral de pacotilla. No lo faltaría por nada del mundo."
Luciano asintió lentamente. Era cierto. Su mujer vivía para esa noche.
"Tú la acompañarás, por supuesto. Serás el marido solícito. Pero te asegurarás de que el champagne fluya sin parar para ella. Que beba hasta olvidar incluso su propio nombre. Cuando vuelvan a casa, estará tan inconsciente que un terremoto no la despertaría."
Una chispa de comprensión, sucia y cómplice, brilló en los ojos de Luciano. Comprendía el genio perverso de su padre.
"¿Y María?", preguntó, casi en un susurro.
"María...", el abuelo sonrió con lujuria. "María sigue en su burbuja de somníferos. Su médico, el buen doctor Silva, es un hombre... muy agradecido con mis generosas donaciones a su clínica. Esta tarde recibirá una llamada indicándole que, para ayudarla a 'dormir mejor' y 'evitar pesadillas', debe aumentar levemente la dosis de su sedante nocturno. Solo un poco, lo justo para asegurar que ni un huracán la despierte."
La crudeza del plan dejó a Luciano sin aliento. Era diabólico. Utilizaban las propias herramientas de "curación" de la familia en su contra.
"La sirvienta", continuó el viejo, "la que más quiere María, la que le lleva el té por las noches... tiene un hijo en la universidad. Una universidad muy cara para una criada sin recursos como ella. Esta mañana recibió un anónimo... una beca completa para el próximo semestre, a cambio de que esta noche se tome la noche libre. Que se vaya a visitar a una 'prima enferma'. No habrá testigos."
Luciano tragó saliva. El plan era hermético. No dejaba cabos sueltos.
"Una vez la casa esté vacía y silenciosa...", el abuelo se levantó y caminó hacia la ventana, mirando la hacienda que era su reino, "...yo entraré en su habitación. La llave la tengo desde hace semanas. Y tú... tú vendrás después de asegurarte de que tu mujer está muerta para el mundo. Nadie nos esperará. Nadie nos verá. La casa será nuestra... y ella será nuestra para hacer con ella lo que nuestro deseo ordene."
Se giró para mirar a su hijo, su cómplice.
"¿Alguna objeción?"
Luciano pensó en el dinero. Pensó en la cárcel. Pensó en el culo perfecto de su hija y en la vergüenza que lo excitaba más que cualquier otra cosa. El silencio fue su respuesta.
El plan se puso en marcha con la precisión fría de una maquinaria bien engrasada. Esa tarde, Luciano se vistió con su mejor traje, una armadura de seda italiana para la farsa que representaría.
—¿Estás listo, cariño? —preguntó su esposa, envuelta en un vestido de noche escandalosamente caro— No podemos llegar tarde. La presidenta de la fundación debe verme entrar primero.
—Claro, mi amor —respondió Luciano con una sonrisa tensa— Esta noche te lucirás como siempre.
Mientras tanto, en la habitación de María, el teléfono sonó. Era el Dr. Silva. —María, solo quería ver cómo estás. He revisado tu caso y creo que necesitamos ajustar un poco la dosis para asegurar un descanso más profundo, sin interrupciones. Te hará muy bien.
Minutos después, la fiel sirvienta, con los ojos brillantes de lágrimas de gratitud y culpa, se despedía de María.
—Señorita, mi prima… está muy mal. Me voy solo esta noche. Le he dejado su té aquí, en la mesita. Por favor, tómeselo todo. Descanse.
María, ya adormecida por los efectos de la medicación aumentada, asintió con dulzura. —No se preocupe, vaya. Y… gracias por todo.
La casa comenzó a vaciarse. La señora Beltrán y Luciano partieron hacia la gala. El silencio, pesado y anticipatorio, se adueñó de los pasillos.
Mientras tanto en la gala:
El champagne fluyó como agua para la esposa de Luciano. Él era el camarero perfecto, siempre con una copa llena y una sonrisa.
—¡Un brindis por tu elegancia, mi vida! —decía, entregándole otra copa.
—¡Otro por tu éxito con la fundación! —insistía, sin dejar que su vaso se vaciara nunca.
