
En la estancia, bajo el sol inclemente, Julián trabajaba sin descanso. Sus músculos morenos brillaban por el sudor mientras cargaba fardos de pasto y ensillaba caballos. Nadie podía negar que era fuerte, dedicado, un hombre de campo. Pero había algo que lo atormentaba: su amor imposible por Luciana, la hija de los patrones.
Rubia, de piel clara y ojos verdes, Luciana caminaba por los pasillos de la estancia como si flotara, con esa elegancia orgullosa que siempre le recordaba a Julián la distancia que los separaba. Él la saludaba con respeto, con una leve sonrisa cada vez que la veía, pero ella apenas lo miraba, y cuando lo hacía, era con una mezcla de superioridad y rechazo.
—No insistas, Julián —le había dicho una vez, cuando él intentó halagarla con flores silvestres—. Tú y yo somos… de mundos diferentes.
Lo que no se atrevió a decirle en voz alta, pero que pensaba en silencio, era aún más cruel: que no podía imaginarse con un hombre de piel oscura, un peón de estancia.
Pero el destino es caprichoso.
Una tarde, mientras paseaba cerca de los corrales, Luciana escuchó el agua correr en el viejo aljibe. Curiosa, se acercó sigilosamente, y lo vio: Julián estaba desnudo, bañándose, su piel bronceada brillando bajo el sol. Ella se quedó helada, sin aire en los pulmones, porque sus ojos no pudieron apartarse de algo que la dejó temblando… ese miembro descomunal que colgaba entre sus piernas, húmedo y vivo, imponente como jamás había visto en su vida.
Su corazón se aceleró, y por primera vez, sintió una punzada de deseo por aquel hombre al que siempre había mirado con desprecio.
Esa noche no pudo dormir. Se revolvía en su cama, recordando la escena. Se tocaba suavemente, pero no encontraba alivio. La soberbia que siempre la guiaba estaba siendo vencida por la lujuria.
Al día siguiente, lo buscó. Lo encontró en el establo, limpiando un caballo, el torso desnudo, el sudor resbalando por su pecho.
—Julián… —dijo ella con voz suave, mirándolo como nunca antes lo había mirado—. Quiero… ponerte a prueba.
Él la miró sorprendido, sin entender al principio.
—¿Qué dice, señorita?
Luciana tragó saliva, se acercó hasta que casi rozaba su cuerpo con el de él y, con voz entrecortada, murmuró:
—Muéstrame… lo que escondías en el aljibe.
Los ojos de Julián se encendieron. Durante años había soñado con ese momento. Sin pensarlo, la tomó de la cintura, la besó con hambre contenida, y ella, lejos de resistirse, abrió la boca para recibirlo.
Las manos rudas de él recorrieron su vestido, levantándolo hasta dejar al descubierto su ropa interior. Ella temblaba, excitada y nerviosa. Cuando por fin él liberó su pija, ella lo miró con los ojos muy abiertos, jadeando como la noche anterior.
—Es… demasiado… —susurró, mordiéndose el labio, con una sonrisa traviesa.
—Usted lo pidió, señorita —respondió Julián con voz grave, antes de apoyarla contra la pared de madera del establo y comenzar a probarla como nunca nadie lo había hecho.
Ese día, la soberbia de Luciana empezó a resquebrajarse, vencida por la pasión del moreno que tanto había despreciado.
El aire olía a heno y a sudor de caballo. Luciana, con la respiración agitada, se arrodilló frente a Julián, temblando de deseo y nerviosismo. Con manos temblorosas le tomó la pija por la base, contemplando aquella arma morena que la había obsesionado desde que lo vio en el aljibe.

