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Los doctores en el congreso en Buenos Aires (3ra parte)

...Continuación... del primer post de "Los Doctores en el Congreso de Buenos Aires"

La noche de la bañera

Estábamos los dos en la bañera, riéndonos como dos adolescentes. De repente, ella dice:

—¡Ay, nos olvidamos del vino!

—Bueno, hagamos piedra, papel o tijera, y el que pierde va a buscarlo —propuso, levantando la mano con gesto infantil.

—Naaa, dejá, voy yo —le dije, levantándome con cuidado entre la espuma.

—Pero mirá que tenés que taparte, ¿eh? —me advirtió, señalándome con el dedo—. Tapate, tapate.

—Dale… pero vos cerrá los ojos —le retruqué, serio.

—Bueno… —dijo, cubriéndose los ojos con una mano.

Salí de la bañera, el piso frío me hizo apurar el paso. Agarré la toalla, me sequé rápido y fui directo a buscar el vino. Cuando me di vuelta, la vi… entre los dedos estaba espiando.

—¡Eh, tramposa! —le grité, riéndome.

Ella se destapó la cara muerta de risa.
—¡Jajajaja! Ay, bueno, ya te vi, ¿qué querés?

—Pero no me viste las pelotas, eh —le respondí en broma.

—Mmm… no sé, no sé —me dijo, alargando la frase y riéndose.

Con la botella en la mano, volví a la bañera. Me metí despacio, el agua tibia me envolvió otra vez. Ella me miraba fijo, con una sonrisa que ya no era solo de picardía, era complicidad.

—Pero sos lampiño lampiño en serio… —me soltó mientras me repasaba con la mirada.

Me acomodé otra vez en la bañera, la espuma nos cubría casi hasta el pecho. Serví dos copas de vino y le pasé una. Ella la sostuvo con la mano mojada, riéndose.

—Bueno, al final valió la pena tu sacrificio —dijo, dándome un choque de copas.

Bebimos un sorbo y ahí quedó un silencio raro, de esos que cargan más tensión que palabras. Ella me miró de reojo, con voz más suave, más dulce:

Seguíamos charlando entre risas, con el agua tibia y la espuma cubriéndonos. Yo, medio de costado, la escuchaba mientras ella, con tono juguetón, me tiraba preguntas raras.

—Che… ¿vos alguna vez cogiste en lugares raros? —me preguntó con esa picardía en la voz.

—Alguna que otra vez… ¿vos? —le devolví, alzando una ceja.

—Mmm… sí, pero nada muy loco… siempre tuve ganas de un trío, ¿y vos?

—¿Con Fede??? —le corté, levantando las cejas, entre excitado y sorprendido.

Ella sonrió nerviosa, bajando la mirada como si se hubiera delatado.
—Sí… con Fede… pero nunca le he dicho nada a él.

Me quedé un segundo pensando, mirándola fijo, y le solté sin filtro:
—Yo siempre tuve la fantasía de ver a Claudia cogiendo delante mío… que se la cojan ahí, en mi cara.
Pero a ella no le copa ni medio, ni me deja hablar del tema.

—¿En serioooo? —dijo ella, abriendo los ojos y con esa sonrisa morbosa que me incendiaba—. Qué morbo estupendo, Gastón… ¡me encantaría que Fede me pida algo así!

—¿No ves que son unos aburridos? ¡Siempre lo mismo! Nunca se animan a nada distinto…
Yo la miré sorprendido, con el corazón latiéndome a mil.

—Mirá vos… yo siempre pensé que lo de ustedes era al revés…
Ella se mordió el labio, inclinándose más cerca, casi rozándome la boca.

—¿Reves? —preguntó, juguetona.

—Sí —le dije—, siempre pensé que ustedes eran los más calientes, los más liberales.
Ella soltó una carcajada corta, con esa vocecita puta que me quebraba.

—Jajajaja, ¡si supieras! Si no fuera por mí, Fede ni tocaría un consolador…
Yo me reí nervioso, pero no podía dejar de mirarla, esa confesión me había puesto más caliente.