Ella, ebria de adulación y alcohol, no notó la insistencia de su marido. Para las once de la noche, sus palabras eran un mar incoherente y necesitaba ayuda incluso para mantenerse de pie.
—Creo que es hora de irnos, preciosa —susurró Luciano al oído de su mujer, sosteniéndola— Has sido la reina de la noche.
La llevó casi en volandas hasta el coche. En el asiento trasero, ella se desplomó, roncando suavemente, completamente inconsciente antes de que salieran del estacionamiento.
Ya en la casa de María…
El abuelo Beltrán, desde la sala, vigilaba el reloj. Cuando las manecillas marcaron las once y media, sonrió. Todo transcurría según lo planeado. Tomó la llave que había mandado hacer de la habitación de María —una réplica perfecta que guardaba en un cajón de su escritorio— y salió, moviéndose con una energía juvenil que no tenía desde hacía años.
Subió las escaleras principales, sus pasos amortiguados por la alfombra gruesa. El único sonido era el latido furioso de su propio corazón. Se detuvo frente a la puerta de María. Contuvo la respiración y deslizó la llave en la cerradura. El clic sonó como un trueno en el silencio absoluto del corredor.
Empujó la puerta lentamente.
Allí, bañada por la tenue luz de la lámpara de noche, estaba María. Dormida profundamente, en un sueño artificial inducido por los fármacos. Estaba de lado, cubierta solo por una sábana de seda que se había deslizado, revelando la curva de su cadera y el comienzo de sus nalgas. Su respiración era profunda y regular, completamente ajena al peligro que se cernía sobre ella.
El abuelo cerró la puerta tras de sí. Se acercó a la cama, mirándola con avidez. Su "gladiador" despertó con violencia, presionando contra el tejido de su pantalón.
—Mía —susurró, con una voz ronca de lujuria— Otra vez mía…
Minutos después, oyó el suave chirrido de la puerta principal abriéndose y cerrándose. Pasos cautelosos subieron las escaleras. Luciano apareció en el umbral de la habitación, pálido, con sudor en la frente. Su mirada fue directamente a la figura dormida de su hija, y luego a su padre. El aire se espesó, cargado de culpa, avaricia y un deseo corrupto que los unía en una conspiración repulsiva.
—Está… ¿está bien? —logró articular Luciano, con la voz quebrada.
—Está perfecta —respondió el abuelo sin apartar los ojos de María—Más que perfecta. Está esperándonos…
Luciano se acercó, parándose al otro lado de la cama. Miró el rostro sereno de su hija, inocente en su sueño profundo, y luego la curva de su cuerpo bajo la sábana. La tentación, el recuerdo de la violación anterior y la promesa del dinero se mezclaron en su venas, ahogando los últimos vestigios de su moral.
—Dios mío… —exhaló, no en señal de arrepentimiento, sino de pura lujuria reavivada.
—Dios no tiene nada que ver aquí, hijo —dijo el abuelo, desabrochándose lentamente el cinturón—. Esta noche, esta diosa… es nuestra. Y esta verga es de ella…
Ambos hombres estaban ahora frente a su botín, frente a la tentación inconsciente que había desatado la tormenta. El plan había funcionado a la perfección. La noche apenas comenzaba.
La habitación olía a medicamento, perfume caro y lujuria. Luciano, con las manos sudorosas, miraba a su hija dormida y luego a su padre, que comenzaba a desabrocharse el pantalón con una calma aterradora.
—Esperaré afuera, papá… —murmuró Luciano, retrocediendo un paso hacia la puerta. La culpa le apretaba la garganta.
El abuelo detuvo sus movimientos y lo miró. Una sonrisa lenta y retorcida se extendió por su rostro arrugado.
—¿Afuera? ¿No quieres ver cómo siembro mi semilla en ella? ¿Cómo la dejo hinchada con mi hijo?
Luciano palideció. —Nunca… nunca mencionaste que la preñarías. Además, mi esposa… se ha encargado de que tome pastillas. Para prevenir… lo de Ajax.
