En el centro de la tormenta está María, con su vestido floral y su cuerpo esculpido por los dioses, un pecado mortal que ningún hombre puede ignorar... a veces, la tentación más peligrosa no es la que buscas, sino la que encuentras detrás de la puerta equivocada.

La hacienda del abuelo Beltrán respiraba una energía distinta esa noche. No era solo la tradición del 15 de septiembre, sino una electricidad palpable que se colaba entre los adornos tricolores y el olor a pólvora de los cohetes lejanos. Las mesas, pesadas de banquetes, gemían bajo la carga de platillos ancestrales: moles espesos y oscuros que olían a chocolate y chile, grandes cazuelas de pozole con sus granos de maíz reventados, chiles en nogada que imitaban la bandera con su verde, blanco y rojo, y tortillas hechas a mano que humeaban en canastas de mimbre.
Las señoras, las tías, eran un espectáculo de folklore vibrante. Vestían trajes de tehuana coloridos y elaborados, con enaguas amplias y holanes, o bien, elegantes vestidos de ranchera con sus tocados de flores en el cabello. Sus risas eran altas, sinceras, animadas por la promesa de una noche de familia y recuerdos. Charlaban a gritos, intercambiando chismes y recetas con igual pasión.
Pero en el mismo salón, como dos realidades paralelas que se rozan peligrosamente, estaba la nueva generación. Los primos y primas, un jardín de juventud y deseo. Los hombres, con camisas de lino y vaqueros ajustados, proyectaban una seguridad arrogante. Las mujeres, sin embargo, eran la verdadera tormenta. Llegaron en vestidos mínimos que parecían pintados sobre sus pieles, tops de seda que dejaban al descubierto abdómenes tonificados y faldas que invitaban a la imaginación a perderse. Una combinación tóxica y deliciosa con las interminables botellas de tequila reposado y añejo que circulaban, llenando vasos y borrando inhibiciones.
Y entre todas, como una diosa emergiendo de un mar de mortales, estaba María.
Su belleza no gritaba, susurraba, pero con una intensidad que ahogaba cualquier otro sonido. Su cabello, con reflejos rojizos que capturaban la luz de las lámparas de papel, caía como una cascada de seda oscura sobre sus hombros. Llevaba un vestido floral diminuto, de un estampado que evocaba un jardín salvaje. La tela, ligera, se abrazaba a cada curva de un cuerpo que parecía esculpido por manos divinas: un abdomen plano, unas caderas que se balanceaban con ritmo hipnótico y un pecho firme y alto que se insinuaba con cada respiración. Unos aretes grandes, de plata y turquesa, jugueteaban con su cuello esbelto. Pero era el conjunto, la armonía devastadora de sus formas, lo que la hacía irresistible. Sus nalgas, redondas y perfectas, y sus tetas, generosas y desafiantes, eran de campeonato, un premio que todos, consciente o inconscientemente, deseaban alzar. Estaba, como dirían, absolutamente detonada.
Desde el momento en que cruzó la puerta, una ola de miradas furtivas la siguió. Tíos con barrigas cerveceras que olvidaron por un segundo a sus esposas de traje de tehuana; sobrinos jóvenes que se ajustaron incómodos los pantalones; incluso algunas primas la miraron con una mezcla de envidia y admiración. Su encanto era natural, una sonrisa fácil que iluminaba la habitación y una forma de moverse que era pura gracia animal.
Luego, llegaron los tequilas. Uno tras otro. El licor ámbar hizo su trabajo: derritió las máscaras de la corrección familiar. Las risas se volvieron más guturales, los comentarios más audaces, los roces al pasar ya no eran accidentales. Las discreciones fueron menos, mucho menos.
María, con los labios húmedos y los ojos brillantes por el alcohol, era el epicentro de todas las miradas. Cada vez que se inclinaba para tomar una botella, el escote de su vestido floreado ofrecía un espectáculo sublime que dejaba sin aliento a quien lo captara. Cada vez que se reía y se giraba, la tela de su vestido se estiraba sobre sus nalgas, delineando una silueta que quemaba la retina.
Ya no se la saboreaba solo con la mirada. Los comentarios susurrados al oído, entre primos, se volvieron explícitos. "¿Viste a María? Está para comérsela entera", "Dios, con solo verla se me para...". Las manos "accidentalmente" rozaban su cintura al pasar, su espalda desnuda al servirle otro trago. Ella lo sabía, lo sentía. Y en sus ojos, una chispa de complicidad peligrosa brillaba. El ambiente era denso, dulce y salado como el mezcal, cargado de un deseo familiar que se volvía cada vez menos prohibido y más urgente con cada shot de tequila que desaparecía.
La noche era joven, y la tensión, apenas comenzaba a cocinarse a fuego lento.
La fiesta en la hacienda del abuelo Beltrán bullía con una energía primal. Entre el humo del carbón y el aroma a cordero al pastor, los tequilas fluían como un río dorado y traicionero. Max, con su camisa de lino blanco impecable y una sonrisa de depredador, agarró del brazo a sus dos primos más cercanos junto a la barra improvisada.
—Miren a esa putita —dijo, sin disimular su lujuria, clavando los ojos en María, que reía con otra prima—. Hoy no solo me la voy a follar… Le voy a dejar bien claro que está hecha para mí. A mí ninguna mujer se me escapa, y menos una con ese culo de campeonato.
—Cálmate, Max —murmuró uno de los primos, incómodo—. Es familia.
—Por eso mismo —Max esbozó una sonrisa cínica—. Más sabroso. Ahora, ayúdenme. Sírvanle tequila hasta que no pueda tenerse en pie.
Y así fue. Max se acercó a María con la elegancia falsa de un lobo en piel de cordero.
—María, no puedes celebrar la independencia sin un buen tequila —dijo, llenando su shot hasta el borde—. ¡Arriba, abajo, al centro y pa’ dentro!
María, con sus grandes aretes de plata brillando bajo las luces, lo miró con recelo pero aceptó. Conocía la reputación de Max, pero se sentía segura entre la multitud. Lo que no vio fue cómo su otro primo, con un movimiento rápido, cambiaba su botella de tequila por una cargada con mezcal más fuerte, ni cómo el otro llenaba su vaso cada vez que ella desviaba la mirada.
—¡Otro más, prima! —gritó Max, acercándosele tanto que su aliento le rozó el cuello—. Para que brille esa belleza.
María comenzó a sentirse mareada. El mundo giraba a su alrededor. Su vestido floral, pegado a su cuerpo sudoroso, se sentía de repente como una segunda piel demasiado caliente. Tambaleándose, se apoyó en la mesa.
—Max… creo que… me pasé.
—Tranquila, preciosa —dijo él, poniéndole una mano en la espalda baja, los dedos rozando la parte superior de sus nalgas—. Vamos, te llevo adentro a que descanses un poco.
La guió, casi la cargó, a través del laberinto de la hacienda, lejos de las miradas curiosas. Al entrar en la habitación de huéspedes, María se dejó caer sobre la cama con un gemido suave.
Max cerró la puerta y se quedó mirándola. La respiración se le aceleró. Allí estaba, tumbada boca abajo. El vestido se le había subido hasta la cintura, exponiendo por completo la redondez perfecta de sus nalgas, apenas cubiertas por una tanga de encaje negra. Sus piernas, infinitas, se extendían invitando a ser acariciadas. La curva de su espalda conducía la mirada hacia ese trasero sublime, alto, firme, un monumento a la lujuria.
—Dios mío —susurró Max, acercándose—. La tengo justo donde la quería… Estás hecha para que te dé hasta no poder más.