Se atrevió a abrir la boca, queriendo probarlo, pero apenas logró rozar la punta con los labios antes de apartarse con un gemido ahogado.
—Es imposible… es demasiado… —murmuró con un hilo de voz, mientras la soberbia en sus ojos se mezclaba con la lujuria.
Julián sonrió con fiereza. La tomó del mentón, obligándola a mirarlo.
—Entonces lo vas a sentir donde corresponde, patroncita —dijo con voz grave, cargada de deseo.
De un tirón la giró, apoyándola contra la paca de heno. Levantó su vestido hasta la cintura, le bajó la delicada ropa interior, le rozó la concha con la cabeza y, sin darle más tiempo a pensar, la embistió con fuerza.
Luciana lanzó un grito entre el dolor y el placer, arqueando la espalda. Su orgullo se desmoronó al sentirlo invadiéndola como un potro desbocado.
—¡Julián…! Es… demasiado… —lloró entre gemidos, aferrándose a la paja para no caer.
—Grita todo lo que quieras, señorita —susurró él en su oído, sujetándola de las caderas con brutalidad—. Aquí en el campo, las yeguas como vos se doman así.
Cada embestida era más profunda, más salvaje, hasta hacerla sollozar de placer, con lágrimas corriendo por su rostro enrojecido. Su cuerpo fino y delicado temblaba con cada arremetida del peón que ahora la tenía completamente sometida.
Cuando sintió que ella se rendía del todo, gimiendo su nombre como si se tratara de una súplica, Julián la sujetó con fuerza, salió de su interior y la giró hacia él.
La belleza rubia jadeaba, con el vestido arrugado, el cabello desordenado y los pechos palpitando bajo la tela. Julián gruñó, masturbándose con rapidez hasta que un torrente ardiente salió de él, bañando sus senos blancos con su virilidad.
Luciana se estremeció al sentir el calor resbalando por su piel. Lo miró con los ojos húmedos, mordiendo su labio inferior, y por primera vez en su vida no hubo desprecio en su mirada: solo deseo, rendición… y hambre de más.
—Maldito seas, Julián… —jadeó, tocando el semen sobre sus pechos—. Ahora… ya no voy a poder olvidarte.

Luciana no había dormido. Toda la noche su mente volvió una y otra vez a ese instante en que Julián la tomó como jamás lo había imaginado, a ese calor derramado sobre sus pechos que aún podía sentir en la piel.
Al amanecer, no soportó más. Se escapó de la casa principal, caminó con paso ansioso entre los corrales y lo encontró donde sabía que estaría: en el establo, sudoroso, acariciando a los caballos.
—Julián… —susurró con voz temblorosa.
Él levantó la mirada y sonrió, como si hubiera sabido que ella vendría. Sin decir palabra, la atrapó de la cintura y la arrastró hacia la penumbra del establo. Allí, la desnudó con brusquedad, arrancándole el vestido hasta dejarla solo con las botas.
Luciana gimió, medio avergonzada, medio excitada, al sentir sus labios morenos devorarle las tetas. Julián chupaba sus pezones con hambre, apretando sus caderas contra la paca de heno, hasta hacerla arquear la espalda y gemir su nombre como una súplica.
Luego bajó más, abriendo con rudeza sus muslos delicados. Enterró su rostro en su vagina rosada, lamiéndola con furia, haciéndola retorcerse y agarrarse del pelo de él para no desplomarse.
—¡Ahhh… Julián… basta… me muero! —gritó con la voz entrecortada, ahogándose en placer.
Cuando ya estaba completamente rendida, él se alzó y la empujó suavemente al suelo de heno. Ella, jadeante, se arrodilló frente a él. Esta vez no dudó. Tomó aquella pija inmensa con ambas manos, lo miró con fuego en los ojos y se lo metió en la boca.

