
Mi cuerpo me traicionó
El aire en el consultorio del dentista olía a menta artificial y ansiedad. Yo estaba recostada en el sillón, con la luz blanca iluminando mi rostro como si fuera un espécimen bajo observación. El Dr. Leyva, un hombre de unos sesenta años con manos frías y modales pulidos, ajustó su lámpara con una precisión que me hizo contener la respiración.
—«Abra bien, por favor»— dijo, y su voz sonó demasiado cerca, demasiado íntima.
Cumplí, sintiendo cómo el frío del espejillo dental recorría mis muelas. Sus dedos, enfundados en guantes de látex, presionaron suavemente mi lengua.
—«Dientes perfectos»— murmuró, y sus ojos se encontraron con los míos—. «Blancos, simétricos… ¿Suele rechinararlos por las noches?».
—«No»— mentí, sintiendo cómo el sudor comenzaba a humedecer mi espalda.
—«Curioso»— respondió, deslizando el espejo hacia atrás—. «Porque tienen el desgaste de alguien que aplica mucha… fricción».
Antes de que pudiera reaccionar, retiró el espejo y metió dos dedos en mi boca. No fue un movimiento médico; fue lento, deliberado. Avanzaron hasta mi garganta, desencadenando arcadas inmediatas. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—«Relájese»— susurró, mientras sus dedos se movían con un ritmo obsceno—. «Solo estoy revisando su reflejo nauseoso».
Cada movimiento de sus dedos en mi garganta era una invasión calculada, pero lo más vergonzoso no era la arcada incontrolable ni las lágrimas que resbalaban por mis sienes. Era la humedad cálida que comenzó a empapar mis bragas, lenta pero implacable, como una marea de traición corporal. Mi mente gritaba «esto es abuso», pero mi cuerpo, grotescamente, respondía con una excitación que no podía negar.
El calor se extendió desde mi vientre hasta entre mis piernas, húmedo y denso, pegando la tela de mis bragas a la piel como un secreto sucio. Intenté apretar los muslos con disimulo, pero el movimiento solo empeoró las cosas: un espasmo involuntario de placer recorrió mi bajo vientre, tan intenso que casi arqueé la espalda. ¿En serio? ¿Aquí? ¿Ahora?, pensé con rabia, mientras el sonido de mis propias arcadas llenaba la habitación.
Él lo notó. Sus ojos—fríos, clínicos—bajaron hasta mi regazo, donde el vestido de examen azul claro ya mostraba una mancha oscura y vergonzosa. Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios.
—«El cuerpo humano tiene reacciones… fascinantes»— murmuró, sin dejar de mover los dedos—. «La vergüenza y el placer a menudo comparten nervios».
Sentí cómo el rubor me quemaba el cuello. Quería gritarle, escupirle, pero solo conseguí emitir un sonido ahogado entre la humillación y la excitación. La humedad en mis bragas ya era un charco incómodo, y cada vez que me movía, el flush-flush del líquido against la tela me recordaba que, en el fondo, yo era cómplice de mi propia degradación.
—«Qué… habilidosa es»— dijo él, observando cómo mis labios se cerraban alrededor de sus dedos al retirarlos—. «Casi como si estuviera acostumbrada».
Cuando finalmente me liberó, salí del consultorio con las piernas temblorosas. Supe que al levantarme, la silla quedaría manchada. Y al caminar hacia la puerta, cada paso produjo un sonido húmedo que delataba mi humillación. En el baño, me limpié la saliva del rostro con manos que no dejaban de temblar. Mi reflejo en el espejo me acusaba: las mejillas enrojecidas, los labios hinchados, y la humedad en mis bragas que confirmaba que, incluso en la humillación, mi cuerpo había elegido el placer.
La factura llegó una semana después. En la sección de «procedimientos especiales», decía: «Evaluación de reflejo faríngeo - $250». Pagué sin quejarme. Al fin y al cabo, había aprobado el examen.
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2 comentarios - Mojada en el Dentista