Se ajustó la erección que le presionaba el pantalón. Iba a acercarse más cuando su celular vibró con furia. Un mensaje de sus primos: «¡Tu padre te busca! Ya preguntó por ti. ¡Sale de la cocina con cara de pocos amigos!»
—¡Mierda! —maldijo en voz baja, mirando a María, tan vulnerable y deseable—. Maldita sea… Enseguida vuelvo, preciosa. No te muevas.
Salió de la habitación, lanzando una última mirada lasciva a ese cuerpo dormido que prometía paraíso. Encontró a su padre en el pasillo.
—¿Dónde demonios estabas? —rugió el hombre.
—Por ahí, papá… sólo…
—Necesito que lleves a tu tía Lupe a su casa. Se siente mal y no trajo coche. Ahora mismo.
Max contuvo otra maldición. Asintió con rabia y siguió a su padre, resignado a una misión de familia que lo alejaba de su botín.
Mientras tanto, en el silencio de la habitación, María dormía un sueño profundo y alcoholizado. Su respiración era regular, y cada exhalación hacía que sus nalgas se tensaran levemente, como invitando a una caricia, a un beso, a algo más…
La puerta se abrió lentamente. No era Max. Era el patriarca, el abuelo. Cansado del bullicio, buscaba un lugar tranquilo para descansar un momento. Pero al ver la figura en la cama, se detuvo en seco, sus ojos ancianos se abrieron como platos.
—¿Qué demonios…? —murmuró para sus adentros.
El aire se le atoró en la garganta. Allí, bajo la tenue luz, yacía su nieta. O no, en ese momento no era su nieta. Era una mujer en la plenitud de su belleza, exhibida ante sus ojos con una obscenidad involuntaria que le hizo sentir una punzada de deseo que no experimentaba desde hacía décadas. Su corazón, viejo y cansado, latió con una fuerza que le resultó dolorosa y excitante a la vez.
Se acercó, casi hipnotizado. El vestido subido, la tanga negra que se hundía entre las nalgas, definiéndolas, glorificándolas. La piel suave y dorada que brillaba con un sudor ligero. Podía olerla, una mezcla de tequila, perfume floral y juventud.
—Pero… ¿qué demonios hace esta chamaca aquí? —volvió a musitar, pero su voz era ahora solo un ronquido cargado de una lujuria que creía muerta y que ahora ardía con una intensidad vergonzosa y deliciosa.
Su mano, temblorosa, se elevó involuntariamente, deteniéndose a centímetros de esa curva perfecta. El aire en la habitación se espesó, cargado de pecado y posibilidad.
El abuelo Beltran contempló a María, tumbada boca abajo en un sueño profundo. La luz de la luna acariciaba las curvas de su cuerpo, iluminando la suave piel de sus nalgas, firmes y redondas. Su respiración era tranquila, ajena al torbellino de deseos que desataba.
—María —llamó, con una voz ronca que apenas era un susurro.
No hubo respuesta, solo el ritmo constante de su respiración.
Su mano, temblorosa al principio, se elevó. La tentación era demasiado poderosa. Con una mezcla de culpa y un deseo que no sentía desde hacía décadas, posó la palma sobre la curva de su nalga. La piel estaba caliente, suave como la seda y firme como la fruta madura. Un estremecimiento le recorrió el espinazo.
—Dios mío —murmuró, y sus dedos, por voluntad propia, se cerraron, amasando la carne joven con una fuerza que creía olvidada.
Era una carnosidad perfecta, elástica, que cedía bajo su presión para volver a su forma sublime. "Como tener veinte años otra vez", pensó, y un calor familiar y urgente comenzó a crecer en su entrepierna. "Tanta juventud... tanta belleza... desperdiciada en esos mocosos que no saben qué hacer con ella."
La lujuria, un fuego que creía extinguido, ardió con una intensidad feroz. Con manos ahora decididas, desabrochó su pantalón. Su miembro, que él llamaba en la intimidad de su mente "su gladiador", emergió. No estaba tan decaído como temía. Grueso, largo y palpitante, se erguía con una rigidez que lo sorprendió, un arma antigua pero aún afilada, brillando con una gota de deseo en la penumbra.
—Esta va por ti, vieja —susurró hacia el cielo, pensando en su difunta esposa—. Que Dios te tenga en su gloria, pero que me perdone... Después de mantener a tanto holgazán, de aguantar tantas penurias... Hoy me cobro. Hoy pruebo carne tierna.
Con un último gemido de culpa ahogado por el deseo, se posicionó entre sus piernas. Con una mano guió su miembro hacia el centro de su intimidad, humedecida por el sudor y el alcohol, pero aún así, sorprendentemente ajustada. Empujó.
Y entonces lo sintió. Un obstáculo delgado pero definitivo. Una resistencia que cedió con un desgarro sutil, un rompido que resonó en el silencio de la habitación y en los huesos viejos del abuelo.
—¡Santa Madre...! —jadeó, los ojos abiertos por el asombro y un nuevo torrente de lujuria—. ¿Era... virgen?
El descubrimiento fue gasolina en el fuego. Cualquier remordimiento se evaporó. Ahora no solo era lujuria, era conquista. Era poseer algo que nadie más había tenido. Con una fuerza renovada, una energía que no sentía desde que era un muchacho, la penetró por completo.
María gimió en su sueño, un quejido de dolor y placer confuso, pero no despertó.
El abuelo se abandonó a la fiera que llevaba dentro. Agarró sus caderas con fuerza, clavando los dedos en esa carne joven, y comenzó a moverlas con una cadencia salvaje y enérgica. Cada embestida era un reclamo, una venganza contra el tiempo perdido. El sonido de sus cuerpos chocando, de su respiración jadeante, llenó la habitación. El viejo colchón crujió bajo el ritmo frenético.
—¡Toma! ¡Toma todo, chamaca! —gruñía, sudoroso, poseído por un éxtasis primitivo.
Era como si los años se desprendieran de él. Cada estocada era más profunda, más posesiva. Sentía la contracción involuntaria de su interior, ajustándose a su miembro, y eso lo enloquecía más. Le mordió el hombro, olió su perfume mezclado con su sudor, y se perdió en la sensación de estar vivo, poderoso, joven.
La culminación llegó como un torrente. Un rugido ahogado escapó de su garganta.
—¡AAAAH! ¡Por todos los santos!
Y liberó todo su semen en lo más profundo de ella, una descarga caliente y copiosa que parecía extraerle la vida misma, pero dándole a cambio una plenitud que no recordaba. Se derrumbó sobre su espalda, jadeando, sintiendo aún las contracciones finales de su gladiador dentro de aquella calidez virginal ahora conquistada.
Quedó allí, encima de ella, exhausto, con el olor a sexo y juventud llenando sus pulmones viejos. Había cruzado un umbral del que no había vuelta atrás.
El abuelo Beltrán jadeaba, su cuerpo viejo y sudoroso colapsado sobre la espalda de María, aún poseyéndola en un éxtasis postrero. El aire olía a sexo, a alcohol y a pecado. Fue entonces cuando un ruido en el pasillo, unos pasos firmes y cercanos, lo sacaron brutalmente de su estupor.
—¡Mierda! —masculló, el pánico reemplazando instantáneamente al placer.
Con una agilidad que no creía poseer, se separó de ella. Su miembro, aún semierguido y brillante con sus propios fluidos y los de ella, desapareció apresuradamente dentro de su pantalón. Tiró de la falda del vestido de María hacia abajo, intentando cubrir lo imposible de ocultar: la humedad que manaba de su interior y la evidente vulnerabilidad de su postura. Sin aliento, corrió hacia el armario empotrado y se escondió entre las sombras y los abrigos a naftalina, dejando la puerta entreabierta lo justo para ver.
