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Compendio III
LA JUNTA 08: EL ASCENSOR
Mientras subía en el ascensor, me sorprendió encontrarme con Leticia, que se alegró mucho de verme.

Permítanme retroceder un poco. La cultura minera es increíble: las personas que se encuentran allí son las más honestas que se pueden conocer. Dicen todo lo que piensan. “¡Estás flaco!”. “¡No durarás ni un día dentro del túnel!”.
Y, en cierto sentido, es comprensible: estás rodeado de personas que realizan tareas duras y peligrosas, en las que el más mínimo error puede causarte daño. Por eso son tan sinceros. Cuando me nombraron jefe de operaciones de extracción, tuve que ganarme la confianza de mis hombres. Venía de otro país sin ninguna experiencia de campo relevante. Pero esos primeros meses fueron increíbles para mí: las personas a mi cargo realizaban tareas tan asombrosas que sentía curiosidad por saber cómo lo hacían. Además, trabajar en la faena me hacía sentir como si estuviera viviendo en un parque de atracciones. Esa es la razón por la que acabé ganándome el respeto de mis hombres: era su jefe, pero cuando las cosas se ponían difíciles, me hacía cargo de sus tareas y las resolvía en su lugar.
Sin embargo, mi momento más memorable en la mina fue cuando me gané el apodo de “Wiseguy” (“chico listo” o “sabihondo”), y fue porque ayudé a un minero anciano durante un accidente, improvisando una camilla y prestándole primeros auxilios. Después de eso, me gané mi propio espacio en la mina.
Pero también es importante señalar lo que Marisol me ha estado diciendo constantemente desde que salíamos juntos. Aunque soy bastante perceptivo, soy casi ciego cuando se trata de mujeres que coquetean conmigo (razón por la cual Marisol y yo fuimos amigos durante casi dos años antes de que ella me besara primero).
Aún recuerdo la primera vez que subí al ascensor con Leticia. Acababa de llegar al edificio, después de aparcar mi camioneta. Las puertas del ascensor se abrieron con un suave tintineo. Entré, ajustándome la corbata. Pulsé el botón del piso 12. Justo cuando las puertas empezaban a cerrarse, una mano se introdujo por el hueco. Se volvieron a abrir bruscamente. Leticia entró rápidamente, apretando una tablet contra su pecho. Sus tacones resonaban con fuerza en el suelo.
•¡Buenos días, Marco! - dijo con una voz seca. Era evidente que no le gustaba verme, ya que pulsó el botón del piso 14 y sus ojos permanecieron fijos en los números que iban subiendo.
La miré de reojo, fijándome en el corte impecable de su chaqueta y en el elegante moño de su cabello castaño rojizo en la nuca. Mi mirada se deslizó hacia abajo, hacia la curva de sus caderas. Era imposible no fijarse en lo bien que le quedaba la falda lápiz. El silencio del trayecto me estaba matando.
-¿Haces ejercicio? - se me escapó antes de poder evitarlo. Le gusta mucho el fitness y, sinceramente, se le nota.
Leticia giró la cabeza hacia mí y entrecerró los ojos.
•¿Perdón? - Sus nudillos se pusieron blancos alrededor de la tableta. El ascensor zumbaba, pasando del quinto piso. - ¿Cómo te diste cuenta? - preguntó con tono venenoso.
-Quiero decir… - balbuceé, sintiendo cómo el calor me subía por el cuello. – mi esposa también tiene un bonito trasero, pero el tuyo parece... más firme. ¿Algún consejo?

Las luces fluorescentes zumbaban sobre nuestras cabezas. Sus fosas nasales se dilataron y sus labios se apretaron formando una fina línea.
Juro que, desde un punto de vista estrictamente técnico, le pregunté por su rutina de ejercicios, porque su trasero parece redondeado y tonificado y, aunque el de Marisol es más grande y suave, tenía curiosidad por saber qué tipo de ejercicios debería hacer mi mujer y durante cuánto tiempo para conseguir un trasero tan firme como el de Leticia.
Por supuesto, me lanzó una mirada que decía “¿De verdad eres tan estúpido?”, pero, afortunadamente, llegué a mi piso.
El ascensor sonó en la planta doce. Las puertas se abrieron sobre la silenciosa moqueta de la planta ejecutiva. Ella no dijo ni una palabra, pero me miró fijamente deseándome claramente la muerte. Su mirada me heló la espalda hasta que las puertas se cerraron.
Días más tarde, las puertas del ascensor se abrieron de nuevo.
•¡Hola! ¡Si es el “tipo de los culos”! - me saludó Leticia burlonamente.