—Woooow… mirá vos.

Ella me tocó el brazo y, entre risas cómplices, agregó:
Me lo dijo mirándome fijo, mientras su mano seguía moviéndose bajo la espuma.
—Nos tenemos que juntar más seguido nosotros, doctorcito… —agregó, con esa sonrisa pícara— Pero nosotros dos, ¿eh? Jajajaja.

—Sos terrible… —le dije, entre risa nerviosa y calentura pura.

—No, Gastón… —susurró, acercándose a mi oído—. Terribles vamos a ser si seguimos jugando así…

—Siiiii —exclamé, siguiéndole la corriente y sintiendo cómo la tensión se hacía insoportable.

La charla iba subiendo de tono, sin darnos cuenta. De repente, mientras me acomodaba, sentí cómo su pierna rozó mi pija bajo el agua. El contacto fue eléctrico.

—Uy, perdón… —dijo rápido, apartándose, aunque con una sonrisa que la delataba.

—Jajaja… sí, claro —respondí, mirándola fijo.

Pasaron unos segundos, y otra vez, como sin querer, volvió a tocarme. Esta vez ya no se disculpó, se mordió el labio.
—Apaaa… —soltó, mirándome de reojo—. ¿Cómo está eso?

—No te hagas la boluda… —le contesté, con media sonrisa.

Nos miramos, muertos de risa, pero el ambiente ya estaba cargado. Sentí cómo sus dedos se movían de nuevo, ahora de manera más clara, más intencional.
—Se puso contenta… —le dije, señalando hacia abajo.

Ella acercó un poco más su cara, casi susurrando en mi oído:
—¿Ah, sí? ¿Puedo?

Yo no dije nada, solo asentí con la mirada, tragando saliva. Entonces, muy despacio, su mano empezó a subir por mi muslo, acariciando la piel mojada, acercándose cada vez más a mi verga. Su voz ya no era la misma, había cambiado, era más baja, más dulce, más cargada de deseo.

—A ver… —susurró, y al tocarme se me erizó todo el cuerpo. Me lo agarró despacio, firme, y empezó a mover la mano bajo el agua.

Se inclinó un poco hacia mí y me dijo al oído:
—Una pajita no se le niega a ningún amigo, ¿no?

Cerré los ojos, sintiendo cómo mi respiración se descontrolaba.
—No… no se le niega… —alcancé a decir entre gemidos.

Ella se reía bajito, disfrutando del poder que tenía en ese momento. Yo, con los ojos hacia arriba, apenas pude susurrarle:
—¿Y a cuántos amigos de Fede les hiciste una pajita así?

Ella se rió con descaro, sin soltarme, y con voz traviesa dijo:
—Eso no se pregunta…

—Sucia… cochina… —le respondí, gimiendo.

—Dejo si querés… —me provocó, aflojando apenas el ritmo.

—Nooo… seguí, guacha… —le pedí, casi rogando.

Y ahí la cosa ya se descontroló, con su mano cada vez más firme y yo completamente entregado.

De golpe, cuando el ambiente estaba que ardía, sonó un celular en la mesita al costado. Ella abrió los ojos, como volviendo a la realidad.
—¡La concha de la lora…! —susurró, jadeando—. Es Fede.

Yo me quedé congelado, con la pija dura, al borde de explotar.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté, casi con bronca de que nos cortaran el momento.

Ella respiró hondo, asintió y dijo:
—Tengo que atender… si no se va a poner raro.

Se levantó despacio, el agua chorreándole por la piel, y de repente me quedó el culo a centímetros de la cara. La tanga metida en orto, esa línea mojada que se perdía entre las nalgas, y su ojete guiñándome.


Los doctores en el congreso en Buenos Aires (3ra parte)

Se inclinó hacia adelante, en cuatro, para agarrar el celular. Yo no podía dejar de mirarla. El teléfono vibraba otra vez, insistente, cuando lo alcanzó y deslizó el dedo para contestar.

