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Los doctores en el congreso en Buenos Aires (2da parte)

...Continuación... del primer post de "Los Doctores en el Congreso de Buenos Aires"

La noche de la bañera


El congreso nos había dejado agotados, pero con esa energía rara que queda después de un día intenso. Caminamos juntos hasta el hotel, hablando pavadas, riéndonos de lo aburridas que habían sido algunas charlas y de los personajes pintorescos que siempre aparecían en estos eventos.

—Dale, doctorcito, ¿pedimos algo para picar y una botella? —me dijo, apenas entramos a la habitación.

—Obvio —contesté, feliz de estirar la noche un poco más.

Terminamos con una pizza sobre la cama, las copas en la mesa de luz y la tele de fondo que nadie miraba. El vino fue soltando las palabras, como la noche anterior, pero esta vez con otra cadencia, más lenta, más íntima.

Ella se acomodaba cerca, con las piernas recogidas, el pelo suelto cayéndole sobre los hombros. Cada tanto me tocaba el brazo para remarcar una anécdota, o me empujaba con el hombro riéndose. Gestos mínimos, cotidianos… pero en ese contexto eran dinamita pura.

En un momento, entre risas, me lanzó:

—Che… ¿trajiste souvenir?

—¿Forros? —le dije, haciéndome el vivo.

—¡No, tarado! —me golpeó con la almohada, muerta de risa—. Faso, ¿trajiste?

—Jajajaj, sí, obvio. Eso no se pregunta… —le contesté con una sonrisa cómplice.

Ella asintió, levantando la copa como en un brindis improvisado.

—Bueno… hoy es viernes y nuestros cuerpos lo saben. Mañana vemos si nos levantamos, jajaja.

El ambiente ya estaba cargado. El humo, el vino, la risa floja… todo se mezclaba con esa electricidad que venía creciendo desde el primer día.

Yo la miraba hablar y pensaba en lo que había hecho a la mañana con su tanga. El contraste me enloquecía: ella ahí, fresca, natural, riéndose como si nada… y yo con ese secreto grabado en la piel.

—¿Viste que siempre terminamos enredados vos y yo? —dijo de golpe, jugando con la copa en la mano.

—Mmm… no sé si enredados —contesté, haciéndome el desentendido—. Pero sí siempre juntos.

—Bueno, lo mismo —dijo, mirándome fijo unos segundos, hasta que ambos nos reímos para soltar la tensión.

El reloj ya pasaba la medianoche. Ella se estiró en la cama, con un suspiro largo. El escote se le abrió apenas y yo tuve que forzar la vista para no quedarme pegado.

—Qué día largo… —dijo.

—Y mañana sigue igual… —respondí, sirviéndonos un poco más de vino.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue de esos silencios densos, con electricidad.

Y en medio de eso, ella se mordió el labio, me miró de reojo y dijo:

—Che, ¿viste la bañera esa? Es un pecado no usarla.

En un momento, la miré fijo y solté, medio en broma, medio en serio: 

—Che… ¿y si llenamos la bañera? Nos damos un baño de relajación…

 Ella abrió los ojos, sorprendida.

—¿Qué? ¿Vos estás loco?

—Dale, ¿qué tanto? Es para relajar… ¿trajiste malla?

—¡Obvio que no! ¿Cómo iba a traer malla para un congreso?

—¿Cómo que no? —le retruque, dándole un golpecito en la pierna—. Siempre hay que traer, nunca sabés.

—Bueno… —contesté, riendo—. A no ser que quieras que te preste un calzoncillo.

—Ajá, claro… —dijo con ironía, alzando las cejas—. ¿Y vos? ¿Trajiste algo?

La miré con picardía y le solté:

—Siiii, obvio… me traje mi sunga.

—¡Ahhh, bueee! —largó la carcajada, mirándome de arriba abajo—. Entonces tengo un lindo show esta noche.

Me hice el distraído, levantando la copa.

—Mirá que no es para cualquiera, eh… solo público selecto.

—Jajaja, doctorcito, dejate de joder… —dijo, pero con ese brillo en los ojos que no sabía si era el vino, el humo, o las ganas de empujar un poco más el límite.

El aire estaba denso. Cada broma, cada palabra, cargaba con un doble sentido que nos envolvía más fuerte que el vino y el faso juntos. La risa nos salía fácil, floja, con ese eco de borrachera tierna que no se controla.

El humo flotaba entre los dos como una cortina suave. A veces se le escapaba por la nariz cuando reía y me quedaba mirándola, hipnotizado, como si fuese lo más sensual del mundo. El vino nos calentaba la sangre, el porro nos aflojaba el cuerpo. Todo era más lento: los gestos, las pausas, hasta el roce accidental de sus piernas con las mías quedaba suspendido un segundo más de lo normal.

—Ay, basta, que me duele la panza de reírme —dijo ella, tirándose hacia atrás en la cama, todavía con la risa floja.

—Vos sos la culpable, no parás de decir boludeces —contesté, aunque no podía dejar de reírme con ella.

Nos miramos, con los ojos chiquitos, brillosos, como si de pronto todo tuviera más gracia, más luz, más calor. Y ahí, entre el humo y el alcohol, la tensión dejó de ser disimulada para volverse parte del juego.

—Dale, la lleno a la bañera… —le dije, poniéndome de pie con decisión.

Ella me dio un empujón juguetón.