María, en la cama, se movió levemente. Un gemido confuso escapó de sus labios, un eco de la violenta penetración que había sufrido. Su cuerpo, adormecido por el alcohol, apenas registraba el dolor como una pesadilla lejana. Se acomodó de costado, inconsciente, con una pierna flexionada. La nueva posición elevó su falda de nuevo, revelando no solo sus nalgas, ahora marcadas por el leve enrojecimiento de los dedos del abuelo, sino también la intimidad completa, glútea y vaginal, expuesta y húmeda a la tenue luz. Era una imagen de abandono total, una invitación al pecado más obsceno.
La puerta se abrió.
—¿María? —la voz de Luciano, su padre, cortó el silencio. Su tono era de preocupación inicial, pero se quebró en seco al verla—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué te hicieron?
Se acercó, su mirada recorrió el cuerpo de su hija, la falda subida, la piel brillante, las marcas en sus caderas. Su preocupación paterna se congeló, se agrietó y se desmoronó en un instante. Un brillo primitivo encendió sus ojos.
—Dios mío… —susurró, no con horror, sino con una lujuria que le secó la garganta—. Qué manjar…
Hizo una pausa, escuchando. El sonido de la fiesta seguía lejano. Con movimientos rápidos y furtivos, regresó a la puerta y la cerró con llave. El clic sonó como un disparo en la habitación. Se giró, su respiración ya era agitada. Se acercó de nuevo a la cama, observando a su hija con la avidez de un depredador.
—María… ¿maría? —llamó en un susurro, tocando su hombro.
Ella no respondió. Solo un ronquido etílico y profundo. Estaba completamente ida.
Eso fue todo lo que Luciano necesitó. Sus dedos, temblorosos de excitación, desabrocharon su cinturón y bajaron la cremallera de sus pantalones. Su verga, gruesa y ya palpitante, saltó libre. Era un hombre adicto al sexo, y su obsesión particular siempre había sido el ano. Miró el cuerpo de su hija, ese trono de carne perfecta. Su intención inicial fue penetrar su vagina, aún vulnerable y abierta, pero la vista de ese ojete apretado, roseado por la luz, fue irresistible.
—Ese es mi lugar… —gruñó para sí mismo.
Escupió en su mano y frotó la saliva sobre su miembro, luego acercó los dedos húmedos al ano de María. Con brutalidad excitada, preparó el orificio apretado, untando la saliva alrededor y forzando un dedo dentro, sintiendo la resistencia elástica y caliente.
María gimió en su sueño, un quejido de dolor real que arrugó su ceño, pero el alcohol la mantuvo anclada en la inconsciencia.
—Shhh, silencio hija… papá está aquí… papi te tiene hermosa… —murmuró Luciano con una hipocresía que solo alimentó su excitación.
Sin más preámbulos, se posicionó detrás de ella. Agarró sus caderas con fuerza, clavando los dedos en la carne. Guió la cabeza de su verga hacia el centro virginal de su ano.
—Esto te va a doler, preciosa, pero te va a gustar en un futuro…
Y empujó…
Con un esfuerzo brutal y un sonido sordo y húmedo, su miembro desgarró el músculo estrecho. María gritó ahogadamente, un sonido animal de agonía, y su cuerpo se tensó como un arco, pero Luciano ya estaba dentro, embistiendo con la fuerza de un toro. La penetró analmente con una violencia salvaje, cada embestida un acto de posesión absoluta.
—¡Sí! ¡Toma! ¡Este culo es mío! Mío y de nadie más! AHHH como aprietas… que bárbara!—jadeaba, sudando, follándola como un perro en celo.
El ritmo era frenético, acelerado, impulsado por el tabú y la excitación de violar a su propia hija en su sueño. El colchón crujió con una protesta sorda. Luciano cerró los ojos, perdido en la sensación de calor y opresión brutal que lo estrangulaba. No duró mucho.
—¡Ahí va! ¡Toma tu leche…! —rugió.
Y con un gemido gutural, eyaculó. Oleadas de semen caliente inundaron el intestino de María, marcándola en lo más profundo. Se derrumbó sobre ella, exhausto, sintiendo las últimas contracciones de su cuerpo dentro del de su hija.
En el armario, desde la oscuridad, el abuelo Beltran observaba, con su propio miembro en la mano, amasándose con una mano vieja y arrugada, jadeando silenciosamente, completando el círculo de la depravación familiar.
El grito ahogado de María, un eco de agonía y violación, traspasó la madera de la puerta y llegó hasta el pasillo. Ajax, que justo pasaba buscándola con creciente preocupación, se detuvo en seco. El sonido le heló la sangre.
—¡María! —gritó, y sin pensarlo dos veces, corrió hacia la habitación y abrió la puerta de un golpe.
La escena que encontró lo dejó paralizado. María estaba semiincorporada en la cama, deshecha, con el vestido completamente subido, revelando sus nalgas enrojecidas y marcadas con moretones en forma de dedos. Su rostro estaba bañado en lágrimas y su expresión era de confusión y dolor profundo. El aire olía a sexo violento, a alcohol y a sudor.
—¡María! ¿Estás bien? —exclamó, corriendo hacia ella y arrodillándose a su lado. Su voz temblaba de rabia y preocupación.
Al acercarse, los detalles se hicieron más evidentes, más horribles. Vio la humedad que manaba de entre sus piernas y la inflamación evidente en su ano. El estómago se le revolvió. Alguien la había… violado. Brutalmente.
—Maldito hijo de puta —masculló Ajax, con los puños apretados hasta que los nudillos blanquearon—. ¡Quien sea que te hizo esto, lo va a pagar! ¡Te lo juro!
En ese momento, María comenzó a salir del letargo etílico, arrastrada a la superficie por el dolor punzante y la voz familiar y segura de Ajax. Sus ojos, vidriosos y llenos de lágrimas, se enfocaron en él. No entendía nada, solo sentía un dolor desgarrador en lo más íntimo y una vulnerabilidad absoluta. Pero él estaba allí. Ajax, su primo, su protector de toda la vida, el que siempre estaba cuando lo necesitaba.
Con un sollozo que le desgarró el pecho, se lanzó sobre él, enterrando el rostro en su cuello, aferrándose a su camisa como si fuera un salvavidas en medio de un naufragio.
—Ajax… —lloriqueó, su voz quebrada y débil—. No sé qué me ha pasado… pero me duele… me duele mucho la colita… duele mucho por dentro…
Las palabras, inocentes y al mismo tiempo terriblemente explícitas, fueron un puñal para Ajax. La abrazó con fuerza, protectivo, sintiendo una rabia homicida hacia el desconocido que había hecho esto.
—Shhh, ya pasó, preciosa. Ya estoy aquí. Nadie te va a hacer más daño —murmuró contra su cabello, su voz ronca por la emoción.
Fue entonces cuando ella, en medio de la confusión, el dolor residual y el shock, buscó algo familiar, algo que la anclara a la realidad, algo que la hiciera sentir viva y no una víctima. Levantó la cabeza. Sus labios, hinchados y salados por las lágrimas, encontraron los de él.
No fue un beso calculado. Fue un acto puro de necesidad desesperada. Necesitaba sentir algo que no fuera dolor, necesitaba reconfortarse en el sabor de alguien seguro, necesitaba reclamar su cuerpo para ella misma a través de un acto de intimidad que eligiera.
Ajax se quedó rígido al principio, sorprendido. —María, no… así no… —intentó decir, apartándose un poco.