Julián gruñó al sentir sus labios finos rodeándolo, moviéndose con torpeza al principio, pero con una entrega que lo enloquecía.
—Así, patroncita… tragalo todo… —murmuró con la voz ronca.
Luciana tosió, las lágrimas asomaron a sus ojos, pero no se detuvo. Siguió mamándolo hasta que él la apartó, incapaz de resistir más. La levantó, la hizo montar sobre su pija y la rubia pegó un grito y lo cabalgó con desesperación.
El establo se llenó de gemidos, del ruido húmedo de sus cuerpos. Luciana, con el cabello suelto y las tetas rebotando, lo montaba como si quisiera quebrarlo, gimiendo fuerte cada vez que lo sentía más dentro de ella.
—¡Julián… sos mío…! —gritó entre lágrimas y placer, hundiéndose hasta lo más hondo.
Él la sujetó fuerte de las caderas, ayudándola a cabalgarlo hasta que ambos estallaron, perdiéndose en un gemido animal que se confundió con el relincho de los caballos.

Luciana se dejó caer sobre su pecho, sudorosa y temblorosa, sabiendo que ya no había marcha atrás: ese moreno la había domado por completo.
La noche cayó sobre la estancia. La brisa agitaba las cortinas blancas del cuarto de Luciana, que no podía dejar de pensar en Julián. Su cuerpo aún ardía por lo que habían hecho en el establo, pero su orgullo y su deseo se mezclaban en un mismo latido.
No lo resistió. Se levantó en silencio, descalza, con un camisón de seda que apenas le cubría los muslos. Caminó por el pasillo oscuro hasta el patio trasero, donde sabía que Julián siempre rondaba.
Él la vio aparecer, iluminada por la luna, y la sangre le hirvió.
—Patroncita… si nos descubren… —murmuró, con voz grave.
—Shhh… —lo interrumpió ella, llevándose un dedo a los labios—. Esta noche te quiero aquí, conmigo.
Lo tomó de la mano y lo llevó dentro de la casa grande, directo a su cuarto. Julián miraba hacia los lados con el corazón desbocado: los padres de Luciana dormían a pocos metros.
Ya en la habitación, ella cerró la puerta y se dejó caer sobre la cama. Abrió el camisón con descaro, mostrando sus tetas firmes y su piel de porcelana.
—Haceme tuya otra vez… —susurró, mordiéndose los labios.
Julián no lo dudó. Se inclinó sobre ella, le chupó los tetas con desesperación, y su mano morena bajó entre sus piernas hasta hacerla gemir, tapándose la boca para no despertar a nadie.
—Así… calladita… que no nos oigan —le dijo al oído, empujando su pene duro contra su concha mojada.
Luciana abrió las piernas y lo recibió, apretando fuerte la sábana con los puños, gimiendo bajito mientras él la penetraba lento, profundo, hasta hacerla temblar entera.
El crujido de la cama, los jadeos ahogados, la respiración acelerada… todo era un riesgo. Y eso los volvía más locos.
Julián la volteó, la puso a cuatro patas sobre la cama, sujetándola de la cintura. La tomó con fuerza, penetrándola hondo, mientras ella mordía la almohada para no gritar.
—¡Ahhh… más…! —gimió ella en un susurro, con lágrimas de placer en los ojos.
Cuando ambos estaban a punto de estallar, se escuchó un golpe en la pared del cuarto contiguo. El padre de Luciana tosió, girándose en la cama, y el corazón de ambos casi se detuvo.
Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par. Julián, jadeando, la tomó del cabello y le susurró con voz grave:
—No pares, rubiecita… que ya es tarde para arrepentirse.
Y la montó más fuerte, hasta derramarse dentro de ella, haciéndola temblar como nunca antes.