Mientras pulsaba el botón del duodécimo piso, respondí sin pensar:
-En realidad, me gustan más los pechos.
Leticia se quedó paralizada, y su burla se evaporó. Apretó los nudillos contra su maletín de cuero. El aire entre nosotros crepitaba, cargado de su furia y de algo más: una conciencia sorprendida que latía bajo su armadura profesional. Cambió el peso de su cuerpo, y ese sutil movimiento atrajo mi mirada hacia el corte preciso de su blusa de seda. El silencio se prolongó, solo roto por el suave zumbido del ascensor al pasar de la sexta planta. No pude evitarlo.
-Las de mi esposa son más grandes. – solté desesperado, levantando la mirada para encontrar la suya. - Pero las tuyas... también son bonitas.
Se oyó su brusca inhalación. Mierda. Pulsé el botón de parada de emergencia. El ascensor se detuvo con una sacudida.
El silencio repentino era absoluto. La luz fluorescente zumbaba con fuerza sobre nuestras cabezas. Leticia me miró fijamente, con una expresión indescifrable, entre indignada y totalmente incrédula.
•¿Qué te pasa? - siseó finalmente.
Me froté la cara con la mano, sintiendo la arena de otra noche de insomnio.
-¡Mira! - suspiré, recostándome contra la fría pared metálica. - Empecemos de nuevo. Como es debido. Soy Marco. Ingeniero de minas. Acostumbrado a gritar por encima del ruido de los taladros y a decir exactamente lo que pienso.
Su rígida postura se suavizó, solo un poco. La curiosidad brilló en sus ojos, sustituyendo al puro veneno. No dijo nada.
El silencio se prolongó, pesado, pero ahora diferente. Cargado. Vacilante. Su mirada recorrió mi traje arrugado y se detuvo en las profundas ojeras bajo mis ojos. Vi cómo lo procesaba: la cruda honestidad, el chocante contraste con las pulidas mentiras de la sala de juntas.
•Leticia. - dijo finalmente, con voz baja y controlada. - Jefa de relaciones públicas.
No me tendió la mano. La confesión quedó suspendida entre nosotros, frágil. El aire viciado tenía un ligero sabor a ozono y a su perfume caro y sutil: jazmín y algo fuerte, como bergamota. Solté el botón de parada. El ascensor volvió a subir con una sacudida.
Creo que ella se dio cuenta de que no estaba coqueteando con ella y le expliqué que venía de una “cultura minera”: que solía hablar sin filtro y que todavía me estaba adaptando a interactuar con la junta. De hecho, cuando Maddie se dio cuenta de que yo tenía los mismos problemas que Leticia estaba presenciado, trató de ser más comprensiva y su opinión hacia mí cambió un poco.
Después de este encuentro, noté que Leticia también prestaba más atención a lo que decía, pero todo se fue al traste cuando ocurrió el incidente entre Isabella, la conferencia y el folleto. Noté que Leticia me odiaba de verdad después de eso y no me sorprendió que atacara a Maddie por haber pasado a llevar la autoridad de Recursos Humanos con la sola intención de fastidiarme. Sin embargo, después de que yo asumiera la culpa, la opinión de Leticia aparentemente volvió a cambiar.
Y ahora, parecía incluso un poco más contenta de que nos volviéramos a encontrar en el ascensor, a solas.
•¡Mira quién es! - dijo con tono burlón, mientras me miraba de arriba abajo. – ¡Es el “Principito de la junta”!

La voz de Leticia atravesó el aire estéril, aguda como cristales rotos. Su perfume, esa costosa mezcla de bergamota y jazmín, me golpeó primero, enmascarando el débil aroma a café rancio que se aferraba a su chaqueta. Se apoyó contra la pared trasera, con los brazos cruzados, pero esta vez sus nudillos no estaban blancos. En cambio, sus dedos tamborileaban con un ritmo lento y deliberado sobre su codo. Un rubor se extendió por su cuello, delatando el frío control de sus ojos.
Arqueé una ceja, desconcertado.
-¿Así es como me llaman ahora? – pregunté sintiéndome humillado.
•¡No me digas que no te gusta! - Sonrió con aire burlón.
-¡No me gustan los apodos! - respondí secamente, pulsando el botón del piso 12. - Nunca me han gustado.
•¡Oh, no te creo ni por un segundo! – murmuró con sarcasmo, acercándose un poco más. - ¡Eres demasiado fácil para molestar!
Me moví incómodo, sin saber a qué juego estaba jugando. Antes de que pudiera decir nada más, se inclinó de repente y pulsó el botón de parada de emergencia. El ascensor se detuvo bruscamente entre dos pisos.
La miré fijamente.
-Eh... ¿Leticia? Los ascensores no funcionan así. Si quieres hablar, podemos... esperar doce pisos. – exclamé confundido por su actuar.
Ella apoyó el hombro contra la pared, ladeó la cabeza y habló con una voz que rezumaba una confianza que me pareció extrañamente teatral.
•Realmente no lo entiendes, ¿Verdad? La mayoría de los hombres matarían por quedarse atrapados en una caja conmigo. – sugirió desafiante, aunque acostumbrado a los constantes comentarios de Izzie, apenas me hacía mella.