Pero ella lo sostuvo, sus ojos suplicantes. —Por favor… —susurró contra sus labios—. Hazme sentir que esto aún es mío…
Esa súplica quebró toda su resistencia. La rabia, la protectividad y una lujuria latente que siempre había negado por respeto a ella, se mezclaron en un cóctel explosivo. Con un gemido ronco de rendición, Ajax se entregó.
Enterró sus manos en su cabello y capturó sus labios con una pasión feroz y protectora. El beso ya no fue de consuelo; se transformó en algo profundo, hambriento, apasionado. Era un beso que decía "estoy aquí" y "eres mía para proteger" y "qué demonios nos está pasando" todo al mismo tiempo. Sus lenguas se enlazaron en un baile frenético, saboreando la sal de sus lágrimas, el regusto dulzón del tequila y el sabor amargo de la violación que intentaban borrar a fuerza de calor.
María gimió en el beso, una mezcla de dolor y placer, aferrándose a sus hombros como si fuera a caerse. Por un momento, el mundo exterior, el horror de lo sucedido, los ruidos de la fiesta, todo desapareció. Solo existía ese beso salvaje y necesario en la habitación silenciosa, un faro de complicidad y deseo emergiendo de las sombras de la depravación.
La habitación era un crisol de deseos ocultos y secretos a punto de estallar. Ajax, con el corazón aún encogido por la rabia y la protectividad, se dejó llevar por el beso desesperado de María. Su mente gritaba que estaba mal, pero su cuerpo, y el deseo latente de años, respondió con una ferocidad que lo aterró y lo excitó al mismo tiempo.
—Hazme tuya, Ajax… por favor, necesito ser tuya… —suplicó ella, con una voz ronca por el llanto y el alcohol, pero cargada de una necesidad que quebró los últimos vestigios de su resistencia.
Ajax, vencido, se dejó guiar hacia la cama, cayendo de espaldas sobre la colcha arrugada. María, con una torpeza embriagadora pero determinada, se subió a él. Sus dedos temblorosos lucharon con los botones de su pantalón, hasta que por fin cedieron. Al liberar su erección, ya dura y palpitante, un gemido gutural escapó de Ajax.
María no vaciló. Se inclinó, y con una habilidad que parecía instintiva, envolvió sus labios alrededor de su miembro. Ajax arqueó la espalda, una oleada de placer puro barriendo con cualquier pensamiento racional.
—¡María…! —gritó, ahogando su voz en el cuarto silencioso.
Ella lo mamaba con una voracidad que no conocía límites. Bajaba hasta la base, sintiendo cómo le llenaba la garganta, para luego subir lentamente, saboreando cada centímetro, con la lengua jugueteando en el frenillo. Luego, aceleraba, engulléndoselo una y otra vez, como si llevara toda la vida practicando para ese momento, como si en esa succión poderosa pudiera chupar también el dolor y la violación que aún sentía arder en su interior. Los sonidos húmedos y los jadeos de Ajax llenaron la habitación.
Bajo la cama, el padre de María, con el rostro pálido y cubierto de sudor, se mordía el puño para no hacer ruido. Su otra mano se movía frenéticamente dentro de su pantalón, la excitación y la culpa librando una batalla feroz en su mente. En el closet, el abuelo jadeaba, apoyado contra la pared, masturbándose con una mano mientras con la otra se agarraba el pecho, sintiendo palpitaciones que amenazaban con detenerle el corazón. La escena era demasiado para su vejez, pero no podía apartar la mirada del espectáculo lascivo que se desarrollaba ante él.
—Me voy a correr… —logró gemir Ajax, con la voz quebrada—. María, me corro…
Ella, en vez de detenerse, aceleró el ritmo, apretando los labios y usando la lengua en la punta. Con un rugido que pareció sacudir la habitación, Ajax explotó en su boca. María bebió cada gota de su semen con una avidez que lo dejó temblando, limpiándolo luego con suaves y lentas lengüetadas que hicieron que se estremeciera de sensibilidad. Para su asombro, y el de los espectadores ocultos, no perdió la erección.
—Ahora sí —dijo María, subiéndose sobre él con determinación—. Métemela, Ajax. Hazme tu mujer.
Ajax, en un trance de lujuria y lealtad distorsionada, la guió dentro de ella. María bajó sobre su verga, gimiendo al sentirla llenarla. Comenzó a cabalgarle con un ritmo frenético, salvaje, como si intentara exorcizar los demonios de la violación con el placer. La cabecera de la vieja cama de madera golpeaba contra la pared con un estruendo ensordecedor, marcando el compás de su feroz acoplamiento. Los gemidos de ella eran agudos, de animal herido y en éxtasis; los de él, roncos, de hombre que ha perdido el control.
Ajax no duró mucho. La tensión, la excitación y la vista de María montándolo como una posesa lo llevaron al borde rápidamente.
—¡Me corro otra vez! —avisó, con los dientes apretados.
—Adentro —jadeó ella—. ¡Quiero sentirte!
Y él lo hizo. Con un gemido profundo, la inundó con otra descarga de semen caliente. María, al sentir el líquido dentro de sí, se sacudió violentamente, alcanzando su propio orgasmo con un grito desgarrador que se mezcló con el de él.
Fue en ese preciso momento, con el eco de sus gemidos aún en el aire y el repiqueteo de la cama amortiguándose, que la puerta se abrió de golpe.
La madre de María, atraída por el escándalo infernal, se quedó petrificada en el umbral. Su hija, desfachatada, embadurnada de sudor y semen, montando a su primo sobre la cama deshecha. El olor a sexo era denso y violento.
—¡¡¡MARÍA SANTA, QUÉ DEMONIOS ES ESTO!!! —gritó, con el rostro desencajado por el horror y la furia—. ¡¡¡Violador! ¡¡¡Abusivo! ¡Llamaré a la policía! ¡Has violado a mi hija!
Ajax, tratando de cubrirse y de cubrir a María, balbuceó explicaciones que fueron ahogadas por los gritos histéricos de su tía. En minutos, las sirenas de la policía cortaron la noche. Ajax fue esposado, semidesnudo y aturdido, mientras intentaba explicar lo que para él también era un torbellino incomprensible de deseos y lealtades rotas.
Fue entonces cuando el padre de María salió arrastrándose de bajo la cama, con el pantalón desabrochado y la cara pálida de vergüenza y excitación reprimida.
—¡¡Animal!! —le gritó a Ajax, señalándolo con un dedo tembloroso—. ¡Te hundiremos en la cárcel, maldito abusivo!
Poco después, el abuelo salió tambaleándose del closet, jadeando, apoyándose en la pared.
—Desgraciado… —tosió, señalando a Ajax con desprecio—. Arruinaste a la familia…
María, aún en shock, trataba de explicar entre sollozos que ella lo había permitido, que lo había querido, pero su estado de embriaguez y el trauma evidente hacían que sus palabras sonaran confusas, incoherentes. Su declaración se perdía en un mar de lágrimas y balbuceos.
Mientras Ajax era metido en la patrulla, llegó Max, con una sonrisa de satisfacción que se desvaneció al ver el caos. Sus primos se le acercaron rápidamente.
—De la que te salvaste, compa… —le susurró uno—. Se te adelantó Ajax.
Max arqueó una ceja, una mezcla de incredulidad y desprecio en su rostro.
—¿Ese pendejo? No me jodas.
Dentro de la hacienda, el escándalo continuaba. La familia Beltrán se desgarraba en gritos y acusaciones. Y Ajax, en el asiento trasero del patrulla, miraba por la ventana cómo su vida se desvanecía, acusado de una violación que no cometió, mientras el verdadero depredador, y los espectadores cómplices, quedaban libres, sepultando la verdad bajo capas de hipocresía y lujuria familiar. Llegaría a la fiscalía detenido, marcado como un violador que se aprovechó de una mujer alcoholizada, en una noche donde el pecado tuvo muchos autores pero solo un chivo expiatorio.
