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La Infidelidad de mi esposa Michelle

La Infidelidad de mi esposa Michelle
Prólogo
Conocí a Michelle una noche que nunca olvidaré. Fue en una fiesta de cumpleaños de un amigo en común. La música sonaba alta, la gente reía y bailaba, pero mi atención se centró en ella desde el primer instante en que la vi. Estaba de pie junto a un grupo de amigas, riendo con esa naturalidad que parecía iluminar el lugar entero. Sus ojos, grandes y vivos, se clavaron en mí apenas crucé la sala, y sentí ese golpe en el pecho que sólo ocurre una vez en la vida.
No era sólo su belleza —su piel suave, su figura perfecta, su sonrisa que desarmaba— sino algo más: la forma en que se movía, la confianza en su andar, como si supiera que todos la mirábamos, pero ella sólo estuviera interesada en lo que tenía frente a sí. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la atracción fue inmediata, visceral.
Aquella noche hablamos poco, apenas unas palabras, pero bastaron para dejarme marcado. Desde entonces busqué cada excusa para volver a verla. Y cada vez que coincidíamos, el lazo se hacía más fuerte, hasta que simplemente fue inevitable: Michelle se convirtió en el centro de mi vida.
En esos años, mi mejor amigo era Ramón. Un hombre veinte años mayor, experimentado, mujeriego empedernido, pero con un corazón noble. Siempre fue mi consejero en asuntos de amores, dándome consejos, contándome historias de conquistas y fracasos. Cuando empecé a salir con Michelle, fue él quien más me animó a luchar por ella, quien me decía que no dejara escapar a una mujer así, porque pocas veces en la vida se encuentra una combinación de belleza, dulzura y carácter como la suya.
Recuerdo cuando le conté que quería casarme. Ramón sonrió, me dio una palmada en la espalda y me dijo:
—Hazlo, muchacho. Te cambiará la vida.
Y así fue. El día de la boda, allí estaba él, mi compadre, celebrando como si fuera un hermano mayor. Años después, cuando nació mi primer hijo, no dudé en pedirle que fuera su padrino. Era un honor para él, y para mí una forma de sellar la confianza que siempre le tuve.
Con Michelle construí un hogar lleno de amor, pasión y ternura. Y con Ramón, la amistad y la complicidad se mantuvieron firmes, siempre presente en nuestra vida familiar. Yo no podía sospechar entonces que los caminos del destino iban a torcerse de la forma más inesperada, mezclando mi amor, mi amistad y mis deseos más oscuros en un juego tan prohibido como excitante.
Ese fue el inicio de todo. Y lo que comenzó como un encuentro fortuito en una fiesta, y una amistad de confianza con un hombre mayor y sabio, acabaría llevándome a descubrir un mundo de placer y morbo que jamás imaginé.

Capítulo Uno – El descubrimiento
La mañana comenzó como cualquier otra. El camión cargado de víveres, el sol apenas subiendo, y yo al lado de mi compadre Ramón, recorriendo la ruta que tantas veces habíamos hecho juntos. Pero esa vez algo cambió. Ramón me dijo que no se sentía bien, que prefería ir al médico, y me dejó a cargo de las entregas.
No me pareció extraño. Él era mayor, a veces se quejaba de dolores, y confiaba en él tanto como en un hermano. Seguí el día solo, más ligero de trabajo, y al mediodía ya había terminado. Fue entonces cuando tuve la idea que parecía inocente: sorprender a Michelle llegando más temprano a casa.
Al doblar la esquina, vi algo que me heló la sangre: el auto de Ramón estaba estacionado en mi garaje.
Frené el impulso de entrar directo. Seguí de largo, estacioné unas casas más adelante y caminé de regreso. El corazón me golpeaba en el pecho. Me acerqué a la ventana de la sala: mis hijos estaban allí, jugando en el sofá, ajenos a todo. Pero ni Michelle ni Ramón estaban a la vista.
Un nudo me apretó el estómago. Rodeé la casa, y cuando llegué a la ventana de nuestra habitación, escuché algo que me detuvo en seco: gemidos.
Era la voz de Michelle, quebrada, ardiente, y la reconocí de inmediato. Luego la de Ramón, profunda, entrecortada. La sangre me subió a la cabeza. Tragué saliva, me acerqué más, y por una rendija del cristal vi la escena que me dejó sin aire.
Allí estaba ella, mi esposa, desnuda, con el cuerpo arqueado bajo mi compadre. Su piel brillaba de sudor, su rostro era puro éxtasis. Ramón la penetraba con fuerza, y ella lo recibía con gemidos que no recordaba haberle escuchado jamás conmigo.
Mi primera reacción fue rabia. Los celos me quemaron por dentro. Pero al mismo tiempo, algo más me invadió: una excitación feroz, incontrolable. Mi miembro se endureció hasta doler. No podía apartar los ojos de la escena.
Me odié por ello y al mismo tiempo lo disfruté como nunca. Verla abandonarse, ver cómo otro hombre la hacía suya en mi propia cama, me produjo un placer perverso, un morbo que jamás había sentido.
Y cuando Michelle alcanzó el clímax, gritando, temblando bajo Ramón, comprendí que ya estaba perdido. Porque en vez de destrozarme, esa imagen me pareció sublime.
Un auto pasó por la calle, y ese ruido me arrancó del trance. Me alejé rápido antes de que me descubrieran, con la respiración agitada y la cabeza hecha un torbellino.
Esa tarde volví a casa como si nada. Michelle me recibió con un beso, con la misma ternura de siempre, preparando la cena, como si todo fuera normal. Pero yo ya lo sabía: eso no había sido la primera vez. Mi compadre se había excusado muchas veces del trabajo, y ahora entendía por qué.
Los celos me desgarraban porque la amaba, pero el recuerdo de lo que había visto me excitaba al mismo tiempo. La imagen de ella corriéndose en brazos de Ramón me perseguía como una droga.
Y fue entonces, en medio de esa contradicción, cuando lo entendí: no sólo quería volver a verla con otro hombre… quería estar presente, sentirla, besarla, amarla mientras se entregaba.
El problema era cómo decírselo. Cómo confesarle que la había descubierto… y que en vez de odiarla, deseaba más.

Continuará ...

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