
Martín tenía 42 años, era un empresario exitoso, casado desde hacía más de 15 años, padre de dos y dueño de una mansión en las afueras. Su vida, desde afuera, era perfecta. Pero por dentro... estaba llena de vacío, de rutina, de un fuego que nadie encendía desde hacía años.
Hasta que llegó ella.
Su nombre era Amara, una joven de 25 años, morena como el cacao más puro, curvas de diosa africana, y un trasero que parecía esculpido por el mismo deseo. Caminaba con gracia, limpiaba en silencio, pero cuando se agachaba o subía una escalera, Martín sentía que la fidelidad se le resbalaba entre los dedos.
Amara lo notaba, claro. Esas miradas largas, los silencios incómodos cuando cruzaban en el pasillo, y sobre todo, cómo sus ojos se le clavaban cada vez que se inclinaba a limpiar el piso.
Un martes por la mañana, su esposa salió con las niñas a visitar a su madre. Martín se quedó "trabajando desde casa". Pero apenas oyó el agua correr en la cocina, supo que no podría concentrarse.
Entró sin hacer ruido. Amara estaba de espaldas, lavando unos platos, con un short ajustado que le cortaba las nalgas como si fuera un bikini. Martín no lo soportó más.
Se acercó por detrás, rozándola apenas con el cuerpo. Ella se tensó, pero no se movió.
—Eres un bombón de chocolate… —susurró él, con voz grave, pegando sus labios a su cuello.
Ella giró apenas el rostro, con una sonrisa tímida.
—Señor Martín… esto no está bien…
—No me llames así. Hoy no soy tu patrón. Hoy sos mía.
Sus manos grandes bajaron y le tomaron el trasero, apretándolo sin vergüenza. Amara soltó un suspiro entre gemido y sorpresa. Él le bajó el short sin quitárselo del todo, dejando al descubierto esas nalgas morenas, firmes, provocativas.
Martín se arrodilló detrás de ella y hundió el rostro entre sus nalgas, besando, mordiendo, lamiendo sin control. Su lengua la saboreaba como si estuviera probando algo prohibido y divino. Ella se sostenía de la mesada, temblando, gimiendo sin poder contenerse.

—Dios… así no, me vas a volver loca…
—Eso quiero —gruñó él, sacándose el cinturón y bajándose el pantalón.
La penetró de una sola embestida, en su concha mojada, caliente, hambrienta.
—¡Ay...! —gritó Amara, aferrándose con fuerza a la encimera— ¡Sí, así, duro!
Martín bombeaba con furia, sujetándola de las caderas, apretándole las tetas, chocando con fuerza contra ese culo gigantesco que se movía como una tormenta bajo sus manos.
—Nunca imaginé que ibas a ser tan puta —murmuró jadeando—. Este culo es criminal…
Ella solo gemía, con los ojos cerrados, el cuerpo rendido al placer.
Entonces, sin aviso, Martín escupió entre sus nalgas y buscó el segundo agujero.
—Quiero todo de vos, ¿entendiste? Este culo, esta conchita, esta boca… todo me pertenece.
—¡Sí, papi! ¡Todo tuyo! ¡Dame más!
Y con fuerza le metió la pija en el culo , mientras la otra mano bajaba a masturbarla.
Los dos acabaron segundos después, gritando su placer, perdiendo la cabeza, sabiendo que habían cruzado una línea que ya no tenía vuelta atrás.
Cuando terminó, Martín la tomó de la cintura, pegándola a su pecho.
—Esto va a pasar muchas veces más —le dijo al oído—. Sos mi adicción, bombón de chocolate.
Amara solo sonrió, aún temblando, y lo besó en el cuello.
—Cuando quieras, patrón… cuando no haya nadie.