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La hacienda del abuelo Beltrán respiraba una energía distinta esa noche. No era solo la tradición del 15 de septiembre, sino una electricidad palpable que se colaba entre los adornos tricolores y el olor a pólvora de los cohetes lejanos. Las mesas, pesadas de banquetes, gemían bajo la carga de platillos ancestrales: moles espesos y oscuros que olían a chocolate y chile, grandes cazuelas de pozole con sus granos de maíz reventados, chiles en nogada que imitaban la bandera con su verde, blanco y rojo, y tortillas hechas a mano que humeaban en canastas de mimbre.
Las señoras, las tías, eran un espectáculo de folklore vibrante. Vestían trajes de tehuana coloridos y elaborados, con enaguas amplias y holanes, o bien, elegantes vestidos de ranchera con sus tocados de flores en el cabello. Sus risas eran altas, sinceras, animadas por la promesa de una noche de familia y recuerdos. Charlaban a gritos, intercambiando chismes y recetas con igual pasión.
Pero en el mismo salón, como dos realidades paralelas que se rozan peligrosamente, estaba la nueva generación. Los primos y primas, un jardín de juventud y deseo. Los hombres, con camisas de lino y vaqueros ajustados, proyectaban una seguridad arrogante. Las mujeres, sin embargo, eran la verdadera tormenta. Llegaron en vestidos mínimos que parecían pintados sobre sus pieles, tops de seda que dejaban al descubierto abdómenes tonificados y faldas que invitaban a la imaginación a perderse. Una combinación tóxica y deliciosa con las interminables botellas de tequila reposado y añejo que circulaban, llenando vasos y borrando inhibiciones.
Y entre todas, como una diosa emergiendo de un mar de mortales, estaba María.
Su belleza no gritaba, susurraba, pero con una intensidad que ahogaba cualquier otro sonido. Su cabello, con reflejos rojizos que capturaban la luz de las lámparas de papel, caía como una cascada de seda oscura sobre sus hombros. Llevaba un vestido floral diminuto, de un estampado que evocaba un jardín salvaje. La tela, ligera, se abrazaba a cada curva de un cuerpo que parecía esculpido por manos divinas: un abdomen plano, unas caderas que se balanceaban con ritmo hipnótico y un pecho firme y alto que se insinuaba con cada respiración. Unos aretes grandes, de plata y turquesa, jugueteaban con su cuello esbelto. Pero era el conjunto, la armonía devastadora de sus formas, lo que la hacía irresistible. Sus nalgas, redondas y perfectas, y sus tetas, generosas y desafiantes, eran de campeonato, un premio que todos, consciente o inconscientemente, deseaban alzar. Estaba, como dirían, absolutamente detonada.
Desde el momento en que cruzó la puerta, una ola de miradas furtivas la siguió. Tíos con barrigas cerveceras que olvidaron por un segundo a sus esposas de traje de tehuana; sobrinos jóvenes que se ajustaron incómodos los pantalones; incluso algunas primas la miraron con una mezcla de envidia y admiración. Su encanto era natural, una sonrisa fácil que iluminaba la habitación y una forma de moverse que era pura gracia animal.
Luego, llegaron los tequilas. Uno tras otro. El licor ámbar hizo su trabajo: derritió las máscaras de la corrección familiar. Las risas se volvieron más guturales, los comentarios más audaces, los roces al pasar ya no eran accidentales. Las discreciones fueron menos, mucho menos.
María, con los labios húmedos y los ojos brillantes por el alcohol, era el epicentro de todas las miradas. Cada vez que se inclinaba para tomar una botella, el escote de su vestido floreado ofrecía un espectáculo sublime que dejaba sin aliento a quien lo captara. Cada vez que se reía y se giraba, la tela de su vestido se estiraba sobre sus nalgas, delineando una silueta que quemaba la retina.
Ya no se la saboreaba solo con la mirada. Los comentarios susurrados al oído, entre primos, se volvieron explícitos. "¿Viste a María? Está para comérsela entera", "Dios, con solo verla se me para...". Las manos "accidentalmente" rozaban su cintura al pasar, su espalda desnuda al servirle otro trago. Ella lo sabía, lo sentía. Y en sus ojos, una chispa de complicidad peligrosa brillaba. El ambiente era denso, dulce y salado como el mezcal, cargado de un deseo familiar que se volvía cada vez menos prohibido y más urgente con cada shot de tequila que desaparecía.
La noche era joven, y la tensión, apenas comenzaba a cocinarse a fuego lento.
La fiesta en la hacienda del abuelo Beltrán bullía con una energía primal. Entre el humo del carbón y el aroma a cordero al pastor, los tequilas fluían como un río dorado y traicionero. Max, con su camisa de lino blanco impecable y una sonrisa de depredador, agarró del brazo a sus dos primos más cercanos junto a la barra improvisada.
—Miren a esa putita —dijo, sin disimular su lujuria, clavando los ojos en María, que reía con otra prima—. Hoy no solo me la voy a follar… Le voy a dejar bien claro que está hecha para mí. A mí ninguna mujer se me escapa, y menos una con ese culo de campeonato.
—Cálmate, Max —murmuró uno de los primos, incómodo—. Es familia.
—Por eso mismo —Max esbozó una sonrisa cínica—. Más sabroso. Ahora, ayúdenme. Sírvanle tequila hasta que no pueda tenerse en pie.
Y así fue. Max se acercó a María con la elegancia falsa de un lobo en piel de cordero.
—María, no puedes celebrar la independencia sin un buen tequila —dijo, llenando su shot hasta el borde—. ¡Arriba, abajo, al centro y pa’ dentro!
María, con sus grandes aretes de plata brillando bajo las luces, lo miró con recelo pero aceptó. Conocía la reputación de Max, pero se sentía segura entre la multitud. Lo que no vio fue cómo su otro primo, con un movimiento rápido, cambiaba su botella de tequila por una cargada con mezcal más fuerte, ni cómo el otro llenaba su vaso cada vez que ella desviaba la mirada.
—¡Otro más, prima! —gritó Max, acercándosele tanto que su aliento le rozó el cuello—. Para que brille esa belleza.
María comenzó a sentirse mareada. El mundo giraba a su alrededor. Su vestido floral, pegado a su cuerpo sudoroso, se sentía de repente como una segunda piel demasiado caliente. Tambaleándose, se apoyó en la mesa.
—Max… creo que… me pasé.
—Tranquila, preciosa —dijo él, poniéndole una mano en la espalda baja, los dedos rozando la parte superior de sus nalgas—. Vamos, te llevo adentro a que descanses un poco.
La guió, casi la cargó, a través del laberinto de la hacienda, lejos de las miradas curiosas. Al entrar en la habitación de huéspedes, María se dejó caer sobre la cama con un gemido suave.
Max cerró la puerta y se quedó mirándola. La respiración se le aceleró. Allí estaba, tumbada boca abajo. El vestido se le había subido hasta la cintura, exponiendo por completo la redondez perfecta de sus nalgas, apenas cubiertas por una tanga de encaje negra. Sus piernas, infinitas, se extendían invitando a ser acariciadas. La curva de su espalda conducía la mirada hacia ese trasero sublime, alto, firme, un monumento a la lujuria.
—Dios mío —susurró Max, acercándose—. La tengo justo donde la quería… Estás hecha para que te dé hasta no poder más.
Se ajustó la erección que le presionaba el pantalón. Iba a acercarse más cuando su celular vibró con furia. Un mensaje de sus primos: «¡Tu padre te busca! Ya preguntó por ti. ¡Sale de la cocina con cara de pocos amigos!»