Esa tarde, después de un día de calor sofocante, Julián se cruzó con Luciana en el patio. La miró fijo, con esa mezcla de respeto y lujuria que ya no podía disimular.
—Anoche fuiste vos la que me hizo buscarte en tu cuarto… —le dijo con tono firme—. Ahora te toca a vos venir al mío.
Luciana arqueó una ceja, ofendida al principio por la osadía. Pero la curiosidad y el deseo le encendieron la piel.
—¿A tu cuarto? —susurró, intrigada.
—Sí, patroncita. No es de lujo como lo tuyo… apenas un cuartucho al fondo, donde antes guardaban herramientas. Pero ahí nadie nos va a molestar. Y vas a poder gritar sin miedo…
Las palabras la estremecieron. Esa misma noche, descalza y con una bata ligera, caminó por el corredor oscuro hacia el fondo de la estancia. Empujó la puerta de madera y lo encontró sentado en la cama de hierro, esperándola con el torso desnudo y el deseo brillando en sus ojos.
—Sabía que ibas a venir… —murmuró Julián.
Luciana se mordió el labio, dejó caer la bata y quedó desnuda frente a él. Julián la tomó con sus manos morenas, recorriendo cada curva de su cuerpo. La recostó sobre el colchón áspero, le chupó las tetas con hambre, bajó hasta su concha y la devoró sin piedad, haciéndola gemir fuerte, como nunca se había atrevido en la casa grande.
—¡Dios mío… Julián! —gritaba ella, arqueando la espalda.
—Eso… gritá, rubiecita… que acá nadie nos oye…
Luego le metió la pija en la concha y la montó sobre su propio cuerpo. Luciana cabalgaba con furia, con el cabello rubio suelto y las tetas rebotando frente a su cara. Julián la sujetaba fuerte de la cintura, clavándola más hondo cada vez, mientras los gemidos llenaban el cuarto pequeño.

La volteó de pronto y la puso en cuatro sobre la cama. Su pija entraba con fuerza en su vagina, haciéndola perder el control. Y entonces, sin previo aviso, le metió la pija en el culo.
Luciana se tensó y lanzó un grito desgarrador, mezcla de dolor, sorpresa y placer.
—¡Ahhh, Julián…! —jadeó con lágrimas en los ojos.
—Callate y gozalo… —gruñó él, sujetándola del cabello, dándole una nalgada y penetrándola sin freno.
La tomó con furia hasta dejarla exhausta, temblando. Cuando por fin se retiró, la hizo girar y descargó todo sobre sus tetas blancas, bañándola entera.