Desde aquella mañana en la cocina, nada volvió a ser igual.
Amara no solo sabía lo que provocaba en Martín… ahora lo usaba a su favor.
Empezó a limpiar con ropa más corta. Se inclinaba justo cuando él pasaba. Le rozaba el pecho con "inocencia" al alcanzarle un vaso. Y cuando sabía que su esposa no estaba, cruzaba la casa con el culo rebotando en cámara lenta, como si supiera que lo tenía agarrado del alma… y de la pija.
Martín ya no dormía bien. Se tocaba en la ducha pensando en ella. En su culo enorme, su piel oscura y brillante, esa lengua húmeda recorriéndole el cuerpo.
Un viernes a media mañana, mientras fingía revisar unos documentos, la vio pasar rumbo al lavadero. Llevaba un vestido blanco, sin sujetador ni ropa interior. Cuando se inclinó para abrir la lavadora, el vestido se levantó por completo.
No llevaba nada abajo.
Lo miró por encima del hombro, como si lo hubiera hecho a propósito. Le guiñó un ojo. Y sonrió.
Eso fue todo lo que necesitó.
Martín se levantó como una fiera desatada, cruzó el pasillo y cerró la puerta del lavadero tras de sí.
—¡¿Estás loca, Amara?! —gruñó, con la respiración agitada.
—¿Qué pasa, patrón? ¿No aguantás más?
Ella se giró, se arrodilló frente a él y le bajó el pantalón de un tirón.
Su pija saltó hacia fuera, dura como una piedra, goteando deseo contenido.
—Mmm... Qué rica la tengo hoy… —murmuró, acariciándola con la lengua.
Se la metió entera en la boca, chupando fuerte, profunda, salivándola sin pudor. Sus labios brillaban de humedad, su garganta la tragaba como si fuera su vicio.
—¡Mierda, Amara! —gimió él, sujetándole el cabello—. Me vas a hacer acabar…
Ella lo miró sin dejar de mamarlo, con esos ojos oscuros llenos de picardía. Y cuando notó que estaba al límite, se detuvo.
Se levantó, se subió el vestido, y sin decir una palabra, se montó encima.
Su concha mojada lo envolvió con facilidad, y comenzó a rebotar sobre él como una salvaje.
—¡Ay, sí! ¡Así papi, rompeme toda! —gemía ella con las manos apoyadas en sus hombros, mientras lo cabalgaba con fuerza—. Este bicho es solo mío, ¿entendiste?
Martín la sujetó de la cintura, le besaba las tetas, la nalgueó con violencia, sintiendo cómo ese culo gigante chocaba contra su pelvis con cada embestida.
—Sos una maldita diosa… —jadeó él—. Te voy a llenar hasta dejarte temblando.
—¡Sí! ¡Cargame! ¡Quiero todo adentro, papi!
El lavadero temblaba con los golpes, los gemidos llenaban el aire cerrado, y la ropa recién lavada cayó al suelo mientras sus cuerpos chocaban sin parar.
Martín acabó dentro de ella con un gruñido animal, sujetándola fuerte, mientras ella se estremecía sobre él, mordiéndose los labios, temblando de puro placer.
Se quedaron abrazados, jadeando, aún entrelazados.
Amara bajó la cabeza a su oído y susurró:
—Esto recién empieza, patrón… Hoy me toca limpiar la oficina.
Y con una sonrisa pícara, se bajó de él, recogió el vestido y salió moviendo el culo como si nada hubiera pasado.
Martín sabía que estaba perdido.
Y le encantaba.

La casa estaba en completo silencio.
Pasadas las tres de la madrugada, Martín se revolvía en la cama, despierto, con una erección tan intensa que dolía. A su lado, su esposa dormía profundamente. Pero su mente, su cuerpo, todo él, estaba poseído por una sola imagen: Amara, esa diosa morena que se le había metido en la piel como un veneno dulce.
No podía más.
Se levantó con cuidado, caminó en la penumbra hasta el ala de servicio, donde ella dormía. La puerta estaba entornada, la luna se filtraba por la ventana, y ahí estaba ella: de lado, desnuda, apenas cubierta con una sábana fina que marcaba cada curva, cada centímetro de ese cuerpo que ya conocía y todavía lo volvía loco.
Se acercó, se inclinó sobre ella, y le susurró con voz ronca:
—Tenía antojo de algo dulce… de un chocolate.
Amara abrió los ojos, ya sonriente, como si lo hubiera estado esperando.
—¿En serio, patrón…? ¿A esta hora?
Él no respondió. Se metió en la cama y la besó con hambre. En segundos, la sábana voló al piso, y su pija ya dura rozaba los labios húmedos su concha. Se la metió sin esperar más, empujando fuerte, con una pasión contenida que se volvió salvaje.
—¡Ay, sí! —gimió ella bajito, abrazándolo con las piernas—. Rompeme toda, papi…
Martín la embistió sin pausa, su pelvis chocando contra ella, su respiración desbocada.
La volteó de un tirón, y mientras ella quedaba en cuatro sobre la cama, le escupió entre las nalgas y le apuntó al culo.

—Ahora voy a probar esta parte otra vez —murmuró.
La penetró con lentitud al principio, y luego con ritmo fuerte, profundo, sin piedad.
Ella se tapaba la boca para no gritar, mientras su culo rebotaba con cada embestida.
—¡Ese es mío! —gruñía él—. Este culo, esta concha,… son míos, Amara.

