Hola comunidad…
soy una mujer que aprendió a disfrutar el placer desde el control absoluto. No me interesa fingir dulzura ni aparentar sumisión. Lo que me excita es mandar, usar, doblar voluntades.

Tengo un marido, sí…
pero para mí no es
“el hombre de la casa”.
Es mi perra. Mi juguete, mi animalito entrenado para obedecer cada una de mis órdenes. Y me fascina contarlo, que lo imaginen conmigo, que se pierdan en la idea de un hombre arrodillado, lamiendo el suelo donde camino.
Aquella noche lo até con su propio cinturón. Nada de ropa, nada de orgullo. Solo el collar negro ajustado a su cuello y la mirada baja, como corresponde a una perra. Caminó en cuatro patas hasta mis pies y empezó a besarme los zapatos, desesperado, jadeando como un animal sediento.
—Eso… así te quiero, arrastrado —le susurré, tirando de la correa.
Lo hice lamerme los tacones, luego mis pantorrillas, hasta que subió a mis muslos. Cada beso era una confesión de sumisión, cada lamida un recordatorio de quién manda en esta casa. Yo me abrí de piernas y lo hundí contra mí, obligándolo a chuparme como la perra obediente que es.
Gemía mientras lo hacía, como si el simple hecho de servirme lo excitara más que cualquier otra cosa. Yo le apreté la cabeza contra mi sexo, lo usé sin compasión, me corrí en su boca. Y cuando quise detenerlo, tiré de su pelo para que me mirara:
—Todavía no acabaste, perra. Vas a seguir hasta que yo decida.
Lo arrodillé frente a la cama, lo obligué a masturbarse sin tocarme, con los ojos fijos en mí. Cada vez que estaba por acabar, le gritaba que parara. El control absoluto… ese era mi orgasmo verdadero.
Cuando ya estaba exhausto, lo agarré de la correa y lo senté frente a mí. Saqué de mi cartera un labial rojo intenso.
—Abrí la boca, perra.
Obedeció. Con calma, lo maquillé despacio, pintándole los labios hasta dejarlos brillantes, grotescos. Luego apoyé la barra contra su calva lisa, dibujando trazos rojos sobre esa piel desnuda. Lo miré de arriba abajo: desnudo, arrodillado, con el collar puesto, la boca pintada y la cabeza marcada de carmín. Una caricatura de lo que alguna vez fue “mi hombre”.
—Mírate —le dije, poniéndole un espejo enfrente—. Esta es tu verdadera cara: mi payaso, mi putita, mi perra pintarrajeada.
Lo hice arrastrarse así por la casa, con las marcas de mi labial como insignias de propiedad. Cada beso que me daba en el cuerpo dejaba manchones rojos en mi piel, como si estuviera marcándome con su humillación. Yo me reía mientras él, con la boca embadurnada, rogaba por complacerme.
Al final, lo dejé correrse en el piso, como el animal que era. Yo lo miraba desde arriba, las piernas cruzadas, saboreando la escena: un hombre reducido a nada, feliz de ser mi juguete.
Me acerqué a su oído y le susurré con crueldad:
—Sos mío. Sos mi perra. Y vas a seguir siéndolo hasta el último día de tu vida.

Gracias por leer
soy una mujer que aprendió a disfrutar el placer desde el control absoluto. No me interesa fingir dulzura ni aparentar sumisión. Lo que me excita es mandar, usar, doblar voluntades.

Tengo un marido, sí…
pero para mí no es
“el hombre de la casa”.
Es mi perra. Mi juguete, mi animalito entrenado para obedecer cada una de mis órdenes. Y me fascina contarlo, que lo imaginen conmigo, que se pierdan en la idea de un hombre arrodillado, lamiendo el suelo donde camino.
Aquella noche lo até con su propio cinturón. Nada de ropa, nada de orgullo. Solo el collar negro ajustado a su cuello y la mirada baja, como corresponde a una perra. Caminó en cuatro patas hasta mis pies y empezó a besarme los zapatos, desesperado, jadeando como un animal sediento.
—Eso… así te quiero, arrastrado —le susurré, tirando de la correa.
Lo hice lamerme los tacones, luego mis pantorrillas, hasta que subió a mis muslos. Cada beso era una confesión de sumisión, cada lamida un recordatorio de quién manda en esta casa. Yo me abrí de piernas y lo hundí contra mí, obligándolo a chuparme como la perra obediente que es.
Gemía mientras lo hacía, como si el simple hecho de servirme lo excitara más que cualquier otra cosa. Yo le apreté la cabeza contra mi sexo, lo usé sin compasión, me corrí en su boca. Y cuando quise detenerlo, tiré de su pelo para que me mirara:
—Todavía no acabaste, perra. Vas a seguir hasta que yo decida.
Lo arrodillé frente a la cama, lo obligué a masturbarse sin tocarme, con los ojos fijos en mí. Cada vez que estaba por acabar, le gritaba que parara. El control absoluto… ese era mi orgasmo verdadero.
Cuando ya estaba exhausto, lo agarré de la correa y lo senté frente a mí. Saqué de mi cartera un labial rojo intenso.
—Abrí la boca, perra.
Obedeció. Con calma, lo maquillé despacio, pintándole los labios hasta dejarlos brillantes, grotescos. Luego apoyé la barra contra su calva lisa, dibujando trazos rojos sobre esa piel desnuda. Lo miré de arriba abajo: desnudo, arrodillado, con el collar puesto, la boca pintada y la cabeza marcada de carmín. Una caricatura de lo que alguna vez fue “mi hombre”.
—Mírate —le dije, poniéndole un espejo enfrente—. Esta es tu verdadera cara: mi payaso, mi putita, mi perra pintarrajeada.
Lo hice arrastrarse así por la casa, con las marcas de mi labial como insignias de propiedad. Cada beso que me daba en el cuerpo dejaba manchones rojos en mi piel, como si estuviera marcándome con su humillación. Yo me reía mientras él, con la boca embadurnada, rogaba por complacerme.
Al final, lo dejé correrse en el piso, como el animal que era. Yo lo miraba desde arriba, las piernas cruzadas, saboreando la escena: un hombre reducido a nada, feliz de ser mi juguete.
Me acerqué a su oído y le susurré con crueldad:
—Sos mío. Sos mi perra. Y vas a seguir siéndolo hasta el último día de tu vida.

Gracias por leer
1 comentarios - Mí marido es mí perra