—¡Hola, amor! —dijo con la voz más normal del mundo, como si no estuviera en bolas frente a mí, con mi respiración caliente en su culo—. Sí, todo bien… acá dándome una ducha… hoy fue larguísima la jornada, no tenés idea.

Yo estaba hipnotizado. Ella me miró por encima del hombro, con una sonrisa cómplice, y meneó apenas el culo, como provocándome. Con la manito libre, me hizo señas para que me acercara.

Me agarró la mano y la guió hasta su concha mojada. Mi dedo rozó su tanga corrida y sentí cómo se estremecía, mientras seguía charlando tranquila.

—Sí, sí, nos quedamos todos charlando después de la ponencia… re tarde se hizo.

Yo ya no aguantaba más. Le abrí las nalgas con las dos manos, exponiendo bien ese ojete apretado. Ella se mordió el labio para no gemir fuerte.
—Ajá… —decía en el teléfono, sonriendo—. Y vos, ¿cómo estás?

Me incliné y le pasé la lengua directo por la raya, de la concha al culo, y de vuelta. Con cada lamida, ella apretaba los dedos en el borde de la bañera, tratando de no delatarse.
—Sí… estoy cansada, amor… pero bien —dijo, y ahí no aguantó: se le escapó un gemido corto, que disimuló con una risita—. Jajaja… nada, me resbalé con el jabón, boludo.

Yo la tenía loca. Le chupaba la concha y el ojete alternando, mojándome toda la cara con el agua y con ella, mientras hablaba como si nada con el marido.
—¡Ahhh! Sí, sí… que bueno. ¿Y los nenes?

Hubo un silencio mientras yo le pasaba la lengua de la concha al ojete, saboreándola. Ella cerró los ojos fuerte para no delatarse.
—Ahh, bueno… mandales un beso grande de mi parte, ¿sí? —agregó con voz tierna, mientras me apretaba la cabeza contra su culo.

Yo casi no podía ni respirar de lo fuerte que me apretaba la cara contra su ojete. Las nalgas firmes me cerraban el aire, mi lengua enterrada en su ojete, y al mismo tiempo escuchaba cómo su voz se volvía dulce, tranquila, como si nada.

No podía creer la escena: su marido preguntándole por los chicos, con tono de padre de familia, mientras yo la tenía abierta en cuatro, lamiéndole el ojete con desesperación.

—Sí, amor… que bueno que están bien… sí, que no se olviden de la tarea, ¿dale? —le decía ella, con un hilo de voz que temblaba apenas.

Yo sentía su calor, su humedad, el sabor salado de su concha mezclado con el jabón de la bañera. Le chupaba profundo, despacio, y ella disimulaba los jadeos con risitas.
—Jajaja, nada, me resbalé con el jabón, boludo —soltó, tapando un gemido cuando le hundí la lengua más adentro.

Yo estaba al borde de explotar solo con la situación: mi pija dura, goteando, mientras el tipo del otro
lado confiaba en que su mujer estaba bañándose tranquila en el hotel.

Ella me miraba de reojo, con esa sonrisa cómplice, sabiendo que me estaba volviendo loco. Y cada vez que Fede le preguntaba algo inocente, ella apretaba más mi cara contra su culo, como disfrutando la maldad de la escena.
—¿Y vos qué hacés ahora? —preguntó Fede desde el otro lado.

Ella me miró por encima del hombro, mordiéndose los labios para no gemir. Con una naturalidad increíble, contestó:
—Nada, amor… recién volvemos de una cena con unas colegas y con Gastón. Estuvimos tomando unos vinos riquísimos, re tranqui…

Yo le metí la lengua más adentro del orto y la hice estremecer.
—Ahhh… porque te siento la voz media borrachina —dijo él, desconfiado.

Ella se rió, ahogada en placer, y lo disimuló con un tono juguetón:
—Jajaja, naaa, estoy bien… es que mañana seguimos temprano y estoy cansada…

Yo ya tenía toda la cara mojada, su sabor mezclado con el agua de la bañera. Ella apenas podía sostener el teléfono, temblando mientras yo le devoraba el culo.
—¿Y Gastón? —preguntó Fede, y yo casi me atraganto de la ironía.