—¡Al diablo todo, hijo! —rugió el abuelo, y de repente sus ojos, usualmente velados por la astucia, brillaron con una obsesión fanática y desquiciada—. ¿Qué me queda en la vida? ¿Cuántos años más puedo vivir? ¿Dos? ¿Tres? María no es solo un pedazo de carne… ¡está hecha para ser follada, sí, pero también para ser fecundada! Es la tierra más fértil, la última gran cosecha de mi vida. Esa dicha… la dicha de ver mi sangre correr en las venas de un hijo suyo, de saber que una parte de mí la poseerá para siempre… ¡esa dicha me la voy a llevar yo al infierno si es necesario! ¡Es mía!
Su respiración era agitada, los ojos inyectados en sangre clavados en el cuerpo dormido de María. La lujuria se había transformado en una cruzada obscena, la última gran ambición de un hombre acostumbrado a poseerlo todo.
Luciano lo observó, y en su propio pozo de perversión, vio una oportunidad. El miedo se mezcló con la codicia.
—Dos millones —escupió, con una voz que ya no temblaba—. Dos millones en efectivo. Y no solo te dejo preñarla… repetiremos esto a diario. Yo me encargaré de que mi esposa no se entere, de que María siga con su medicación. Dejaré que tu… “embarazo milagro” se concrete. Pero por dos millones.
El abuelo no vaciló ni un segundo. Una sonrisa de triunfo absoluto le iluminó la cara. Extendió su mano arrugada.
—Trato hecho.
Apretaron manos sobre el cuerpo inconsciente de su hija y nieta. El pacto más vil estaba sellado.
—Ahora, con tu permiso… —dijo el abuelo, volviéndose hacia la cama— Tengo una cita con mi mujer.
Con una agilidad espeluznante, se abalanzó sobre María. Le apartó las piernas con brusquedad.
—¡Mira nada más qué coñito tan perfecto! —gritó, embadurnándose la verga vieja y gruesa con su propia saliva antes de guiarla hacia su destino—. ¡Hecho para mí! ¡Solo para mí! ¡Este agujerito calientito me pertenece! ¡Vas a ser mi puta personal, María! ¡La puta que me dé un heredero!
Y con un gruñido bestial, la empotró con toda su fuerza. María, en las profundidades de su sueño químico, emitió un quejido ahogado, un sonido entre el dolor y el placer que enloqueció al viejo.
—¡Sí! ¡Así! ¡Gime para mí! ¡Gime para tu dueño! —aullaba, embistiéndola con una energía frenética—. ¡Te voy a llenar! ¡Te voy a regar por dentro! ¡Cada gota de mi leche es para ti! ¡Para que me des un hijo! ¡Mi hijo! ¡MI HIJO!
Luciano, al otro lado de la cama, observaba. Ya no había nervios, solo una excitación brutal que le hacía palpitar la sien. Se masturbaba sobre ellos, viendo cómo su padre violaba a su hija con una furia posesiva que le resultaba hipnótica. El espectáculo de poder y degeneración era el afrodisíaco más potente que había experimentado.
Finalmente, el abuelo gritó, un sonido gutural y triunfal, y se derrumbó sobre ella, vaciándose en espasmos violentos dentro de su vientre. Jadeó, exhausto pero exultante.
—La fecundación… —resolló, retirándose lentamente—.… me pertenece solo a mí. Pero… —dijo, volteando a María boca abajo y exponiendo de nuevo sus nalgas perfectas y su ano— …el culo… puedes seguirlo disfrutando. A menos que… quieras que también yo entre en posesión de este hoyo…
Fue la invitación que Luciano necesitaba. No hubo palabras. Con manos temblorosas de puro deseo, se bajó el pantalón y el calzón, liberando su verga, ya dura y palpitante.
—Este… este culo es mío —murmuró, más para sí mismo que para su padre—. Yo fui el primero. Es solo mío.
Se colocó detrás de ella. Con un gemido de pura necesidad, guió su miembro hacia el ano aún sensible de su hija. La presión era gloriosa, tan apretada, tan prohibida.
—¡Sí! ¡Ajá! ¡Así! —jadeaba, embistiendo con furia—. ¡Tu papi está en casa, putita! ¡Aquí, en el culo donde pertenezco! ¡Más apretado que ningún otro! ¡Hecho para mi verga! ¡Solo para mí!