—¡Mierda! —maldijo en voz baja, mirando a María, tan vulnerable y deseable—. Maldita sea… Enseguida vuelvo, preciosa. No te muevas.
Salió de la habitación, lanzando una última mirada lasciva a ese cuerpo dormido que prometía paraíso. Encontró a su padre en el pasillo.
—¿Dónde demonios estabas? —rugió el hombre.
—Por ahí, papá… sólo…
—Necesito que lleves a tu tía Lupe a su casa. Se siente mal y no trajo coche. Ahora mismo.
Max contuvo otra maldición. Asintió con rabia y siguió a su padre, resignado a una misión de familia que lo alejaba de su botín.
Mientras tanto, en el silencio de la habitación, María dormía un sueño profundo y alcoholizado. Su respiración era regular, y cada exhalación hacía que sus nalgas se tensaran levemente, como invitando a una caricia, a un beso, a algo más…
La puerta se abrió lentamente. No era Max. Era el patriarca, el abuelo. Cansado del bullicio, buscaba un lugar tranquilo para descansar un momento. Pero al ver la figura en la cama, se detuvo en seco, sus ojos ancianos se abrieron como platos.
—¿Qué demonios…? —murmuró para sus adentros.
El aire se le atoró en la garganta. Allí, bajo la tenue luz, yacía su nieta. O no, en ese momento no era su nieta. Era una mujer en la plenitud de su belleza, exhibida ante sus ojos con una obscenidad involuntaria que le hizo sentir una punzada de deseo que no experimentaba desde hacía décadas. Su corazón, viejo y cansado, latió con una fuerza que le resultó dolorosa y excitante a la vez.
Se acercó, casi hipnotizado. El vestido subido, la tanga negra que se hundía entre las nalgas, definiéndolas, glorificándolas. La piel suave y dorada que brillaba con un sudor ligero. Podía olerla, una mezcla de tequila, perfume floral y juventud.
—Pero… ¿qué demonios hace esta chamaca aquí? —volvió a musitar, pero su voz era ahora solo un ronquido cargado de una lujuria que creía muerta y que ahora ardía con una intensidad vergonzosa y deliciosa.
Su mano, temblorosa, se elevó involuntariamente, deteniéndose a centímetros de esa curva perfecta. El aire en la habitación se espesó, cargado de pecado y posibilidad.
El abuelo Beltran contempló a María, tumbada boca abajo en un sueño profundo. La luz de la luna acariciaba las curvas de su cuerpo, iluminando la suave piel de sus nalgas, firmes y redondas. Su respiración era tranquila, ajena al torbellino de deseos que desataba.
—María —llamó, con una voz ronca que apenas era un susurro.
No hubo respuesta, solo el ritmo constante de su respiración.
Su mano, temblorosa al principio, se elevó. La tentación era demasiado poderosa. Con una mezcla de culpa y un deseo que no sentía desde hacía décadas, posó la palma sobre la curva de su nalga. La piel estaba caliente, suave como la seda y firme como la fruta madura. Un estremecimiento le recorrió el espinazo.
—Dios mío —murmuró, y sus dedos, por voluntad propia, se cerraron, amasando la carne joven con una fuerza que creía olvidada.
Era una carnosidad perfecta, elástica, que cedía bajo su presión para volver a su forma sublime. "Como tener veinte años otra vez", pensó, y un calor familiar y urgente comenzó a crecer en su entrepierna. "Tanta juventud... tanta belleza... desperdiciada en esos mocosos que no saben qué hacer con ella."
La lujuria, un fuego que creía extinguido, ardió con una intensidad feroz. Con manos ahora decididas, desabrochó su pantalón. Su miembro, que él llamaba en la intimidad de su mente "su gladiador", emergió. No estaba tan decaído como temía. Grueso, largo y palpitante, se erguía con una rigidez que lo sorprendió, un arma antigua pero aún afilada, brillando con una gota de deseo en la penumbra.
—Esta va por ti, vieja —susurró hacia el cielo, pensando en su difunta esposa—. Que Dios te tenga en su gloria, pero que me perdone... Después de mantener a tanto holgazán, de aguantar tantas penurias... Hoy me cobro. Hoy pruebo carne tierna.
Con un último gemido de culpa ahogado por el deseo, se posicionó entre sus piernas. Con una mano guió su miembro hacia el centro de su intimidad, humedecida por el sudor y el alcohol, pero aún así, sorprendentemente ajustada. Empujó.
Y entonces lo sintió. Un obstáculo delgado pero definitivo. Una resistencia que cedió con un desgarro sutil, un rompido que resonó en el silencio de la habitación y en los huesos viejos del abuelo.
—¡Santa Madre...! —jadeó, los ojos abiertos por el asombro y un nuevo torrente de lujuria—. ¿Era... virgen?
El descubrimiento fue gasolina en el fuego. Cualquier remordimiento se evaporó. Ahora no solo era lujuria, era conquista. Era poseer algo que nadie más había tenido. Con una fuerza renovada, una energía que no sentía desde que era un muchacho, la penetró por completo.
María gimió en su sueño, un quejido de dolor y placer confuso, pero no despertó.
El abuelo se abandonó a la fiera que llevaba dentro. Agarró sus caderas con fuerza, clavando los dedos en esa carne joven, y comenzó a moverlas con una cadencia salvaje y enérgica. Cada embestida era un reclamo, una venganza contra el tiempo perdido. El sonido de sus cuerpos chocando, de su respiración jadeante, llenó la habitación. El viejo colchón crujió bajo el ritmo frenético.
—¡Toma! ¡Toma todo, chamaca! —gruñía, sudoroso, poseído por un éxtasis primitivo.
Era como si los años se desprendieran de él. Cada estocada era más profunda, más posesiva. Sentía la contracción involuntaria de su interior, ajustándose a su miembro, y eso lo enloquecía más. Le mordió el hombro, olió su perfume mezclado con su sudor, y se perdió en la sensación de estar vivo, poderoso, joven.
La culminación llegó como un torrente. Un rugido ahogado escapó de su garganta.
—¡AAAAH! ¡Por todos los santos!
Y liberó todo su semen en lo más profundo de ella, una descarga caliente y copiosa que parecía extraerle la vida misma, pero dándole a cambio una plenitud que no recordaba. Se derrumbó sobre su espalda, jadeando, sintiendo aún las contracciones finales de su gladiador dentro de aquella calidez virginal ahora conquistada.
Quedó allí, encima de ella, exhausto, con el olor a sexo y juventud llenando sus pulmones viejos. Había cruzado un umbral del que no había vuelta atrás.
El abuelo Beltrán jadeaba, su cuerpo viejo y sudoroso colapsado sobre la espalda de María, aún poseyéndola en un éxtasis postrero. El aire olía a sexo, a alcohol y a pecado. Fue entonces cuando un ruido en el pasillo, unos pasos firmes y cercanos, lo sacaron brutalmente de su estupor.
—¡Mierda! —masculló, el pánico reemplazando instantáneamente al placer.
Con una agilidad que no creía poseer, se separó de ella. Su miembro, aún semierguido y brillante con sus propios fluidos y los de ella, desapareció apresuradamente dentro de su pantalón. Tiró de la falda del vestido de María hacia abajo, intentando cubrir lo imposible de ocultar: la humedad que manaba de su interior y la evidente vulnerabilidad de su postura. Sin aliento, corrió hacia el armario empotrado y se escondió entre las sombras y los abrigos a naftalina, dejando la puerta entreabierta lo justo para ver.