Ella lo miró jadeante, con lágrimas en los ojos, el cuerpo aún estremecido, y por primera vez no sintió vergüenza: solo un deseo rabioso de volver a repetirlo.
La relación clandestina entre Luciana y Julián había alcanzado un punto de no retorno. Cada mirada en los pasillos de la estancia, cada roce en el establo, cada noche de pasión secreta, los volvía más inseparables. Pero lo prohibido siempre tiene ojos alrededor, y no todos podían seguir haciéndose los ciegos.
Una tarde, mientras Luciana regresaba con la piel encendida tras encontrarse con el peón, su madre la interceptó en el corredor. Los labios de la joven aún temblaban, y la madre, con solo mirarla, entendió la verdad.
—Luciana… —susurró con voz cortante—. No me lo niegues, sé perfectamente lo que estás haciendo con Julián.
La joven palideció, pero no dijo nada. Su silencio fue suficiente.
Esa misma noche, durante la cena, Doña Elena habló.
—Antonio, tenemos que hablar de tu hija —dijo, mirando a su esposo con firmeza.
El padre alzó la vista del plato. —¿Qué pasa ahora?
Elena respiró hondo y lanzó la bomba:
—Luciana… se está revolcando con Julián, el peón.
La mesa se quedó helada. Antonio apretó los puños, el rostro enrojecido de furia.
—¿¡Qué clase de deshonra es esta!? —rugió, golpeando la mesa—. ¡Ese negro atrevido se va de inmediato!
Luciana intentó intervenir. —¡Papá, no lo trates así! ¡Él me quiere de verdad!
—¡Callate! —la interrumpió Antonio, de pie, con la furia desbordando—. Mañana mismo está despedido. No quiero volver a verlo en esta casa.
Luciana se levantó también, con lágrimas en los ojos.
—¡No lo vas a echar! Si se va él, me voy yo con él.
El silencio fue absoluto. Antonio la miró como si no la reconociera.
—¿Qué dijiste?
—Lo que escuchaste —respondió Luciana, temblando, pero firme—. Prefiero vivir con él en un rancho que seguir aquí, encerrada en tus reglas.
El padre, herido en su orgullo, apretó los dientes y sentenció con frialdad:
—Muy bien. Si tanto lo querés, andate con él. Esta ya no es tu casa.
Las palabras retumbaron en las paredes como un látigo. Luciana quedó paralizada, entre el miedo y la certeza de que ya no había vuelta atrás. Julián, sin saber aún lo ocurrido, dormía en su humilde cuarto al fondo de la estancia, ignorante de que al día siguiente todo cambiaría.
Luciana no pudo dormir esa noche. Las palabras de su padre la retumbaban en la cabeza: “Si tanto lo querés, andate con él”. La joven rubia, acostumbrada a la comodidad y al lujo, entendió que estaba a punto de perderlo todo… salvo a Julián.
Cuando todos en la casa se habían retirado, tomó aire, se levantó de la cama y caminó descalza por el pasillo hasta el fondo, donde estaba el pequeño cuarto del peón. Cada paso la llenaba de miedo, pero también de una certeza que la quemaba por dentro.
Golpeó suavemente la puerta. Julián, medio dormido, abrió con el torso desnudo y los ojos sorprendidos al verla ahí.
—¿Luciana? ¿Qué hacés acá a estas horas? —preguntó, con la voz ronca.
Ella se lanzó a sus brazos, rompiendo en llanto.
—Mi papá lo sabe todo… me echó de la casa, Julián. Dice que si te quiero, que me vaya con vos.
Él la abrazó fuerte, acariciándole el cabello.
—No llores, mi reina. Si es contigo, no me importa no tener nada. Yo te hago un hogar aunque sea con mis propias manos.
Luciana levantó la vista, con los ojos húmedos y brillantes. Esa mezcla de ternura y virilidad la desarmaba. Y en ese instante, la necesidad de sentirlo se volvió incontenible. Lo besó con desesperación, buscando en su boca refugio y fuego al mismo tiempo.
Julián la sostuvo contra la pared, bajándole el camisón con brusquedad, dejando al descubierto sus tetas, las devoró con la boca, arrancándole gemidos ahogados.
—Acá nadie nos oye, gritá si querés… —le susurró con un tono salvaje.
Ella lo desnudó, temblando cuando lo vio desnudo ante ella.
—Dios mío, Julián… esto es lo que me vuelve loca —jadeó, acariciándolo mientras caía de rodillas para besarle la pija, con pasión temblorosa pero entregada.
Él la levantó enseguida, la recostó en su cama humilde y se abrió paso entre sus piernas, besando su vientre y su concha hasta hacerla perder la respiración.
—Quiero que esta noche sea nuestra —le dijo antes de penetrarla, metiendole la pija en la concha, con fuerza, haciéndola arquearse de placer.
Luciana lo cabalgó con furia contenida, hundiendo las uñas en su pecho. Luego él la tomó en cuatro, sujetándola de la cintura con firmeza, llenando la habitación de jadeos y golpes rítmicos contra la cama.

—Sos mía, Luciana… aunque tu padre me odie, vos ya sos mía —gruñó, alzándola de los cabellos.
Ella, fuera de sí, respondió con voz quebrada por el éxtasis:
—¡Sí, soy tuya, Julián! No me importa nada más…
Finalmente, él la giró y terminó sobre sus tetas, empapándola mientras ella lo miraba con los labios mordidos y los ojos encendidos. Exhaustos, quedaron abrazados en ese cuarto pequeño, sellando con sudor y deseo la decisión que cambiaría sus vidas para siempre
—Mañana nos vamos —susurró Julián, besándola.
—Sí —respondió ella, acariciando su rostro—. Donde sea… pero juntos.


2 comentarios - La Rubia y el Negro
Me gustaría que vos me pudieras hacer un relato.