—Él también ya se fue a su habitación… —respondió ella, con un guiño cómplice hacia mí, mientras me hundía más contra su ojete con una mano.

Dejó el celular a un costado, y se quedó respirando fuerte, todavía en cuatro, con el culo abierto frente a mi cara. Me miró con los ojos prendidos fuego y me susurró, excitadísima:
—Me estás comiendo el orto mientras le hablaba de los nenes a Fede… sos un enfermo, Gastón…

Yo sonreí con la boca toda mojada, dándole otra lamida profunda.

—Y a vos te volvió loca, putita.

Ella se arqueó, temblando, y me ordenó con voz ronca, apretando el celular contra la oreja:
—Ahora no pares… haceme acabar en la lengua y después me rompés toda.

Del otro lado todavía seguía la voz de Fede, preguntando cualquier pavada cotidiana, sin sospechar nada. Ella, con la respiración cortada y el culo abierto en mi cara, contestó como pudo:
—Bueno, amor, dale… descansá vos también… sí, yo después te llamo, ¿dale? —dijo al final, con la voz entrecortada, tratando de sonar normal mientras yo le metía la lengua más hondo en el ojete.

Colgó recién ahí, dejando caer el teléfono sobre la toalla, y se quedó jadeando, las piernas temblando, todavía empapada de placer y de la adrenalina de haber hablado con él mientras yo la hacía acabar en la boca. Seguía en cuatro, el culo abierto frente a mi cara. Se dio vuelta despacio, los ojos brillando de lujuria, y me dijo en un susurro casi desesperado:
—Sos un hijo de puta, Gastón… me hiciste hablar con Fede mientras me chupabas el culo…

Yo sonreí, todavía con la boca mojada.

Ella me agarró de los pelos, todavía con la concha húmeda brillando frente a mi cara, y me habló con esa voz ronca que me volvía loco:
—Bueno… ahora llamala a Claudia.

Yo me quedé helado.
—¿Quéee? ¿Estás loca? —le dije, mientras me pajeaba despacio.

Ella sonrió con una maldad deliciosa y me apretó más fuerte contra su cuerpo.

—La llamás… o corto todo esto ya mismo.

—Dale, boluda, no jodas… —protesté, pero ella me pellizcó la pija y me miró fijo, seria, con esos ojos de hembra en llamas.

Ella me sostuvo la pija con una mano firme, pajeándome suavecito, y con la otra me agarró la mandíbula para que la mirara fijo. Tenía esa sonrisa maldita, los ojos prendidos fuego.

—La llamás, Gastón… —me susurró—. Quiero verte hablar con tu mujer… con voz de bebota.

—¿Qué decís? Estás loca… —balbuceé, temblando, mientras ella me acariciaba la verga, subiendo y bajando despacio, dejando el glande enrojecido, brillante de saliva.

Ella inclinó la cabeza y me chupó la punta, tragándosela apenas, mientras me apretaba más fuerte con la mano.
—Hacelo… llamala, decile “amor”… como si estuvieras re tierno… —y se tragó la pija entera, hasta el fondo, mirándome con esos ojos endemoniados.


doctor


Yo marqué el número con las manos sudadas. Apenas escuché el “Hola, amor” de Claudia del otro lado, ella se hundió hasta la garganta y me dejó la pija toda adentro, haciéndome apretar los dientes para no gemir.

—Hola, amor… —contesté yo, con la voz más suave, impostada, casi como un nene bueno, mientras ella me la chupaba lenta, saboreando cada venazo, cada gota de líquido que ya me salía.

Ella se relamía con mi verga, mirándome desde abajo, y con el pie le pajeaba la concha desesperada, toda mojada. Cada vez que me escuchaba hablarle a Claudia con esa voz tierna, me la chupaba más hondo, tragando todo, sacándola con un chasquido ruidoso que casi me delataba.