Cada embestida era una reafirmación de su posesión, una huella que quería dejar grabada en sus entrañas. Ya no pensaba en el dinero, ni en el miedo. Solo en el éxtasis corrupto de violar a su hija en el lugar más íntimo, de sentirla tan suya que nadie, ni siquiera su padre, podría jamás arrebatársela por completo.
—¡Te lleno! ¡Te lleno toda, hija de puta! ¡Toma! ¡Toma toda mi leche! —gritó, y estalló dentro de sus intestinos con un forcejeo violento, inundándola de semen caliente mientras su cuerpo se sacudía en espasmos de placer culposo y absoluto.
Se desplomó sobre su espalda, jadeando. El silencio volvió a la habitación, roto solo por la respiración agitada de los dos hombres y el sueño profundo e inocente de María, ahora mancillada y preñada por la perversión de su propia sangre.
María despertó con un dolor sordo y persistente que anclaba su cuerpo a las sábanas. Un peso extraño, una sensación de estar llena y vacía al mismo tiempo, la invadía. Entre las piernas, un escozor húmedo y la incómoda sensación de un líquido espeso y frío que se escapaba de su vagina. Más atrás, en el lugar más íntimo y prohibido, una molestia punzante, como si la hubieran desgarrado por dentro, y la misma humedad viscosa mezclada con un dolor que le recordó, de forma confusa y borrosa, la noche de la fiesta. Se tocó con timidez y retiró los dedos manchados con un fluido blanquecino que olía de forma extraña, salado y masculino. Su mente, nublada por los residuos de los somníferos, buscó una explicación. ¿Sueños? ¿Recuerdos que regresan? Se obligó a pensar en Ajax, en la violación, en el trauma que todos decían que debía sentir. Se bañó con agua casi hirviendo, frotándose con fuerza, intentando limpiar no solo su cuerpo sino la vergüenza y la confusión que la carcomían.
Al salir del baño, envuelta en una bata de seda, se topó con su padre en el pasillo. Luciano la miró con una intensidad que le erizó la piel. Sus ojos recorrieron su cuerpo de arriba abajo, deteniéndose en sus pechos y en la curva de sus caderas con una lujuria tan palpable que casi podía sentirse en el aire.
—Buenos días, papi —dijo María, con una voz aún ronca por el sueño.
Se levantó de puntillas y le dio un beso inocente en la mejilla. Luciano contuvo un gemido. El simple roce de sus labios, el olor a jabón de su piel, fue como una descarga eléctrica que le recorrió la espina dorsal y endureció su miembro al instante. Asintió, incapaz de hablar, y la vio alejarse, meneando esas nalgas que ya le pertenecían, con una mezcla de triunfo y culpa devoradora.
Esa misma noche, el ritual se repitió, pero con una victoria adicional. Los somníferos ahora también estaban en el té de la madre. «Esa vieja vaca ya cayó», le avisó Luciano por mensaje de texto a su padre. La casa era completamente suya.
Como hienas hambrientas, se abalanzaron sobre el cuerpo dormido de María. Esta vez, con más confianza, fueron más lejos. El abuelo, después de bombear su semen dentro de su vagina con su eyaculación usualmente lenta y profunda, la volteó.
—Quiero probar ese culo que tanto te gusta… a ver si un día de estos me das chance… —le dijo a su hijo con una sonrisa lasciva.
-Hazlo ahora…- Luciano, excitado hasta la demencia, guió la verga arrugada y gruesa de su padre hacia el ano de María. El viejo gruñó, forcejeando por entrar en la estrechez que su hijo disfrutaba tanto.
—¡Más apretado que el coño! ¡Me va a sacar la leche a punta de presión! —jadeó el abuelo, embistiendo con una fuerza renovada por el morbo.
Luciano, por su parte, se colocó frente a su hija y deslizó su pene entre sus labios dormidos, follando su boca inerte, ahogándose en la humedad de su garganta mientras veía cómo su padre conquistaba su otro territorio.
Pasó una semana. El abuelo no se cansaba de «regar el terreno fértil», como decía con sorna obscena. Luciano, por su parte, notaba con satisfacción perversa cómo el ano de María ya no ofrecía la misma resistencia inicial; se había acostumbrado a su tamaño, cedía con más facilidad, como si su cuerpo traicionero aceptara silenciosamente la invasión.