Su perfume nos envolvió: jazmín penetrante, bergamota profunda. Se inclinó hacia mí, su aliento cálido contra mi oído.
-¿Por qué? - pregunté, genuinamente desconcertado.
Su dedo recorrió el borde de mi solapa. Una provocación deliberada y peligrosa. Mi pulso se aceleró. Ya no era ira, era una trampa tendida con seda y veneno. Me quedé completamente inmóvil.
Sus labios se separaron, tomada por sorpresa. Soltó una breve risa y se pasó la mano por la cadera, como para enfatizar su argumento.
•¡Porque soy yo! – Exclamó como si fuese la verdad más absoluta del universo.
-Entiendo... ¿Pero no vas a llegar atrasada al 14? - La miré parpadeando.
Su dedo se detuvo. Por un instante, sentí el temblor en su tacto: sorpresa, tal vez incredulidad. El aire viciado vibraba con tensión, tan denso que se podía ahogar. Debajo de nosotros, el lejano zumbido de la maquinaria del edificio resonaba como un latido atrapado. Ella se retiró lentamente, su mirada diseccionándome de nuevo.
Por primera vez, su sonrisa se desvaneció. Me estudió, casi como si intentara descifrar qué era lo que me motivaba. El aire entre nosotros se volvió pesado, el silencio incómodo, su arsenal de encanto rebotaba en mí como la lluvia en una piedra.
•¿Qué te pasa? ¿No me encuentras hermosa? Estoy aquí, justo delante de ti, y ¿Estás pensando en que vamos a llegar tarde? - preguntó frustrada.
Leticia me observaba, con la cabeza ligeramente inclinada, y el rubor de su cuello se intensificaba. Descruzó los brazos. Una mano se deslizó para alisar su falda lápiz, un gesto nervioso que nunca antes había mostrado. Pero comparado con la intensidad de Izzie, Leticia era una mera brisa…
-Bueno, sí. Te encuentro atractiva. – admití, más que nada para no irritarla más. - Pero no me pagan por evaluar la belleza de mis compañeras. Tengo obligaciones laborales que cumplir.
Eso debería haber sido el final, pero ella entrecerró los ojos y, de repente, fue como si hubiera abierto una puerta que no quería abrir.
•¡Eres imposible! - espetó, con una voz ahora más aguda, pero no alta, solo tensa, controlada, como el vapor que silba a través de una fisura. - Me llamas la atención en el ascensor, mis muslos, mi trasero, como un cavernícola grosero, y luego, cuando estoy aquí delante de ti, me ignoras como si fuera... irrelevante. ¿Tienes idea de lo mucho que me irrita?