María, en la cama, se movió levemente. Un gemido confuso escapó de sus labios, un eco de la violenta penetración que había sufrido. Su cuerpo, adormecido por el alcohol, apenas registraba el dolor como una pesadilla lejana. Se acomodó de costado, inconsciente, con una pierna flexionada. La nueva posición elevó su falda de nuevo, revelando no solo sus nalgas, ahora marcadas por el leve enrojecimiento de los dedos del abuelo, sino también la intimidad completa, glútea y vaginal, expuesta y húmeda a la tenue luz. Era una imagen de abandono total, una invitación al pecado más obsceno.
La puerta se abrió.
—¿María? —la voz de Luciano, su padre, cortó el silencio. Su tono era de preocupación inicial, pero se quebró en seco al verla—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué te hicieron?
Se acercó, su mirada recorrió el cuerpo de su hija, la falda subida, la piel brillante, las marcas en sus caderas. Su preocupación paterna se congeló, se agrietó y se desmoronó en un instante. Un brillo primitivo encendió sus ojos.
—Dios mío… —susurró, no con horror, sino con una lujuria que le secó la garganta—. Qué manjar…
Hizo una pausa, escuchando. El sonido de la fiesta seguía lejano. Con movimientos rápidos y furtivos, regresó a la puerta y la cerró con llave. El clic sonó como un disparo en la habitación. Se giró, su respiración ya era agitada. Se acercó de nuevo a la cama, observando a su hija con la avidez de un depredador.
—María… ¿maría? —llamó en un susurro, tocando su hombro.
Ella no respondió. Solo un ronquido etílico y profundo. Estaba completamente ida.
Eso fue todo lo que Luciano necesitó. Sus dedos, temblorosos de excitación, desabrocharon su cinturón y bajaron la cremallera de sus pantalones. Su verga, gruesa y ya palpitante, saltó libre. Era un hombre adicto al sexo, y su obsesión particular siempre había sido el ano. Miró el cuerpo de su hija, ese trono de carne perfecta. Su intención inicial fue penetrar su vagina, aún vulnerable y abierta, pero la vista de ese ojete apretado, roseado por la luz, fue irresistible.
—Ese es mi lugar… —gruñó para sí mismo.
Escupió en su mano y frotó la saliva sobre su miembro, luego acercó los dedos húmedos al ano de María. Con brutalidad excitada, preparó el orificio apretado, untando la saliva alrededor y forzando un dedo dentro, sintiendo la resistencia elástica y caliente.
María gimió en su sueño, un quejido de dolor real que arrugó su ceño, pero el alcohol la mantuvo anclada en la inconsciencia.
—Shhh, silencio hija… papá está aquí… papi te tiene hermosa… —murmuró Luciano con una hipocresía que solo alimentó su excitación.
Sin más preámbulos, se posicionó detrás de ella. Agarró sus caderas con fuerza, clavando los dedos en la carne. Guió la cabeza de su verga hacia el centro virginal de su ano.
—Esto te va a doler, preciosa, pero te va a gustar en un futuro…
Y empujó…
Con un esfuerzo brutal y un sonido sordo y húmedo, su miembro desgarró el músculo estrecho. María gritó ahogadamente, un sonido animal de agonía, y su cuerpo se tensó como un arco, pero Luciano ya estaba dentro, embistiendo con la fuerza de un toro. La penetró analmente con una violencia salvaje, cada embestida un acto de posesión absoluta.
—¡Sí! ¡Toma! ¡Este culo es mío! Mío y de nadie más! AHHH como aprietas… que bárbara!—jadeaba, sudando, follándola como un perro en celo.
El ritmo era frenético, acelerado, impulsado por el tabú y la excitación de violar a su propia hija en su sueño. El colchón crujió con una protesta sorda. Luciano cerró los ojos, perdido en la sensación de calor y opresión brutal que lo estrangulaba. No duró mucho.
—¡Ahí va! ¡Toma tu leche…! —rugió.
Y con un gemido gutural, eyaculó. Oleadas de semen caliente inundaron el intestino de María, marcándola en lo más profundo. Se derrumbó sobre ella, exhausto, sintiendo las últimas contracciones de su cuerpo dentro del de su hija.
En el armario, desde la oscuridad, el abuelo Beltran observaba, con su propio miembro en la mano, amasándose con una mano vieja y arrugada, jadeando silenciosamente, completando el círculo de la depravación familiar.
El grito ahogado de María, un eco de agonía y violación, traspasó la madera de la puerta y llegó hasta el pasillo. Ajax, que justo pasaba buscándola con creciente preocupación, se detuvo en seco. El sonido le heló la sangre.
—¡María! —gritó, y sin pensarlo dos veces, corrió hacia la habitación y abrió la puerta de un golpe.
La escena que encontró lo dejó paralizado. María estaba semiincorporada en la cama, deshecha, con el vestido completamente subido, revelando sus nalgas enrojecidas y marcadas con moretones en forma de dedos. Su rostro estaba bañado en lágrimas y su expresión era de confusión y dolor profundo. El aire olía a sexo violento, a alcohol y a sudor.
—¡María! ¿Estás bien? —exclamó, corriendo hacia ella y arrodillándose a su lado. Su voz temblaba de rabia y preocupación.
Al acercarse, los detalles se hicieron más evidentes, más horribles. Vio la humedad que manaba de entre sus piernas y la inflamación evidente en su ano. El estómago se le revolvió. Alguien la había… violado. Brutalmente.
—Maldito hijo de puta —masculló Ajax, con los puños apretados hasta que los nudillos blanquearon—. ¡Quien sea que te hizo esto, lo va a pagar! ¡Te lo juro!
En ese momento, María comenzó a salir del letargo etílico, arrastrada a la superficie por el dolor punzante y la voz familiar y segura de Ajax. Sus ojos, vidriosos y llenos de lágrimas, se enfocaron en él. No entendía nada, solo sentía un dolor desgarrador en lo más íntimo y una vulnerabilidad absoluta. Pero él estaba allí. Ajax, su primo, su protector de toda la vida, el que siempre estaba cuando lo necesitaba.
Con un sollozo que le desgarró el pecho, se lanzó sobre él, enterrando el rostro en su cuello, aferrándose a su camisa como si fuera un salvavidas en medio de un naufragio.
—Ajax… —lloriqueó, su voz quebrada y débil—. No sé qué me ha pasado… pero me duele… me duele mucho la colita… duele mucho por dentro…
Las palabras, inocentes y al mismo tiempo terriblemente explícitas, fueron un puñal para Ajax. La abrazó con fuerza, protectivo, sintiendo una rabia homicida hacia el desconocido que había hecho esto.
—Shhh, ya pasó, preciosa. Ya estoy aquí. Nadie te va a hacer más daño —murmuró contra su cabello, su voz ronca por la emoción.
Fue entonces cuando ella, en medio de la confusión, el dolor residual y el shock, buscó algo familiar, algo que la anclara a la realidad, algo que la hiciera sentir viva y no una víctima. Levantó la cabeza. Sus labios, hinchados y salados por las lágrimas, encontraron los de él.
No fue un beso calculado. Fue un acto puro de necesidad desesperada. Necesitaba sentir algo que no fuera dolor, necesitaba reconfortarse en el sabor de alguien seguro, necesitaba reclamar su cuerpo para ella misma a través de un acto de intimidad que eligiera.
Ajax se quedó rígido al principio, sorprendido. —María, no… así no… —intentó decir, apartándose un poco.
Pero ella lo sostuvo, sus ojos suplicantes. —Por favor… —susurró contra sus labios—. Hazme sentir que esto aún es mío…
Esa súplica quebró toda su resistencia. La rabia, la protectividad y una lujuria latente que siempre había negado por respeto a ella, se mezclaron en un cóctel explosivo. Con un gemido ronco de rendición, Ajax se entregó.