En la tercera semana, la rutina degeneró aún más. El abuelo, envalentonado, ya no se conformaba con penetrarla. Tomaba pastillas azules que le permitían follarla dos veces por noche. Mientras la empujaba contra el colchón, se inclinaba y capturaba su boca inerte en un beso húmedo y profundo, explorándola con su lengua. Recorría su cuello, mordisqueaba sus orejas y luego descendía para lengüetear sus senos, chupando sus pezones hasta ponerlos duros, gruñendo sobre su piel mientras vaciaba otra carga de su semen dentro de su útero.
Luciano, enceguecido por el espectáculo y su propio deseo, se atrevió a más. Tomaba su verga y se la introducía en la boca a su hija, moviendo sus caderas para golpear su garganta, usando sus labios inconscientes para su placer. Después, sin piedad, la perforaba por el ano, reclamando ese espacio como suyo, sintiendo cómo sus entrañas ya lo recibían con una familiaridad aterradora.
Así continuó, noche tras noche, durante poco más de un mes. Hasta que una mañana, María notó la ausencia de su periodo. Una punzada de pánico heló su sangre. Se lo comunicó a su madre, quien, pálida pero decidida, llamó al doctor Silva.
Las pruebas llegaron. El resultado fue positivo.
Luciano, con las manos temblando de una emoción indescriptible, tomó su celular y llamó a su padre.
—Felicidades, viejo —susurró, con una voz cargada de complicidad y algo de asombro— Vas a ser papá. Ahora solo hay que evitar que mi esposa la obligue a abortar.
María, sentada en el borde de la cama, miraba el positivo en la prueba de embarazo con los ojos desencajados. La confusión era un nudo en su estómago.
—No entiendo… —murmuró para sí misma, llevando una mano a su vientre aún plano—. ¿Cómo…? Si solo fue… Ajax… una vez… y con pastillas del día después…
Su mente, nublada y manipulada, no podía concebir la verdad. El horror se incubaba en su vientre, y ella ni siquiera sabía quién era el verdadero monstruo.
La noche olía a puro caro y ambición cumplida. En el estudio del abuelo Beltrán, el humo azul formaba espirales letárgicas. Luciano extendió la mano, expectante.
—Felicidades, gladiador —dijo, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Quedamos mitad y mitad. Y aún no recibo la primera parte.
El abuelo exhaló una bocanada de humo, mirando a su hijo por encima de la llama de un fósforo que encendía otro habano.
—Ya tengo el portafolio lleno de billetes verdes… —respondió, con voz rasposa—. ¿Vienes por él?
—Claro. Enseguida iré.
Luciano salió conduciendo con la mente puesta en el maletín. No vio las sombras que se movían entre los árboles, ni la moto silenciosa que lo seguía a distancia. Al llegar a la oficina de su padre, el viejo lo recibió con una botella de coñac y un gesto de triunfo absoluto.
—No solo tengo tu dinero —dijo el abuelo, llenando dos copas— Ya tengo los regalos del día de nacimiento. Estoy seguro de que será un varón, nuestro hijo. María es una hembra hecha para darme al nuevo heredero. —Bebió un trago largo—. Ahora solo queda lo más difícil: convencerla de que el abuelo es el hombre adecuado para acompañarla en su vida. Además, por el bien de mi hijo, no podemos seguir dándole somníferos.
Luciano lo miró, calculador. La codicia le nubló el juicio una vez más.
—Si tienes otros dos millones, creo que puede funcionar. Yo me encargo de que mi esposa lo acepte.
El abuelo soltó una carcajada seca.
—¡Eso es! ¡Así me gusta! ¡Negociando como un Beltrán! Trato hecho. —Chocaron las copas, sellando el pacto con alcohol y avaricia.
Bebieron hasta que el coñac les ardía en el pecho. Luego, eufóricos y envalentonados, salieron hacia la casa de María para celebrar con la futura madre.
Al llegar, subieron directamente a su habitación. María dormía profundamente, gracias a una dosis menor de sedantes, pero aún estaba inconsciente. Su silueta se recortaba bajo las sábanas, un botín que ambos creían suyo.