Yo sentía que el mundo se me partía en dos: mi mujer del otro lado del teléfono, inocente, preguntándome cómo estaba… y mi colega, arrodillada, chupándome la pija como una puta endemoniada, metiéndose hasta las bolas y volviendo a subir, dejando hilos de baba que me chorreaban hasta los huevos.

De pronto me empujó con fuerza suave, obligándome a sentarme al borde del jacuzzi. El agua me chorreaba por el cuerpo, tibia, y apenas me acomodé ella se arrodilló frente a mí. Con un gesto rápido me abrió las piernas, separándolas más de lo que yo esperaba. Me quedé sorprendido, casi rígido, pero seguí el juego mientras atendía el teléfono que vibraba en mi mano.

Su mirada era fija, endemoniada, como si disfrutara más de tenerme así expuesto que de cualquier otra cosa. Apenas apoyé el celular en la oreja, ella se inclinó y me clavó la lengua directo en el culo, lenta, profunda, como si quisiera marcarme para siempre.

—¿Y los nenes? —pregunté yo, apretando los dientes para no gemir, mientras la sentía escarbarme con la lengua hasta lo más hondo.

—Bien, re bien… —respondió Claudia, con tono dulce—. Ya hace rato que duermen.

—Ah, bueno… —alcancé a decir, justo cuando ella me chupó las bolas y volvió al ojete con un ruido húmedo, exagerado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido.

Ella sonrió con la boca todavía pegada a mi culo, y yo casi me largo a reír del morbo.
—Mandales un beso grande de mi parte —dije, esforzándome por sonar cariñoso, mientras por dentro me explotaba la cabeza del contraste.
—Sí, obvio, te extrañan —dijo Claudia—. ¿Qué hacés ahora?
—N-nada, amor… —balbuceé, jadeando—. Recién volvimos de una cena con unos colegas… con Sofi también… estuvimos tomando un par de vinos.

Ella hundió la lengua más fuerte, haciéndome levantar la cadera de placer.
—Bueno, amor… —cerró Claudia—. Descansá, ¿sí? Te amo.
—Yo también… —murmuré, apretando el celular con los dedos entumecidos.

Corté, y apenas bajé la mano, ella salió de entre mis piernas con la boca toda mojada, la mirada encendida, y me dijo:
—Boludo… no sabés lo rico que es tu culo.
—Enserio boludo… no sabés lo rico que es tu culo —repitió ella, todavía con la lengua brillándole en los labios.

Me quedé sin aire. El corazón se me quería salir del pecho.
—Bueno… —dijo, levantándose del borde del jacuzzi, todavía chorreando agua y espuma por todos lados—, es hora de que vayamos a la cama… y que me cojas bien cogida. Pero te aviso, ¿eh? Más vale que no acabes rápido.

—¿Trajiste forros? —me lanzó, mientras caminaba hacia la cama con ese culo mojado, tanga corrida.

—Nooo, ¿cómo iba a traer? —me reí nervioso—. Mirá si Claudia me los encuentra. Además… tengo la vasectomía.

Ella se detuvo, me miró fijo, con la boca torcida en una sonrisa peligrosa.
—Bueno, confío en vos, entonces… pero si no, me cogés por el orto.

Sentí un escalofrío en la espalda. Esa frase me retumbaba en la cabeza.

Salimos del jacuzzi, las gotas chorreándonos, y yo no podía dejar de mirarle el culo, cómo la tela negra seguía metida entre las nalgas, pegada a la piel húmeda. Cuando se la empezó a sacar, le agarré la muñeca.

—No, dejatela puesta.

Se rió, mordiéndose el labio.
—Morboso… —me dijo, bajando la voz—. Dale, me la dejo.

Fue hasta la maleta, agachándose con esa naturalidad que me volvía loco, y sacó un pomo de crema transparente, densa, brillante, que parecía vaselina. Se subió a la cama a cuatro patas, con la tanga corrida, y empezó a embadurnarse el ojete con movimientos lentos, exagerados.