Enterró sus manos en su cabello y capturó sus labios con una pasión feroz y protectora. El beso ya no fue de consuelo; se transformó en algo profundo, hambriento, apasionado. Era un beso que decía "estoy aquí" y "eres mía para proteger" y "qué demonios nos está pasando" todo al mismo tiempo. Sus lenguas se enlazaron en un baile frenético, saboreando la sal de sus lágrimas, el regusto dulzón del tequila y el sabor amargo de la violación que intentaban borrar a fuerza de calor.
María gimió en el beso, una mezcla de dolor y placer, aferrándose a sus hombros como si fuera a caerse. Por un momento, el mundo exterior, el horror de lo sucedido, los ruidos de la fiesta, todo desapareció. Solo existía ese beso salvaje y necesario en la habitación silenciosa, un faro de complicidad y deseo emergiendo de las sombras de la depravación.
La habitación era un crisol de deseos ocultos y secretos a punto de estallar. Ajax, con el corazón aún encogido por la rabia y la protectividad, se dejó llevar por el beso desesperado de María. Su mente gritaba que estaba mal, pero su cuerpo, y el deseo latente de años, respondió con una ferocidad que lo aterró y lo excitó al mismo tiempo.
—Hazme tuya, Ajax… por favor, necesito ser tuya… —suplicó ella, con una voz ronca por el llanto y el alcohol, pero cargada de una necesidad que quebró los últimos vestigios de su resistencia.
Ajax, vencido, se dejó guiar hacia la cama, cayendo de espaldas sobre la colcha arrugada. María, con una torpeza embriagadora pero determinada, se subió a él. Sus dedos temblorosos lucharon con los botones de su pantalón, hasta que por fin cedieron. Al liberar su erección, ya dura y palpitante, un gemido gutural escapó de Ajax.
María no vaciló. Se inclinó, y con una habilidad que parecía instintiva, envolvió sus labios alrededor de su miembro. Ajax arqueó la espalda, una oleada de placer puro barriendo con cualquier pensamiento racional.
—¡María…! —gritó, ahogando su voz en el cuarto silencioso.
Ella lo mamaba con una voracidad que no conocía límites. Bajaba hasta la base, sintiendo cómo le llenaba la garganta, para luego subir lentamente, saboreando cada centímetro, con la lengua jugueteando en el frenillo. Luego, aceleraba, engulléndoselo una y otra vez, como si llevara toda la vida practicando para ese momento, como si en esa succión poderosa pudiera chupar también el dolor y la violación que aún sentía arder en su interior. Los sonidos húmedos y los jadeos de Ajax llenaron la habitación.
Bajo la cama, el padre de María, con el rostro pálido y cubierto de sudor, se mordía el puño para no hacer ruido. Su otra mano se movía frenéticamente dentro de su pantalón, la excitación y la culpa librando una batalla feroz en su mente. En el closet, el abuelo jadeaba, apoyado contra la pared, masturbándose con una mano mientras con la otra se agarraba el pecho, sintiendo palpitaciones que amenazaban con detenerle el corazón. La escena era demasiado para su vejez, pero no podía apartar la mirada del espectáculo lascivo que se desarrollaba ante él.
—Me voy a correr… —logró gemir Ajax, con la voz quebrada—. María, me corro…
Ella, en vez de detenerse, aceleró el ritmo, apretando los labios y usando la lengua en la punta. Con un rugido que pareció sacudir la habitación, Ajax explotó en su boca. María bebió cada gota de su semen con una avidez que lo dejó temblando, limpiándolo luego con suaves y lentas lengüetadas que hicieron que se estremeciera de sensibilidad. Para su asombro, y el de los espectadores ocultos, no perdió la erección.
—Ahora sí —dijo María, subiéndose sobre él con determinación—. Métemela, Ajax. Hazme tu mujer.
Ajax, en un trance de lujuria y lealtad distorsionada, la guió dentro de ella. María bajó sobre su verga, gimiendo al sentirla llenarla. Comenzó a cabalgarle con un ritmo frenético, salvaje, como si intentara exorcizar los demonios de la violación con el placer. La cabecera de la vieja cama de madera golpeaba contra la pared con un estruendo ensordecedor, marcando el compás de su feroz acoplamiento. Los gemidos de ella eran agudos, de animal herido y en éxtasis; los de él, roncos, de hombre que ha perdido el control.
Ajax no duró mucho. La tensión, la excitación y la vista de María montándolo como una posesa lo llevaron al borde rápidamente.
—¡Me corro otra vez! —avisó, con los dientes apretados.
—Adentro —jadeó ella—. ¡Quiero sentirte!
Y él lo hizo. Con un gemido profundo, la inundó con otra descarga de semen caliente. María, al sentir el líquido dentro de sí, se sacudió violentamente, alcanzando su propio orgasmo con un grito desgarrador que se mezcló con el de él.
Fue en ese preciso momento, con el eco de sus gemidos aún en el aire y el repiqueteo de la cama amortiguándose, que la puerta se abrió de golpe.
La madre de María, atraída por el escándalo infernal, se quedó petrificada en el umbral. Su hija, desfachatada, embadurnada de sudor y semen, montando a su primo sobre la cama deshecha. El olor a sexo era denso y violento.
—¡¡¡MARÍA SANTA, QUÉ DEMONIOS ES ESTO!!! —gritó, con el rostro desencajado por el horror y la furia—. ¡¡¡Violador! ¡¡¡Abusivo! ¡Llamaré a la policía! ¡Has violado a mi hija!
Ajax, tratando de cubrirse y de cubrir a María, balbuceó explicaciones que fueron ahogadas por los gritos histéricos de su tía. En minutos, las sirenas de la policía cortaron la noche. Ajax fue esposado, semidesnudo y aturdido, mientras intentaba explicar lo que para él también era un torbellino incomprensible de deseos y lealtades rotas.
Fue entonces cuando el padre de María salió arrastrándose de bajo la cama, con el pantalón desabrochado y la cara pálida de vergüenza y excitación reprimida.
—¡¡Animal!! —le gritó a Ajax, señalándolo con un dedo tembloroso—. ¡Te hundiremos en la cárcel, maldito abusivo!
Poco después, el abuelo salió tambaleándose del closet, jadeando, apoyándose en la pared.
—Desgraciado… —tosió, señalando a Ajax con desprecio—. Arruinaste a la familia…
María, aún en shock, trataba de explicar entre sollozos que ella lo había permitido, que lo había querido, pero su estado de embriaguez y el trauma evidente hacían que sus palabras sonaran confusas, incoherentes. Su declaración se perdía en un mar de lágrimas y balbuceos.
Mientras Ajax era metido en la patrulla, llegó Max, con una sonrisa de satisfacción que se desvaneció al ver el caos. Sus primos se le acercaron rápidamente.
—De la que te salvaste, compa… —le susurró uno—. Se te adelantó Ajax.
Max arqueó una ceja, una mezcla de incredulidad y desprecio en su rostro.
—¿Ese pendejo? No me jodas.
Dentro de la hacienda, el escándalo continuaba. La familia Beltrán se desgarraba en gritos y acusaciones. Y Ajax, en el asiento trasero del patrulla, miraba por la ventana cómo su vida se desvanecía, acusado de una violación que no cometió, mientras el verdadero depredador, y los espectadores cómplices, quedaban libres, sepultando la verdad bajo capas de hipocresía y lujuria familiar. Llegaría a la fiscalía detenido, marcado como un violador que se aprovechó de una mujer alcoholizada, en una noche donde el pecado tuvo muchos autores pero solo un chivo expiatorio.
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