El abuelo se acercó a la cama y se volvió hacia Luciano, con una expresión que dejó de ser de complicidad para convertirse en una orden.
—Sabes qué, hijo —dijo, desabrochándose el cinturón—. Por respeto a mi bebé, este cuerpo ya solo será mío. —Señaló a María con un gesto de propiedad absoluta—. No quiero más manos aquí. Las tuyas incluidas. Desde hoy, solo yo me encargo de sembrar y cuidar lo que es mío. —Su mirada era fría, terminante—. Puedes irte.
Luciano palideció. La prohibición lo tomó por sorpresa, pero la arrogancia del viejo y la promesa de los dos millones adicionales lo mantuvieron en silencio. Asintió, conteniendo su rabia y su lujuria frustrada, y salió de la habitación.
El abuelo cerró la puerta con un clic definitivo. Solo. Con su propiedad. Se abalanzó sobre María con una posesividad renovada. Esa noche fue particularmente brutal. La tomó por el culo con una fuerza que hizo gemir a la joven incluso en su sueño, reclamando ese territorio con espasmos de dominación. Luego la penetró en la vagina, gruñendo sobre su oído palabras obscenas sobre su semilla y su heredero. Finalmente, usó su boca inerte, follándola hasta ahogarla con su propia saliva y su semen. Incluso, en un acto de degradación final, aprisionó su miembro entre sus tetas grandes y perfectas, haciendo una rusa mientras gemía sobre su escote, manchándola por completo.
Mientras tanto, Luciano, herido en su orgullo y excitado a pesar de todo, recordó el maletín con el primer pago. Bajó a buscarlo al auto, necesitando sentir el poder del dinero después de la humillación. Pero al abrir la puerta del coche, el asiento del pasajero estaba vacío. La ventanilla, entreabierta con un golpe preciso de un rompecristales, era la única explicación. El maletín había desaparecido.
—¡No! —gritó, revolviendo desesperadamente el interior del auto—. ¡¡No puede ser!!
A unas cuadras de distancia, Ajax corría como una sombra, el maletín pesado y prometedor en su mano. Su respiración era agitada, pero no de miedo, sino de triunfo. Llegó a una moto aparcada en la oscuridad, arrancó el motor con un rugido sordo y se perdió en la noche.
Minutos después, estacionaba frente a una casa discreta. Tocó dos veces y la puerta se abrió. Max estaba allí, con una sonrisa fría y expectante. Ajax entró, dejando el maletín sobre la mesa del comedor. Lo abrió. Los fajos de billetes verdes relucieron bajo la luz tenue.
—Mitad y mitad, como habíamos quedado, primo —dijo Ajax, con una voz cargada de alivio y venganza.
Max sonrió, satisfecho. Tomó un fajo y lo olió, como si fuera el aroma de su victoria.
—Ni siquiera se imaginan estos pendejos que ya estás libre. La noticia del embarazo de María fue el detonante perfecto. —Max se recostó en su silla—. Mis abogados hicieron el resto: ¿cómo iba a ser el violador si la víctima estaba embarazada de otro? La presunción de inocencia y la duda razonable hicieron el trabajo sucio. La investigación estaba podrida desde el inicio.
Ajax asintió. Recordó la visita de Max a la cárcel, cómo había insistido en que le contara toda la verdad. Ajax le dijo que la había encontrado ya violada, inconsciente, con las piernas manchadas de semen seco. Max no lo juzgó; al contrario, contrató a un detective privado. Con el abuelo y Luciano bajando la guardia, creyéndose intocables, fue fácil. El detective documentó sus visitas nocturnas, las facturas de las pastillas, los movimientos de dinero. Todo.
—El embarazo fue la pieza final —continuó Max—. Demostró que el verdadero peligro para María estaba en su propia casa, no en ti. —Tomó otro fajo de billetes—. Ahora, con esto y las pruebas que tenemos, no solo estás libre… sino que ellos caerán. Hasta el fondo.
Afuera, la noche envolvía la ciudad. En la habitación de María, el abuelo roncaba satisfecho sobre su vientre, creyendo que su legado estaba asegurado. Ignoraba que su imperio de mentiras y perversión ya tenía las horas contadas, y que el dinero que había pagado por su pecado sería la herramienta de su propia destrucción.
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