Parpadeé, sin saber si estaba bromeando. No lo estaba. Pero tenía una buena idea de lo que me estaba hablando. Isabella me lo mencionó durante meses cuando nos pasó lo mismo.
Su tono se suavizó, pero sus palabras fueron aún más hirientes.
•La mayoría de los hombres, todos los que he conocido, tarde o temprano se doblegan. Juegan el juego. Usan, toman, intercambian favores. Así es como se sobrevive en esta junta. Y tú...- me señaló con el dedo. - Tú no juegas. Ni siquiera quieres estar aquí. Sin embargo, de alguna manera, entras, contratas a tus pequeños proyectos como Ginny, como Isabella, y de repente eres el “Príncipe de la junta”.
El apodo sonaba como veneno en su boca.
•¡Ayudaste a esa chica con su tarea imposible y le diste a Isabella el mérito por un folleto que apenas decoró! – continuó exasperada. - ¿Y para qué? No para obtener reconocimiento. No para obtener influencia. Para nada. Simplemente... se lo diste, como un caballero de brillante armadura, y Edith te dejó salirse con la tuya.
Su voz se quebró, no por tristeza, sino por pura frustración.
•¿Te das cuenta de lo que eso te convierte? ¡Eres el tipo de oponente más estúpido e imbatible que he tenido que enfrentar! – señaló con una sonrisa venenosa. - ¡Tú no quieres este puesto! ¡El resto de nosotros no te queremos en la junta! ¡Y sin embargo, Edith te rescata cada maldita vez! ¡Y cuanto más te protege, más parece favoritismo! ¡Como si fueras su elegido! Mientras tanto, el resto nos vemos obligados a pelearnos entre nosotros, a sacrificarnos unos a otros solo para sobrevivir. Así es como funciona la junta. Así es como siempre ha funcionado.
Se detuvo, respirando ahora con más dificultad, su habitual compostura completamente quebrantada. Por primera vez, no parecía la depredadora de la sala, sino alguien acorralado por algo que no podía entender.
Me quedé allí parado, con las manos en los bolsillos, sin saber qué decir.
•Entonces… - se calmó un poco, guardando el teléfono en el bolsillo y mirándome fijamente. - ¿Por qué lo haces?
-¿Hacer qué? - Parpadeé sin entender.
•Asumir la culpa. Ponerte en la línea de fuego como hiciste con Madeleine. - Su voz era tranquila, casi curiosa. - La mayoría de la gente habría señalado con el dedo, habría repartido el daño. Pero tú no lo hiciste. Lo asumiste.
Tragué saliva, deseando de repente que el trayecto hasta la duodécima planta no fuera tan largo.
-Yo no soy como la mayoría de la gente. – Le expliqué. - Además, creo que, si meto la pata, soy yo quien debe ocuparse de ello. Y si veo potencial en alguien, no dejaré que el protocolo lo entierre vivo.
•¡Eso es valiente! - Arqueó las cejas, haciendo una pausa. – ¡O muy estúpido!
-Probablemente ambas cosas. - Le di la razón. Ella soltó una leve sonrisa.
El silencio se prolongó, sus palabras flotando entre nosotros como humo que se negaba a disiparse. Por una vez, no discutí, no bromeé. Me quedé allí de pie, dejando que su frustración resonara en la pequeña caja de metal.
Entonces, con una inspiración profunda, se enderezó la blusa, se alisó un mechón de pelo detrás de la oreja y volvió a pulsar el botón de emergencia. El ascensor volvió a ponerse en marcha con una sacudida.
Cuando el zumbido de la maquinaria llenó el aire, la Leticia que yo conocía había vuelto. Enderezó los hombros, levantó la barbilla y la tormenta que acababa de azotar sus ojos quedó oculta tras esa sonrisa calculadora y familiar.
Y fue entonces cuando me di cuenta.
La primera vez que pulsé el botón de parada de emergencia fue porque quería aclarar las cosas, pedir perdón y asegurarme de que nos entendíamos. ¿Pero Leticia? Ella había detenido el ascensor ese día por la razón exactamente opuesta. No buscaba disculpas. Quería verme más de cerca.
Me froté la nuca, incómodo con esa idea. La “cultura minera” me había enseñado que cuando alguien te apartaba a un lado, normalmente era por algo urgente, de vida o muerte. Aquí era... diferente. No estaba acostumbrado a que la gente detuviera el mundo solo para estudiarme.
Ella seguía inclinada hacia mí, con los brazos cruzados y la mirada aguda, como si estuviera diseccionando un espécimen bajo un cristal. Y, por primera vez, me di cuenta de que Leticia ya no estaba enfadada. Estaba curiosa.
Eso era peor.
•Bueno. - suspiró con ligereza, como si nada hubiera pasado. - Supongo que no todo el mundo aprecia un atajo para llegar al último piso.
Su tono era despreocupado, desdeñoso, pero demasiado pulido, demasiado forzado. Se estaba refugiando detrás de su armadura.
Cuando las puertas se abrieron en la planta 12, salí, pero no sin antes mirar atrás. Ella estaba apoyada casualmente contra la pared, con una leve sonrisa en los labios, medio frustrada, medio intrigada.
• Marco. - Me giré. Ella estaba de pie en la puerta del ascensor, con la tableta bien agarrada de nuevo. - La próxima vez… - dijo, con los nudillos blancos. - pregunta por el gimnasio “antes” de comentar sobre mi trasero.

Una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Genuina. Sorprendente. Entonces las puertas se cerraron con un silbido, tragándosela por completo.
Mientras las puertas se cerraban, no pude evitar la sensación de que me había dejado escapar.
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