 —Sos un boludo.

 —En serio, no pasa nada. Ya nos conocemos. De última, te metés en ropa interior y listo.

Se quedó callada un segundo, con esa sonrisita peligrosa. 

Ella se rió con la boca entreabierta, los ojos entrecerrados por el vino y el faso.

—Ajá… ya entiendo. Vos lo que querés es aprovecharte de mí, ¿no? Estoy borracha y ahora me vas a querer poner en bolas.

Me quedé mirándola, con media sonrisa.

—¿Aprovecharme? Si vos sos la que me está tentando desde que llegamos…

—¿Tentándote yo? —dijo, señalándose con el dedo, haciéndose la ofendida—. Vos me llenás la bañera y después seguro me querés mirar todo.

—¿Y si es al revés? —le retruqué, levantando una ceja.

—Jajaja… entonces estamos en problemas, doctorcito. —me dijo, acercándose un paso, con esa voz más baja, más ronca.

Ella se rió, medio entre risas y medio en serio, y me señaló con el dedo como si me retara:
—Pero pará… no le vayas a contar nada a Claudia, ¿eh? Y ni se te ocurra sacar fotos ni pelotudeces así.

Me hice el indignado, levantando las manos.
—¡Pero vos sos loca! ¿Cómo se lo voy a contar a Claudia? Ni siquiera sabe que compartimos habitación.

Ella se acomodó el pelo y me clavó la mirada, más seria de golpe.
—Fede tampoco sabe. Y así va a seguir… —dijo firme, como marcando un límite.

Hubo un silencio cortito, de esos que se sienten más pesados que largos. Yo la miraba y pensaba en lo fácil que podíamos cruzar una línea de la que no había vuelta. Y sin embargo, el vino, el faso, la bañera llena, todo nos empujaba hacia adelante.

Nos reímos. Y en ese clima cómplice, fuimos a llenar la bañera. Ella misma sugirió ponerle espuma “para que no se viera tanto”.
—Probá vos primero, a ver qué tal está el agua —me dijo.

Me metí en la bañera desnudo; el agua estaba tibia y la espuma lo cubría casi todo. Apenas me acomodé, ella me miró sorprendida y, con un gesto pícaro, me lanzó:
—¡Pero si te había dicho que te pongas la sunga!

—Uyyyy… me olvidé —dije, haciéndome el boludo, medio borracho, levantando los hombros con cara de nene travieso—. Entre el vino y el faso, ni me acordé.

Ella se tapó la cara con la mano, tentada de risa.
—Sos un desastre… —me dijo, aunque no dejaba de mirarme de reojo, como queriendo ver a través de la espuma.

Yo me estiré con exageración, hundiéndome un poco más en el agua.
—Ya está, ya entré… ahora no hay vuelta atrás.



Los doctores en el congreso en Buenos Aires (2da parte)



—Mmm… vos siempre haciéndote el vivo —contestó, mordiéndose el labio, mientras sus dedos jugaban distraídos con el borde de la toalla que todavía la cubría.

—Uy, perdón… pasa que con toda esta espuma no se nota nada —le contesté, sonriendo.

Ella me señaló con el dedo y, riéndose, agregó:
—¡Pero Gastón!!! Ahora te tuve que ver el culo blanco que tenés.

Yo me maté de risa, tratando de disimular la incomodidad y el calor que me recorría el cuerpo.

—Bueno, ya me conocés… tampoco es tan grave —dije con media sonrisa.
Ella me miró de reojo, con esa sonrisa maliciosa que me enloquecía.

—Che… ¿te depilás el culo vos? —soltó, tentada—. Hdp, ¡no tenés ni un pelo! ¿Cómo hacés?

—Soy re lampiño yo —le respondí, riéndome.

Ella se acomodó la toalla en el pecho, me miró fijo y tiró la bomba:
—Uy, ojalá Fede fuera así…

—¿Por qué lo decís? —le pregunté, intrigado.

—Porque odio los pelos… y Fede no se quiere depilar… es un oso —me dijo, riéndose con complicidad.

La vi dejar la toalla a un lado y meterse lentamente en la bañera. El agua se agitó, la espuma subió un poco más, y su pierna rozó la mía apenas se acomodó frente a mí. Llevaba puesta esa tanga violeta diminuta que ya había visto en su valija, apenas un hilito hundido en su piel mojada.

—¿En serio viniste con eso a un congreso? —le dije, tentado de la risa.

—Jajaja, sos un atrevido… —me respondió, hundiéndose un poco más—. Son cómodas, ¿sabés? Parece que no tuvieras nada puesto.

Yo ya sentía mi pija latir bajo el agua, dura, rozando la espuma. Ella notó cómo me movía incómodo y, sin decir nada, apoyó su pierna contra la mía, dejándola ahí, firme, como si quisiera comprobar algo.

El silencio pesaba. Solo se escuchaba el ruido del agua, las burbujas explotando y nuestras respiraciones cada vez más profundas.

Me acerqué un poco más, mi rodilla tocó la suya, y ella no se movió.
—Esto no lo podemos estar haciendo… —dije casi en un susurro, con la voz quebrada.

Ella me miró fijo, mordiendo el labio, y contestó bajito:
—Shhh… no digas nada.

La tensión era insoportable, cada roce era un incendio. Yo ya sabía que, después de esa noche, nada iba a ser igual.



doctor


Continuará…


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