—¡Sí, papi! ¡Usame como quieras!
Cuando sintió que iba a venirse, la hizo girar y se arrodilló frente a ella.
—Abrí la boca.
Ella lo tomó con gusto, chupándolo como una puta hambrienta, lamiendo, succionando, mientras sus tetas se movían con cada sacudida.
Él se vino con fuerza, eyaculando en su lengua, en sus labios, y luego sobre sus tetas morenas que quedaron brillando de semen caliente.
Ella tragó, se pasó la lengua por los labios y sonrió.
—Esto definitivamente está fuera del horario laboral… creo que merezco un bono, patrón.
Martín la miró jadeando, con una sonrisa torcida.
—Vas a tenerlo… con intereses.
Y volvió a besarla, esta vez lento, profundo, como si la madrugada no se fuera a terminar nunca.
La mañana parecía normal.
Martín se duchaba en el baño del dormitorio matrimonial, dejando que el agua caliente le cayera sobre la espalda, intentando relajarse… pero su mente seguía en Amara.
Desde el pasillo, oyó la voz de su esposa:
—Amara, preparame un té con limón, por favor.
—Enseguida, señora —respondió ella con tono dulce.
Martín cerró los ojos, sonriendo. La imaginó con ese shortcito pegado, ese culo imposible. La sola idea de ella en la cocina, caminando cerca de su esposa, con el cuerpo aún húmedo de lo que habían hecho la noche anterior, lo volvió a poner duro.
Pero no tuvo que imaginar mucho.
Minutos después, la puerta del baño se abrió.
Amara entró en silencio, con una bata corta que dejó caer apenas cruzó el umbral. Desnuda, se metió directamente a la ducha con él.
—¿Estás loca? —susurró él—. Está la señora desayunando allá afuera…
—Shhh… —le dijo ella, pegándose a su espalda, sus tetas húmedas aplastándose contra él—. Vos empezaste esto, papi. Yo solo lo sigo…
Le tomó la pija ya semi erecta, la acarició con una mano mientras con la otra le rascaba suavemente el pecho. Martín gimió bajito.
—Estás buscando que nos descubran…
—Entonces no hagas ruido —murmuró ella, bajando y arrodillándose bajo el agua.
Se la metió en la boca sin preámbulo, húmeda, intensa, succionando con fuerza mientras el agua le caía en la cara.
Martín se apoyó en la pared con una mano, la otra sujetándole el cabello mojado.
—Dios… Amara…
Ella se lo mamó lento, provocadora, dejando que se endureciera al máximo en su boca, hasta que él no aguantó más. La levantó, la empujó contra la pared de la ducha y la levantó por las piernas.
La penetró en la concha de una sola estocada.
Ella ahogó un gemido mordiéndose el labio, cerrando los ojos con fuerza.
—Calladita, bombón… o lo vas a arruinar todo —susurró él, embistiéndola con fuerza, mientras el agua resbalaba por sus cuerpos entrelazados.
La tenía completamente a su merced, sus nalgas chocando contra su pelvis con cada golpe. Amara lo abrazaba por el cuello, temblando de placer, clavándole las uñas en la espalda.
—¡Dale, papi…! —susurró ella casi sin voz—. Dame toda tu leche caliente…
Y cuando Martín sintió que se venía, la volvió a bajar de rodillas, y acabó sobre sus tetas, jadeando fuerte, con el corazón latiendo como un tambor.
Ella lo miró desde abajo, el agua limpiando lentamente los rastros de su pecado.
—Ahora sí —dijo con una sonrisa—. Lista para servir el té como si nada…
Y salió de la ducha, dejando el piso mojado, el aire cargado, y a Martín… completamente rendido.

Amara lo sabía.
La señora llevaba días con un tono distante. Le hablaba apenas, le daba tareas mínimas, y evitaba dejarla sola en casa. La tensión se sentía en el aire. Y esa mañana, la confirmó:
—Amara, gracias por tu trabajo… pero ya no vamos a renovar tu contrato. Fue muy eficiente, pero tomamos otra decisión.
No hubo escándalo. Amara solo sonrió con elegancia, asintió con respeto… y esperó que llegara el final del día.
Sabía que no podía irse sin despedirse de él. De su "patrón".
Esa noche, mientras todos dormían, se metió una vez más en la habitación de Martín. Él se sobresaltó al verla entrar en silencio, vestida con una blusita transparente y una tanga blanca.
—¿Qué hacés acá? —susurró él, entre la sorpresa y la excitación inmediata.
—Me voy mañana. Quería despedirme bien. Como se despide a un buen patrón.
Se acercó sin prisa, se montó sobre él, y lo besó con una mezcla de ternura y fuego que lo dejó sin palabras.
Lo desnudó con calma, lo acarició con la mirada, y luego lo mamó como si fuera la última vez, lenta, profunda, dejándolo al borde del delirio.
—Te voy a extrañar, bombón de leche blanca —murmuró entre risas mientras lo montaba, apretándolo con su concha caliente y hambrienta.
Cabalgó con fuerza, gimiendo suave para no despertar a nadie, moviendo ese culo glorioso en círculos lentos hasta que él se vino con un gemido ahogado.

Cuando todo terminó, se acurrucó un momento en su pecho y le susurró:
—Fue un honor. Fuiste el mejor patrón que pude tener… en todos los sentidos.
Y se fue antes del amanecer, sin dejar rastro más que el olor de su piel en las sábanas.
Dos días después, Martín desayunaba en silencio, aún melancólico, cuando su esposa entró con una sonrisa forzada.
—Cariño, te presento a la nueva chica del servicio. Se llama Julieta. Es… muy eficiente, dicen.
Martín levantó la vista... y la vio.
Curvas exageradas, caderas anchas, labios gruesos y sensuales. Julieta vestía una blusa ajustada que dejaba ver el principio de unos pechos que desafiaban las leyes de la gravedad. Y cuando lo miró, le guiñó un ojo con descaro.
Martín tragó saliva. Sintió un cosquilleo familiar entre las piernas.
Y no pudo evitar pensar:
“Perdí una puta… pero la vida te da otra oportunidad.”


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