Se subió a la cama como una gata, apoyando primero las manos, después las rodillas, y quedó en cuatro, el culo bien alto, la tanga corrida entre esas nalgas abiertas que parecían llamarme.
Metió un dedo primero, despacito, y gimió bajito. Después otro, abriéndose más, con la mirada fija en mí, como desafiándome.

La crema brillaba bajo la luz tenue del cuarto, resbalando entre las nalgas.
Yo tenía la pija dura como una piedra, palpitando, mientras la miraba. Cada movimiento de su dedo entrando y saliendo de su culo era como un llamado, como una invitación a que la reviente de una vez.

Me miró por encima del hombro, con una sonrisa ardiente, y movió el culo despacio, invitándome.
—Dale, doctor… —me provocó, con voz ronca—. Vení. Tiene algo pendiente usted.

Yo todavía tenía la toalla en la mano, medio húmedo, temblando de ansiedad. Ella, mientras tanto, apretó el pomo de vaselina y dejó que un poco cayera justo en su raya. El brillo húmedo resbaló por su ojete, que me llamaba como un imán.
—Mirá cómo te espero… —dijo, arqueando la espalda y abriéndose más—. Dale, ¿o te da miedo?

Sentí que me explotaba el corazón. Dejé caer la toalla, con la pija dura palpitando, y me acerqué como un perro hambriento al banquete que me estaba ofreciendo.

El olor a jabón mezclado con su excitación todavía flotaba en el aire. Ella, en cuatro sobre la cama, movía el culo apenas, como marcándome el ritmo, provocándome. El hilito de la tanga corrida desaparecía entre sus nalgas brillantes por la vaselina, y sus ojos me buscaban por encima del hombro, cargados de deseo y de orden.

—Dale, Gastón… —susurró con esa voz que me partía en dos—. Mostrame lo que vas a hacerme.

Me arrodillé detrás de ella, las manos temblando de ansiedad mientras las deslizaba por sus caderas. Sentí el calor de su piel, la suavidad de sus nalgas, el brillo húmedo del pomo que ya había corrido por su ojete. La abrí con los pulgares, dejando expuesto ese punto prohibido que me llamaba como nunca.
La pija me latía como si quisiera salir sola, y yo apenas respiraba, al borde de perder el control.

El culo que pedía pija

Apoyé la punta de mi pija contra su ojete, resbaladizo de crema, y ella gimió bajito, arqueando la espalda como gata en celo.
—Despacito, doctor… —me dijo entre dientes, pero apenas sentí que abría el ojete, empujó la cadera hacia atrás con fuerza, tragándose la cabeza entera de mi pija de una sola vez.
El calor me abrasó. Me quedé quieto un segundo, temblando, con la frente sudada, mientras ella se reía ronca.

—¿Viste? No era tan grave… ahora rompeme toda.

Empecé a entrar y salir despacio, mirando cómo el ojete se estiraba al ritmo de cada embestida, brillante, hambriento. Ella se agarraba de las sábanas, la tanga corrida marcándole más todavía las nalgas abiertas, y cada tanto se llevaba una mano a la concha para tocarse, mojando toda la cama.
El cuarto estaba lleno de sonidos: mi respiración entrecortada, sus gemidos agudos, y ese ruido húmedo de mi verga entrando en su culo, profundo, cada vez más fuerte.

—Así, así… —gimió, hundiendo la cara en la almohada—. Rompeme el orto como un enfermo.

La agarré de las caderas y empecé a darle con todo, cada embestida más violenta que la anterior. El colchón crujía, la cama golpeaba contra la pared, y ella se abría más, como si no tuviera límite.
Me incliné sobre su espalda, le mordí el cuello y le susurré:
—Sos una puta insaciable… mirá cómo me hacés garchar el culo.
—Y te encanta, hijo de puta… —contestó, arqueando la espalda para que la hunda más.

La di vuelta de golpe, quedando boca arriba, con las piernas abiertas y las rodillas casi en los hombros. Ahí le volví a clavar la pija en el orto de frente, mirando cómo el agujero se abría y tragaba todo, mientras ella se tocaba la concha con desesperación.

—Mirá cómo me hago acabar sola… —me dijo, metiéndose dos dedos en la concha empapada. Se mojaba toda la mano con su propio flujo, los dedos chorreándole, y de pronto me los llevó a la boca.

—¡Tomá, sucio! —me gritó, empujándome los dedos adentro, mientras yo los chupaba con el sabor intenso de su concha.

Gemía cada vez más fuerte, moviendo la cadera para que mi pija la partiera al medio, y al mismo tiempo se enloquecía metiéndose la mano entera, embarrándome la cara con ese jugo caliente.
Después me hizo cambiar otra vez. Se sentó arriba de mí, la pija todavía enterrada en el culo, y empezó a cabalgarme con furia, las tetas rebotando frente a mi cara. Yo le chupaba los pezones, duros, mientras ella se clavaba más y más, con una sonrisa endemoniada y la concha todavía chorreándole sobre mi abdomen.

—No pares, Gastón… no pares que me voy… —me gritó, y de repente se arqueó toda, gimiendo fuerte, acabando en mi verga, la concha chorreando entre sus dedos.

Yo la agarré de la cintura y la bajé de golpe, enterrándome hasta el fondo. Sentí el calor en la base, la presión salvaje de su orto apretándome como un puño, y no pude más.

—Ahhh, la puta madre… —rugí, explotando adentro de su culo, bombeando hasta que me quedé vacío, jadeando, con el cuerpo entero temblando.

Ella se rió entre dientes, disfrutando cada espasmo de mi verga enterrada en su orto. Y de pronto, con un movimiento brusco, se la sacó despacio, dejando que mi leche y sus propios jugos chorreen por la raya.

Se giró con una agilidad endemoniada, poniéndose de rodillas sobre mi pecho, y me encajó la concha y el culo chorreando en la cara. Me restregó todo, empapándome con esa mezcla caliente.
—¡Tomá, sucio! —me gritó, frotándome el ojete mojado en la boca—. ¡Limpiame tu mugre!

Me siguió chupando como loco, tragando todo, mientras ella me hundía la concha contra la lengua. Mi pija, lejos de aflojarse, seguía dura, palpitando, brillosa de semen.

Ella miró para abajo, con esa sonrisa diabólica, y me preguntó con la voz ronca:
—¿Ahhh, querés más, doctor?

Antes de que pudiera responder, me agarró la verga con la mano todavía húmeda y empezó a pajeármela otra vez, inclinándose para mamármela con furia, tragándosela como si recién empezara la fiesta.

Ella me la seguía mamando como si no tuviera fondo, tragando hasta la garganta, con hilos de baba que le colgaban por la pera. Yo no podía creer cómo la pija me seguía palpitando después de acabar adentro suyo, pero el morbo de verla así me ponía otra vez en llamas.

De repente se apartó, con la boca brillosa de leche y saliva, y me dijo con voz ronca:
—Dale, doctor… ahora me vas a dar todo lo que te quede. No te me escapas hasta que me dejes rota.
Ella, jadeando, se trepó otra vez sobre mí. Pero esta vez no me miró a la cara: me dio la espalda, acomodándose con calma, y dejó que mi pija la volviera a llenar desde atrás. Quedó sentada de frente a mis pies, con el culo bien expuesto para mí, mientras empezaba a moverse arriba y abajo.

Esa posición hacía que yo viera todo: la espalda arqueada, las tetas rebotando de costado, y sobre todo ese culo abierto tragándome entero cada vez que se dejaba caer. Ella gemía con fuerza, agarrándose de sus rodillas para impulsarse, dándome un show morboso y salvaje que me volvía loco.
—Mirá cómo me la trago de nuevo… —jadeaba—. ¡Vos seguí, que yo me reviento sola!

Cabalgaba de espaldas como una bestia, rebotando con el culo en mi pelvis, mientras yo le agarraba las tetas desde atrás y le mordía el cuello. Ella se tocaba la concha con desesperación, chorreando sobre mis huevos, y cada tanto me metía la mano mojada en la boca, haciéndome tragar sus propios flujos.

—¡Toma, sucio! —me gritaba—. ¡Comete mi concha mientras me rompés el orto!

Yo la agarré de la cintura y la empujé hacia adelante, haciéndola quedar en perrito, con la cara contra la almohada. Ahí le escupí directo en el culo y empecé a dársela con fuerza, bombeando rápido, las nalgas rebotando contra mí. Ella gritaba sin pudor, como si quisiera que la escucharan en todo el hotel.

—¡Más! ¡Rompeme más! —aullaba, abriéndose con las manos.

Después la hice girar, y le levanté las piernas bien arriba, casi en los hombros. Le abrí la concha con dos dedos y le escupí adentro, mezclando todo con su flujo que chorreaba como agua. Le entré con la pija otra vez en el orto, de frente, mientras le metía los dedos en la concha.

—¡Así, así! —gritaba, empapándome la mano—. ¡Me hacés acabar por los dos lados, la concha de tu madre!

Se vino como una endemoniada, convulsionando, chorreando por toda la cama. Pero en vez de aflojar, se me subió arriba de nuevo, con la cara sudada y el pelo pegado, y me cabalgó con furia, las tetas rebotando en mi cara. Se metía la mano hasta el fondo en la concha, y después me la metía en la boca toda mojada.

—¡Tomá, doctor sucio, chupame toda la concha de adentro!

Yo estaba al borde de estallar de nuevo, pero ella no me dejaba acabar fácil. Me agarraba del pelo, me mordía el labio, me gritaba:
—¡Todavía no, la puta que te parió! ¡Me vas a coger hasta que me caiga muerta!

La agarré, la tiré contra la pared del cuarto, todavía con la pija adentro, y la empotré ahí, con sus manos apoyadas contra el yeso, gimiendo como una perra en celo. Los golpes de mi cuerpo contra el suyo retumbaban, y ella reía entre gemidos, como si estuviera poseída.

—¡Sí, así! —gritaba, con la voz quebrada—. ¡Dame más, carajo, no pares!

Yo ya no podía más. La volví a tirar en la cama, y le acabé en la boca, en la cara, en las tetas, empapándola toda. Ella lo lamía todo, desesperada, como una adicta que no quería dejar ni una gota.

Se quedó sobre mí, respirando como un animal, con el cuerpo bañado en sudor y semen. Me miró con esos ojos encendidos y me dijo, sonriendo con el labio mordido:
—¿Viste, doctor? Te dije que no ibas a acabar rápido. Y todavía te queda para mañana.

Sentía que la pija me ardía, roja, como si estuviera al borde de reventar. No podía creer lo que había vivido: el sudor, su voz rota, su cuerpo bañado en mi leche, esa furia que nos hacía seguir una y otra vez. Era como si nos hubiéramos soltado de todo, ya sin freno ni vergüenza.

Todavía tenía un gusto a concha riquísima en la boca, mientras recordaba cómo ella se había chupado los dedos llenos de mi semen…
—Mmmm… qué rico y jugoso tu pija —me decía con voz entre jadeos.

Nos quedamos tirados, respirando fuerte, todavía temblando. El cuarto olía a sexo, a piel, a exceso. Yo cerré los ojos un segundo, y juraría que mi corazón iba a estallar.

Al otro día, en el congreso, me dolía todo: las piernas, la espalda, hasta la pija, que seguía sensible como si hubiera estado de pelea toda la noche. Nos sentamos juntos, entre papeles y charlas aburridas, pero nuestras miradas se cruzaban cada tanto, con esa picardía que nadie más entendía.

—Resultaste ser recontra sucia, culiada —le dije, divertido y sorprendido.

—Yo tampoco me tenía así —contestó ella, mordiendo el labio y guiñándome un ojo—.

En un descanso, se inclinó hacia mí, su perfume todavía pegado en mi memoria, y me susurró al oído con una sonrisa peligrosa:

—Esta noche… continúa.

Fin...

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